Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

31 de agosto de 2011

Apócrifas morellianas (10)

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Leo en Muy interesante, nº 340, septiembre 2009:

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…investigaciones realizadas en la Universidad de Duke, (EEUU) han abierto la vía para que la capa de la invisibilidad de Harry Potter pueda hacerse realidad. Dicha capa funcionaría desviando las microondas alrededor del objeto y luego restaurándolas detrás del mismo, como si hubieran atravesado un espacio vacío.

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¿Cómo no pensar, inmediatamente, en la isla donde se alza el Monte Análogo? Daumal y su perspicaz profesor Sogol les llevan prácticamente 70 años de ventaja a Potter y a los afanosos científicos de Duke (EEUU):

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Estas son, pues, las conclusiones a las que he llegado por el simple procedimiento de eliminar todas las hipótesis indefendibles. En algún lugar de la Tierra existe un territorio de, al menos, miles de kilómetros de perímetro en el que se alza el Monte Análogo. Ese territorio se asienta en materiales que tienen la propiedad de curvar el espacio alrededor, de forma tal que toda la comarca se halla encerrada en una cáscara de espacio curvo. (…) Se trata de un anillo de curvatura más o menos ancho, impenetrable, que rodea la región, a cierta distancia, como un baluarte inexpugnable, intangible, merced al cual, en resumidas cuentas, todo sucede como si el Monte Análogo no existiera. (…) Dibujo aquí los itinerarios de un barco que vaya de A a B. Vamos a bordo de ese barco. En B hay un faro. Desde el punto A enfoco con un catalejo en la dirección en que avanza el barco; veo el faro B, cuya luz ha rodeado el Monte Análogo, y nunca sospecharé que entre el faro y yo se extiende una isla cubierta de elevadas montañas.

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René Daumal, El Monte Análogo (1939-44)

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21 de agosto de 2011

Entusiasmosofía (II)

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Fenomenología entusiasmosófica aplicada:

Factores y vectores del Rayuela insólito

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Tú te lo has buscado, Omar

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Vamos a visualizar, de una forma esquemática, las diferencias fenomenológicas entre la Rayuela común y el Rayuela insólito. Para empezar, tomemos la obra Rayuela como el Factor R; a su autor, Cortázar, como el Factor C; y a su lector, un lector cualquiera, como el Factor L. De este modo obtenemos el siguiente esquema:

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Fenómeno =

C R L

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Esto puede leerse como «C escribe R, y R es leído por L»; lo cual puede aplicarse a Rayuela como podría aplicarse a cualquier otra novela. Este esquema, de carácter meramente horizontal, describe la visión común sobre la obra: y desde este punto de vista, la novela Rayuela no es distinta a las otras.

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Aunque Rayuela, y dentro aún de la visión común que se tiene de esta obra, presenta ciertamente una particularidad, ya que no hay otras novelas que ofrezcan dos posibilidades distintas de lectura. Pero ello no nos lleva a modificar sustancialmente ese esquema inicial; es suficiente con desdoblarlo en dos variables, preservando para ambas su carácter estrictamente horizontal.

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Pongamos que la lectura corrida, que llega tan sólo hasta el capítulo 56, sea bajo esta particularidad el Factor R 56; y que la lectura salteada, que combina hasta 155 capítulos, sea el Factor R 155. De este modo obtenemos este primer esquema:

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F1 =

C R 56 L1

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Y este segundo:

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F2 =

C R 155 L2

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Las variables L1 y L2 pueden ser dos lectores distintos, o pueden ser un mismo lector que haya emprendido las dos posibilidades de lectura en momentos distintos. Podemos añadir todavía un tercer esquema, bajo el supuesto de que sea legítimo leer Rayuela en un orden arbitrario, distinto a los dos que establece el Tablero de Dirección, y establecido libremente por el propio lector (es un supuesto de carácter posmoderno, que yo comparto sólo con reticencias)

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F3 =

C R arb. L3

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Con estos tres esquemas F1, F2 y F3 se contempla enteramente la fenomenología propia de la novela Rayuela. Tal como se ha entendido la obra hasta hoy, no hay más posibilidades, por más que F3 tenga una variabilidad prácticamente infinita. Los tres esquemas coinciden en dos aspectos: su unidimensionalidad horizontal, y la intención sostenida por el lector de leer Rayuela como novela.

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Mi Teoría del Entusiasmo postula un esquema bastante más complejo. Aunque la base para este nuevo esquema es única: se aplica únicamente a la versión para lectores activos, R 155, que coincide con la totalidad del libro. No se contempla la versión para lectores pasivos, que es una lectura parcial; y sólo se contempla la lectura arbitraria en la medida en que el lector respete fielmente la integridad del libro. La cuestión es que el lector pase necesariamente por ciertos capítulos clave, contenidos todos ellos en el conjunto de los Capítulos Prescindibles, y que son precisamente los que llevan a cambiar la intención “leer una novela” por la intención “desaforarse”; los que llevan a superar el campo gravitacional del género novela para entrar en la órbita del Rayuela insólito. El esquema que yo planteo sitúa Rayuela como un libro realmente excepcional, como un caso único en el marco de la literatura moderna.

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El Factor C y su doble

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Para empezar, saquemos a colación el cap. 82, que constituye justamente el texto fundamental de toda mi Teoría. Ahí es donde Cortázar confiesa escribir bajo el dictado de una fuerza a la que él no controla: “Si lo que quiero decir (lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing…” (las cursivas, en el original). Según el texto de este capítulo, el sujeto creador se halla poseído por la fuerza de una instancia superior y desconocida, durante un tiempo de duración impredecible, que le inspira la realización de su obra. “Así por la escritura –dice también el capítulo- me acerco a las Madres…”.

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A raíz de esta declaración, el Factor C entra en controversia: ¿Quién es el verdadero autor de Rayuela: Cortázar, o esa misteriosa fuerza? ¿No será esta fuerza algo así como el daimon personal del escritor, que quizá habitaba en su pipa, como el de Sócrates en la pared de su casa? ¿No será acaso la Musa, que dictaba al oído de Cortázar los contenidos de la obra? ¿O fue más bien un jinn, empecinado tal vez en vengarse de ese género novelístico que ignora a su clase de forma contumaz? Daimon, Musa, jinn o ángel: sea lo que fuera, y sin renegar de esta saludable indeterminación, nuestra fenomenología debe contemplar este asunto. La fenomenología del Rayuela insólito no puede ser la común; debe ser una fenomenología entusiasmosófica. La cuestión es ¿cómo podemos representarlo?

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Afortunadamente, desde la aparición de la página 0 del “Cuaderno de Bitácora” (presumiblemente apócrifa), felizmente descubierta el pasado mes de mayo (véase la entrada pertinente de este blog), disponemos del instrumental adecuado para tratar esta cuestión. El Mapa de la Conciencia Humana que aparece dibujado en esa página establece ciertas diferencias de nivel –de nivel onto-gnoseológico- en un sentido vertical; es precisamente esta nueva dimensión, la verticalidad, la que nos permitirá describir la fenomenología de una creación compartida. Reelaboramos aquí un extracto de ese Mapa:

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Nivel 2: Incognosfera (lo desconocido)

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-------------------(línea Epistemoclina)-----------------

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Nivel 1: Cognosfera (lo conocido)

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Desde este nuevo punto de vista, debe decirse que el Factor C es el autor de la obra –o, más bien, su co-autor- solamente en el plano de lo conocido. Su lugar, por lo tanto, se encuentra en el primer nivel: la Cognosfera. Entre él y el plano superior se halla la línea Epistemoclina, la barrera que separa el mundo de lo conocido del mundo de lo desconocido. Tenemos un «vector de tránsito» que permite atravesar esta línea, es decir, que facilita el flujo y la comunicación entre ambos niveles: este vector es el «swing», el “balanceo rítmico” del escritor. Por último, debemos postular ese nuevo factor participante en la fenomenología rayuelística, el co-autor desconocido de la obra: para permanecer afines al lenguaje cortazariano, vamos a llamarlo el Factor C Paredro. Todo ello queda recogido del siguiente modo (la línea horizontal representa la Epistemoclina, y la vertical, el «swing»):

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C Paredro

¦

-------------------

¦

C

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El Factor L y su doble

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La co-creación no es el único rasgo definitorio de la obra que estamos analizando; también debe contemplarse la co-recepción, la dualidad en el lector, con un carácter equivalente y proporcional a la dualidad propia del primer factor. El mismo desdoble vertical le compete igualmente al Factor L, el lector de Rayuela; o, por lo menos, a ese “cierto lector” que es el que nos interesa aquí. A este respecto, como capítulo clave, podemos considerar el 97, cuando dice:

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Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo

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Tal como prescribe este capítulo, al lector pasivo le incumbe un estado mental «emplazado, aforado, centrado y cubierto»; y al lector activo y cómplice le corresponde por contraste un estado «desplazado, desaforado, descentrado y descubierto». Traducido en términos de mi Teoría, tal distinción se establece en aras de la ausencia o la presencia del Entusiasmo en el lector.

