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Parte III
1968: Una antropología poética
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En 1968 aparece Cortázar. Una antropología poética, de Néstor García Canclini. El año es el mismo del Hombre nuevo; la perspectiva, totalmente distinta. Si en el libro de Graciela Maturo, como ya se dijo, tanto el título como la obra remitían a un contexto espiritual, este nuevo título se sitúa en un terreno claramente des-espiritualizado, donde se pretende dar cuenta de la obra de Cortázar apelando tan sólo a lo “antropológico”; término con el que se quiere definir cierta idea –un tanto restrictiva, a mi juicio– de lo humano. Se entiende, por lo tanto, que García Canclini fue impermeable al Zeitgeist aperturista de la década de los sesenta, del que sí participaron Cortázar, Maturo y Harss.
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La bibliografía comentada de Martha Paley, del año 1983, que tan bien nos introdujo en su momento al Hombre nuevo, resulta ahora de escasa ayuda. Si su comentario nos sirve como presentación a la Antropología poética, es sólo al rebatirlo:
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Basándose en la premisa que el talento de Cortázar es predominantemente poético, García Canclini analiza la obra de Cortázar en base a las imágenes poéticas que liberan la esencia de lo humano. Ve en la obra de Cortázar dos imágenes que son claves: la del laberinto y la de lo monstruoso. El libro está cuidadosamente estructurado y las observaciones son acertadas, a pesar de que falta una conclusión que resuma eficazmente lo que el crítico ha querido expresar a través de este análisis de algunos aspectos de la obra de Cortázar.
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¿Dónde quedó la buena puntería de la señora Paley? Este resumen delata una lectura superficial o apresurada del nuevo libro. Es cierto que García Canclini pone cierto énfasis en el aspecto poético (en sentido adjetivo) de la escritura de Cortázar; y también que analiza las imágenes del laberinto y de lo monstruoso: pero sólo son aspectos secundarios del ensayo. ¿Por qué ahí no se dice nada, en cambio, de la línea expositiva más prominente del libro, de esa “antropología” que se postula claramente, tras una lectura correcta del ensayo, como la palabra de más peso en el título? Esta otra línea se sostiene a lo largo de todo el libro y domina cada uno de los cinco apartados que lo componen. Y además dispone de un claro cierre discursivo, bajo el significativo título de “La casa del hombre”: ahí figuran esas conclusiones que Paley, inexplicablemente, echa en falta. Y sus errores de apreciación no se detienen ahí: en el libro de García Canclini no se trata únicamente de ofrecer “algunos aspectos de la obra de Cortázar”, sino que se pretende dar cuenta de su entera poética (ahora en sentido substantivo). En lo único que acierta Paley es al decir que “el libro está cuidadosamente estructurado y las observaciones son acertadas”; yo pienso lo mismo, a pesar de que aquí vaya a cuestionar el marco general en el que se hacen “acertadas” las observaciones del autor.
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A pesar de la atención concedida al talante poético de Cortázar, la perspectiva exclusivamente “antropológica” de García Canclini se sitúa en las antípodas de la de Graciela Maturo: si para ésta última la obra de Cortázar era religiosa “en el más amplio sentido de esta expresión”, el primero dirá en cambio sobre el escritor que “no existen en él dimensiones religiosas”. Así pues, podemos considerar los ensayos del uno y de la otra, curiosamente publicados en el mismo año, como dos extremos opuestos en el variado espectro crítico sobre Cortázar. Los conceptos de lo metafísico y lo trascendente, tan presentes en la obra del escritor, se orientarán según cada crítico hacia uno u otro de esos dos polos.
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A juzgar sólo por los extremos del espectro, cabría pensar en una relación directa entre la perspectiva implementada y la presencia o ausencia del “estado de gracia” en los análisis. En el ensayo de Maturo se le dedicaba bastante atención al tema, y lo mismo cabe decir de “La cachetada metafísica” de Harss; en general, parece que cuanto más cerca se sitúa cualquier crítico del polo “religioso”, mayores probabilidades hay de hacerse más o menos cargo de ello. En cambio, desde el enfoque “antropológico”, a lo que se llegaría es a prescindir –también más o menos– del asunto, pasando en ocasiones por encima de su presencia positiva en el texto de Rayuela. Todo ello es lógico hasta cierto punto, pues las implicaciones ontológicas derivadas del “estado de gracia” casan mejor con una visión religiosa de la existencia.
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No obstante, no es forzoso que sea así; resulta posible encontrar estudios de carácter mayormente “antropológico” que sí dan cabida al “estado de gracia”, así como estudios próximos a lo “religioso” que no lo tienen en cuenta. Así pues, la presencia o ausencia de este elemento, que es la piedra basal de la poética de Rayuela para la Teoría del Entusiasmo, funciona entonces con un criterio independiente. En consecuencia, resulta preciso tratarlo también de un modo aparte; aquí me referiré a ello usando un concepto que en último término procede –como también lo hace el “estado de gracia”– del vocabulario religioso: la noción de carisma. Esta palabra significa, según María Moliner, “don abundante concedido por Dios a una criatura”; lo cual, si sustituimos a ese “Dios” tan sospechoso de ortodoxia –es decir, de un sentido estrecho de lo religioso– por otro término de carácter entusiasmosófico, acabará por coincidir felizmente con el caso cortazariano: Don abundante concedido por una entidad incognosférica a una criatura humana. Esta noción se adapta como un guante a la descripción que ofrece Morelli de su quehacer escritural en el capítulo 82 de Rayuela, con la idea de ese swing mediador entre el escritor y la “fuerza” que lo inspira, y con la autodescripción del autor como shamán.
