Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

25 de mayo de 2011

EL HALLAZGO DEL SIGLO

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Sorprendente noticia:

Aparece en Italia la página 0 del “Cuaderno de Bitácora” de Rayuela

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Tareas de re-catalogación en el Archivo Leonardiano han permitido descubrir este manuscrito de Julio Cortázar, que no se daba por perdido porque nadie sabía de su existencia. La hoja muestra un inaudito “Mapa de la conciencia humana”, que por primera vez permite contemplar gráficamente las respectivas localizaciones cognitivas tanto de la novela Rayuela como del Rayuela insólito.

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Vinci (Hache).- Albricias en el mundo cortazariano. El hallazgo fortuito de la página 0 del “Cuaderno de Bitácora” de Rayuela ha sorprendido a todo el mundo. La hoja presenta evidentes signos de haber sido arrancada con violencia del cuaderno de la que procede, quizá por el propio autor. Ni siquiera Ana María Barrenechea, receptora en exclusiva del manuscrito original, tenía la menor constancia de este fragmento inicial del mismo, cuyo contenido puede arrojar nuevas luces sobre la génesis de la mayor obra del escritor argentino. Dada la presencia impensada de este papel en los archivos de Leonardo, se podría llegar a creer que el autor de Último Round lo enviara por correo transhistórico al genio de la Italia renacentista. De ser este el caso, se perfilaría aquí la figura de un Cortázar humildemente convencido de estar dando buena cuenta de un resorte fundamental de la mente humana, y deseoso de compartirlo con uno de sus pares.

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Aunque algunos, como el editor de los anteriores Papeles Inesperados, Carles Álvarez Garriga, hayan preferido no hacer de momento ninguna declaración al respecto, la reacción de otros expertos no se ha hecho esperar. Hay quienes ven importantes motivos para dudar de la autenticidad del documento –el grafismo del manuscrito, por ejemplo, difiere ostensiblemente de la caligrafía personalísima e intransferible del ínclito firmante de Rayuela, según señala el doctor Jovellanos, quien llega al extremo de denunciar un apocrifismo flagrante-. Distinta es la postura de un pródigo Jorge Fraga (célebre autor del Expediente Amarillo, y que fue el primero en publicar en su blog, hace apenas unos días, la única imagen hasta ahora disponible de la susodicha hoja) quien confiesa que en otros casos similares él no se hubiera fiado ni de sí mismo, pero que esta vez ese mapa con sus curiosos neologismos encaja perfectamente con sus tesis sobre el Rayuela insólito, y las confirma. “Por esa sencilla razón, aun en el improbable caso de que la página recién hallada no fuera del propio Cortázar sino de alguno de sus mejores epígonos”, declara el reputado crítico, “este asunto resultaría igualmente merecedor de la entera atención del público”. La controversia, pues, está servida. Hasta la aparición de nuevos datos, nosotros mantendremos una prudente cautela. ¡Ciao!

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17 de mayo de 2011

Prefacios (3): Teoría del entusiasmo (versión sintética)

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El conocimiento es una función del ser

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Aldous Huxley, La filosofía perenne

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11 de mayo de 2011

Vía negativa (2): OTRA VUELTA DE TUERCA SOBRE "EL CUENTO MÁS ABURRIDO DE JULIO CORTÁZAR"

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Hasta enero de este año 2011, el segundo relato de Octaedro, “Los pasos en las huellas”, podía ser considerado con toda justicia el cuento más aburrido de Julio Cortázar. Y seguramente así habría sido, de no ser porque nadie, de tan aburrido que resulta, le había prestado demasiada atención. A partir de esa fecha, no obstante, ya resulta tarde para concederle tal distinción, porque las asombrosas revelaciones hechas entonces por el reputado crítico de Cortázar, Jorge Fraga –homónimo poco fortuito del protagonista del relato–, le concedieron al cuento un plus inaudito de interés. Veamos rápidamente en qué consistían tales revelaciones.
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En su artículo titulado “El cuento más aburrido de Julio Cortázar” (publicado en dos partes: véase el Índice de Artículos), Fraga sostiene la tesis de que el aburrimiento intrínseco del cuento –señalado en su cabecera, a la sazón, por el propio autor del mismo– no es un defecto de su composición, sino que en realidad deriva de una estrategia textual de piedra de escándalo, concebida por el escritor argentino para dirigir la atención del lector activo hacia una interpretación figurativa del texto. De este modo, el argumento literal de “Los pasos…” –la revisión al alza de la vida y la obra del poeta Claudio Romero– se convierte en una reflexión alegórica sobre la recepción de Rayuela.