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La presencia del vector «entusiasmo» (“estar poseído por el dios”) establece, como lo hacía el «swing» para Cortázar, el acceso del Factor L al otro lado de la Epistemoclina, es decir, a la Incognosfera, donde por lo tanto cabe contemplar una versión parédrica del lector de Rayuela:

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L Paredro

¦

-------------------

¦

L

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El Factor R y su doble

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Y esto no termina aquí: El texto del libro, el factor R -en particular R 155, insisto-, también se ve afectado por esta misma circunstancia. En el capítulo 79, por poner un ejemplo, se nos dice:

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Intentar en cambio un texto que no agarre al lector pero que lo vuelva obligadamente cómplice al murmurarle, por debajo del desarrollo convencional, otros rumbos más esotéricos. Escritura demótica para el lector-hembra (…), con un vago reverso de escritura hierática.

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La versión salteada de Rayuela tiene su propio doble parédrico al otro lado de la Epistemoclina; se trata de otro habitante desconocido de la Incognosfera. Este nuevo Factor es lo que Cortázar describió en 1960 como “repetición de un episodio” y como “crónica de una locura” (en carta a Jean Barnabé: véase la web www.expedienteamarillo.com); es decir, se trata precisamente de mi «Rayuela insólito», y así lo llamaremos: Factor R Insólito. A la sazón, debe postularse aquí, para este nuevo factor, y en aras de la analogía, la existencia de un nuevo vector de tránsito, un equivalente textual del «swing» para el Factor C y del «entusiasmo» para el Factor L: lo vamos a llamar vector de Transfiguración Textual.

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De lo que resulta:

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R insólito

¦

-------------------

¦

R 155

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Nuevo esquema al completo

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Reuniendo todos los nuevos elementos, completamos definitivamente el esquema entusiasmosófico para F2 -ahora Fe (Fenómeno entusiasmosófico)- que quedaría como sigue:

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Fe =

C ParedroR insólitoL Paredro

¦…...........................……¦….…….……...……¦

----------------------------------------------------------

¦…..............................…..¦….………....………¦

C……….….......R 155……..….….L

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¡Vaya! ¡Qué bello esquema me salió! ¡Cuán científico y, a la vez, cuán maravilloso! Yo tendría por lema “Ponga un esquema en su vida”, si no fuera porque las mentes cerradas lo malinterpretarían en seguida.

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Las virtudes de este esquema van a verse ya a corto plazo: este nuevo instrumental, con la visualización inmediata que permite de los seis factores entusiasmosófico-fenomenológicos que intervienen en el Rayuela insólito y sus tres vectores, hará para mí más fácil continuar la tarea emprendida en la “vía negativa (4)” sobre el tratamiento del “estado de gracia” en la literatura crítica sobre Rayuela.

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Sobre este esquema podemos ver, por ejemplo, cuáles son los puntos fuertes y los puntos débiles en “La cachetada metafísica” de Luís Harss, que ya comentamos en el último artículo, el día 11 de este mismo mes. Como puntos fuertes, Harss tiene los Factores C y C Paredro, y también L y L Paredro, así como sus respectivos vectores, el «swing» y el «entusiasmo»; todos estos aspectos aparecen tratados de forma relativamente extensa y, además, repetida (si damos por válida su primera formulación, aunque sea relativa a la cuentística de Cortázar). Y como puntos débiles, indudablemente, el artículo de Harss tiene el Factor R insólito y el «vector de Transfiguración Textual» -a los que apenas dedica un par de frases, por lo demás demasiado vagas-, así como la falta de la debida conexión entre estos dos últimos elementos y los seis anteriores.

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Nuestra Teoría del Entusiasmo dispone ahora, gracias a la Fenomenología Entusiasmosófica y a la página 0 del “Cuaderno de Bitácora”, de un nuevo y hermoso elemento de trabajo. ¡Felicidades!

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11 de agosto de 2011

Vía negativa (4): El "estado de gracia" y Rayuela

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En determinado momento anuncié “La palabra jamás mencionada…” como si fuese el último artículo que iba a escribir; y no me refería tan sólo a la «vía negativa», sino a las tres vías en total. El anuncio respondía a la impresión del momento, a una cierta sensación de agotamiento, como si todo lo que pudiera añadir después fuera a convertirse en una repetición de lo mismo. ¿No están ya dados los argumentos? ¿No hay suficientes motivos como para reconsiderar a Cortázar? Quería cerrar el ciclo y dedicarme a algo nuevo que me reclamaba: la entusiasmosofía. Pero me equivocaba; fue tan sólo un momento pasajero de debilidad. Por un lado, la «vía negativa» ha cobrado renovado vigor; y por el otro, después de un intercambio que sostuvimos hace poco Ingeneratus y yo, me siento llamado a redactar un nuevo artículo de «vía comparativa», ahora sobre el Avicena de Corbin. Así pues, la Teoría del Entusiasmo todavía tiene cosas que decir; y de este modo, dejando las cosas como están, la Entusiasmosofía pasará a ser una sección nueva en el blog. Les dejo, entonces, con este nuevo artículo de «vía negativa» sobre el “estado de gracia”.

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El "estado de gracia" y Rayuela

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Introducción

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Entre la lectura común de Rayuela y la mía propia parece mediar un abismo. Donde los demás leen en sentido figurado yo leo en sentido literal, y donde los demás leen en sentido literal yo veo metáforas. Allí donde los otros ponen el énfasis yo veo lo espurio, mientras que yo planto la tienda donde ellos pasan aprisa. Y sin embargo el texto, en su materialidad, es el mismo; ¿de dónde proviene, entonces, todo ese desfase? La respuesta está en lo que constituye la piedra basal de mi edificio argumentativo: el entusiasmo. Mi teoría –y, sobre todo, mi experiencia- es que Rayuela es un libro concebido para ser leído desde dos estados de conciencia distintos; y si, por lo visto, hasta hoy ha habido algún lector “dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse” (cap. 97) ante el gran libro de Cortázar, he sido únicamente, aparte del desaparecido Fredi Guthmann, yo mismo.

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“Una misma situación, dos versiones…” La cuestión de los distintos estados de conciencia es el elemento central de mi argumentación; y seguramente sea, creo yo, lo más chocante de todo mi discurso. ¿Dónde se ha visto antes tamaño despropósito? Sin embargo, por muy novedosa y pintoresca que pueda parecer hoy en día mi Teoría del Entusiasmo, el asunto no ha pasado totalmente desapercibido a los críticos y lectores de Cortázar. Como vamos a ver enseguida, esta materia ha formado parte integrante de los comentarios que se han hecho a propósito de su obra desde siempre. Son muchos los críticos que han señalado su relevancia, hasta el punto de constituir incluso uno de los lugares comunes de la recepción cortazariana.

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Su nomenclatura, ciertamente, ha sido variada: lo que yo denomino entusiasmo ha sido llamado a veces état second; y también “nueva dimensión del ser”; sin olvidar el “estado de gracia” que aparece en otras enunciaciones del tema, y que a mí me parece la fórmula más afortunada… Y ello sin contar los variados nombres que le dio el propio Cortázar, en las numerosas ocasiones en las que se le preguntó sobre ello: “apertura”, “arrebato”, “estado equivalente al de un tipo que se ha tomado una droga”, etcétera; de los cuales, por supuesto, la crítica ya ha acusado recibo. Pero más allá de esta variación terminológica, el referente de estos nombres es siempre el mismo: se trata de la entrada del sujeto –de algún sujeto- en un estado de la conciencia distinto al habitual. Para los seguidores de Cortázar, por lo tanto, esto no puede resultar en absoluto ninguna novedad.

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Entonces, ¿cuál es el problema? Si este asunto es ya un lugar común de la crítica y de la recepción de Rayuela, ¿por qué motivo debe resultar chocante ahora mi Teoría del Entusiasmo? Las razones para ello son las mismas que han provocado que nadie más haya leído Rayuela como “repetición de un episodio” y como “crónica de una locura”, tal como el autor describió su proyecto en 1960. Son las mismas razones que han llevado a leer Rayuela de un solo modo –o sea, como novela, por más que se lean dos novelas distintas– durante prácticamente medio siglo. Y son las mismas razones por las que antes que yo nadie haya tratado de argumentar que Rayuela es un libro concebido para ser leído desde dos estados de conciencia distintos.