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En la Antropología poética no aparece el “estado de gracia” por ninguna parte; su caso es representativo de una postura a la vez “antropológica” y a-carismática. Ello no obsta para incluirlo en una investigación sobre el “estado de gracia” y Rayuela: no basta con decir que García Canclini o cualquier otro autor cercano a su línea no acusan ningún recibo del tema, o apenas. Mucho más fecundo resulta señalar, para poder refutarlos, bajo qué postulados, por cuáles argumentos, tras cuántas coartadas se adelgaza o se ausenta esta cuestión en sus escritos. Por qué razones, en definitiva, se hace invisible lo que en un momento dado, con Harss y con Maturo, había sido perfectamente visible. El libro de García Canclini nos ofrece una excelente muestra de este temprano tránsito del “estado de gracia” hacia la invisibilidad.
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1. Interpretación antropológica y a-carismática
de la obra de Julio Cortázar
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Para el crítico argentino, tanto la forma como el contenido del corpus narrativo cortazariano (con Rayuela como expresión más lograda del conjunto) son instrumentos para abrir el infinito campo de posibilidades de lo humano, frente a una inveterada tendencia a mantenerse en los caminos trillados. Los cuatro extractos siguientes, aunque apunten sobre todo a Rayuela, dan buena cuenta de la tesis central del libro, así como de las líneas principales de su desarrollo.
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Tras analizar los temas y estructuras del mayor libro de Cortázar, el autor condensa su visión de este modo:
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Esta estructura inconclusa, que apela al lector para que siga construyéndola, es la forma literaria que corresponde a la concepción del hombre como ser abierto, cuya esencia es la posibilidad, la posibilidad de combinar cada vez de un modo nuevo los elementos que hasta entonces lo constituían. (pp. 82-83)
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Esta particular visión de la “estructura inconclusa” de Rayuela responde en realidad a los presupuestos establecidos por Umberto Eco en su Opera aperta. Desde esta perspectiva se ve el libro de Cortázar como un conjunto de piezas que el lector puede armar como desee, de modo tal que se genera una infinidad de lecturas posibles; esto conforma lo que en el futuro denominaré el argumento de multivocidad. Como iremos viendo, este argumento se convertirá en lugar común para la interpretación a-carismática de Rayuela, para transitarlo continuamente, repitiéndolo hasta el hartazgo, y sin problematizarlo en ningún momento: es decir, un dogma, en el sentido peyorativo de la palabra. Por lo demás, en este primer pasaje ya está contenida la idea principal del ensayo: “La esencia del hombre es la posibilidad”. De aquí no sólo se derivan, conjuntamente, la forma y el contenido de la obra del narrador argentino; también queda bajo su signo lo poético cortazariano, en la idea que de ello se hace el autor:
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Además, las innumerables estructuras que los distintos lectores pueden organizar convierten a Rayuela en una obra plurívoca, generan una infinidad de interpretaciones que la hacen una especie de metáfora de la inagotable significación del universo, de su ilimitada ambigüedad. En ello, más aún que en las imágenes, radica su sentido poético. (p. 83)
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Lo poético cortazariano se define, entonces, en función de una analogía entre la estructura libremente combinatoria de Rayuela y las infinitas posibilidades no sólo de lo humano, sino también de lo cósmico. Aquí tenemos el marco de sentido más amplio en la concepción de García Canclini: un universo de “ilimitada ambigüedad”, al parecer inorgánico, dibujado únicamente como un espacio abierto cuya ley general sería la total posibilidad. La mención es sólo de pasada: tras señalarlo apenas como el punto de mayor abstracción en el sistema, se vuelve en seguida al único ente que interesa: el anthropos.
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Algunas páginas más adelante se añade a todo lo anterior una concepción ética, derivada del mismo signo emancipatorio. Esta concepción se incluye dentro de una dialéctica de lo auténtico y lo inauténtico, que constituye un eco declarado del Heidegger de Ser y tiempo:
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como todos pretenden que la normalidad es repetir ordenadamente lo que siempre se ha hecho, ser auténtico equivale a vivir en la transgresión (…). Podríamos llamar a la ética de la autenticidad la ética de la transgresión creadora. (p. 100)
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Y como culminación de todo el proceso, en una vuelta a las proposiciones de partida establecidas al principio del ensayo, nos hallamos finalmente ante el marco central de lo “antropológico” cancliniano:
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Pero ya indicamos al comienzo que estas notas apuntan, más allá de la ética, a una preocupación antropológica. Sostener que el hombre se realiza en la búsqueda, en la creación y en la fraternidad con los otros es definir una esencia, proponer una respuesta al enigma de su sentido. (p. 100)
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En síntesis: según el autor, la esencia de la poética cortazariana es el deseo de liberar colectivamente al Hombre, con el fin de permitirle disfrutar de la plenitud de sus posibilidades existenciales, ante las limitaciones impuestas por una Gran Costumbre que se manifiesta ubicuamente y con mil caras distintas. Esas posibilidades otras que se contraponen a lo dado no se especifican, ni se da de ellas ningún ejemplo: en esto, el discurso antropológico se va a mantener bajo el paraguas de una “libertad” nunca definida concretamente. En todo caso; tal como se ve, no hay nada aquí que apunte, siquiera lejanamente, a la posibilidad de cambiar los niveles de la conciencia. Todo el aparato está orientado, según García Canclini, a dar una respuesta al sentido de la existencia humana.
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2. Ejercicios sacrificiales de García Canclini
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Todo lo expuesto en el apartado anterior es de lo más interesante –dicho sea sin ninguna ironía–, y sin duda forma parte integrante, en su mayoría, de la obra cortazariana; pero en mi opinión los aspectos aducidos por García Canclini no son los primordiales para una comprensión de Cortázar, sino que se derivan de otros todavía más importantes. Estos otros se mantienen en la oscuridad, fuera del círculo iluminado por lo “antropológico” cancliniano: han sido sacrificados en aras de una concepción limitada de lo humano, generando una distorsión de todo el conjunto. Esos sacrificios se realizan en la Antropología poética de un modo más o menos consciente: el último de ellos –por orden de aparición en el libro, que no por importancia– es el de la originalidad de Cortázar. Luego están las dos otras cuestiones a las que ya hemos aludido: el “estado de gracia”, y la dimensión religiosa de la obra.
