Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

11 de agosto de 2011

Vía negativa (4): El "estado de gracia" y Rayuela

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En determinado momento anuncié “La palabra jamás mencionada…” como si fuese el último artículo que iba a escribir; y no me refería tan sólo a la «vía negativa», sino a las tres vías en total. El anuncio respondía a la impresión del momento, a una cierta sensación de agotamiento, como si todo lo que pudiera añadir después fuera a convertirse en una repetición de lo mismo. ¿No están ya dados los argumentos? ¿No hay suficientes motivos como para reconsiderar a Cortázar? Quería cerrar el ciclo y dedicarme a algo nuevo que me reclamaba: la entusiasmosofía. Pero me equivocaba; fue tan sólo un momento pasajero de debilidad. Por un lado, la «vía negativa» ha cobrado renovado vigor; y por el otro, después de un intercambio que sostuvimos hace poco Ingeneratus y yo, me siento llamado a redactar un nuevo artículo de «vía comparativa», ahora sobre el Avicena de Corbin. Así pues, la Teoría del Entusiasmo todavía tiene cosas que decir; y de este modo, dejando las cosas como están, la Entusiasmosofía pasará a ser una sección nueva en el blog. Les dejo, entonces, con este nuevo artículo de «vía negativa» sobre el “estado de gracia”.

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El "estado de gracia" y Rayuela

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Introducción

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Entre la lectura común de Rayuela y la mía propia parece mediar un abismo. Donde los demás leen en sentido figurado yo leo en sentido literal, y donde los demás leen en sentido literal yo veo metáforas. Allí donde los otros ponen el énfasis yo veo lo espurio, mientras que yo planto la tienda donde ellos pasan aprisa. Y sin embargo el texto, en su materialidad, es el mismo; ¿de dónde proviene, entonces, todo ese desfase? La respuesta está en lo que constituye la piedra basal de mi edificio argumentativo: el entusiasmo. Mi teoría –y, sobre todo, mi experiencia- es que Rayuela es un libro concebido para ser leído desde dos estados de conciencia distintos; y si, por lo visto, hasta hoy ha habido algún lector “dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse” (cap. 97) ante el gran libro de Cortázar, he sido únicamente, aparte del desaparecido Fredi Guthmann, yo mismo.

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“Una misma situación, dos versiones…” La cuestión de los distintos estados de conciencia es el elemento central de mi argumentación; y seguramente sea, creo yo, lo más chocante de todo mi discurso. ¿Dónde se ha visto antes tamaño despropósito? Sin embargo, por muy novedosa y pintoresca que pueda parecer hoy en día mi Teoría del Entusiasmo, el asunto no ha pasado totalmente desapercibido a los críticos y lectores de Cortázar. Como vamos a ver enseguida, esta materia ha formado parte integrante de los comentarios que se han hecho a propósito de su obra desde siempre. Son muchos los críticos que han señalado su relevancia, hasta el punto de constituir incluso uno de los lugares comunes de la recepción cortazariana.

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Su nomenclatura, ciertamente, ha sido variada: lo que yo denomino entusiasmo ha sido llamado a veces état second; y también “nueva dimensión del ser”; sin olvidar el “estado de gracia” que aparece en otras enunciaciones del tema, y que a mí me parece la fórmula más afortunada… Y ello sin contar los variados nombres que le dio el propio Cortázar, en las numerosas ocasiones en las que se le preguntó sobre ello: “apertura”, “arrebato”, “estado equivalente al de un tipo que se ha tomado una droga”, etcétera; de los cuales, por supuesto, la crítica ya ha acusado recibo. Pero más allá de esta variación terminológica, el referente de estos nombres es siempre el mismo: se trata de la entrada del sujeto –de algún sujeto- en un estado de la conciencia distinto al habitual. Para los seguidores de Cortázar, por lo tanto, esto no puede resultar en absoluto ninguna novedad.

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Entonces, ¿cuál es el problema? Si este asunto es ya un lugar común de la crítica y de la recepción de Rayuela, ¿por qué motivo debe resultar chocante ahora mi Teoría del Entusiasmo? Las razones para ello son las mismas que han provocado que nadie más haya leído Rayuela como “repetición de un episodio” y como “crónica de una locura”, tal como el autor describió su proyecto en 1960. Son las mismas razones que han llevado a leer Rayuela de un solo modo –o sea, como novela, por más que se lean dos novelas distintas– durante prácticamente medio siglo. Y son las mismas razones por las que antes que yo nadie haya tratado de argumentar que Rayuela es un libro concebido para ser leído desde dos estados de conciencia distintos.