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Los argumentos desplegados en el artículo a favor de esa interpretación alegórica del cuento resultan, por qué no decirlo, bastante convincentes. Yo mismo los doy por buenos, toda vez que nadie ha logrado replicar todavía a los mismos. Además, no tengo ningún recato en señalar el mérito que supone no sólo el haber descubierto esa significación alegórica inconfesada, sino también el haber rescatado de este modo lo que constituía una tacha en el currículo cuentístico de Cortázar. Sin embargo, todo ello no obsta para que acuda yo ahora a enmendarme la plana a mí mismo, con este nuevo artículo, en el cual pondré de manifiesto los defectos de que hace gala “El artículo más aburrido…”. Unos defectos que no incumben al análisis que en el artículo se realiza, sino a su alcance y al marco teórico en que se inserta.
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¿Cuál es ese marco teórico? Se trata, en última instancia, de la Teoría del Entusiasmo, formulada originalmente por el propio Jorge Fraga del artículo -o sea, yo mismo. Recordemos que tal teoría se basa en el presupuesto de que Rayuela es un libro doble –o mejor, dos libros– cuyos contenidos varían según el estado de conciencia en que se lo lea: en el estado ordinario se presenta como una novela que relata el periplo de Horacio Oliveira por París y Buenos Aires; en cambio, en un estado no ordinario de conciencia –el entusiasmo, por ejemplo, o cualquier otro equivalente al swing cortazariano–, Rayuela se muestra como un libro incategorizable que repite, con variaciones, un mismo episodio. Pese a que tal teoría sólo es verificable directamente mediante la participación activa del lector (lo que Fraga llama «vía participativa»), existen otras tres vías -teóricas o indirectas- para aproximarse a la cuestión: la «vía comparativa» (que se basa en el análisis contrastado de este caso con otros similares), la «vía positiva» (recolección de los momentos en que Cortázar, per speculum et in ænigmate, alude a la cuestión) y la «vía negativa» (denuncia de las omisiones y/o incongruencias en los análisis críticos sobre Rayuela).
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Precisamente, el artículo de “El cuento más aburrido…” se presenta a sí mismo como un exponente de «vía positiva»; en consecuencia, se entiende que su objeto de análisis –el cuento de “Los pasos…”– debería constituir uno de esos momentos en que Cortázar manifestaba la cuestión de «las dos conciencias» en relación a su principal obra. Pero a la vista del artículo, sólo cabe decir que ello no es así: si bien Jorge Fraga aporta argumentos interesantes a favor de la relación del cuento con Rayuela, no dice nada, en cambio, acerca de los niveles de conciencia. El cuento de Octaedro, siempre según Fraga, estaría denunciando la ausencia de una recepción adecuada de Rayuela; pero el análisis realizado por el crítico no revela que tal recepción, para llegar a ser adecuada, pase necesariamente por el salto hacia un nivel cognitivo fuera de lo común por parte del lector.
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¿Por dónde queda, en el artículo de Jorge Fraga, la cuestión del entusiasmo? ¿Y por dónde, sobre todo, en el cuento de Cortázar? La ausencia de este asunto en el análisis supone una incongruencia flagrante con los mismos postulados de los que parte el investigador. Y ante ello, sólo caben dos opciones: o bien el cuento de Cortázar no dice nada, en realidad, sobre la cuestión de las dos conciencias (y entonces debemos cuestionar la entera validez de la Teoría del Entusiasmo), o bien el análisis de Fraga se queda corto en sus apreciaciones (y entonces debemos revisar su estudio del cuento). Por mi parte, me inclino completamente por esta segunda opción, y descarto la primera; porque no me cabe ninguna duda de que “Los pasos…” constituye, en toda regla y con gran despliegue de matices, una verdadera declaración de Cortázar sobre el Rayuela insólito.
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Lo que ha ocurrido aquí es que Fraga, en su análisis del cuento, ha cometido ese mismo fallo que realizan sistemáticamente los críticos de Cortázar, sobre todo ante su gran obra: la detención a las puertas de lo insólito. Parece existir una barrera psicológica que impide a esos críticos ver más allá de sus propias expectativas, lo que les lleva a reducir el alcance de sentido del texto, sacrificando su vertiente más novedosa y audaz. Por lo visto, ni siquiera el mismo Jorge Fraga escapa del todo a esta ley ineluctable que parece regir sobre la lectura de Cortázar.