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La originalidad de Cortázar
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Tal como se las ha expuesto en el libro, las propuestas de Cortázar, tanto literarias como “filosóficas”, cuentan con unos precedentes muy ilustres y muy próximos cronológicamente. Tras haberse remitido generosamente a ellos en su libro, García Canclini se ve obligado a concluirlo haciendo suya una cita del capítulo 99 de Rayuela:
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Puede decirse de él [es decir, de Cortázar] lo que Oliveira afirma de Morelli: que no todas sus teorías son originales, pero “lo que lo hace entrañable es su práctica, la fuerza con que trata de desescribir como él dice, para ganarse el derecho (y ganárselo a todos) de entrar de nuevo con el buen pie en la casa del hombre.” (p. 111)
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¡Bonita forma de despedirse, tratando de rescatar algún elemento que confiera un valor específico a su objeto de estudio! Esto constituye una consecuencia lógica del enfoque adoptado por el crítico: y es que, frente a las grandes obras de narradores como Robert Musil, James Joyce o Samuel Beckett, y frente al pensamiento de filósofos de la talla de Martin Heidegger o Jean-Paul Sartre, los libros del escritor argentino no aportan “antropológicamente” nada nuevo, nada que no hubiera sido planteado ya en la primera mitad del siglo XX. A lo largo de todo su ensayo, García Canclini se dedica a remitir cada uno de los ingredientes de la obra cortazariana hacia aportaciones consideradas homólogas que pueden hallarse en estos otros autores, en una comparación de cuño marcadamente jovellanista: es decir, llevando lo insólito al terreno de lo ya conocido, sin sospechar siquiera que el escritor argentino pudiera estar proponiendo en su mayor libro algo nuevo y distinto a lo que escriben aquellos.
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Esto tiene como corolario la disminución del valor universal de Rayuela. A esta misma conclusión llegaba José Lezama Lima en una charla recogida en un libro coetáneo a la Antropología poética, con Ana María Simo y Roberto Fernández Retamar como contertulios. En una de sus intervenciones, el escritor cubano se preguntaba:
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Pero Cortázar, ¿es un hombre de ocaso, o un hombre inaugural? ¿Nos trae una nueva palabra? (…) Quiere vulnerar, quiere romper ese mundo, pero al final, ¿qué es lo que encuentra, y qué es lo que encuentra el lector? ¿Estamos ante una nueva Isla de Pascua?
Ahí mantenemos una duda.
(…) El caso [de Joyce] es distinto. Joyce es un hombre que inaugura nuevas perspectivas de la literatura, es un hombre absolutamente nuevo en nuestra época.
(Cinco miradas sobre Cortázar, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1968, pp. 48-49)
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Contemplando la obra de Cortázar desde la interpretación a-carismática, Lezama Lima tiene toda la razón: Rayuela, como novela, no constituye una innovación de categoría superior. Hay demasiados precedentes, son demasiado ilustres, y están demasiado próximos: ante esta situación, el valor intrínseco del autor quedaría cifrado únicamente, tal como concluye García Canclini, en el hecho de “hacerse entrañable”. Lo cual, por un lado, es algo que queda sujeto a los gustos del lector; y por el otro, tampoco es gran cosa que digamos. Me sorprende que no se lo pareciera así a este crítico, ni a los exponentes posteriores de esta misma línea.
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Así pues, el enfoque a-carismático tiene unos efectos claramente reduccionistas sobre la obra de Cortázar: le escatima aquello que constituye su máxima originalidad y su máximo valor, y de este modo acaba por convertirlo en un autor de importancia secundaria. ¿Cuál es este aspecto decisivo? El otro gran sacrificado: el aspecto carismático y todas sus implicaciones.
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Disipación y metamorfosis del “estado de gracia”
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Recordemos que el “estado de gracia” tiene tres campos de aplicación diferenciados: el autor, el texto y el lector.
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Con respecto al autor y sus cambios de estado sólo hay que señalar que la Antropología poética no dice absolutamente nada. Éste, que era el más fuerte de los tres puntos tanto en la obra de Luís Harss (de ahí salió lo del “estado de gracia”) como en la de Graciela Maturo (donde recibía hasta siete nomenclaturas distintas), no merece en cambio ni la más mínima alusión en este nuevo libro. Y ello a pesar de que García Canclini ha leído “La cachetada metafísica”, artículo que cita en su ensayo en dos ocasiones; por no hablar de los pasajes de Rayuela referidos al tema (por ejemplo el capítulo 82), a los que por supuesto no se tiene en cuenta. En la bibliografía del libro consta un artículo de Graciela Maturo, “Las galerías secretas de Julio Cortázar”; pero el autor no lo cita en ningún momento, y nada permite suponer que lo hubiera leído.
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En lo referente al texto de Rayuela, tampoco hay nada que apunte a ningún “hilo invisible” (Harss), ni a la idea más valiente de que “el argumento va por debajo” (Maturo), ni tampoco a lo que se declara en el capítulo 97 de Rayuela, que ya vimos en su momento. En otras palabras: el libro insólito no asoma por ninguna parte. Únicamente se comenta que la bajada a la morgue de Horacio y Talita (que se equipara al paso por la bodega del barco en Los premios) permite establecer alguna correspondencia con una “bajada simbólica”, sin que se llegue a detallar cuál sería su sentido. Salvando esta excepción, las gafas antropológicas de García Canclini sólo captan la dimensión literal del sentido de Rayuela, de la cual se salta directamente a las ideas abstractas que, siempre según el crítico, rigen la obra. En íntima conexión con esto, prácticamente no se problematiza el carácter novelístico de Rayuela: este asunto en particular queda resuelto con una frase –“Llamamos novela a este libro para entendernos” (pág. 82)– con la que, más que decir nada sustancial, lo que se hace es eludir una mayor implicación del crítico. De hecho, como ya quedó implícito al hablar de Lezama Lima, la final aceptación de esta obra como novela –comparable, en consecuencia, con las novelas de Joyce o Musil– constituye otra de las características propias de la perspectiva a-carismática.