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Esas razones radican en la defectuosa comprensión del papel, la importancia y el alcance que tiene ese dichoso “estado de gracia” dentro de la obra de Cortázar. Dicho al modo cortazariano; el état second al que remite su obra de forma prominente no ha sido mirado bien. En esta nueva entrega de «vía negativa», repartida en varias secciones, vamos a ver cuál ha sido el tratamiento concedido tradicionalmente a este asunto, observando su irrupción en el trabajo de distintos críticos. Ello nos permitirá identificar, desde la nueva perspectiva procurada por nuestra Teoría del Entusiasmo, cuál es el momento en que estos se desvían de su seguimiento, así como cuáles son los motivos que les apartan de su consecución lógica.

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En esta exposición voy a proceder por orden cronológico, empezando por los trabajos más antiguos sobre el autor. Ello va a poner de manifiesto una aparente incongruencia: en lugar de una progresiva comprensión del asunto, procurada de forma natural por su mera recurrencia, vamos a encontrarnos con que las aproximaciones más enfáticas y más atinadas del tema fueron precisamente las iniciales, las más antiguas y más cercanas a la aparición del libro, para derivar seguidamente en una paulatina dejación y en una creciente pérdida de la perspectiva adecuada sobre ello (con una sola excepción, como veremos en su momento, y que resulta todavía más incomprensible).

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Esto debe ser una singularidad en la historia de la literatura; la mayor obra de Cortázar, con el transcurrir del tiempo, ha sido cada vez peor entendida. La única explicación coherente que encuentro yo para ello está en verlo desde la perspectiva del Zeitgeist y sus oscilaciones. Los años sesenta del siglo pasado fueron -quizá junto con aquella otra década en la que emergiera el surrealismo- una excepción dentro de las corrientes de pensamiento dominantes del siglo XX en Occidente. En los sesenta, superando el estrecho marco epistemológico establecido por el racionalismo de estirpe ilustrada, algunos creadores se lanzaron a una exploración de las posibilidades de la mente humana: Julio Cortázar escribió desde estos mismos parámetros, y en mi opinión debería figurar como uno de sus pioneros y, a la vez, como su mayor exponente. Y por lo menos dos de sus críticos más sensibles llegaron también a participar de esa breve apertura epocal: sobre todo Luís Harss (de quién he llegado a dudar si logró acceder al Rayuela insólito), pero también, aunque en menor medida, Graciela Maturo (en aquél momento, Graciela de Sola).

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Sólo ellos dos, porque luego, y muy pronto, se cerró el paréntesis: dada por terminada (en falso, por supuesto) esa exploración, los temas y las perspectivas de las que se partía fueron nuevamente desterrados de nuestra cultura, condescendidos como si de un juego infantil se tratase, y considerados desde una pretendida superación adulta de los mismos. Para la cosmovisión dominante, en la que participan los críticos posteriores que han tratado la obra de Cortázar, la percepción de la conciencia humana como algo heterogéneo –por lo menos, tal como se plantea en este caso en particular- ha resultado ser algo inconcebible.

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De este modo, los parámetros originales desde los que fuera escrito el libro, y que son los únicos bajo los cuales puede recuperarse en cualquier momento la plenitud de su sentido, acabaron por resultar totalmente extraños al contexto definitivo de su recepción. Rayuela -el Rayuela insólito- fue escrito para cierto género de público (para “cierto lector, es verdad” (cap. 97)), del que podemos decir que prácticamente se extinguió tras las muertes del autor y de su amigo Fredi, en 1974 y en 1995 respectivamente. Tras la desaparición de ambos, la «conversación llamada Rayuela» quedó despojada de sus componentes más insólitos, para ser leída unánimemente en una clave –la novelística- que rebajaba en varios puntos su ambiciosa y original apuesta de sentido. Con lo cual, debemos preguntarnos hasta qué punto se ha cumplido lo que Rayuela presagiaba al final del capítulo 79:

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En cuanto al lector hembra, se quedará con la fachada y ya se sabe que las hay muy bonitas, muy trompe-l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête homme.