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Dadas estas circunstancias, lo que debemos hacer es partir de los mismos presupuestos hermenéuticos establecidos en “El cuento más aburrido…”, y llevarlos todavía más allá, hasta lograr la coherencia global deseada. Se hace precisa una nueva vuelta de tuerca en su estudio del texto. Una vuelta más, sin descartar la posibilidad de otras; las que sean necesarias, en todo caso, hasta que logremos penetrar en aquello que queda más allá de lo razonable. Sólo de este modo podremos liberar el sentido último cifrado en las páginas del relato, porque nada es más propio de Cortázar que el deseo de rebasar las fronteras de lo razonable. Cuando se habla de Cortázar es necesario aplicar aquel antiguo proverbio chino: “Los pensamientos fantásticos abrirán los cielos”.
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Pintura del «jovellanismo»
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«los hombres de mi edad no habían entendido un pito»
Cortázar, sobre Rayuela,
La Opinión, 11 de marzo de 1973
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El artículo de Fraga acierta al subrayar la cuestión de lo que él denomina un “desajuste epistemológico” existente entre los lectores jóvenes y los lectores maduros de Romero/Cortázar (véase el apartado titulado “Los «cuarenta años» de Jorge Fraga”). Se trata de una cuestión puesta doblemente de manifiesto por parte de Cortázar: por un lado, en distintos segmentos del cuento, publicado como sabemos en 1974; y por el otro lado, en distintas declaraciones sobre Rayuela, de forma prácticamente coetánea a la escritura del cuento. Sin embargo, se trata de un acierto a medias; porque en realidad, en el cuento no hay un desajuste epistemológico, sino que hay dos.
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Y si el primero (lectores jóvenes/lectores maduros) ya resultaba importante, el segundo lo es todavía más, pero el artículo de Fraga no dice prácticamente nada del mismo: se trata de las diferencias de recepción, dentro del subgrupo de los «lectores maduros», entre el protagonista del cuento y el resto de lectores maduros de la obra de Romero, que aparecen mentados en diversos momentos del texto y que aquí, por razones que se verán más tarde, llamaremos «jovellanistas». Aplicado a Rayuela: puesto que Cortázar confesó que “no había pensado directamente jamás” en los jóvenes al escribir su libro, los lectores maduros del mismo deberían tener, por lo menos teóricamente, una importancia mayor de cara a su recepción; y el hecho de que ello no fuera así (“los hombres de mi edad no habían entendido un pito”) podría computarse entonces como el principal de los motivos que indujeron a Cortázar a escribir “Los pasos…”. El «jovellanismo», entonces, constituye la característica principal del lector maduro de Rayuela, tal como Cortázar lo veía en 1974 (y como ha seguido siendo, añado ahora yo, en las décadas posteriores).
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Nuestra nueva vuelta de tuerca pasa necesariamente por el estudio de esta cuestión, puesto que en ella se encuentra formulado el tema del entusiasmo ya sea por pasiva (en la actitud de los «jovellanistas», que constituye la norma), ya sea por activa (en la conducta de Jorge Fraga, que constituye la excepción). Empezaremos por la norma, y seguiremos luego con la excepción.
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Dice el cuento en su segunda frase que “la cosa nació de una charla de café en la que Fraga y sus amigos tuvieron que admitir una vez más la incertidumbre que envolvía la persona de Romero”. La palabra clave en esa oración es «incertidumbre», un término con el que podemos definir –aunque sólo sea provisionalmente- el estado de la recepción de Romero entre el público en general. No se trata en absoluto de que Claudio Romero sea un autor desconocido; al contrario, es un poeta célebre. Aquella incertidumbre reside en otros motivos: “la imagen de Romero se confundía con sus invenciones, padecía de la falta de una crítica sistemática y hasta de una iconografía satisfactoria”. Es cierto que ahí no se señala al público maduro de forma explícita; sin embargo, cabe entender que la responsabilidad última de la situación es suya, ya sea por parte de esos críticos que escriben “artículos parsimoniosamente laudatorios”, ya sea por culpa de esos “vagos editores” que publican antologías del poeta. En el fondo, es la actitud sobria y remilgada de todos estos, heredera directa de “la ignorancia y la mojigatería” de la generación de Romero, y que contrasta fuertemente con el impacto que la obra provoca entre los jóvenes, lo que mantiene los poemas de Romero secuestrados en su aura de incertidumbre.