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Esas razones radican en la defectuosa comprensión del papel, la importancia y el alcance que tiene ese dichoso “estado de gracia” dentro de la obra de Cortázar. Dicho al modo cortazariano; el état second al que remite su obra de forma prominente no ha sido mirado bien. En esta nueva entrega de «vía negativa», repartida en varias secciones, vamos a ver cuál ha sido el tratamiento concedido tradicionalmente a este asunto, observando su irrupción en el trabajo de distintos críticos. Ello nos permitirá identificar, desde la nueva perspectiva procurada por nuestra Teoría del Entusiasmo, cuál es el momento en que estos se desvían de su seguimiento, así como cuáles son los motivos que les apartan de su consecución lógica.

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En esta exposición voy a proceder por orden cronológico, empezando por los trabajos más antiguos sobre el autor. Ello va a poner de manifiesto una aparente incongruencia: en lugar de una progresiva comprensión del asunto, procurada de forma natural por su mera recurrencia, vamos a encontrarnos con que las aproximaciones más enfáticas y más atinadas del tema fueron precisamente las iniciales, las más antiguas y más cercanas a la aparición del libro, para derivar seguidamente en una paulatina dejación y en una creciente pérdida de la perspectiva adecuada sobre ello (con una sola excepción, como veremos en su momento, y que resulta todavía más incomprensible).

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Esto debe ser una singularidad en la historia de la literatura; la mayor obra de Cortázar, con el transcurrir del tiempo, ha sido cada vez peor entendida. La única explicación coherente que encuentro yo para ello está en verlo desde la perspectiva del Zeitgeist y sus oscilaciones. Los años sesenta del siglo pasado fueron -quizá junto con aquella otra década en la que emergiera el surrealismo- una excepción dentro de las corrientes de pensamiento dominantes del siglo XX en Occidente. En los sesenta, superando el estrecho marco epistemológico establecido por el racionalismo de estirpe ilustrada, algunos creadores se lanzaron a una exploración de las posibilidades de la mente humana: Julio Cortázar escribió desde estos mismos parámetros, y en mi opinión debería figurar como uno de sus pioneros y, a la vez, como su mayor exponente. Y por lo menos dos de sus críticos más sensibles llegaron también a participar de esa breve apertura epocal: sobre todo Luís Harss (de quién he llegado a dudar si logró acceder al Rayuela insólito), pero también, aunque en menor medida, Graciela Maturo (en aquél momento, Graciela de Sola).

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Sólo ellos dos, porque luego, y muy pronto, se cerró el paréntesis: dada por terminada (en falso, por supuesto) esa exploración, los temas y las perspectivas de las que se partía fueron nuevamente desterrados de nuestra cultura, condescendidos como si de un juego infantil se tratase, y considerados desde una pretendida superación adulta de los mismos. Para la cosmovisión dominante, en la que participan los críticos posteriores que han tratado la obra de Cortázar, la percepción de la conciencia humana como algo heterogéneo –por lo menos, tal como se plantea en este caso en particular- ha resultado ser algo inconcebible.

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De este modo, los parámetros originales desde los que fuera escrito el libro, y que son los únicos bajo los cuales puede recuperarse en cualquier momento la plenitud de su sentido, acabaron por resultar totalmente extraños al contexto definitivo de su recepción. Rayuela -el Rayuela insólito- fue escrito para cierto género de público (para “cierto lector, es verdad” (cap. 97)), del que podemos decir que prácticamente se extinguió tras las muertes del autor y de su amigo Fredi, en 1974 y en 1995 respectivamente. Tras la desaparición de ambos, la «conversación llamada Rayuela» quedó despojada de sus componentes más insólitos, para ser leída unánimemente en una clave –la novelística- que rebajaba en varios puntos su ambiciosa y original apuesta de sentido. Con lo cual, debemos preguntarnos hasta qué punto se ha cumplido lo que Rayuela presagiaba al final del capítulo 79:

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En cuanto al lector hembra, se quedará con la fachada y ya se sabe que las hay muy bonitas, muy trompe-l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête homme.

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A propósito de esto, resulta oportuno recuperar aquí ese estupendo fragmento del Gloria de Hans Urs von Balthasar, con el que el pseudo-Morelli elaboraba no hace mucho su octavo apocrifismo:

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el espíritu del que contempla, que entra en misteriosa sintonía con el espíritu de lo contemplado, no deja de tener influencia, en cuanto espíritu del individuo o de la época (o incluso como espíritu maligno de ésta última) sobre la vida operante de la belleza; las obras de arte pueden morir cuando son blanco de demasiadas miradas desprovistas de espíritu

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Vayamos ya a comprobar, sobre el terreno, de qué modo la mirada crítica sobre Rayuela se fue despojando, progresiva y definitivamente, del espíritu necesario para su comprensión.

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parte I

1967: “La cachetada metafísica”

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En 1967, cuatro años después de la publicación de Rayuela, la revista Mundo Nuevo publicaba un artículo sobre Cortázar titulado “La cachetada metafísica”. Su autor era Luís Harss, que dos años más tarde incluyó este trabajo como uno de los capítulos de su volumen Los nuestros, dedicado a los más relevantes escritores de la literatura hispanoamericana del momento. Harss desapareció misteriosamente del panorama público poco después de ver divulgado su libro, y no podemos hallar ningún otro escrito suyo sobre Cortázar. Una verdadera lástima –quizá- porque para mí ese artículo, más que ningún otro texto crítico que yo haya consultado sobre el escritor (exceptuando el “hombre nuevo” de Graciela Maturo, como ya he dicho, y que veremos en la Parte II de esta serie), nos muestra prácticamente al Cortázar «insólito»; ese mismo Cortázar que, según vengo sosteniendo en estas páginas, escribió un libro para lectores desaforados.

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De hecho, el artículo es el resultado de las dos o tres sesiones de una entrevista que Cortázar le concedió, en su casa, a Harss; a veces encontramos una transcripción directa de las palabras de Cortázar, otras veces esas palabras se hallan mediatizadas por una glosa o un resumen del entrevistador. Por lo tanto, quien habla en el artículo, ya sea en primera o en tercera persona, es el propio Cortázar; y en ese sentido este trabajo no debería diferir de otras entrevistas largas que se le hicieron a Cortázar, como la de González Bermejo, la de Omar Prego o la de Soler Serrano para la televisión española. Entonces, ¿cuál es el mérito de Harss, cuáles sus aciertos, en detrimento de estos otros entrevistadores? ¿Por qué no se mostró también ante ellos, como hiciera ante Harss, el Cortázar insólito? Pues por algo que se pone de manifiesto en el mismo título del artículo: la perspectiva metafísica adoptada por el entrevistador.

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“Cortázar es la prueba que necesitábamos –dice Harss en la introducción de la entrevista- de que existe una poderosa fuerza mutante en nuestra literatura que lleva hacia el misticismo y la periferia”. La sensibilidad harssiana para captar los propósitos últimos que animaban al Cortázar de los años sesenta fue lo que le permitió generar, mediante el acertado enfoque de sus preguntas, el discurso seguramente más abierto y confesional que llegara a proferir alguna vez, fuera de alguna parte de su correspondencia, el autor argentino. De este modo logró Harss eludir –aunque quizá sólo hasta cierto punto- ese “sistema de cortesías y de reglas” distanciadoras (Vargas Llosa dixit) que él mismo detectó rápidamente en su anfitrión, y que tenía como objetivo preservar el ámbito de su intimidad de escritor:

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No se entrega fácilmente, y entre extraños mantiene las distancias con una afabilidad puntillosa. Con nosotros –nos recibió dos o tres veces y conversamos cada vez largamente- se mostró siempre atento y sincero, aunque un poco impersonal. Había zonas vedadas, y ésas eran las que importaban. Solo por momentos pudimos captar algún indicio del verdadero Cortázar (p. 681, en la edición de Archivos)

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¡Cuánta verdad se esconde, vistos los resultados de la conversación, en esa penetrante intuición del entrevistador! En todo caso, y como tendremos ocasión de comprobar, los entrevistadores posteriores, menos sensibles ya a la dimensión metafísica de la obra cortazariana, vieron incrementadas las resistencias del escritor a mostrar sus motivaciones últimas.