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A propósito de esto, resulta oportuno recuperar aquí ese estupendo fragmento del Gloria de Hans Urs von Balthasar, con el que el pseudo-Morelli elaboraba no hace mucho su octavo apocrifismo:

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el espíritu del que contempla, que entra en misteriosa sintonía con el espíritu de lo contemplado, no deja de tener influencia, en cuanto espíritu del individuo o de la época (o incluso como espíritu maligno de ésta última) sobre la vida operante de la belleza; las obras de arte pueden morir cuando son blanco de demasiadas miradas desprovistas de espíritu

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Vayamos ya a comprobar, sobre el terreno, de qué modo la mirada crítica sobre Rayuela se fue despojando, progresiva y definitivamente, del espíritu necesario para su comprensión.

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parte I

1967: “La cachetada metafísica”

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En 1967, cuatro años después de la publicación de Rayuela, la revista Mundo Nuevo publicaba un artículo sobre Cortázar titulado “La cachetada metafísica”. Su autor era Luís Harss, que dos años más tarde incluyó este trabajo como uno de los capítulos de su volumen Los nuestros, dedicado a los más relevantes escritores de la literatura hispanoamericana del momento. Harss desapareció misteriosamente del panorama público poco después de ver divulgado su libro, y no podemos hallar ningún otro escrito suyo sobre Cortázar. Una verdadera lástima –quizá- porque para mí ese artículo, más que ningún otro texto crítico que yo haya consultado sobre el escritor (exceptuando el “hombre nuevo” de Graciela Maturo, como ya he dicho, y que veremos en la Parte II de esta serie), nos muestra prácticamente al Cortázar «insólito»; ese mismo Cortázar que, según vengo sosteniendo en estas páginas, escribió un libro para lectores desaforados.

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De hecho, el artículo es el resultado de las dos o tres sesiones de una entrevista que Cortázar le concedió, en su casa, a Harss; a veces encontramos una transcripción directa de las palabras de Cortázar, otras veces esas palabras se hallan mediatizadas por una glosa o un resumen del entrevistador. Por lo tanto, quien habla en el artículo, ya sea en primera o en tercera persona, es el propio Cortázar; y en ese sentido este trabajo no debería diferir de otras entrevistas largas que se le hicieron a Cortázar, como la de González Bermejo, la de Omar Prego o la de Soler Serrano para la televisión española. Entonces, ¿cuál es el mérito de Harss, cuáles sus aciertos, en detrimento de estos otros entrevistadores? ¿Por qué no se mostró también ante ellos, como hiciera ante Harss, el Cortázar insólito? Pues por algo que se pone de manifiesto en el mismo título del artículo: la perspectiva metafísica adoptada por el entrevistador.

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“Cortázar es la prueba que necesitábamos –dice Harss en la introducción de la entrevista- de que existe una poderosa fuerza mutante en nuestra literatura que lleva hacia el misticismo y la periferia”. La sensibilidad harssiana para captar los propósitos últimos que animaban al Cortázar de los años sesenta fue lo que le permitió generar, mediante el acertado enfoque de sus preguntas, el discurso seguramente más abierto y confesional que llegara a proferir alguna vez, fuera de alguna parte de su correspondencia, el autor argentino. De este modo logró Harss eludir –aunque quizá sólo hasta cierto punto- ese “sistema de cortesías y de reglas” distanciadoras (Vargas Llosa dixit) que él mismo detectó rápidamente en su anfitrión, y que tenía como objetivo preservar el ámbito de su intimidad de escritor:

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No se entrega fácilmente, y entre extraños mantiene las distancias con una afabilidad puntillosa. Con nosotros –nos recibió dos o tres veces y conversamos cada vez largamente- se mostró siempre atento y sincero, aunque un poco impersonal. Había zonas vedadas, y ésas eran las que importaban. Solo por momentos pudimos captar algún indicio del verdadero Cortázar (p. 681, en la edición de Archivos)

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¡Cuánta verdad se esconde, vistos los resultados de la conversación, en esa penetrante intuición del entrevistador! En todo caso, y como tendremos ocasión de comprobar, los entrevistadores posteriores, menos sensibles ya a la dimensión metafísica de la obra cortazariana, vieron incrementadas las resistencias del escritor a mostrar sus motivaciones últimas.

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Tras una introducción en la que comenta algunas generalidades sobre la literatura argentina de la época, Harss divide su artículo sobre Cortázar en una serie de apartados -dieciocho en total- en función de los cambios de tema que se van sucediendo en la entrevista. En primer lugar vamos a considerar el séptimo de estos apartados; ahí es donde aparecerá por primera vez (y última, de hecho) la cuestión del “estado de gracia”. Al principio del apartado, como para entrar en materia, se nos habla del lenguaje usado por el escritor:

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subrepticio, insinuante, taquigráfico, tiene una función casi ritual. De un ritmo conjuratorio que abre puertas, como una fórmula mágica, ofreciéndole al autor una salida de sí mismo (p. 688, en la edición de Archivos)

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Por poco que atendamos a ello, esta frase nos remite claramente al capítulo 82 de Rayuela, del que yo parto para edificar mi Teoría, y donde nos encontramos con el célebre swing que tomaba posesión del escritor:

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Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me lleva a la superficie, conjuga toda esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro.