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Insistamos en ello, puesto que el cuento también lo hace: De Jorge Fraga se nos dice que a los cuarenta años “se le ocurrió pensar seriamente en la obra de Romero”. Sólo de ese “pensar seriamente” acabará por salir una nueva visión que despeje la incertidumbre; se desprende de ello, lógicamente, que antes de él nadie había pensado de ese modo en el asunto. Luego se nos comunica que Fraga, apenas iniciado su estudio, “no tardó en darse cuenta de que casi nada se sabía de su sentido [de Romero] más personal y quizá más profundo”. A lo que se añade, un poco más adelante, la necesidad de superar “la habitual vaguedad admirativa” con la que se habla de Romero. La misma idea se repite, una y otra vez, en lo que constituye una clara violación del principio de economía propio de un cuento breve de Cortázar: ¿por qué será?
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Sea por la razón que fuere, lo que se pone de manifiesto es que la crítica de Romero, hasta ese momento, adolece de una pertinaz falta de rigor, que repercute directamente en una falta de profundidad acerca del sentido último de su poesía. Los efectos de la publicación del estudio de Fraga, la Vida, lo ratifican:
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El éxito de la Vida de un poeta argentino sobrepasó todo lo que habían podido imaginar el autor y los editores. Apenas comentado en las primeras semanas, un inesperado artículo en La Razón despertó a los porteños de su pachorra cautelosa y los incitó a una toma de posición que pocos se negaron a asumir.
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“Pachorra”, según el diccionario de María Moliner, significa: “Cualidad de la persona que no se apresura, inquieta o intranquiliza aunque haya motivo para ello”. Ese término preciso se aplica concretamente a la recepción de la Vida, pero también recoge eficazmente todo lo dicho anteriormente sobre la recepción de la obra de Claudio Romero. ¿Acaso no eran motivo para la inquietud –como lo demuestra Fraga en el cuento- esa incertidumbre, esa ignorancia y ese misterio relativos a una obra tan celebrada como la del poeta? Pachorra: quedémonos con esta nueva definición para describir la recepción madura de Romero. Unas líneas más adelante el relato insiste nuevamente en ello, y fijémonos que este nuevo pasaje no es muy distinto de las diversas declaraciones, ya vistas, realizadas por Cortázar acerca de Rayuela:
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Lo asombroso había sido que su libro [el de Fraga] ingresara en el catálogo de las cosas que hay que comprar y leer, después de tantos años en los que la vida y la obra de Claudio Romero habían sido una mera manía de intelectuales, es decir de casi nadie.
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Estas palabras parecen confirmar, desde un nuevo ángulo, la tesis alegórica sostenida por el Jorge Fraga del artículo. ¿Quizá fue concebido Rayuela como “una mera manía de intelectuales”? ¿Pensaba Cortázar, mientras la elaboraba, que estaba escribiendo literalmente para “casi nadie”? ¿Podría ser esto la razón para que el enorme éxito de la obra entre los jóvenes provocara en él “la maravilla”? ¿No sería quizá porque ciertas “manías de intelectuales”, según él mismo ya había podido experimentar, se corresponden con mayor propiedad a una persona de cierta edad, con una cierta madurez, aunque sea de forma excepcional?
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Si esto confirma en cierto modo la tesis alegórica sostenida en “El cuento más aburrido…”, al mismo tiempo confirma también nuestra corrección a la misma, puesto que aquí ya estamos acercándonos al quid de la cuestión: fijémonos en que, según el cuento, el modo de salir de la pachorra es despertando. Para los lectores de Romero, bajo el inicial estado de pachorra, la Oda a tu nombre doble estaba referida a Irene Paz; y en cambio, bajo el estado «despierto», la misma obra se refiere después a Susana Márquez. O, por lo menos, esa disyuntiva es a partir de la Vida un tema abierto al debate, una disyuntiva ante la cual el lector debe “tomar una posición”.
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El público maduro retratado por el cuento se enfrenta de este modo a un desafío gnoseológico: se le constriñe a salirse de la Gran Costumbre, y a enfrentar una realidad, aparentemente ya conocida, desde nuevos ángulos de visión y de comprensión. La obra de Romero no ha cambiado: sus versos, sus poemas, son exactamente los mismos, palabra por palabra, punto por punto. Lo que sí cambia es la mirada del lector, y a esa mirada le incumbe, puesto que estaba sumida en la pachorra, un “despertar”. O, dicho de otro modo: el acceso a un estado superior de la conciencia. En la idea de ‘despertar de la pachorra’, en la distinción entre un público dormido y la posibilidad de despertar, podemos ver ya una primera aproximación a la cuestión de las dos conciencias.