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Tras una introducción en la que comenta algunas generalidades sobre la literatura argentina de la época, Harss divide su artículo sobre Cortázar en una serie de apartados -dieciocho en total- en función de los cambios de tema que se van sucediendo en la entrevista. En primer lugar vamos a considerar el séptimo de estos apartados; ahí es donde aparecerá por primera vez (y última, de hecho) la cuestión del “estado de gracia”. Al principio del apartado, como para entrar en materia, se nos habla del lenguaje usado por el escritor:

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subrepticio, insinuante, taquigráfico, tiene una función casi ritual. De un ritmo conjuratorio que abre puertas, como una fórmula mágica, ofreciéndole al autor una salida de sí mismo (p. 688, en la edición de Archivos)

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Por poco que atendamos a ello, esta frase nos remite claramente al capítulo 82 de Rayuela, del que yo parto para edificar mi Teoría, y donde nos encontramos con el célebre swing que tomaba posesión del escritor:

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Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me lleva a la superficie, conjuga toda esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro.

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Esto parece definir aquél mismo “ritmo conjuratorio” del artículo de Harss. ¿No describe este swing algo así como una “fórmula mágica”? ¿No le ofrece igualmente al autor “una salida de sí mismo”? Así es, en efecto. Pero lo que tenemos aquí, tanto con el fragmento de Harss como con el de Rayuela, es tan sólo la primera parte del asunto, el polo positivo de la electrodinámica del entusiasmo cortazariano: el autor. No será hasta el final de ese mismo apartado séptimo cuando hallemos el polo negativo, el del lector. El pasaje que más nos interesa empieza cuando Cortázar, repitiendo nuevamente la anterior cuestión de la “salida de sí mismo”, declara escribir bajo la influencia de “una especie de arrebato casi sobrenatural”; pero ahora continúa diciendo que es precisamente este arrebato lo que “permite una verdadera transmisión de vivencias al lector”. ¡Touché! Aquí, y con lo que sigue, prácticamente ya se está formulando la Teoría del Entusiasmo:

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Lo que interesa (…) no es la congruencia dramática o psicológica, sino el estado de gracia. (…) algo incomunicable que el lector comparte como una experiencia autónoma, casi sin puntos de apoyo en los caracteres o las situaciones de la vida cotidiana. (…) Estamos en un circuito cerrado, poseídos por fórmulas verbales que, al ser invocadas, desencadenan en nosotros [los lectores] la misma secuencia de acontecimientos psíquicos que se desencadenó en el autor. (p. 689)

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¡El estado de gracia! ¡Que el lector comparte! ¡Eso es lo que interesa! Yo no lo hubiera dicho mejor. Ese estado de gracia que quiere afectar al lector, como contrapartida al “arrebato” del autor, es inequívocamente mi «entusiasmo». En el capítulo 82 de Rayuela no se habla del lector, pero sí en otros momentos del libro, como en este pasaje del capítulo 79:

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la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo

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¿Acaso se aleja mucho esto de las últimas palabras de Harss? ¿Es esto muy distinto del desencadenamiento en el lector de “la misma secuencia de acontecimientos psíquicos” que vivió previamente el autor? Sin ningún temor a equivocarme yo diría, más bien, que nos encontramos ante dos descripciones distintas de un mismo mecanismo. Así pues, no resulta para nada descabellado afirmar que, tanto por el lado del emisor como por el lado del receptor, el expediente de la entrada en un estado no ordinario de conciencia parece ser un elemento central –más todavía: ¡el principal!– de la literatura cortazariana. Por lo tanto, puedo decir ya que en su artículo Harss –transcribiendo, sin duda, aquello que le explicaba Cortázar- está planteando en términos distintos lo que constituye mi propia tesis, presentando la obra cortazariana como un diálogo en el cual, para que la comunicación llegue a buen término, los dos contertulios deben entrar en un estado de conciencia fuera de lo común. Llamémosle entusiasmo, llamémosle estado de gracia; nos estamos refiriendo a lo mismo. En vivo, Cortázar le está explicando de nuevo a Harss, en 1967, lo que ya quedaba dicho en Rayuela en 1963.

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Así pues, ¿había formulado Luís Harss la Teoría del Entusiasmo ya en 1967? ¿No es mi aportación más que una simple reiteración, por tanto, de lo que ya apareció claramente planteado en el apartado séptimo de “La cachetada metafísica”? Así sería, efectivamente, de no ser por un simple detalle: este apartado del artículo de Harss, de donde provienen los extractos arriba aducidos, lleva por título, de modo doblemente significativo, “El exorcismo de los cuentos”. Es decir que, en esos fragmentos, Harss no está hablando para nada de Rayuela, sino exclusivamente de los cuentos del escritor argentino. Si leen ustedes el texto original de Harss, verán que aquí yo les he escamoteado –deliberadamente, por supuesto- ciertos segmentos que circunscribían toda la cuestión a los relatos. Donde yo he transcrito “Lo que interesa (…) no es la congruencia dramática o psicológica, sino el estado de gracia”, dice realmente “Lo que interesa en estos cuentos…”.

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Así pues, la cuestión del “estado de gracia” queda limitada, en el apartado séptimo del artículo de Harss, a la cuentística del autor. No podemos decir que se trate de un error de apreciación de Harss, puesto que son las mismas palabras de Cortázar las que lo circunscriben a ese ámbito. Y sin embargo, podemos preguntarnos hasta qué punto el escritor argentino se mostró transparente en este asunto, y si Harss no acabó siendo víctima de los intentos de Cortázar por confundirle. Ya no se trata tan sólo de los fragmentos de Rayuela que yo he aducido más arriba; la conexión entre ese libro y el “estado de gracia” se puede establecer perfectamente sin salirnos de “La cachetada metafísica”. En su apartado 16, que lleva por título “Los chistes serios”, nos encontramos con lo siguiente:

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La hilaridad, en Cortázar, es como la pataleta que precede al síncope. Sus escenas cómicas son siempre situaciones extremas en un sentido casi dostoyevskiano. Rayuela está casi enteramente compuesta de situaciones extremas. Son como el dedo que aprieta a cada momento el gatillo, listo para disparar. Mantienen despierto el interés del lector, dice Cortázar, aumentando la tensión interna del libro, y además, como los escenarios marginales, “constituyen un medio de extrañar al lector, de colocarlo un poco fuera de sí mismo, de extrapolarlo”. Pero, sobre todo, las situaciones extremas son aquellas donde “las categorías habituales del entendimiento estallan o están a punto de estallar. Los principios lógicos entran en crisis, el principio de la identidad vacila. En mi caso, estos recursos extremos me parecen la manera más factible de que el autor primero, y luego el lector, dé un salto que lo extrañe, lo saque de sí mismo. Es decir, que si los personajes están como un arco tendido al máximo, en una situación enteramente crispada y tensa, entonces allí puede haber como una iluminación. (…) al transgredir ese sentido común, al colocar a los personajes y, por lo tanto, al lector en una posición casi insoportable (…) lo que verdaderamente quiero decir alcanza a pasar, se hace vivencia en el lector. (…)” Los puentes y los tablones son símbolos del paso «de una dimensión a otra».

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¿Acaso no tenemos aquí otra vez lo mismo? Por un lado, los dos polos se hallan referidos explícitamente: “estos recursos extremos me parecen la manera más factible de que el autor primero, y luego el lector, dé un salto que lo extrañe”. Por el otro lado, se trata de producir un particular estado de conciencia: “entonces allí puede haber como una iluminación”. ¿No es esta “iluminación” claramente homologable al “estado de gracia” de los cuentos? Y en esa frase final, “lo que verdaderamente quiero decir alcanza a pasar, se hace vivencia en el lector”, ¿no tenemos reformulada aquella otra frase del apartado séptimo: “lo que realmente interesa (…) es el estado de gracia”?

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Así pues, no una vez, sino dos, aparece prácticamente formulada en “La cachetada metafísica” mi Teoría del Entusiasmo; la primera vez referida a los cuentos, la segunda a Rayuela. Ahora, una vez visto el apartado 16, ya no puedo escudarme en ningún desplazamiento, en ningún error de atribución: ¿finalmente debo aceptar, por lo tanto, mi condición de mero epígono del perspicaz Luís Harss? Pues no; por lo que se refiere a esta cuestión, al artículo de Harss podemos aplicarle lo que se dice en el capítulo 125 de Rayuela: “Hay carne, papas y puerros, pero no hay puchero.” Harss tiene a su disposición todos los elementos, toda la información necesaria; y sin embargo no logra cuajar el asunto.

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¿Cuál es el problema? Falta dar un paso más: establecer la conexión entre este “estado de gracia” y la condición de libro doble de Rayuela. Por lo visto, esta conexión debía ser, definitivamente, una de aquellas zonas vedadas, una de «las que importaban», que Cortázar no quiso darle masticada a su entrevistador. Aunque Harss casi llegó a formularlo en el apartado 12, “La risa como clave”, cuando dice a propósito de Rayuela:

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Parte del efecto que logra Cortázar en sus mejores escenas se debe a la enorme distancia que existe entre el tono de la narración y su tema. Lo esencial de una escena, a veces dramáticamente incongruente con la superficie narrativa, se va desarrollando en el texto como un hilo invisible. Por momentos las paralelas se encuentran y hay como una iluminación.