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Esto parece definir aquél mismo “ritmo conjuratorio” del artículo de Harss. ¿No describe este swing algo así como una “fórmula mágica”? ¿No le ofrece igualmente al autor “una salida de sí mismo”? Así es, en efecto. Pero lo que tenemos aquí, tanto con el fragmento de Harss como con el de Rayuela, es tan sólo la primera parte del asunto, el polo positivo de la electrodinámica del entusiasmo cortazariano: el autor. No será hasta el final de ese mismo apartado séptimo cuando hallemos el polo negativo, el del lector. El pasaje que más nos interesa empieza cuando Cortázar, repitiendo nuevamente la anterior cuestión de la “salida de sí mismo”, declara escribir bajo la influencia de “una especie de arrebato casi sobrenatural”; pero ahora continúa diciendo que es precisamente este arrebato lo que “permite una verdadera transmisión de vivencias al lector”. ¡Touché! Aquí, y con lo que sigue, prácticamente ya se está formulando la Teoría del Entusiasmo:

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Lo que interesa (…) no es la congruencia dramática o psicológica, sino el estado de gracia. (…) algo incomunicable que el lector comparte como una experiencia autónoma, casi sin puntos de apoyo en los caracteres o las situaciones de la vida cotidiana. (…) Estamos en un circuito cerrado, poseídos por fórmulas verbales que, al ser invocadas, desencadenan en nosotros [los lectores] la misma secuencia de acontecimientos psíquicos que se desencadenó en el autor. (p. 689)

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¡El estado de gracia! ¡Que el lector comparte! ¡Eso es lo que interesa! Yo no lo hubiera dicho mejor. Ese estado de gracia que quiere afectar al lector, como contrapartida al “arrebato” del autor, es inequívocamente mi «entusiasmo». En el capítulo 82 de Rayuela no se habla del lector, pero sí en otros momentos del libro, como en este pasaje del capítulo 79:

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la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo

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¿Acaso se aleja mucho esto de las últimas palabras de Harss? ¿Es esto muy distinto del desencadenamiento en el lector de “la misma secuencia de acontecimientos psíquicos” que vivió previamente el autor? Sin ningún temor a equivocarme yo diría, más bien, que nos encontramos ante dos descripciones distintas de un mismo mecanismo. Así pues, no resulta para nada descabellado afirmar que, tanto por el lado del emisor como por el lado del receptor, el expediente de la entrada en un estado no ordinario de conciencia parece ser un elemento central –más todavía: ¡el principal!– de la literatura cortazariana. Por lo tanto, puedo decir ya que en su artículo Harss –transcribiendo, sin duda, aquello que le explicaba Cortázar- está planteando en términos distintos lo que constituye mi propia tesis, presentando la obra cortazariana como un diálogo en el cual, para que la comunicación llegue a buen término, los dos contertulios deben entrar en un estado de conciencia fuera de lo común. Llamémosle entusiasmo, llamémosle estado de gracia; nos estamos refiriendo a lo mismo. En vivo, Cortázar le está explicando de nuevo a Harss, en 1967, lo que ya quedaba dicho en Rayuela en 1963.

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Así pues, ¿había formulado Luís Harss la Teoría del Entusiasmo ya en 1967? ¿No es mi aportación más que una simple reiteración, por tanto, de lo que ya apareció claramente planteado en el apartado séptimo de “La cachetada metafísica”? Así sería, efectivamente, de no ser por un simple detalle: este apartado del artículo de Harss, de donde provienen los extractos arriba aducidos, lleva por título, de modo doblemente significativo, “El exorcismo de los cuentos”. Es decir que, en esos fragmentos, Harss no está hablando para nada de Rayuela, sino exclusivamente de los cuentos del escritor argentino. Si leen ustedes el texto original de Harss, verán que aquí yo les he escamoteado –deliberadamente, por supuesto- ciertos segmentos que circunscribían toda la cuestión a los relatos. Donde yo he transcrito “Lo que interesa (…) no es la congruencia dramática o psicológica, sino el estado de gracia”, dice realmente “Lo que interesa en estos cuentos…”.