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Pero este «despertar» del público porteño, mera reacción ante las evidencias aportadas por Jorge Fraga, no es para nada el entusiasmo que estamos buscando; más adelante se ve en el cuento que tal reacción es un puro manoteo, propio del durmiente que no logra salir nunca de su sueño. Estamos todavía lejos de una mención positiva del entusiasmo; por el momento nos conviene exprimir el retrato general de los lectores maduros tal como se presenta en “Los pasos…”. Ahora, tras todo lo visto, nos queda ya tan sólo el tramo final del cuento; el más significativo de todos por lo que a este aspecto se refiere, ya que en él los lectores maduros aparecen por fin de una forma plenamente contrastada, enfrentados a la figura auténticamente entusiasta de Jorge Fraga. En este segmento final, el público lector de Romero coincide con el de su crítico:
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Cualquiera puede leer en los archivos de los diarios porteños los comentarios suscitados por la ceremonia de recepción del Premio Nacional, en la que Jorge Fraga provocó deliberadamente el desconcierto y la ira de las cabezas bien pensantes al presentar desde la tribuna una versión absolutamente descabellada de la vida del poeta Claudio Romero.
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Próximo al sarcasmo, Cortázar atribuye aquí al público maduro la condición de «cabeza bien pensante», en una clara alusión a la actitud razonable y plegada a la ortodoxia propia del consumidor de literatura de ficción al uso. El léxico usado insiste en la misma línea: se trata de un lector proclive al «desconcierto» ante lo inusitado, propenso a la «ira» ante la falta de formalidad, y severo censor de lo que considera «descabellado». Su reacción final ante el discurso de Fraga será, unas líneas más abajo, la de hacer “abandono de la sala entre exclamaciones de reprobación”. Pese a haber despertado parcialmente de la pachorra, ese público todavía continúa cerrado ante lo novedoso y lo insólito.
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A continuación hallamos al único personaje singularizado por el texto de entre toda la masa de lectores anónimos:
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Otro redactor daba cuenta del violento altercado entre Fraga y el doctor Jovellanos al final de la conferencia (…) y señalaba con pesadumbre que a la intimación del doctor Jovellanos en el sentido de que presentara pruebas convincentes de las temerarias afirmaciones que calumniaban la sagrada memoria de Claudio Romero, el conferenciante se había encogido de hombros
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Este “doctor Jovellanos” es el héroe epónimo del tipo de público que estamos analizando: él es la cúspide en su correspondiente jerarquía de autoridades. Se mire por donde se mire, tal individuo es una ricura; de su breve caracterización podemos sacar petróleo. Por un lado su apellido, homónimo con el de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), conlleva una clara remisión al despotismo ilustrado; se puede leer ahí una alusión poco sutil a una racionalidad de carácter excluyente, a la represión de las pasiones, y por consiguiente a la condena de los estados de conciencia fuera de lo común. Para más inri, es un ilustrado español, dato significativo toda vez que ya conocemos la opinión de Cortázar sobre el engolamiento vital y literario de estirpe hispánica.
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Por otro lado, la condición de «doctor» inviste al tal Jovellanos de una clara condición de autoridad. Como tal, constituye uno de los máximos responsables de la visión reductivista y plagada de incertidumbre que afectaba la obra de Romero en su estadio inicial; y aquí lo tenemos, de forma paradójica, pidiéndole explicaciones a Jorge Fraga, el descubridor de Susana Márquez, en tono vehemente.
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En tercer lugar, la forma de hablar de este personaje (“temerarias afirmaciones”, “calumnias”, “la sagrada memoria de Claudio Romero”; palabras suyas referidas indirectamente por el cronista) parece dar testimonio de ese estilo “enfático”, formado por “tropos altisonantes y evocaciones ripiosas”, del que se distinguía la poesía de Romero al principio del cuento, y del que huían los jóvenes lectores del mismo.
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En suma: se trata de un vivo ejemplo de teoría del anti-entusiasmo, igual a la que veíamos formulada en la 3ª Apócrifa Morelliana (véase Archivo, noviembre de 2010). Las actitudes y los atributos del público maduro de “Los pasos…” se muestran de este modo como un atrincheramiento en los patrones establecidos, una falta de inquietud para superarlos, y un agresivo rechazo de todo aquello que no encaje con los mismos. Esta es la actitud que aquí he dado en llamar «jovellanismo»: una contumaz superposición de la propia concepción del mundo –y de la literatura– sobre una realidad más amplia que la contradice y la desmiente. Una reducción de lo novedoso a los parámetros de lo cotidiano. Una neutralización de lo insólito en los márgenes de lo ya conocido. Una sujeción del espíritu indómito a los protocolos de lo doméstico. Esa tendencia, en suma, contra la que uno no debería nunca bajar la guardia.