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En este “hilo invisible” que se opone a “la superficie narrativa”, y por donde cabalga “lo esencial de una escena”, podemos intuir la existencia de un desarrollo textual distinto. ¿No será el Rayuela insólito? Por si fuera poco, Harss utiliza a continuación el mismo sintagma que luego utilizará Cortázar en el apartado 16: “como una iluminación”. Pero todo ello no es más que una mera inferencia mía: más allá de esta vaga alusión, en ningún otra parte de “La cachetada metafísica” aparece la idea de que Rayuela se le presente al lector, una vez lograda la “iluminación” o el “estado de gracia”, de un modo distinto al que disfruta el lector que no participa de ese excepcional estado. La falta de énfasis en esta cuestión parece señalar que Harss no llegó siquiera a sospechar la posibilidad de que hubiera todo un libro, distinto a la novela Rayuela, esperando al lector que accediera al “estado de gracia”.

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¿O sí? Los múltiples aciertos de su artículo, y la apertura que le dispensó a su autor el reservado Julio Cortázar, ¿provienen tan sólo de la sensibilidad del crítico hacia lo metafísico? Hay otra posibilidad: también cabe suponer que Harss hubiera llegado a leer el Rayuela insólito. Y que entonces se topara con el reto que supone esta obra para todo crítico sensible a las cosas del espíritu: ¿cómo hablar de ello? ¿Cómo tratar críticamente una obra que tan sólo es accesible mediante el salto “de una dimensión a otra”? ¿Cómo hablar de ello sin estropear las condiciones de posibilidad de ese salto? Ante este dilema, Harss quizá se sintiera obligado, como me ha sucedido a mí, a participar de las mismas reservas de Cortázar. Las zonas vedadas del escritor serían también las suyas; el discípulo se convierte, a su vez, en chamán. Nadie nos asegura que la transcripción de esa entrevista no esté manipulada y sometida a un nuevo “sistema de cortesías y de reglas” concebido por el propio Harss. De ser éste el caso, lo que yo he interpretado como inconsecuencias de su artículo no serían sino maniobras para ponérselo crudo a su propio lector; él no ató los cabos en el artículo, pero quizá no porque no fuese capaz de ello, sino como invitación a que lo hiciera por su cuenta un lector avispado.

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Sólo en este caso “La cachetada metafísica” podría ser entendida como una versión condensada, ahora ya sí, de mi Teoría del Entusiasmo, con las tres vías dialécticas por un lado, y dejando abierta esa cuarta vía, la “vía participativa”, cuya mera posibilidad correspondía al lector de Harss formularla. Pero ¿fue realmente así? ¿Leyó o no leyó Harss Rayuela como repetición de un episodio? Quizá solventaríamos definitivamente esta cuestión si lográsemos elucidar de quién está hablando realmente Harss en el último apartado de su artículo, el décimo octavo, que lleva por título, curiosamente, “Me tocó escribirlo”, y que dice:

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Un problema con el que Cortázar podría tener que enfrentarse, si realmente le amaneciera el sol por el oeste un día, sería el de la comunicabilidad de esa visión. ¿Cómo transmitirla? ¿Sería algo que estaría en el aire, que otros verían también? Podemos tal vez dar por sentado que si encontrara las palabras para expresar su visión sería porque de alguna manera, posiblemente incierta o incoherente, ya la compartían otros. Él los precedería en un camino que sin embargo harían juntos. En Rayuela se habla de una experiencia que estaría latente en cada página, esperando que la reviva el lector capaz de descubrirse en ella. (p. 701)

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¿Es realmente de Cortázar de quién se habla en este fragmento? ¿Y si fuera Harss quien, escondiéndose tras la figura del escritor, estuviese hablando de ese día en que a él mismo, leyendo Rayuela, le amaneció el sol por el oeste? ¿Tuvo él la vivencia inefable procurada por el Rayuela insólito? ¿Fue por esta razón, precisamente, por la que poco después dejó de escribir sobre literatura? ¿Llegó él a la conclusión, como yo he hecho, de que después del Rayuela insólito no puede haber ninguna obra literaria del Occidente que nos satisfazca?

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No tengo respuestas para ello. Sólo me queda despedirme, por hoy, con esta última frase de “La cachetada metafísica” (p. 702):

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Si la apertura que consigue Rayuela es verdaderamente significativa, es porque se sitúa finalmente, no en el terreno de la experimentación literaria, sino en el campo existencial.

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Continuará, el próximo día 11, con la Parte II:

«1968: El “hombre nuevo”»

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1 de agosto de 2011

"Dialéctica y entusiasmo", por Omar (1ª)

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¡Que viene Omar! ¡Qué viene Omar!

Por las calles suena un silbido; ¿alguien sabe de dónde sale? ¿Por dónde se pierde? ¿Qué era esa sombra que se movía entre otras sombras?

Lo único que podemos saber con certeza es que, tras el paso de Omar, quedará una huella (de sangre).

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Omar viene cuando quiere. Pero viene, ineludiblemente, más tarde o más temprano, cuando uno de sus “queridos” es atacado. Y eso es justamente lo que yo hice, inconscientemente, al mentar en mi artículo de junio de 2010 (“Exégesis del capítulo 84”) la palabra «dialéctica», como veremos en seguida. Mi mención –nada elogiosa, qué duda cabe- generó como consecuencia este extenso artículo, titulado “Dialéctica y entusiasmo”, que Omar me hizo llegar -cuando quiso- por vías comunes, y que yo, halagado por tan trabajada atención, me dispongo a publicar en este blog. Este trabajo –que habría que computar, entonces, como uno de los Comentarios a mi artículo- venía de una tirada de casi 40 páginas, pero yo me he tomado la libertad de segmentarlo en 3 partes y diecisiete segmentos (siguiendo para ello las pausas que el propio Omar señalaba con tres asteriscos) para mayor comodidad de los lectores y de mí mismo, por cuanto así resultará más fácil insertar nuestros comentarios al texto.

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Omar es “Omar”, del mismo modo que yo soy “Jorge Fraga”. Yo provengo de Octaedro; y del mismo modo, él proviene de The Wire. Y en este encuentro insólito entre dos hábitats dispares, en esta conversación sinestésica entre un relato y una serie televisiva, están cifradas las infinitas bondades del diálogo, ese puente tendido entre otredades que hasta ahora yo venía sosteniendo sobre todo con el amigo Ingeneratus, y también con el amigo Alejo Camargo. ¡Aleuyar! Desde el Pentecostés, quedó ya establecido que las Presencias Reales dependen de la re-unión de los distintos modos –idiosincrásicos e irreductibles- concedidos a los humanos por el Espíritu. Bienvenido, pues, amigo Omar -querido amigo- a este foro, aunque sea, según señalas, para un paso fugaz (e indeleble).

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¡Que viene Omar!

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DIALÉCTICA Y ENTUSIASMO

Por “Omar”. Parte I, segmento 1

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Rayuela son dos libros, nos dice Jorge Fraga: por un lado una novela, y por otro lado un libro oculto que él define como insólito… Tengo la impresión de que insólito es un adjetivo nada inocente, cuidadosamente elegido, que implica a su vez dos aspectos: que este segundo libro es “extraordinario”, y que resulta, además, “escandaloso”. Si bien al primer libro -la novela- puede accederse en un estado ordinario de conciencia, al segundo libro -el insólito- sólo puede llegarse a partir de un salto de nivel cognitivo. Pero, ¿qué hace extraordinario a este segundo libro? ¿Por qué provoca el escándalo?

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Después de abrumarnos con una enorme cantidad de argumentos, alcanzados por muy diversas vías, para persuadirnos de la existencia de este reverso insólito de Rayuela, Jorge Fraga nos ha respondido a su manera a ambas preguntas: 1) lo que hace extraordinario al segundo libro es el no ser para nada una novela; y 2) lo que lo hace escandaloso es el hecho propiciar una conversación restrictiva sólo para el lector entusiasta, dejando excluido a cualquiera que no participe de la misma.

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Finalmente, Fraga ha apuntado el alcance decisivo de esta doble naturaleza del libro insólito afirmando que pretendería conducir a un rebasamiento del pensamiento dialéctico -la más falsa de las libertades- para habilitar el acceso a una dimensión más elevada del Ser. La ambición del propósito y la seriedad con la que Jorge Fraga se ha tomado la molestia de introducir esta problemática, nos invita ahora a preguntarnos si logra la Teoría del Entusiasmo dar cuenta de un movimiento verdaderamente no-dialéctico a partir de la desenvoltura esotérica de la obra.