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Con el caso del lector sucede algo distinto. Aquí las gafas de García Canclini ya no se limitan a pasar por alto los datos, sino que ejercen una clara violencia sobre el texto de Rayuela, con nefastas consecuencias. En el siguiente fragmento vemos en qué se ha transformado el propósito cortazariano de “desplazar” o “excentrar” a su lector, de llevarlo –tal como sostiene la Teoría del Entusiasmo– a una “ruptura de nivel”:
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La novela transgrede la fácil sucesión del tiempo e impide que el lector se evada. Le obliga a tomar conciencia –mediante una técnica parecida al distanciamiento brechtiano– de que lo que le están contando es ficticio, pero que no obstante algo tiene que ver con su realidad, representada en la novela por la realidad cotidiana del autor (86)
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Lo que se propugna en esas líneas es justamente lo contrario de la salida del tiempo cronológico y del espacio euclidiano preconizados por Cortázar. Con esta equiparación de los procedimientos usados en Rayuela con las técnicas brechtianas, planteando la cuestión en términos de una dialéctica entre ficción y realidad, se consuma el alejamiento definitivo de los presupuestos originales de Cortázar. Éste no quiere que su lector llegue a la Historia ni a la Dialéctica gracias a su libro; lo que desea, justamente al contrario, es que salte por encima de ellas. De hecho, si los ámbitos trascendentes a los que apunta Rayuela fueran la Historia o la Dialéctica, según parece deducirse de ese extracto, entonces habría que aceptar que la obra de Cortázar es directamente contraproducente. Con su reducción a lo histórico-dialéctico, García Canclini está realizando aquí el mismo error hermenéutico que denunciaba Henry Corbin a propósito de los exegetas de los relatos iniciáticos de Avicena (véase “Vía comparativa (5)”); el crítico aboga por mantenerse “en el mismo plano del ser”, cuando de lo que se trata es de trascenderlo.
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Apenas unas líneas más adelante, el crítico continúa:
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estos procedimientos logran que el lector, al comprometerse en la lectura del libro tanto como el autor al escribirlo, sea transformado como él. Que ambos al buscar se busquen, al crear se creen. (86)
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En estas líneas se demuestra haber prestado atención al capítulo 79 de Rayuela, donde se postula la posibilidad de que el lector viva la misma experiencia por la que pasó previamente por el autor. Se recogen así dos ideas que integran efectivamente los procesos pertenecientes al “estado de gracia”: el hecho de que el autor y el lector sean transformados gracias al texto, y que ambos lo hagan en la misma proporción. Pero si se trataba de encontrar la realidad cotidiana del autor, no sabemos en qué podría consistir entonces cualquier “transformación” experimentada previamente por el mismo: aquí no se contemplan para nada aquellos “estados excepcionales” (cap. 84) en los que el autor llegaba a vislumbrar otro orden de la realidad. Una vez desatendidos estos, lo que queda únicamente es la posibilidad de crear.
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Según García Canclini, el “compromiso” del lector le permite identificarse con Cortázar como creador del libro; esta visión del lector como co-autor –a lo que denominaré argumento de pluriautoría– se instituye como otro de los dogmas de la interpretación a-carismática de Rayuela. Desde mi punto de vista constituye una clara distorsión del propósito cortazariano, realizada además con muy poco fundamento: ¿Realmente alguien puede llegar a creer que el mero hecho de combinar libremente los capítulos de Rayuela llega a convertir al lector en un nuevo autor de la obra? ¿Tan fácil resulta entonces –y tan arbitrario– llegar hasta el genio? ¿No es sencillamente un engaño equiparar este combinatoria con el tremendo proceso de la escritura original del libro? Esta pretensión de estar “creando” con la lectura, al mismo nivel que lo hizo previamente el autor, es una ilusión, un fuego fatuo: en el fondo, no hay aquí transformación alguna para el lector, que no deja de serlo en ningún momento.
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Todavía hay más; en el fondo, las premisas canclinianas conducen a una inversión de los resultados, ya que no sólo no elevan al lector hasta la altura de lo excepcional, sino que además rebajan al autor al territorio de lo común, despojándolo de sus rasgos diferenciales: su carácter insólito, su talento como creador y su índole carismática. El aspecto genial del escritor se diluye, y con ello se pierde la posibilidad de elevarse al genio por parte del lector, siguiendo de este modo los postulados de una Teoría del Anti-Entusiasmo (véase la 3ª Apócrifa morelliana). Aquí no hay chamán, ni tampoco discípulo: la pretendida co-creación a-carismática no constituye ninguna experiencia trascendente, ni supone ninguna “ruptura de nivel”, sino que apunta meramente a una “toma de conciencia” (así figura en la p. 86) de carácter historicista. El producto final de todo ello es una efectiva homogeneización de los sujetos participantes, pero sobre la base del menos dotado, del que no ha sido tocado por la gracia. En suma: todo lo contrario de lo deseado por Cortázar. En íntima relación con todo esto, el texto insólito de Rayuela se ve reducido a su condición de novela, pues es todo lo que un autor común y un lector común pueden llegar a concebir.
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Por esta vía, inmediatamente a continuación, se llega al presunto mensaje existencial de Rayuela:
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A la pregunta por el sentido de la existencia se responde con que no hay nadie que lo regale, que cada uno lo engendra al “leer” la suya, es decir, al hacerla. (p. 86)
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Aquí se recogen los magros frutos generados por la perspectiva antropológica y a-carismática: la obra de Cortázar, aparte de no ser original, aparte de generar una falsa ilusión de transformación para el lector, y aparte de transformar efectivamente al autor, pero para rebajarlo, sólo alcanza a decir una verdad de Perogrullo, con una repercusión antropológica de vuelo mínimo. Y es que cuando no se presta atención al componente carismático, al “estado de gracia”, la gran obra de Cortázar pierde la parte más importante de su peso específico, haciéndose con ello incapaz de resistir un análisis riguroso, ni comparativa ni intrínsecamente. Visto desde esta perspectiva, ese libro de cuatrocientas páginas, con todo su alarde de audacias literarias, elaborado durante cuatro largos años, es visto a la postre como la expresión abstracta de una verdad al alcance de todo el mundo. ¡Qué derroche de tiempo y de talento! ¡Cuánto genio invertido en cuán poca cosa!