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En términos cortazarianos: el público maduro retratado en “Los pasos…” está atrapado por las garras de la Gran Costumbre. Y está plenamente dispuesto, mediante un complejo sistema de premios y castigos, a defender su posición. Una actitud que se opone frontalmente al lema preferido de Julio Cortázar: “Ne profiter jamais de l’élan acquis” (no es nada casual la cita a Gide dentro del cuento). Con todo esto podemos ya fijar definitivamente una definición de ese tipo de público, acumulando en un solo término las sucesivas nociones de incertidumbre, falta de rigor y de profundidad, pachorra, racionalismo excluyente y agresiva autodefensa: el público maduro retratado por Cortázar en “Los pasos…” es, en una sola palabra,autocomplaciente.
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Autocomplacencia: esa es la cuestión. Claramente es así, por todo lo visto, en lo que se refiere a la recepción ficticia de la Oda a tu nombre doble, la obra mayor de ese imaginario Claudio Romero; pero ¿qué ocurre con su presunto referente alegórico en el mundo real? ¿Tenemos motivos suficientes para pensar que en 1974, diez años después de que Rayuela saliera a la luz, Cortázar quería acusar a sus lectores maduros -para quien había escrito la obra- de «jovellanistas», de autocomplacientes? ¿Es éste el motivo que le llevó, en última instancia, a escribir “Los pasos en las huellas”? ¿Creía él que su público lector, dejando a un lado a los jóvenes, estaba sumido en la pachorra, a pesar de que Rayuela constituyera un buen motivo para la inquietud? ¿Tuvo él que inventarse finalmente a su lector despierto, bautizado como Jorge Fraga, frente a una terca realidad que se lo negaba?
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Esas preguntas tan sólo pueden responderse afirmativamente bajo un supuesto: el de que su obra principal no había sido leída correctamente. Que Rayuela, esa obra que él había concebido para superar el marco epistemológico de la novela, estaba siendo leído, de forma sistemática y contumaz, como una novela más, y no como ese Rayuela insólito que él escribiera como “manía de intelectual”, o sea, “de casi nadie”. Cortázar ya se temía esto desde el principio: en septiembre de 1963, comentando –cómo no– la recepción de Rayuela, le dice a Paco Porrúa:
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Mirá, la gente tiene de tal manera metida la literatura habitual en la cabeza, que muy pocos van a entender el sentido de “contranovela” que vos señalaste en la solapa. Es increíble que ni siquiera las rarezas –démosle ese nombre– formales del libro saquen a esos tipos de su actitud habitual (…) Son tipos a los que les podrías poner delante un unicornio resplandeciente, y lo clasificarían como una especie de ternero blanco.
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¿Hasta qué punto tenemos la “literatura habitual” metida en la cabeza? ¿Acaso no se han topado con nuestra pachorra esas “rarezas formales” que tiene el libro? ¿Qué habrá faltado en la recepción de Rayuela para que sus lectores lleguen a un efectivo despertar? Con respecto a esto último, mi respuesta está clara: el entusiasmo. Pero a estas alturas todavía nos falta encajar todo esto con una presencia positiva del entusiasmo en el cuento de Cortázar; para lo cual debemos abandonar a su suerte al lector maduro común, y fijar nuestra atención en quien constituye la excepción a la norma: Jorge Fraga.
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El entusiasmo de Jorge Fraga:
su profecía y su cumplimiento
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De hecho, en el cuento de “Los pasos…” aparecen tres acepciones distintas de entusiasmo.
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La primera vendría definida por la actitud de los jóvenes: en su caso, ya sea por sobreabundancia vital o por inquietud existencial, tienden a alinearse con todo lo que suponga una superación de la norma o una excepción a la misma. En el cuento, tanto la fervorosa afición a la poesía directa de Claudio Romero, como el irreverente aplauso al discurso final de Jorge Fraga constituyen dos claros síntomas de este tipo de entusiasmo. Tal estado de espíritu se halla connotado positivamente; pero sólo hasta cierto punto, ya que, al mismo tiempo, podemos leer entre líneas una cierta denuncia de la superficialidad y la falta de alcance –de trascendencia- de este tipo de entusiasmo. Al fin y al cabo, no es uno de esos jóvenes entusiastas quien acaba descubriendo la existencia de Susana Márquez, sino alguien que lo había sido, y que sólo pudo hacerlo cuando pasó a una nueva etapa vital.