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Como punto de partida para esta pequeña reflexión nos gustaría (amen de reconocerle a Jorge Fraga el hecho de haberse convertido en una especie de co-autor de Rayuela, en cuya ausencia, entendemos, el libro, o mejor dicho los libros de Cortázar estarían más fatídicamente acabados, sin duda un poco más muertos…) cometer un pecadillo: echar mano de la lógica…

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Sí, esa ló(gi)ca mediante la cuál la Dialéctica Absoluta de un Hegel se le presentaba al pensamiento y de la que Cortázar hacía burla, pues, recurriendo precisamente a la lógica, la doble naturaleza de la Rayuela insólita presenta un aspecto imponente: por un lado –el extraordinario- resulta que tenemos una novela (C) que en el fondo es otra cosa (D), y por otro lado –el escandaloso- tenemos dos términos diferentes (D y F) que resultan lo mismo por su mutua participación en un único término (digamos E, de entusiasmo). De un plumazo los dos principios maestros de la lógica, la identidad y la diferencia, se han visto sobresaltados por la contradicción y la simultaneidad…

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¿Es este punto de fuga a un más allá de la dialéctica lo que permite elucubrar el libro insólito? Pero, ¿y si volviésemos del revés el argumento? ¿Y si condenáramos la dinámica de este juego a ser dialéctica a su pesar? Es lo que tiene la lógica, su capacidad de reconducir todo acontecer, todo movimiento, a un término Absoluto (A). Y así, con la misma naturalidad con la que hemos visto que C se convertía en D, podríamos ahora afirmar que lo que en realidad sucede es que A deviene no-A: es decir, que a la novela le ha surgido un negativo o antitesis de su propio seno, como una sombra o reverso dialéctico a más no poder. Y, en paralelo, la conversación restrictiva, al producir la simultaneidad de dos elementos diferentes en torno a un único término absoluto, lo que afirma precisamente es que o se habla con y de Él (del Entusiasmo, lógicamente) o no se habla en absoluto. La dialéctica aplastante de este nuevo planteamiento, que nos obliga a elegir entre A o no-A, conduce a la afirmación del principio lógico por antonomasia: la segunda Rayuela, el libro insólito, en su calidad de diálogo restringido a dos miembros, nos impone el tertium non datur de la lógica aristotélica.

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La pregunta, por consiguiente, es si existe Rayuela(s) más allá del entusiasmo. O, dicho de otra manera, ¿no hay lugar para la voz de un tercero que venga a rasgar con su trascendencia la comunidad del acuerdo? Visto así, la importancia de un informe en minoría se revela como crucial para que la angustia de un Horacio no alcance de sopetón el suelo: “el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta”. Pues de paz, nada, amigo Oliveira, que para eso está aquí Omar…

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Parte I, segmento 2

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Escucha, Jorge, yo soy como el Otro: no he venido a traer paz, sino espada…

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Dejemos a un lado por un instante el respeto que te profeso, los nobles propósitos de dignificarnos el uno al otro en el combate, los dejes aristocráticos de la retórica homérica -¿Aquiles o Héctor? Llevemos la lucha, para empezar, al fango, al puro pillaje, si te parece. Que nadie pueda acusarnos de hacer un tongo… Omar tiene su propia estrategia. Y aunque jamás vengo a acuchillar por la espalda, tampoco me expongo de frente: mi estilo es un poco macarra, del gueto, digamos que transversal...

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Todo esto viene a colación para introducir la controversia: ¿y si te dijera que Rayuela es novela dialéctica a su pesar? ¿Y si insinuara que los esfuerzos de Cortázar por arrearle un puñetazo cósmico al pensamiento dialéctico se hubiesen visto condenados, a fin de cuentas, a ser un momento (y sólo un momento) previsto por la aventura dialéctica?

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Huelga decir que el correlato de esta suposición apunta en cierto modo al corazón de tu hermenéutica de la obra, la Teoría del Entusiasmo, que sería así mismo, y sin pretenderlo, dialéctica. Idea escandalosa que podrías tomar por una declaración de guerra. Muy bien: que así sea… por el momento. Que no es un caballo de Troya me parece suficientemente claro. Yo no procedo desde dentro, como una larva, como la enfermedad, Ni soy un parásito adherido a su costra. Me gustaría considerarme un remedio de paso. A diferencia de Ingeneratus, yo no he venido para quedarme…

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Me gustaría, en este sentido, llamar la atención sobre la transversalidad de mi método, ya referido más arriba. Admito que al no ser yo un lector entusiasta de Rayuela siempre se me podrá acusar de no haber sido capaz de penetrar en el carácter profundo y esotérico del libro, y por ende, de haber confundido un accidente dialéctico, enteramente superficial, con la totalidad de la obra. Admito también sin problemas mi lugar como espectador ajeno en ese sagrado delirio restringido a dos miembros que mantenéis tú, lector activo, y Cortázar en calidad de chamán.

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Pero esta condición de advenedizo, lejos de ser mi debilidad, la considero enteramente mi fuerza. No es tan difícil imaginar un tercero que, lejos de la frustrante impotencia de la Maga, o de la indiferente ceguera de un Etienne, rehúse sencillamente participar de la trama por voluntad propia. Lo cuál no impide, de ninguna manera, que eventualmente dirija su palabra a los coribantes, a veces desde una complicidad distante, a veces desde una cercana rivalidad…

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Esta capacidad de ser-ahí-de-pasada, de irrumpir por sorpresa en la fiesta sin haber sido previamente invitado, de preservarse al margen del juego para, en un momento dado, lanzar lateralmente la cuchillada y levantarse un pedazo del queso, es el estilo de Omar. Transversalidad de altos vuelos que le mantiene absuelto sin caer en la indiferencia: un sutil desplazamiento que convierte a ese simpático convidado de piedra del tercero excluido en un espíritu libre y despierto: en un auténtico tercero en discordia.

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Si es cierto (como trataré de argumentar a continuación) que el camino más directo para volverse dialéctico es proponer una pelea frontal contra la Dialéctica, la transversalidad de Omar, su vía al margen de esa participación que prescribes como llave maestra para penetrar la obra, me parece digna de ser tomada en serio.

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Y es que, visto por el lado de acá, como una imagen crepuscular de tu entusiasmo, Jorge, la serenidad de Omar es tan fría como el hielo: con frecuencia sencillamente se limita a constatar la inevitabilidad del juego, y así nos escandaliza al decirnos que el libro está condenado, por su misma dinámica interna, a ser dialéctico a su pesar. Pero, en tanto que él, Omar, ya no se opone al Sistema, sino que responde tan sólo a sus intereses, en cierto modo ha dejado de comportarse como un juguete en manos del azar: ha salvado su voluntad. Omar es, de este modo, la afirmación de la inmanencia.

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Mientras que visto por el lado de allá, como una sombra que se agita en el vértice que mantiene reunidos a la novela y su opuesto, la antinovela, su negativa a aceptar toda síntesis le mantiene constantemente al asalto: ni acepta la autoridad de los hechos, ni la esencia de su desmentido, el espíritu del acuerdo, porque entiende que en el fondo ambos son facetas de una misma identidad: Omar es la excepción a la regla, el único que mantiene la fe en un algo más allá del Sistema: Omar es la trascendencia.

