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¡Que viene Omar! ¡Qué viene Omar!
Por las calles suena un silbido; ¿alguien sabe de dónde sale? ¿Por dónde se pierde? ¿Qué era esa sombra que se movía entre otras sombras?
Lo único que podemos saber con certeza es que, tras el paso de Omar, quedará una huella (de sangre).
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Omar viene cuando quiere. Pero viene, ineludiblemente, más tarde o más temprano, cuando uno de sus “queridos” es atacado. Y eso es justamente lo que yo hice, inconscientemente, al mentar en mi artículo de junio de 2010 (“Exégesis del capítulo 84”) la palabra «dialéctica», como veremos en seguida. Mi mención –nada elogiosa, qué duda cabe- generó como consecuencia este extenso artículo, titulado “Dialéctica y entusiasmo”, que Omar me hizo llegar -cuando quiso- por vías comunes, y que yo, halagado por tan trabajada atención, me dispongo a publicar en este blog. Este trabajo –que habría que computar, entonces, como uno de los Comentarios a mi artículo- venía de una tirada de casi 40 páginas, pero yo me he tomado la libertad de segmentarlo en 3 partes y diecisiete segmentos (siguiendo para ello las pausas que el propio Omar señalaba con tres asteriscos) para mayor comodidad de los lectores y de mí mismo, por cuanto así resultará más fácil insertar nuestros comentarios al texto.
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Omar es “Omar”, del mismo modo que yo soy “Jorge Fraga”. Yo provengo de Octaedro; y del mismo modo, él proviene de The Wire. Y en este encuentro insólito entre dos hábitats dispares, en esta conversación sinestésica entre un relato y una serie televisiva, están cifradas las infinitas bondades del diálogo, ese puente tendido entre otredades que hasta ahora yo venía sosteniendo sobre todo con el amigo Ingeneratus, y también con el amigo Alejo Camargo. ¡Aleuyar! Desde el Pentecostés, quedó ya establecido que las Presencias Reales dependen de la re-unión de los distintos modos –idiosincrásicos e irreductibles- concedidos a los humanos por el Espíritu. Bienvenido, pues, amigo Omar -querido amigo- a este foro, aunque sea, según señalas, para un paso fugaz (e indeleble).
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¡Que viene Omar!
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DIALÉCTICA Y ENTUSIASMO
Por “Omar”. Parte I, segmento 1
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Rayuela son dos libros, nos dice Jorge Fraga: por un lado una novela, y por otro lado un libro oculto que él define como insólito… Tengo la impresión de que insólito es un adjetivo nada inocente, cuidadosamente elegido, que implica a su vez dos aspectos: que este segundo libro es “extraordinario”, y que resulta, además, “escandaloso”. Si bien al primer libro -la novela- puede accederse en un estado ordinario de conciencia, al segundo libro -el insólito- sólo puede llegarse a partir de un salto de nivel cognitivo. Pero, ¿qué hace extraordinario a este segundo libro? ¿Por qué provoca el escándalo?
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Después de abrumarnos con una enorme cantidad de argumentos, alcanzados por muy diversas vías, para persuadirnos de la existencia de este reverso insólito de Rayuela, Jorge Fraga nos ha respondido a su manera a ambas preguntas: 1) lo que hace extraordinario al segundo libro es el no ser para nada una novela; y 2) lo que lo hace escandaloso es el hecho propiciar una conversación restrictiva sólo para el lector entusiasta, dejando excluido a cualquiera que no participe de la misma.
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Finalmente, Fraga ha apuntado el alcance decisivo de esta doble naturaleza del libro insólito afirmando que pretendería conducir a un rebasamiento del pensamiento dialéctico -la más falsa de las libertades- para habilitar el acceso a una dimensión más elevada del Ser. La ambición del propósito y la seriedad con la que Jorge Fraga se ha tomado la molestia de introducir esta problemática, nos invita ahora a preguntarnos si logra la Teoría del Entusiasmo dar cuenta de un movimiento verdaderamente no-dialéctico a partir de la desenvoltura esotérica de la obra.
