Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

11 de agosto de 2022

Intercesor número 76

 

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En su día –¡hace ya algunos años de ello!– me propuse realizar un listado exhaustivo de los intercesores que podemos encontrar ya sea en Rayuela, ya sea en sus paratextos, ya sea en otros escritos de Cortázar relacionados con su mayor obra. Al decir intercesores me refiero, por supuesto, a la acepción que tiene este término cortazariano para la Teoría del Entusiasmo, a saber: aquellos fragmentos en los que Cortázar declara, siempre en  beneficio de su lector cómplice, que su libro tiene un segundo texto escondido tras el texto superficial. Parafraseando uno de los ítems más destacados –procedente del capítulo 97 de Rayuela– podemos decir que los intercesores son las puertas y ventanas que comunican la fachada del edificio con el misterio que se esconde en su fondo. Finalmente no llegué a cumplir con el requisito de exhaustividad que yo mismo me había propuesto; en parte por cansancio, y en parte para darle a otros lectores la posibilidad de encontrar el resto, me detuve al llegar a 75 intercesores –una cantidad nada despreciable, por cierto–.

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Ha pasado el tiempo, y me veo impelido a reconocer que mis esfuerzos no han dado ningún resultado. A día de hoy, los lectores y analistas de Rayuela siguen estando tan ciegos como lo han estado siempre, desde 1963 hasta hoy. No importa lo que dice Rayuela, repitiéndolo innumerables veces; no importa lo que el autor pudo declarar, aunque fuera subrepticiamente, en su momento; no importa el material que se publicó después (correspondencia, paratextos, entrevistas…); y tampoco importan, finalmente, los cuantiosos artículos que dediqué yo durante años –sobre todo en este blog, pero también en otros lados–, insistiendo, repitiendo y demostrando siempre lo mismo, que Rayuela tiene un segundo texto escondido tras el texto superficial, y mostrando el qué, el cómo, el cuándo y el por qué.  Nada de eso importa: los receptores siguen mirando hacia otros lados, exprimiendo los exiguos frutos que su contumaz miopía ha logrado extraer de ese por otro lado espléndido y exuberante jardín. Sí: exiguos. Lo que la recepción de Rayuela ha extraído de ese libro son unos frutos definitivamente exiguos, por mucho hayan cacareado felizmente al presentarlos. Hasta tal punto son exiguos, de hecho, que Vargas Llosa terminó por decir no hace mucho que Cortázar iba a ser recordado no por Rayuela, sino por sus cuentos. Y de seguir así las cosas, lamentablemente, habrá que darle la razón.

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Pocos días atrás se me ha ofrecido la posibilidad de dar una charla, en petit comité,  sobre Rayuela. La he titulado «El libro más incomprendido de la era moderna». Y al preparar el material he vuelto a encontrarme con el final del capítulo 36: justo el último capítulo de la primera parte, “Del lado de allá”. Precisamente ahí, al final de ese capítulo, se encuentra un intercesor especialmente notable, no solo por su privilegiada situación, sino también por su particular formulación, muy completa; con todo, pertenece a ese resto de intercesores que yo finalmente no recogí en mi personal inventario. Este reencuentro ha sido para mí como un acicate, que me ha llevado a reconsiderar mi decisión de no escribir nuevo material. Este intercesor lo merece; y esta vez no voy a limitarme a reproducir el texto tal cual, como hice con la gran mayoría de intercesores, sino que voy a agregar algunos comentarios. Por enésima vez, volveré a repetir, insistir y demostrar lo mismo.

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La cosa empieza con una especie de introducción:

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Y porque se ha salido de la infancia (Je n’oublierai pas le temps des cerises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida que para llegar al cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato. Que era lo que sabía Heráclito, metido en la mierda, y a lo mejor Emmanuèle sacándose los mocos a manotones (…), o los dos pederastas que no se sabía cómo estaban sentados en el camión celular

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Hasta ahora la atención se había centrado en Horacio y la clocharde Emmanuèle: pero de repente, no se sabe cómo, han aparecido en escena esos dos pederastas. En realidad sí que se sabe: por supuesto, los ha invitado Cortázar; pero lo ha importante es para qué lo ha hecho. Y la razón es porque ha considerado necesario, como colofón a la primera parte de su libro, y justo antes de pasar a la segunda, el repetir (ilustrar, subrayar, destacar, reformular…), por enésima vez más una, mediante un nuevo intercesor, esa idea tan fundamental y necesaria, tan imprescindible para comprender cabalmente su obra: nuevamente, que Rayuela tiene un segundo libro oculto en su interior. De eso mismo  estaba hablando Horacio antes de la aparición de los pederastas: a ello se estaba refiriendo, precisamente, con lo de llegar al cielo con una piedrita y la punta de un zapato; pero ahora Cortázar va a transformar esa piedrita y esa punta de zapato en un tubo de latón y un fósforo. Aunque antes:

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Il est beau –dijo uno de los pederastas, mirando a Horacio con ternura–. Il a l’air farouche.