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En resumen, que sólo encuentro razones para invocar a Omar. Un personaje incómodo y despiadado en su obstinación, pero que siempre consigue que la voz del tertium haga dato. Será una victoria pírrica contra la Dialéctica -pues a continuación viene Hegel, el Gran Fagocitador, con quien sucede un poco como con la Muerte o con Hacienda: a su Sistema no se le resiste nada-… será poca cosa esta cuchillada, pero, por el momento, algo es

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Parte I, segmento 3

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Rayuela es un libro insólito oculto tras la fachada de una novela. Libro escandaloso y extraordinario que –sugieres- debería provocar un rebasamiento del pensamiento dialéctico a través del entusiasmo que suscita su lectura…

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Así que Oliveira es Cortázar: un pobre chamán con calzoncillos de nylon, y tú, Jorge, eres Etienne, su semblable, su frère… Contigo se ha logrado aquello a lo que Morelli aspiraba, apenas un sueño de escritor loco, tan ambicioso que casi se disculpaba (lo hace Cortázar por él) por atreverse a expresarlo en alto: la de hacer un cómplice, un camarada, copartícipe y copadeciente, entusiasta, en tus palabras: simultaneizado. Y ese es tu gran éxito, Jorge, haber estrechado la horquilla -la distancia- hasta convertirla en un ojo de alfiler –una comunidad- para enhebrar una extraordinaria hermenéutica de Rayuela. Has cogido un libro ahogado por la costumbre y lo has devuelto a la vida. Es cierto. Ahora Omar, con su estilo transversal, si acaso, sólo ha supuesto que si tú resucitaste Rayuela lo hiciste para que penetrase en el juego. Tú trajiste un libro insólito a la vida, y yo pretendo devolverle algo de vida a él…

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Veamos, es justo reconocerlo también, el carácter casi tautológico del argumento lo hace campeón: el único método realmente válido para corroborar tus aseveraciones (que el libro insólito pretende llevar al lector a un estado entusiasta, es decir, no-dialéctico de conciencia) es llevar a cabo una lectura entusiasta (es decir, no-dialéctica) del mismo. Pero esto significa que la conclusión se repliega sobre sus propias premisas. Un pensamiento demasiado hermético, como punto de partida, para una teoría que pretende haber desgarrado la trama…

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¿Y que hay de esa imagen pugilística que empleas al final de tu último artículo, al enfrentar la totalitaria dialéctica moderna con el liberador entusiasmo, es o no-es dialéctica? Como dialéctico resulta un diálogo restringido únicamente a dos miembros… ¿no es dialéctico un pensamiento que se afana en oponer contrarios -lo sagrado y lo profano, la costumbre y lo extraordinario? ¿No se encuentran lo uno y lo otro –la novela y el libro insólito- toda vez establecida su diferencia sobre la base de una oposición de contrarios (te recuerdo que el primer predicado que le atribuyes al libro insólito es el de “no ser en absoluto una novela”), también definidos por su mutua relación dialéctica?

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Bien, es cierto que la circularidad del argumento no lo hace necesariamente falso, o que el convertir el entusiasmo en causa de su propio efecto no niega su posible trascendencia, también admito que oponer contrarios no delata inexorablemente la actividad de un pensamiento dialéctico. Pero ¿basta con invocar la noción del “salto” para garantizar que no hay ninguna mediación entre los términos, para dejar constancia de la absoluta heterogeneidad que separa la Rayuela inmanente de la trascendente?

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La misma noción de entusiasmo debería despojarse de su atavío de medio capaz de articular el paso entre distintos niveles de conciencia o de lo contrario se corre el riesgo de verlo reconducido a un ejercicio sintético. Y es que el problema, al final, como señalas tú mismo, Jorge, se deriva de contribuir a crear un sistema acabado, un orden, una reducción que funcione a modo de cul de sac. Lo extra-ordinario exige salir de la dialéctica por una nueva vía. O mejor aún: dejar la vía abierta. En resumen, abstenerse de subir al ring con ella, bajo el riesgo de ser machacado…

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Me gustaría traer a colación a Hegel, pues hablar de la dialéctica moderna y de sus pretensiones de absolutismo es mencionarlo tácitamente. Él recogió el testigo de una larga tradición del pensamiento occidental –probablemente la tradición- y la llevó más lejos que nadie; la sistematizó, le dio su forma más lograda y la convirtió en un orden con visos de totalidad. No sólo logró que de su tronco robusto surgiesen multitud de ramas y escuelas, dialécticas todas ellas, sino que condenó a aquellos que renegaban de su sistema a dialogar con él: o lo que es lo mismo, a ser dialécticos a su pesar.

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Ahí, en la paradoja de no poder dejar de ser dialéctico sin serlo de alguna manera, se encuentran sus más eminentes heterodoxos, filósofos cuya influencia se extiende hasta nuestros días: Rosenzweig, Kierkegaard, Nietzsche o Marx. Por no hablar de Heidegger. Todo esto lo menciono de pasada para señalar hasta qué punto es alargada la sombra de la dialéctica…

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Y es que lo malo de medirse con Hegel es que uno baila, esquiva, golpea, cree tenerlo acorralado, cree estar a punto de derribarlo, y resulta que no era Hegel aquello que golpeaba, si no una de sus múltiples facetas. En términos filosóficos, cuanto más te opones a su sistema, más enredado te encuentras en él. Veamos ahora si no fue esto lo que le sucedió también a Cortázar.

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Quisiera remarcar un punto antes de continuar: no discuto que la pretensión oculta de la Rayuela insólita fuese abandonar el pensamiento dialéctico, me pregunto únicamente si podía lograrlo a partir del entusiasmo…

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Parte I, segmento 4

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Si se trata de descabalgar el pensamiento dialéctico para ir hacia algún otro lugar, conviene tener muy claro en qué consiste tal pensamiento. ¿Qué significa pensar dialécticamente? ¿Cómo se piensa dialécticamente en algo? Y es que no es exactamente lo mismo renegar del dualismo noumenal del que parte, es decir, la constatación de que todo pensamiento está definido en sus distintos momentos por sus negaciones, que atacar la teoría de la unidad sintética, en la que dichos momentos de contradicción quedarían definitivamente superados. En ocasiones se le reprocha a la dialéctica el fragmentar la realidad en pares opuestos para enfrentarlos interminablemente, y en ocasiones se le echa en cara su vocación sintética, la pretensión de eliminar todas las diferencias para contribuir a crear un sistema cerrado.

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Lo curioso es que al primer reproche (el epistemológico) se le responde con frecuencia esgrimiendo el segundo, es decir, contraponiendo a la multiplicidad fenoménica un principio unitario de carácter generalmente abstracto, por no decir metafórico: se le replica a Hegel que el mundo no está separado en pares opuestos, que no hay algo así como un espíritu cuyo reverso negativo sería la realidad, ni un sujeto enfrentado a su objeto, sino sólo diversos aspectos surgidos de una misma fuente, cuando precisamente Hegel es quien más ha hecho por exponer y resolver esta contradicción original sin pasar inmediatamente por encima de ella. A la segunda cuestión (el reproche de crear un sistema acabado) se responde sencillamente diciendo que no se está atacando a la dialéctica en sí, sino un determinado sesgo que la dialéctica puede adoptar o no.

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Pero en efecto, esa tendencia hacia lo absoluto, esa ambición desmedida por convertirse en un sistema, no sólo único, sino también acabado, fue en cierto modo precipitada por Hegel. Se cuenta incluso que al final de sus días, cuando algún discípulo le presentaba un fenómeno sobre el cual pendía la sospecha de no plegarse a su método, el maestro solía responderle: “¡Pues peor para él!”. Quizás sea este rasgo totalizante al que se refiere Cortázar cuando reniega de la Dialéctica, y del que tú, Jorge, te haces eco cuando le afeas la pretensión de arrogarse el monopolio de la descripción del mundo…

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Sin embargo, no basta con suponer un motivo al margen de la trama, un elemento trascendente al sistema, si este mismo motivo es ganado mediante una operación dialéctica. No olvidemos que precisamente la unidad sintética consiste en proceder partiendo del mismo para ir asimilando sus negaciones; en re-apropiarse progresivamente partiendo de aquello que le es más ajeno. La Dialéctica se ha especializado en devorar trascendencias para propiciar el advenimiento de otras mayores. En consecuencia, no es nada extraño encontrarse con alguna posición filosófica que creyéndose en posesión de una trascendencia absoluta se limite a describir un momento ya absolutamente integrado por el sistema y, obviamente, superado en trascendencia por él.

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Pero, bien, admitiendo algo así como una teleología inherente al método dialéctico que empujase inexorablemente dicho pensamiento hacia el sistema acabado, cabría decir que efectivamente en Hegel se produjo tal progresión. De los primeros escritos teológicos del joven Hegel (1970-1800), de la primera organización sintética de su pensamiento en Jena (1802-1806), a la consumación del propio sistema en La filosofía de la historia, se produce una paso que podríamos describir como el abandono de una filosofía crítica y revolucionaria por una filosofía de tendencias claramente conservadoras. El azote del orden dado, el crítico obstinado, se fue transformando en el garante del Estado y la Ley.

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El paso de un Hegel al otro Hegel es en cierto modo tan drástico que casi podría pasar por un episodio de enajenación. Ya en la Fenomenología del espíritu (1807) queda claramente expresada la inversión: el Hegel de los inicios, aquel que junto a Schelling combatía la “filosofía de la reflexión”, romántico y religioso, el que aún creía en el camino de la intuición intelectual como único medio para aproximarse a lo Absoluto, y en el amor como la expresión suprema de dicho anhelo de unidad, se va deslizando para dejar lugar a un segundo pensador más preocupado –aparentemente- por desarrollar un sistema lógico-científico, consagrado a la razón, y cuya pretensión final sería la de asegurar un saber absoluto. En un movimiento dialéctico Hegel parece haber segregado su propio reverso, su antitesis, o su Sombra:

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Quien busque solamente edificación, quien quiera envolver en un manto de niebla la variedad terrenal de su existencia y del pensamiento y sienta la apetencia de un vago goce de esta vaga divinidad, allá él, que vea dónde encuentra lo que busca; no le será difícil forjarse alguna quimera que lo edifique, y lanzarse a buscar los medios para ello. Pero la filosofía tiene que guardarse mucho de querer ser algo edificante[1].