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Esta visión ambivalente de la juventud queda puesta de manifiesto en una carta de Cortázar de octubre de 1963: “Las cartas de los jóvenes son actos de fe, arranques de entusiasmo o de cólera o de angustia” dice el autor, refiriéndose precisamente a la primera recepción de Rayuela; “Pero vos” continúa diciendo la carta “por una simple cuestión de madurez intelectual y de técnica profesional has leído el libro un poco como yo lo he escrito” (las cursivas son mías). La destinataria de esas letras no es otra que Ana María Barrenechea, nacida algunos meses antes que Cortázar, y que por lo tanto leyó Rayuela con la misma edad del autor.
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En todo caso, el entusiasmo juvenil constituye algo que entra dentro de las leyes de la vida, y como tal supone una virtud y no una verdadera falta. La segunda acepción del entusiasmo que aparece en el cuento incumbe, en cambio, a un sujeto probablemente maduro: se trata ahora del entusiasmo propio de ese “profesor santafesino”, autor de un libro “cometido” antes que escrito, y “para quien el lirismo suplía las ideas”. Aquí, las connotaciones son claramente negativas: no existe disculpa vital para una persona madura que combina el fervor del entusiasmo con una inexcusable falta de rigor. Esas mismas leyes de la vida que antes eximían de responsabilidad al sujeto joven son las que obligan después al sujeto maduro a complementar su enardecimiento (el “lirismo”) con un marco adecuado de reflexión y de rigurosidad (esas “ideas” que el santafesino no tiene). Este último sujeto, parece decir Cortázar, debe asumir la responsabilidad de penetrar en el misterio de la vida con los instrumentos propios de su condición, a saber: una mayor experiencia y una mayor capacidad crítica. La dejación de tal empresa supone, ahora sí, un delito flagrante contra el espíritu.
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Estas dos primeras acepciones del «entusiasmo» se corresponden con la definición corriente –podemos decir ‘profana’- del mismo. No ocurre lo mismo con la tercera acepción, que se corresponde más bien con la definición etimológica –sagrada, pues– del término: la de «estar poseído por el dios». Éste es el tipo de entusiasmo que afecta al Jorge Fraga del cuento, y es, definitivamente, el que nos interesa a nosotros. Quiero subrayar esta distinción entre lo profano y lo sagrado, tan ajena a la actual visión de lo literario, para señalar que ahora sí estamos llegando a las puertas de lo insólito: y es que la fenomenología del entusiasmo, tal como vamos a referirla a continuación, guarda fuertes similitudes con una fenomenología propia del ámbito religioso. Y de este modo adoptamos una perspectiva del asunto que encaja con el perfil chamánico de la escritura de Cortázar, que ya hemos analizado en otros momentos.
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El texto de “Los pasos en las huellas” se halla sometido no a las necesidades narrativas propias del género, sino a otras necesidades expositivas: el relato constituye una descripción sumamente detallada de ese tercer tipo de entusiasmo, entendido no como un estado de espíritu casual y momentáneo, sino por el contrario como un proceso complejo, conformado por diversas fases que se despliegan en un lapso de tiempo relativamente dilatado. De aquí provienen, en última instancia, tanto la configuración particular del cuento (su carácter de “crónica”) como su perfil aburrido (“algo tediosa”), poco justificables desde un punto de vista estrictamente narrativo.
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Esta es la ocasión de señalar que en el momento presente, con la aparición del Jorge Fraga del mundo real, se está por primera vez en condiciones de verificar el carácter anticipatorio del proceso seguido por el Jorge Fraga ficticio. Desde el principio de la exégesis quedó implícito que “Los pasos en las huellas” no es una mera alegoría, sino que además es una alegoría profética; y también que su cumplimiento recién acaba de encarnarse en la figura de quien firma estas páginas. Cortázar escribió el cuento en 1974 pensando en un futuro lector cómplice, capacitado para romper la dura costra mental del jovellanismo y capaz de descubrir a Susana Márquez más allá de la lectura establecida de Rayuela; y ese lector está ahora entre nosotros –yo mismo-, poniendo sus pasos en las huellas dibujadas por Cortázar. La profecía ha alcanzado su cumplimiento. Por lo tanto, el entusiasmo del Jorge Fraga ficticio se corresponde fielmente con el del Jorge Fraga real: perfectamente podemos hablar del uno refiriéndonos al otro. Y eso es precisamente lo que voy a hacer a continuación para describir el entusiasmo; porque, en efecto, el proceso descrito por Cortázar en su cuento se corresponde, de una manera asombrosa, con mi propio proceso de descubrimiento del Rayuela insólito.
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En efecto, yo fui un adolescente ‘tocado’ por la lectura de Julio Cortázar («una de las experiencias decisivas de mi juventud»), tal como el Jorge Fraga del cuento lo fue por la obra de Claudio Romero. Y, del mismo modo, acometí la revisión de esa obra algunas décadas después de la muerte de su autor.