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Estas dos breves observaciones hechas por el nuevo personaje tienen el propósito de introducir la particular forma literaria de lo que sigue a continuación: una descripción metafórica de la propia obra en que nos encontramos. O sea, una ékfrasis (para una mejor comprensión del uso de la ékfrasis en Rayuela, véase mi artículo “La palabra jamás mencionada por los críticos de Rayuela”.) Y ahora, una vez realizada la introducción, se entra por fin en materia:

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El otro pederasta había sacado un tubo de latón del bolsillo y miraba por un agujero, sonriendo y haciendo muecas.

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Ahí lo tenemos: ese tubo de latón es una metáfora del libro de Rayuela; y el pederasta, a su vez, es una metáfora del lector activo y cómplice del libro. Este lector sonríe y hace muecas porque –precisamente por su calidad de lector activo y cómplice– ha entrado en un estado de conciencia diferente al ordinario: el entusiasmo.

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El pederasta más joven le arrebató el tubo y se puso a mirar. “No se ve nada, Jo”, dijo.

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Ha entrado ahora en escena el tercero excluido (Vargas Llosa sabe a qué me refiero: véase mi artículo titulado “Una conversación llamada Rayuela”): es decir, el lector pasivo. Se trata de ese lector que, pese a tener el texto ante sus narices, no ve absolutamente nada.

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“Sí que se ve, rico”, dijo Jo.

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Frente a la negación del lector pasivo, el lector activo y cómplice realiza una afirmación categórica: no duda ni un solo momento, porque él ya ha visto lo que hay (es decir: el Almanaque; el Disculibro; el libro insólito.) Pero el lector pasivo persiste en la negación:

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“No, no, no, no.”

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Según el lector pasivo, aquí no hay más que un tubo de latón (es decir: una novela). Y en este punto cabe decir que la palabra de Cortázar, lamentablemente, adquirió carácter profético: porque esto mismo –No, no, no, no– es lo que lleva repitiendo la recepción de Rayuela desde 1963 hasta ahora: ¡según todos, este libro no es más que una novela! Cortázar sabía hasta qué punto es poderosa la Gran Costumbre. En todo caso, ante tanta terquedad, ante tanta contumacia, el lector activo vuelve a contradecirle:

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“Sí que se ve, sí que se ve”

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Esta insistencia y repetición del lector activo representan metafóricamente las análogas insistencia y repetición en Rayuela de un único mensaje a través de los intercesores. Una vez tras otra se van repitiendo las afirmaciones categóricas en el texto del libro: tras la fachada hay un misterio (cap. 97); y esto es despedida, grito y muerte (cap. 79); una luz pasa por el agujero en el muro (cap. 66); etcétera (véase el artículo “Intercesores, 2ª recapitulación”). Y ahora, a continuación, el lector activo aporta una nueva formulación de la misma idea, distinta a todas las otras, tal como todas son distintas entre sí, y poniendo en evidencia de este modo el particular recurso literario que Cortázar usó para plasmar esos intercesores: la expolitio, o exergasia (repetición de una misma idea en formas siempre distintas).

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look through the peephole and you’ll see patterns pretty as can be.

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Vayamos por partes: Mira –se trata aquí de una cuestión de percepción, tal como sucede con la lámpara con hojas secas del cap. 84– por el agujero –dicho de otro modo: encuentra la baldosa exacta (cap. 19) que te permitirá acceder al contenido oculto– y verás –no hay que imaginárselo, ni inventárselo, ni co-crearlo: ese contenido ya está ahípatrones –tal como se dice en el cap. 99 del Manuscrito de Austin, el libro oculto consiste en la repetición diversa de un único episodio– en la belleza de su ser –es decir, en su auténtica naturaleza, despojados de su envoltorio metafórico–.

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“Es de noche, Jo”.

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Cortázar se lo temía: por mucho intercesor que él añadiera, por mucha repetición que esgrimiera, por mucha expolitio y exergasia que empleara en el asunto, el lector pasivo no iba a ver en Rayuela nada más que lo inmediato.

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Jo sacó una caja de fósforos y encendió uno delante del calidoscopio.

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El lector cómplice tiene que ser un lector activo: ese fósforo que enciende Jo es una metáfora de esa actividad que el lector de Rayuela debe aportar para llegar al fondo de sentido del libro. Con esa actitud activa –que es una actitud decidida de búsqueda– ese tubo de latón (esa novela, para el lector pasivo) se convierte definitivamente en lo que es realmente: un calidoscopio (un libro luminoso: un libro iniciático).

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Chillidos de entusiasmo

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He aquí el quid de toda la cuestión: el entusiasmo. Pero ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse? (cap. 97) Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo (cap. 97, de nuevo). ¿Será ya la hora de inventar el verdadero entusiasmo que los inteligentes de la tierra ahogan con razonables sensateces? (cap. 147)

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Y luego, un poco más adelante:

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Todo estaba tan bien, todo llegaba a su hora, la rayuela y el calidoscopio, el pequeño pederasta y mirando, oh Jo, no veo nada, más luz, más luz. (…) la gente agarraba el calidoscopio por el mal lado, entonces había que darlo vuelta con ayuda de Emmuèle y de Pola y de París y de la Maga y de Rocamadour (…) y algún día alguien vería la verdadera figura del mundo

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¿Resulta necesario añadir algo más?

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