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De lo humano-divino a lo humano-humano
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Hacia el final del libro, García Canclini quiere dejar constancia de algo que ya quedaba implícito en todo su texto:
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Es preciso aclarar que, si bien Cortázar reconoce una trascendencia que excede al hombre, no existen en él dimensiones religiosas. (p. 102)
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Aquí se consuma el tercer gran sacrificio solicitado por la perspectiva “antropológica” y a-carismática sobre la obra de Cortázar: su dimensión “religiosa”. Sin embargo, a esta tesis le crecen los enanos por todas partes. En primer lugar, son muchos los malabarismos que debe hacer el autor para distinguir lo que es religioso de lo que no lo es. A la primera salvedad que ha hecho, sobre la trascendencia, se le añaden enseguida otras dos:
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En conjunto, su obra coincide con un aspecto de toda religión al llevarnos más allá de la posesividad ingenua, del orgullo típico del pecado adánico: organizar el mundo alrededor del yo. Pero tal coincidencia, aun cuando a ella puedan sumarse ciertas influencias del budismo zen, aproxima sus trabajos más a una posición filosófica como la de Heidegger que a la de una actitud religiosa. El tiempo y el espacio de Cortázar son estrictamente humanos (pp. 102-103)
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Estas tres excepciones –la trascendencia, ese “más allá” que permite superar el egocentrismo, y esas “ciertas influencias” del budismo– son tratadas de un modo demasiado sumario como para darlas por buenas. García Canclini pretende solventar el asunto afirmando que estos elementos para-religiosos remiten a una visión próxima a la de Martin Heidegger: pero, ¿acaso el autor alemán no es también, aparte de filósofo, un escritor religioso? El no-condicionamiento del Ser de Heidegger, por ejemplo, difiere absolutamente con respecto a un espacio-tiempo “estrictamente humano”. Así pues, ¿no se está reduciendo aquí en demasía algo que reviste gran complejidad? Y por otro lado: ¿es que no existe, aparte de ese “filósofo” y de ese “religioso” que parecen copar todas las posturas posibles ante la realidad, la figura del poeta visionario, en cuyo perfil encajaría mucho mejor Cortázar, tal como él mismo sugiere a menudo (por ejemplo en el capítulo 99), y cuya dimensión religiosa resulta difícil de ocultar?
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El final del pasaje nos permite descubrir el probable origen de todos estos problemas:
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no se advierte nunca una presencia explícita de Dios, un sentido de culpabilidad en el hombre o cualquiera otra de las notas distintivas de un universo religioso. (p. 103)
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Aquí, al mentar a un Dios en mayúscula junto a la idea de culpabilidad, García Canclini identifica lo religioso con la ortodoxia cristiana, de un modo flagrante y exclusivo. A esos dos elementos tan marcados les agrega a continuación, como si formasen parte del mismo paquete, “cualquiera otra de las notas distintivas” de lo religioso, para cubrirle las espaldas a su fuerte afirmación. Muy poco ha tardado el crítico en olvidarse de que la obra de Cortázar “coincide con un aspecto de toda religión”, tal como él mismo ha señalado unas líneas más arriba; y también se ha olvidado de las otras dos salvedades establecidas tras la primera. Por este atajo cancliniano se llega muy rápidamente a la conclusión de que no existen “dimensiones religiosas” en la obra que analiza; pero esto es hacer trampa. La idea restrictiva de lo religioso que maneja García Canclini no tiene nada que ver, en mi opinión, con el carácter intersticial de la personalidad de Cortázar: ¿a quién se le ocurre tratar de medir a nuestro autor con los patrones de cualquier ortodoxia? En todos los otros terrenos pisados por Cortázar –ya sea en lo literario, en lo político o en lo personal– el autor se comporta de una forma completamente heterodoxa, muy alejado de los caminos trillados; ¿por qué razón iba a hacer lo contrario en lo religioso?
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Para valorar con propiedad la existencia o no de dimensiones religiosas en Cortázar resulta mucho más adecuado apuntar en la dirección de lo pagano, de lo mistérico o quizá de lo animista; hacia cualquier línea, aunque no esté catalogada –¡infinitamente mejor si no lo está!–, en la que aparezca un cosmos espiritualizado, habitado por fuerzas desconocidas que se interrelacionan con el mundo de los hombres. Algo vinculado, pues, con lo religioso “en el más amplio sentido de esta expresión”, tal como se expresaba Graciela Maturo.
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La Antropología poética equivocó el sentido, creo yo, de esa “casa del hombre” citada en el capítulo 99 de Rayuela y que el crítico elevó a lema de su aproximación al autor. Llevado de su prurito antropológico y de sus prejuicios contra lo religioso, García Canclini reduce el alcance de lo trascendente cortazariano, negándole sus dimensiones religiosas para hacerlo caber dentro de su personal concepción, des-espiritualizada, del anthropos. En esta línea, los nuevos territorios descubiertos por la prospección cortazariana son meramente humanos; y, en consecuencia, la idea de carisma, tal como la hemos definido aquí, no tiene ni cabida ni sentido. Por mi parte, y por el contrario, tengo la convicción de Cortázar quería ampliar justamente esta idea cancliniana del anthropos, que de hecho es la visión moderna del mismo, incorporando en ella una trascendencia que sí mantenía unas dimensiones que, por muy sui generis que fuesen, no dejaban de ser religiosas. Aquí, los nuevos territorios a los que se llega no son humanos, y lo que sucede es que se considera al hombre capaz de llegar hasta ellos. Lo carismático, el “estado de gracia”, constituye justamente el mecanismo para lograrlo: y es que el anthropos, para Cortázar, y en contra de la visión moderna y cancliniana, es capax charismae.