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Así pues, la cuestión del “estado de gracia” queda limitada, en el apartado séptimo del artículo de Harss, a la cuentística del autor. No podemos decir que se trate de un error de apreciación de Harss, puesto que son las mismas palabras de Cortázar las que lo circunscriben a ese ámbito. Y sin embargo, podemos preguntarnos hasta qué punto el escritor argentino se mostró transparente en este asunto, y si Harss no acabó siendo víctima de los intentos de Cortázar por confundirle. Ya no se trata tan sólo de los fragmentos de Rayuela que yo he aducido más arriba; la conexión entre ese libro y el “estado de gracia” se puede establecer perfectamente sin salirnos de “La cachetada metafísica”. En su apartado 16, que lleva por título “Los chistes serios”, nos encontramos con lo siguiente:

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La hilaridad, en Cortázar, es como la pataleta que precede al síncope. Sus escenas cómicas son siempre situaciones extremas en un sentido casi dostoyevskiano. Rayuela está casi enteramente compuesta de situaciones extremas. Son como el dedo que aprieta a cada momento el gatillo, listo para disparar. Mantienen despierto el interés del lector, dice Cortázar, aumentando la tensión interna del libro, y además, como los escenarios marginales, “constituyen un medio de extrañar al lector, de colocarlo un poco fuera de sí mismo, de extrapolarlo”. Pero, sobre todo, las situaciones extremas son aquellas donde “las categorías habituales del entendimiento estallan o están a punto de estallar. Los principios lógicos entran en crisis, el principio de la identidad vacila. En mi caso, estos recursos extremos me parecen la manera más factible de que el autor primero, y luego el lector, dé un salto que lo extrañe, lo saque de sí mismo. Es decir, que si los personajes están como un arco tendido al máximo, en una situación enteramente crispada y tensa, entonces allí puede haber como una iluminación. (…) al transgredir ese sentido común, al colocar a los personajes y, por lo tanto, al lector en una posición casi insoportable (…) lo que verdaderamente quiero decir alcanza a pasar, se hace vivencia en el lector. (…)” Los puentes y los tablones son símbolos del paso «de una dimensión a otra».

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¿Acaso no tenemos aquí otra vez lo mismo? Por un lado, los dos polos se hallan referidos explícitamente: “estos recursos extremos me parecen la manera más factible de que el autor primero, y luego el lector, dé un salto que lo extrañe”. Por el otro lado, se trata de producir un particular estado de conciencia: “entonces allí puede haber como una iluminación”. ¿No es esta “iluminación” claramente homologable al “estado de gracia” de los cuentos? Y en esa frase final, “lo que verdaderamente quiero decir alcanza a pasar, se hace vivencia en el lector”, ¿no tenemos reformulada aquella otra frase del apartado séptimo: “lo que realmente interesa (…) es el estado de gracia”?

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Así pues, no una vez, sino dos, aparece prácticamente formulada en “La cachetada metafísica” mi Teoría del Entusiasmo; la primera vez referida a los cuentos, la segunda a Rayuela. Ahora, una vez visto el apartado 16, ya no puedo escudarme en ningún desplazamiento, en ningún error de atribución: ¿finalmente debo aceptar, por lo tanto, mi condición de mero epígono del perspicaz Luís Harss? Pues no; por lo que se refiere a esta cuestión, al artículo de Harss podemos aplicarle lo que se dice en el capítulo 125 de Rayuela: “Hay carne, papas y puerros, pero no hay puchero.” Harss tiene a su disposición todos los elementos, toda la información necesaria; y sin embargo no logra cuajar el asunto.

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¿Cuál es el problema? Falta dar un paso más: establecer la conexión entre este “estado de gracia” y la condición de libro doble de Rayuela. Por lo visto, esta conexión debía ser, definitivamente, una de aquellas zonas vedadas, una de «las que importaban», que Cortázar no quiso darle masticada a su entrevistador. Aunque Harss casi llegó a formularlo en el apartado 12, “La risa como clave”, cuando dice a propósito de Rayuela:

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Parte del efecto que logra Cortázar en sus mejores escenas se debe a la enorme distancia que existe entre el tono de la narración y su tema. Lo esencial de una escena, a veces dramáticamente incongruente con la superficie narrativa, se va desarrollando en el texto como un hilo invisible. Por momentos las paralelas se encuentran y hay como una iluminación.