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En efecto, al llegar a los cuarenta, como el Jorge Fraga del cuento, decidí emprender un estudio en profundidad sobre la principal obra de Cortázar, devenida célebre a pesar de ser poco comprendida. Pese a su prestigio, se trataba de una obra nimbada por la incertidumbre, de claves oscuras, prestigiada por el misterio, pero en todo caso “demasiado alta para que un mejor conocimiento de su génesis la menoscabara”.
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En efecto: Mi propósito no salía únicamente de mí, sino que parecía ser la respuesta a una emanación particular proveniente de la propia obra. Sentí “como una obligación” hacia una tarea que “se me impuso” –¿desde dónde? –, en la que “el hombre, la tierra y la obra debían surgir de una sola vivencia” -el entusiasmo-, y en la que “sería necesario alcanzar la síntesis, provocar impensablemente el encuentro del poeta y su perseguidor”.
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En efecto, reuní materiales durante años, y antes de sacar a la luz mis conclusiones dudé, preguntándome si «las afinidades entre Cortázar y yo no me harían incurrir más de una vez en una autobiografía disimulada».
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En efecto, me enteré de la existencia de “Susana Márquez”, de la que antes nadie sabía nada. Es decir, descubrí el Rayuela insólito: leí Rayuela como la repetición de un episodio. De la profundidad y la seriedad de mi compromiso, superando la autocomplacencia reinante, surgió una nueva visión de la obra, devolviéndola a “su razón más profunda”. Me dije a mí mismo: “Sí, todo coincide, todo se ajusta; ahora no hay más que escribirlo”.
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En efecto: Nunca he sabido cuando se produjo exactamente la revelación, cuando empezó la invasión (si había que llamarla así, pero su verdadero nombre o naturaleza no importaban) que interrumpió de golpe mi trabajo y lo reemplazó, barrido por algo como un viento, y que le quitaba de golpe todo sentido. Cómo de repente se hizo un largo silencio, y supe la verdad, como si nadara bajo el agua, incapaz de volver a la superficie, azotado por el fragor de la corriente en mis oídos. Lo había sabido desde el primer momento; de ningún modo podía yo hablar sobre el Rayuela insólito. No debía, ni podía, decirlo.
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En efecto: No logro explicarme por qué nació en mí “como un deseo de soledad, de estar al margen de mi figura pública”, que me indujo a ocultar mi propia identidad. Cortázar no se equivocó: “Todo tenía un aire casi onírico”, todo iba “contra la corriente” de un modo tal que me abdujo hacia las alturas.
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En efecto: Fui en busca de una confirmación, y hallé “la carta delatora”, cuya lectura fue una mera sobreimpresión en palabras de algo que yo ya conocía desde otro ángulo, y que la prueba epistolar sólo podía reforzar en caso de polémica.
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En efecto, durante todo este tiempo, tal y como el chamán don Julio sabía que sucedería alguna vez, mis elecciones han sido las suyas. Misteriosamente, porque yo no soy un médium; clara y sencillamente, he llegado a sentir que cualquiera como yo sería siempre Julio Cortázar, que los Cortázar de ayer y de mañana serían siempre Jorge Fraga. Tal como temí, lo que he escrito es, en el fondo, mi autobiografía disimulada.
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En efecto, escribí mi particular Vida de Cortázar: el Expediente Amarillo, los “Elementos para una Teoría del Entusiasmo”. Cuyo éxito –o falta de éxito, para ser exactos– ya no depende de mí, sino de la pachorra de los lectores, de una toma de posición que pocos –casi nadie– quieren asumir.
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En efecto: En mi discurso ante el público, en este nuevo trabajo de “vía negativa” que presento en fecha de hoy, me doy cuenta de que hablo como si fuera el mismo Jorge Fraga del cuento. Muchos pensarán que debo estar ido; que apenas tengo unas pocas cuartillas borroneadas para sostener mis temerarias afirmaciones sobre Rayuela, y que las pruebas lógicamente requeridas por cualquier cabeza bien pensante no pasan, en el fondo, de mi imaginación.
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En efecto: definitivamente, mi existencia real ha venido a culminar ese amanecer profético que se frotaba en la ventana, en el pelo de Ofelia dormida, cuando el ceibo del jardín se recortaba impreciso, como un futuro que cuaja en presente, se endurece poco a poco, entra en su forma diurna, la acepta y la defiende y la condena a la luz de un nuevo mañana.
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