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Como punto de partida para esta pequeña reflexión nos gustaría (amen de reconocerle a Jorge Fraga el hecho de haberse convertido en una especie de co-autor de Rayuela, en cuya ausencia, entendemos, el libro, o mejor dicho los libros de Cortázar estarían más fatídicamente acabados, sin duda un poco más muertos…) cometer un pecadillo: echar mano de la lógica…
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Sí, esa ló(gi)ca mediante la cuál la Dialéctica Absoluta de un Hegel se le presentaba al pensamiento y de la que Cortázar hacía burla, pues, recurriendo precisamente a la lógica, la doble naturaleza de la Rayuela insólita presenta un aspecto imponente: por un lado –el extraordinario- resulta que tenemos una novela (C) que en el fondo es otra cosa (D), y por otro lado –el escandaloso- tenemos dos términos diferentes (D y F) que resultan lo mismo por su mutua participación en un único término (digamos E, de entusiasmo). De un plumazo los dos principios maestros de la lógica, la identidad y la diferencia, se han visto sobresaltados por la contradicción y la simultaneidad…
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¿Es este punto de fuga a un más allá de la dialéctica lo que permite elucubrar el libro insólito? Pero, ¿y si volviésemos del revés el argumento? ¿Y si condenáramos la dinámica de este juego a ser dialéctica a su pesar? Es lo que tiene la lógica, su capacidad de reconducir todo acontecer, todo movimiento, a un término Absoluto (A). Y así, con la misma naturalidad con la que hemos visto que C se convertía en D, podríamos ahora afirmar que lo que en realidad sucede es que A deviene no-A: es decir, que a la novela le ha surgido un negativo o antitesis de su propio seno, como una sombra o reverso dialéctico a más no poder. Y, en paralelo, la conversación restrictiva, al producir la simultaneidad de dos elementos diferentes en torno a un único término absoluto, lo que afirma precisamente es que o se habla con y de Él (del Entusiasmo, lógicamente) o no se habla en absoluto. La dialéctica aplastante de este nuevo planteamiento, que nos obliga a elegir entre A o no-A, conduce a la afirmación del principio lógico por antonomasia: la segunda Rayuela, el libro insólito, en su calidad de diálogo restringido a dos miembros, nos impone el tertium non datur de la lógica aristotélica.
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La pregunta, por consiguiente, es si existe Rayuela(s) más allá del entusiasmo. O, dicho de otra manera, ¿no hay lugar para la voz de un tercero que venga a rasgar con su trascendencia la comunidad del acuerdo? Visto así, la importancia de un informe en minoría se revela como crucial para que la angustia de un Horacio no alcance de sopetón el suelo: “el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta”. Pues de paz, nada, amigo Oliveira, que para eso está aquí Omar…
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Parte I, segmento 2
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Escucha, Jorge, yo soy como el Otro: no he venido a traer paz, sino espada…
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Dejemos a un lado por un instante el respeto que te profeso, los nobles propósitos de dignificarnos el uno al otro en el combate, los dejes aristocráticos de la retórica homérica -¿Aquiles o Héctor? Llevemos la lucha, para empezar, al fango, al puro pillaje, si te parece. Que nadie pueda acusarnos de hacer un tongo… Omar tiene su propia estrategia. Y aunque jamás vengo a acuchillar por la espalda, tampoco me expongo de frente: mi estilo es un poco macarra, del gueto, digamos que transversal...
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Todo esto viene a colación para introducir la controversia: ¿y si te dijera que Rayuela es novela dialéctica a su pesar? ¿Y si insinuara que los esfuerzos de Cortázar por arrearle un puñetazo cósmico al pensamiento dialéctico se hubiesen visto condenados, a fin de cuentas, a ser un momento (y sólo un momento) previsto por la aventura dialéctica?
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Huelga decir que el correlato de esta suposición apunta en cierto modo al corazón de tu hermenéutica de la obra, la Teoría del Entusiasmo, que sería así mismo, y sin pretenderlo, dialéctica. Idea escandalosa que podrías tomar por una declaración de guerra. Muy bien: que así sea… por el momento. Que no es un caballo de Troya me parece suficientemente claro. Yo no procedo desde dentro, como una larva, como la enfermedad, Ni soy un parásito adherido a su costra. Me gustaría considerarme un remedio de paso. A diferencia de Ingeneratus, yo no he venido para quedarme…
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Me gustaría, en este sentido, llamar la atención sobre la transversalidad de mi método, ya referido más arriba. Admito que al no ser yo un lector entusiasta de Rayuela siempre se me podrá acusar de no haber sido capaz de penetrar en el carácter profundo y esotérico del libro, y por ende, de haber confundido un accidente dialéctico, enteramente superficial, con la totalidad de la obra. Admito también sin problemas mi lugar como espectador ajeno en ese sagrado delirio restringido a dos miembros que mantenéis tú, lector activo, y Cortázar en calidad de chamán.
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Pero esta condición de advenedizo, lejos de ser mi debilidad, la considero enteramente mi fuerza. No es tan difícil imaginar un tercero que, lejos de la frustrante impotencia de la Maga, o de la indiferente ceguera de un Etienne, rehúse sencillamente participar de la trama por voluntad propia. Lo cuál no impide, de ninguna manera, que eventualmente dirija su palabra a los coribantes, a veces desde una complicidad distante, a veces desde una cercana rivalidad…
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Esta capacidad de ser-ahí-de-pasada, de irrumpir por sorpresa en la fiesta sin haber sido previamente invitado, de preservarse al margen del juego para, en un momento dado, lanzar lateralmente la cuchillada y levantarse un pedazo del queso, es el estilo de Omar. Transversalidad de altos vuelos que le mantiene absuelto sin caer en la indiferencia: un sutil desplazamiento que convierte a ese simpático convidado de piedra del tercero excluido en un espíritu libre y despierto: en un auténtico tercero en discordia.
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Si es cierto (como trataré de argumentar a continuación) que el camino más directo para volverse dialéctico es proponer una pelea frontal contra la Dialéctica, la transversalidad de Omar, su vía al margen de esa participación que prescribes como llave maestra para penetrar la obra, me parece digna de ser tomada en serio.