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O como dice Ernst Cassirer, comentando al Hegel de este pasaje:

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Si queremos cifrar lo verdadero en lo que se llama la intuición, en el conocimiento inmediato de lo absoluto, o la religión, sustituiremos la concepción por la edificación. Esta clase de romanticismo, que cree poder suplantar la necesidad fríamente progresiva de la cosa por la fermentación del entusiasmo, el concepto por el éxtasis, jamás podrá crear verdadera filosofía, como no ha creado nunca tampoco verdadera poesía[2].

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¿Es este viraje (en la medida en que supone un rechazo de la intuición o que denuncia las inflaciones del entusiasmo, en la medida en que deposita todo saber bajo el imperio de la razón) ante el cual se rebela Cortázar? ¿Es esta dialéctica contra-romántica la que tú, Jorge, quisieras descabalgar?

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Entonces tendríamos ya a los dos púgiles bien medidos y pesados, listos para el combate. De un lado, por así decirlo, un sapo verde colocado sobre la cabeza del anfitrión, una verdad del corazón revelada de modo entusiasta, mientras que del otro lado asistiríamos al despliegue, frío, progresivo y necesario, de un espíritu objetivo que se presenta ante nosotros en la ley y en la sociedad, en el Derecho y en el Estado. En resumen, aquel monstruo con infinitas manos, dos ojos -uno mirando para cada lado- y ninguna cabeza: la Gran Costumbre…

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Parte I, segmento 5

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En el capítulo 79 de Rayuela, Cortázar, a través de Morelli, plantea su desconfianza ante la dialéctica en los siguientes términos:

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Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento dialéctico ha tenido tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos comiendo, son deliciosos, hierven de radioactividad. Y al final del banquete, ¿por qué estamos tan tristes, hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?

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Sí, ¿por qué tan tristes? ¿Por qué tan confusos? ¿Por qué tan desencantados? Tan tristes, confusos y desencantados como, por poner un ejemplo a la mano, Oliveira… Sí, el personaje central de Rayuela, curiosamente, no es ningún dechado de entusiasmo. Más bien se nos presenta como un hombre cuyas facultades intelectuales (por altas o bajas, no está tan claro el asunto…) le conducen con demasiada frecuencia a un escepticismo radical. Un ser atrapado en su pensamiento, enredado en un mundo interior hipertrofiado, pero dislocado, en cierto modo, de la realidad circundante. ¿Es Oliveira una especie de paradigma del agotamiento al que conduce el decurso de la cultura occidental? ¿Es Horacio, precisamente, la burla de Cortázar ante el fracaso de una civilización basada en la conciencia dual?

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Pero Oliveira, además de encarnar al hombre desgraciado (hijo, por así decirlo, bastardo y medio idiota de la deriva dialéctica) también se nos muestra en otra faceta más noble: la del perseguidor. Quizás este segundo rasgo, la pretensión de picar en las alturas, permite a Cortázar, con ingentes toneladas de ironía de por medio, construir un relato alrededor de su figura. Horacio busca, persigue algo… es, de una manera singular, un personaje protagónico. Y aunque casi siempre parezca mucho más cerca de la caída del lado de acá, de concluir su aventura con un salto -pero un salto al vacío, como se insinúa, por otra parte, en el capítulo 56: paf…- la obstinación de su búsqueda, en cierto sentido, le dignifica.

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¿Qué es aquello que persigue Oliveira? ¿Qué hace su búsqueda, con demasiada frecuencia ridícula, también algo encomiable? Podríamos responder, siguiendo los pasos de tu exégesis de Rayuela, Jorge, que Horacio pretende alcanzar un momento epifánico: trascendencia que se manifiesta, por así decirlo, rasgando el tedio de lo cotidiano, permitiendo la apertura de un horizonte insólito de comprensión -ese “ponerse del lado de allá” que a veces invocaba Cortázar para definir el movimiento poético. (Por cierto, aprovecho para reivindicar a Joyce, quien recuperó la noción de epifanía para la novela moderna al usarla en El retrato del artista adolescente para describir la experiencia casi visionaria con la que Stephen Dedalus descubre su vocación.) Para ello, Oliveira cuenta con el entusiasmo, es decir, cierta disposición anímico-cognitiva que le predispone a la captación de dicha trascendencia. Pero la pregunta original continúa abierta: ¿no es esta búsqueda obstinada también un rasgo propio del pensamiento dialéctico? ¿No será el entusiasmo tan sólo un momento que se opondría, como antitesis dialéctica, al hastío del hombre desencantado?

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Parte I, segmento 6

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Si no he entendido mal tu Teoría del Entusiasmo, Jorge, ésta se basa en dos principios: 1) el carácter cambiante -es decir, no-homogéneo- de la conciencia, y 2) que a cada estado específico de conciencia le corresponde un corpus determinado de información acerca de su objeto.

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La noción que coordinaría ambos principios –el fundamento- queda expuesto con una frase de Huxley: el conocimiento es una función del ser. Bajo este planteamiento epistemológico yace toda una metafísica; por un lado la creencia en una cierta distancia entre el sujeto pensante y el objeto de su pensamiento, y por otro, la confianza en una facultad intermedia -el conocimiento- mediante la cual el sujeto podría quedar informado acerca de aquello que le es inicialmente exterior.

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Pero esta metafísica subyacente es en esencia la misma de la que parte toda dialéctica: primero constata una cierta fisura entre el pensamiento y el ser (diferencia en la cual la oposición sujeto/objeto sólo ocupa un carácter derivado, y que se cuenta entre otras distancias como la que se extiende entre el espíritu y la materia, entre el alma y el cuerpo o entre la libertad y la necesidad), y luego sospecha que dicha brecha puede y debe ser subsanada mediante el ascenso a estadios cada más claros de conocimiento.

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A la constatación de dicha distancia la llamamos conciencia de la separación[3]. Separación que la dialéctica no crea, sino ante la cual se encuentra arrojada espontáneamente por la conciencia. Para remontarla, precisamente, recurre a su método, basado en la apropiación sucesiva de lo externo valiéndose de un progreso lógico. Sin embargo, tal progreso hacia la unidad sintética no podría darse sin la existencia de un medio: he aquí el papel del conocimiento…

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pues el saber, al penetrar en sus propias condiciones, en la perfecta conciencia crítica de sí mismo, adquiere y posee en ellas la forma de las cosas, la forma de la realidad en cuanto tal[4].

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Que el conocimiento quede entendido como una función del ser, indica, ni más ni menos, que el sujeto y el objeto aparecen enlazados por un vínculo en el que su esencia se encuentra comprometida. O dicho de otra manera, que ni el sujeto ni el objeto pueden existir sin verse mutuamente afectados. Idea que no es en absoluto ajena a la dialéctica, sino más bien al contrario, y que queda expresada claramente por Hegel, en la Fenomenología del Espíritu:

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la conciencia se encuentra con que lo que antes era para ella el En-si no es en sí o que sólo lo era para ella. (…) Este movimiento dialéctico que ejerce la conciencia sobre sí misma, tanto en su saber como en su objeto, en la medida en que de él surge para ella su nuevo y verdadero objeto, es propiamente aquello que denominamos experiencia.[5]

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La noción dialéctica de una experiencia surgida en el comercio entre el pensamiento y el ser, sea cual sea el grado en que se produzca (de la más elemental “percepción sensible”, al “saber incondicionado que pretende saberse a sí mismo”), incluye ya la relación cambiante entre la conciencia y su objeto[6].

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[1] Cf. Cassirer, Ernst: El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia modernas, vol. III: Los sistemas postkantianos, p. 367. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1957.

[2] Cf. Ibid, p. 366.

[3] La importancia central de esta conciencia de la separación para entender la aventura de Oliveira en Rayuela queda expresada por el propio Horacio (cap. 2) en su reformulación del principio cartesiano del cogito ergo sum: “en mi caso el ergo de la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida”.

[4] Cf. Ibid, p. 348.

[5] La cita, que pertenece a la Fenomenología del Espíritu, está tomada del texto de Martin Heidegger El concepto de experiencia en Hegel, incluido en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 2005, p. 98.

[6] Cf. Marcuse, Herbert: Razón y revolución, Alianza, Madrid, 2003, p. 97.