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En el primer caso, el resultado es una noción de lo antropológico como humano-humano; en el segundo, lo antropológico se define en cambio como humano-divino, considerando lo divino no como el habitáculo de un Dios mayúsculo, tal como lo conciben García Canclini y la ortodoxia cristiana, sino como un nivel operativo de realidad que en muchas ocasiones se manifiesta como superior al humano. En una concepción antropológica de lo humano-humano, al haber un solo nivel de realidad, no hay posibilidad real de transformación; en lo humano-divino, sí.
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Los tres sacrificios realizados por García Canclini –la originalidad de Cortázar, el “estado de gracia” y la dimensión religiosa de la obra– dejan su huella visible en el texto del ensayo, y no pasan la prueba de una confrontación con los escritos de Cortázar. Todavía más; ni siquiera resisten una confrontación con el propio texto de la Antropología poética: la muestra más patente de ello es la atención que en el ensayo se prodiga al personaje de Persio, lo cual merece un tratamiento aparte.
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3. Persio, el enano irreductible
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En el pasaje de marras sobre lo ausencia de lo religioso en Cortázar, el principio también es problemático: ¿Por qué “resulta preciso aclarar”, a esas alturas tan avanzadas del discurso (a menos de diez páginas del final), algo que ya pareció quedar claro desde un principio? Yo creo que esta tardía “aclaración” se debe a que, en el transcurso de la exposición, se ha manifestado algo que excede claramente los límites del marco antropológico y a-carismático en el que pretende moverse García Canclini. En los capítulos intermedios ha aparecido un enano que le ha crecido desmesuradamente al autor, y que no ha habido forma de someter a la tesis principal: me refiero al personaje más enigmático de Los premios, Persio. Si bien a lo largo del ensayo el autor ha encontrado la forma de plegar a Horacio Oliveira a sus premisas, ni que sea a costa de mutilarlo de alguno de sus atributos más importantes, no ocurre lo mismo con ese otro personaje. Seguramente, esto es debido a que la caracterización de éste último, menos compleja y más unidireccional que la de Horacio, lo hace finalmente irreductible a un marco meramente antropométrico.
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En el apartado II, bajo el título “Los perseguidores”, García Canclini instaura una clasificación de los personajes cortazarianos en función de sus diferentes posturas ante lo establecido y ante la apertura de nuevas posibilidades. El argumento de Los premios, con esa enigmática y magnética popa, estrictamente prohibida a todos los pasajeros, ofrece el terreno idóneo para ilustrar esa clasificación, que distingue primeramente a tres tipos de personajes: por un lado, los conformistas, como la familia Trejo; por el otro, los buscadores ya rendidos, como Paula o Raúl; y por último, los perseguidores infatigables, como Medrano. Más adelante se incorpora un cuarto tipo, el de los individuos que parecen haber llegado a un equilibrio de carácter superior, lúcido y consciente, como Claudia. Pero Persio, tal como el mismo crítico reconoce sin ambages, no encaja en ninguno de los tres tipos iniciales, ni tampoco en el cuarto: sus inquietudes rebasan todo lo establecido por el crítico.
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Paradójicamente, a pesar de que no encaja en su clasificación, el autor acaba por dedicarle a este personaje, como si se viera arrastrado por su fuerza, una atención individualizada mayor que la dispensada a ninguno de los otros personajes. Lo cual le lleva a exponer, ineludiblemente, la cuestión de ese marco de sentido trascendente, de un carácter sobre-humano y trans-histórico, al cual apunta este sujeto. Podría decirse que la mirada de los cuatro tipos se despliega exclusivamente en un sentido horizontal, en el mismo plano definido por la cubierta del barco; la de Persio, en cambio, lo hace además en un sentido vertical, siguiendo la dirección marcada por los mástiles. ¿Hacia dónde? Según García Canclini, hacia ese universo plurívoco al que aludirá más adelante, en la página 83, y al que Persio trata de acceder mediante símbolos (la guitarra pintada por Picasso, por ejemplo); pero ello no logra dar cuenta cabal del proceso en que se halla sumido el personaje.
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La atención concedida a este último supera el marco del apartado II, y se lo recupera en el apartado IV, “Desescribir la literatura”, donde el personaje cobra una importancia decisiva más allá del componente temático-argumental:
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Sólo la inserción de los monólogos de Persio diferencia a Los premios de la estructura de una novela clásica. (…) El lenguaje, directo y accesible, únicamente ofrece novedades en las divagaciones poéticas de Persio. En ellas se crean expresiones de pasmosa originalidad, se pide al lector que lea con un ojo distinto del que usa en el resto del libro, se aspira a que las palabras se conviertan en “ritmos puros”…”arquetipos radiantes, cuerpos sin peso donde se sostiene la gravedad y bulle dulcemente el germen de la gracia”. (82-83)
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García Canclini no sugiere ninguna interpretación “antropológica” para todo esto de los “arquetipos radiantes”, de los “cuerpos sin peso”, del “germen de la gracia”. Por otro lado, tampoco señala ninguna conexión entre el discurso de Persio, que distorsiona lingüística y estructuralmente el carácter novelesco “clásico” de Los premios, y una distorsión homologable, pero aumentada exponencialmente, que emanaría de gran parte de los Capítulos Prescindibles de Rayuela. De este modo también se esquiva la posibilidad de remitir tales distorsiones rayuelísticas a un sentido trascendente análogo al transportado por Persio.