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En este “hilo invisible” que se opone a “la superficie narrativa”, y por donde cabalga “lo esencial de una escena”, podemos intuir la existencia de un desarrollo textual distinto. ¿No será el Rayuela insólito? Por si fuera poco, Harss utiliza a continuación el mismo sintagma que luego utilizará Cortázar en el apartado 16: “como una iluminación”. Pero todo ello no es más que una mera inferencia mía: más allá de esta vaga alusión, en ningún otra parte de “La cachetada metafísica” aparece la idea de que Rayuela se le presente al lector, una vez lograda la “iluminación” o el “estado de gracia”, de un modo distinto al que disfruta el lector que no participa de ese excepcional estado. La falta de énfasis en esta cuestión parece señalar que Harss no llegó siquiera a sospechar la posibilidad de que hubiera todo un libro, distinto a la novela Rayuela, esperando al lector que accediera al “estado de gracia”.

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¿O sí? Los múltiples aciertos de su artículo, y la apertura que le dispensó a su autor el reservado Julio Cortázar, ¿provienen tan sólo de la sensibilidad del crítico hacia lo metafísico? Hay otra posibilidad: también cabe suponer que Harss hubiera llegado a leer el Rayuela insólito. Y que entonces se topara con el reto que supone esta obra para todo crítico sensible a las cosas del espíritu: ¿cómo hablar de ello? ¿Cómo tratar críticamente una obra que tan sólo es accesible mediante el salto “de una dimensión a otra”? ¿Cómo hablar de ello sin estropear las condiciones de posibilidad de ese salto? Ante este dilema, Harss quizá se sintiera obligado, como me ha sucedido a mí, a participar de las mismas reservas de Cortázar. Las zonas vedadas del escritor serían también las suyas; el discípulo se convierte, a su vez, en chamán. Nadie nos asegura que la transcripción de esa entrevista no esté manipulada y sometida a un nuevo “sistema de cortesías y de reglas” concebido por el propio Harss. De ser éste el caso, lo que yo he interpretado como inconsecuencias de su artículo no serían sino maniobras para ponérselo crudo a su propio lector; él no ató los cabos en el artículo, pero quizá no porque no fuese capaz de ello, sino como invitación a que lo hiciera por su cuenta un lector avispado.

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Sólo en este caso “La cachetada metafísica” podría ser entendida como una versión condensada, ahora ya sí, de mi Teoría del Entusiasmo, con las tres vías dialécticas por un lado, y dejando abierta esa cuarta vía, la “vía participativa”, cuya mera posibilidad correspondía al lector de Harss formularla. Pero ¿fue realmente así? ¿Leyó o no leyó Harss Rayuela como repetición de un episodio? Quizá solventaríamos definitivamente esta cuestión si lográsemos elucidar de quién está hablando realmente Harss en el último apartado de su artículo, el décimo octavo, que lleva por título, curiosamente, “Me tocó escribirlo”, y que dice:

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Un problema con el que Cortázar podría tener que enfrentarse, si realmente le amaneciera el sol por el oeste un día, sería el de la comunicabilidad de esa visión. ¿Cómo transmitirla? ¿Sería algo que estaría en el aire, que otros verían también? Podemos tal vez dar por sentado que si encontrara las palabras para expresar su visión sería porque de alguna manera, posiblemente incierta o incoherente, ya la compartían otros. Él los precedería en un camino que sin embargo harían juntos. En Rayuela se habla de una experiencia que estaría latente en cada página, esperando que la reviva el lector capaz de descubrirse en ella. (p. 701)

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¿Es realmente de Cortázar de quién se habla en este fragmento? ¿Y si fuera Harss quien, escondiéndose tras la figura del escritor, estuviese hablando de ese día en que a él mismo, leyendo Rayuela, le amaneció el sol por el oeste? ¿Tuvo él la vivencia inefable procurada por el Rayuela insólito? ¿Fue por esta razón, precisamente, por la que poco después dejó de escribir sobre literatura? ¿Llegó él a la conclusión, como yo he hecho, de que después del Rayuela insólito no puede haber ninguna obra literaria del Occidente que nos satisfazca?

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No tengo respuestas para ello. Sólo me queda despedirme, por hoy, con esta última frase de “La cachetada metafísica” (p. 702):

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Si la apertura que consigue Rayuela es verdaderamente significativa, es porque se sitúa finalmente, no en el terreno de la experimentación literaria, sino en el campo existencial.

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Continuará, el próximo día 11, con la Parte II:

«1968: El “hombre nuevo”»

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