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Por lo visto, cuando se trata de integrar a su discurso cualquier dimensión trascendente que no se someta a un tiempo y un espacio “estrictamente humanos”, la capacidad analítica de García Canclini pierde fuelle. Forzado como se ve a dar cabida de alguna manera u otra a este marco de sentido, el autor se limitará a dejar abierta una puerta mediante el viejo truco de la indeterminación; acaba por alinear a Cortázar en las filas de los “maestros de la sospecha”, la denominación que Paul Ricoeur aplicó a las figuras decimonónicas de Nietzsche, Marx y Freud (p. 109). Y sin embargo, antes de ello incurrirá en contradicción consigo mismo:
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Su obra convoca al hombre a apoderarse plenamente de sí mismo, asumir solo su libertad y darle un sentido. Pero también habla del hombre tratando de comprenderse en relación con sus límites, con el fundamento que lo hace ser –y del cual no dispone. Es la discusión entre Sartre y Heidegger, entre Claudia y Persio, acerca de si el mundo es absurdo y el hombre debe conquistarlo empecinadamente, o si hay una cifra que le revela el lugar que da sentido a su presencia (101)
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Como ya hemos visto, apenas una página más adelante parecerá olvidarse de esta diferencia entre el existencialismo “religioso” del autor de Ser y tiempo y la postura más “antropológica” de Jean-Paul Sartre. Pero aquí no sólo se desmiente la posición estrictamente “filosófica” de Heidegger, sino también los postulados básicos bajo los que pretende transcurrir la Antropología poética. A la sazón, los esfuerzos de García Canclini para evitar que el crecido Persio desmonte toda su argumentación acaban con una justificación:
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la trascendencia –la popa del barco, el cielo de la rayuela– es la conquista hacia la cual tendemos, pero también lo inapresable que nos llama. Estar disponible a ese llamado no implica necesariamente alienación (p. 102)
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Por un lado, la intuición sobre lo de “estar disponible”, en cursiva en el original, es buena; por el otro, y no obstante, parece como si el autor quisiera excusarse por incluir esta dimensión trascendente en su análisis. ¿O más bien quiere disculpar a Cortázar de lo que sólo puede suponer un desliz, en el marco de esa dialéctica entre ficción y realidad que presuntamente vincularía a Cortázar con Brecht? Sea una cosa o la otra, o ambas a la vez, al puntualizar que “ese llamado no implica necesariamente alienación” el crítico nos revela cuál es su principal preocupación, y a la vez queda puesta de manifiesto su estrechez de miras con respecto a lo trascendente y lo religioso. Para él esta dimensión de la obra de Cortázar debe excusarse ante la ética de lo transgresivo; no parece formar parte de una liberación de las posibilidades humanas sino que, por el contrario, es algo ante lo que uno debe ponerse en guardia, para que no lo evada de sus responsabilidades “antropológicas”. Esto, por un lado, es justo lo contrario de lo que Horacio expone en el capítulo 28 de Rayuela. Y por otro lado, en vez de celebrar la entrada en los “estados excepcionales” de la conciencia (cap. 84 de Rayuela), García Canclini se pone a la defensiva ante su más remota posibilidad. Sin duda, sus prejuicios hallarían justificación en muchos otros marcos; pero en el caso de Cortázar son un lastre que impide una comprensión plena del sentido de la obra.
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Cuando nos situamos en una acepción de lo religioso “en sentido amplio”, resulta difícil tratar de deslindar en los soliloquios de Persio lo que es religioso de lo que no lo es. Desde mi perspectiva, esa mirada de Persio orientada hacia la vertical está apuntando en realidad a la posibilidad de experimentar el “estado de gracia”. Su vista levantada hacia el nocturno cielo estrellado, así como su pensar mediante símbolos, son precisamente su manera de “hacerse disponible”, para usar la afortunada expresión de García Canclini; en términos entusiasmosóficos, es su modo de “orientar las potencias hacia arriba”. Y la gracia a la que aspira, el don carismático que espera recibir, no es descubrir el sentido de su existencia (pregunta que nunca aparece formulada en Cortázar) sino llegar a ver la realidad como totalidad. Una visión que él no puede alcanzar por sí mismo, sino que debe dispensársela alguna entidad superior: tal vez esas fáusticas “Madres” que aparecen en el soliloquio que lleva por título la letra “I”.
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4. Persio y Eliade
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Más allá de lo que podamos ver en los monólogos persianos, voy a aportar aquí nuevos elementos para la discusión sobre el carácter religioso del personaje: se trata de dos extractos del Traité d’histoire des religions de Mircea Eliade, procedentes del volumen que se conserva en la Biblioteca Cortázar, en Madrid, bajo el techo de la Fundación Juan March. Más allá de la mención explícita a este autor en diversos textos de Cortázar, la presencia de este volumen en la biblioteca personal del escritor, así como el abundante subrayado a que se lo sometió (aunque no tan profuso como el de Roger Godel, que ya comentamos en el último artículo), lo confirman como una de las fuentes cortazarianas para cuestiones relativas a la trascendencia. Por su parte, García Canclini no remite a este autor en ningún momento.
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En la primera página de este volumen constan, tal como era costumbre en Cortázar, su firma y la fecha en que lo adquirió: 1956. O sea, justo al inicio de la elaboración de Los premios. Y hacia el final del libro tenemos los dos pasajes en cuestión; ambos coinciden en recoger una parte del texto bajo una llave, en el lateral, remitiendo a este nombre adosado: “Persio”. Es decir; ambos extractos pueden considerarse como apuntes tomados por Cortázar de cara a elaborar el personaje. El primer pasaje se halla en la p. 388, bajo el apartado XIII, La structure des symboles, y dice así (el subrayado es de Cortázar):
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L’homme ne se sent plus un fragment impermeable, mais un Cosmos vivant ouvert à tous les autres Cosmos vivants qui l’entourent
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Esto parece remitir a la visión de un universo orgánico y espiritualizado propio de una visión religiosa, antes que a la idea de ese espacio desnudo y preñado de posibilidades combinatorias que señalaba García Canclini. El segundo pasaje se halla en la página 393, ya en las Conclusions (aquí la primera frase, aunque también señalada por Cortázar, no queda bajo la llave “Persio”; pero la añado porque ayuda a fijar el sentido de lo que sigue):
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Celle resistance au sacré a pour pendant, dans la perspectiva de la métaphysique existentielle, la fuite de l’authenticité. (...) Le symbole de la «marche vers le centre» se traduirait dans le vocabulaire de la métaphysique contemporaine par la marche vers le centre de son essence propre et la sortie de l’inauthenticité. (la cursiva, en el original)
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La filosofía existencialista, en la que se apoyaba García Canclini para restarle dimensiones religiosas a la obra de Cortázar, aparece aquí estrechamente vinculada a una concepción anterior, en la que el símbolo de la “marcha hacia el centro” se inscribe en un universo claramente religioso. Así pues, también se desdibujan aquí –aparte de lo que hemos señalado antes para la obra de Heidegger– las pretendidas fronteras que establece García Canclini entre lo meramente filosófico y lo religioso. Resulta legítimo concluir de ello que la persecución cortazariana de la autenticidad no tiene por qué prescindir de las dimensiones religiosas; y no sólo puede llevarlas incorporadas, sino que además puede concederles un lugar destacado, como demuestra el tratamiento concedido a Persio en la novela. Tal vez se trate, incluso, de resolver finalmente esa persecución dentro del ámbito religioso, entendido éste como la más alta instancia legal de todo lo que concierna al anthropos.
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El personaje de Persio no sólo tiene ese carácter intersticial tan propio de Cortázar, sino que además lo representa. Se perfila entonces, irreductiblemente, como un ser fronterizo (vale aquí la remisión a Eugenio Trías) que participa de los dos territorios sugeridos en el pasaje de Eliade: lo sagrado y lo profano. Para entender a este personaje resulta mucho mejor mantenerlo en esta ambigüedad, en este carácter intersticial, frente a la afirmación tajante de que la obra de Cortázar “no tiene dimensiones religiosas”. De hecho, ya se ha visto que García Canclini no ha podido reducir a Persio al restrictivo marco antropológico, cuatripartito, que había establecido en su obra. Y de este modo el personaje, al que tanta atención se le dispensa, viene a actuar como un caballo de Troya infiltrado en lo que constituye la tesis central de la Antropología poética: la noción de trascendencia cortazariana tiene una dimensión antropológica, sin duda; tiene una dimensión más concretamente existencialista, también; pero no hay razones de peso para descartar las dimensiones genuinamente religiosas de esa noción, más bien todo lo contrario. No había que hacer tantos malabarismos para extirpar lo religioso de la obra cortazariana, señor García Canclini; tan sólo se trataba de abandonar toda concepción previa para contemplar ese ámbito “en su más amplio sentido”, tal como hacía Graciela Maturo en las mismas fechas, y tal como lo contempla siempre Mircea Eliade en sus escritos.
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A pesar de su “resistance au sacré”, García Canclini no deja de tener algunas intuiciones acertadas con respecto a lo religioso; es una lástima que no se dejara llevar por las mismas. Aquello de “hacerse disponible” al llamado de lo trascendente era una buena muestra, pero todavía es mejor la que sigue, donde por una vez el crítico se situó asombrosamente cerca de la sensibilidad cortazariana:
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El hombre es tan racional como poético (…) en ciertos casos, como en el acceso a la trascendencia, propone preferentemente la vía poética. Aunque en ningún lugar lo afirma de un modo directo, la adhesión de La vuelta al día a la frase de Lautréamont –“la poesía debe ser hecha por todos”– y otras referencias semejantes permiten suponer que para Cortázar la actitud poética puede ocupar en el hombre contemporáneo la zona de su vida que antes ocupaba lo religioso. (p. 103)
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Aquí no puede decirse que el crítico se comprometiera “tanto como lo hizo el autor al escribir el libro”, para usar sus propias palabras. Nos dice como mucho que ciertas referencias (¿cuáles?) “permiten suponer”… Una suposición que, por lo visto, no es competencia suya, sino que correspondería desarrollarla a otros lectores y críticos de la obra. ¿Aquellos más abiertos y predispuestos, quizá, frente a la dimensión religiosa de la existencia?
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Addenda:
ResponderEliminarSobre la cuestión de la falta de originalidad de Cortázar, este fragmento de su conversación con Omar Prego ("La fascinación de las palabras", 1985):
"...hay un cierto tipo de crítico del cual yo me burlo con alguna ironía a veces: el crítico que en el fondo no está demasiado seguro de que exista eso que se llama la originalidad. Que piensa que todo lo que ha sido escrito está basado en algo ya escrito. Es el criterio de la crítica clásica, en la que inmediatamente, cuando un escritor inglés del siglo XVII publicaba un libro, se lanzaba a ver qué era lo que había de Ovidio, qué era lo que venía de Suetonio, qué era lo que venía de Horacio."
Valga esto para García Canclini, y también -en mayor medida todavía- para Alazraki.
Addenda:
ResponderEliminarSobre el mismo tema, esto otro, ahora de las conversaciones con Bermejo (1978):
-Sí, hay en mí una especie de obsesión del doble. ¿Viene de la lectura temprana de Dr Jekyll and Mr Hyde, de Stevenson, de “William Wilson”, de Edgar Allan Poe, o toda la literatura alemana que está habitada por el tema del doble?
No creo que se trate de una influencia literaria. Cuando yo escribí (...) “Lejana”, entre 1947 y 1950 (...) era una vivencia.
Addenda:
ResponderEliminarBermejo:
-Si no se trata de una “contaminación literaria”, ¿cómo explicar esa insistencia con que el doble se aparece en su obra?
-Jung podría hablar de una especie de arquetipo porque no se olvide que los dobles (...) son una de las constantes del espíritu humano como proyección del inconsciente convertida en mito, en leyenda.