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Y es que, visto por el lado de acá, como una imagen crepuscular de tu entusiasmo, Jorge, la serenidad de Omar es tan fría como el hielo: con frecuencia sencillamente se limita a constatar la inevitabilidad del juego, y así nos escandaliza al decirnos que el libro está condenado, por su misma dinámica interna, a ser dialéctico a su pesar. Pero, en tanto que él, Omar, ya no se opone al Sistema, sino que responde tan sólo a sus intereses, en cierto modo ha dejado de comportarse como un juguete en manos del azar: ha salvado su voluntad. Omar es, de este modo, la afirmación de la inmanencia.
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Mientras que visto por el lado de allá, como una sombra que se agita en el vértice que mantiene reunidos a la novela y su opuesto, la antinovela, su negativa a aceptar toda síntesis le mantiene constantemente al asalto: ni acepta la autoridad de los hechos, ni la esencia de su desmentido, el espíritu del acuerdo, porque entiende que en el fondo ambos son facetas de una misma identidad: Omar es la excepción a la regla, el único que mantiene la fe en un algo más allá del Sistema: Omar es la trascendencia.
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En resumen, que sólo encuentro razones para invocar a Omar. Un personaje incómodo y despiadado en su obstinación, pero que siempre consigue que la voz del tertium haga dato. Será una victoria pírrica contra la Dialéctica -pues a continuación viene Hegel, el Gran Fagocitador, con quien sucede un poco como con la Muerte o con Hacienda: a su Sistema no se le resiste nada-… será poca cosa esta cuchillada, pero, por el momento, algo es…
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Parte I, segmento 3
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Rayuela es un libro insólito oculto tras la fachada de una novela. Libro escandaloso y extraordinario que –sugieres- debería provocar un rebasamiento del pensamiento dialéctico a través del entusiasmo que suscita su lectura…
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Así que Oliveira es Cortázar: un pobre chamán con calzoncillos de nylon, y tú, Jorge, eres Etienne, su semblable, su frère… Contigo se ha logrado aquello a lo que Morelli aspiraba, apenas un sueño de escritor loco, tan ambicioso que casi se disculpaba (lo hace Cortázar por él) por atreverse a expresarlo en alto: la de hacer un cómplice, un camarada, copartícipe y copadeciente, entusiasta, en tus palabras: simultaneizado. Y ese es tu gran éxito, Jorge, haber estrechado la horquilla -la distancia- hasta convertirla en un ojo de alfiler –una comunidad- para enhebrar una extraordinaria hermenéutica de Rayuela. Has cogido un libro ahogado por la costumbre y lo has devuelto a la vida. Es cierto. Ahora Omar, con su estilo transversal, si acaso, sólo ha supuesto que si tú resucitaste Rayuela lo hiciste para que penetrase en el juego. Tú trajiste un libro insólito a la vida, y yo pretendo devolverle algo de vida a él…
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Veamos, es justo reconocerlo también, el carácter casi tautológico del argumento lo hace campeón: el único método realmente válido para corroborar tus aseveraciones (que el libro insólito pretende llevar al lector a un estado entusiasta, es decir, no-dialéctico de conciencia) es llevar a cabo una lectura entusiasta (es decir, no-dialéctica) del mismo. Pero esto significa que la conclusión se repliega sobre sus propias premisas. Un pensamiento demasiado hermético, como punto de partida, para una teoría que pretende haber desgarrado la trama…
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¿Y que hay de esa imagen pugilística que empleas al final de tu último artículo, al enfrentar la totalitaria dialéctica moderna con el liberador entusiasmo, es o no-es dialéctica? Como dialéctico resulta un diálogo restringido únicamente a dos miembros… ¿no es dialéctico un pensamiento que se afana en oponer contrarios -lo sagrado y lo profano, la costumbre y lo extraordinario? ¿No se encuentran lo uno y lo otro –la novela y el libro insólito- toda vez establecida su diferencia sobre la base de una oposición de contrarios (te recuerdo que el primer predicado que le atribuyes al libro insólito es el de “no ser en absoluto una novela”), también definidos por su mutua relación dialéctica?
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Bien, es cierto que la circularidad del argumento no lo hace necesariamente falso, o que el convertir el entusiasmo en causa de su propio efecto no niega su posible trascendencia, también admito que oponer contrarios no delata inexorablemente la actividad de un pensamiento dialéctico. Pero ¿basta con invocar la noción del “salto” para garantizar que no hay ninguna mediación entre los términos, para dejar constancia de la absoluta heterogeneidad que separa la Rayuela inmanente de la trascendente?
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La misma noción de entusiasmo debería despojarse de su atavío de medio capaz de articular el paso entre distintos niveles de conciencia o de lo contrario se corre el riesgo de verlo reconducido a un ejercicio sintético. Y es que el problema, al final, como señalas tú mismo, Jorge, se deriva de contribuir a crear un sistema acabado, un orden, una reducción que funcione a modo de cul de sac. Lo extra-ordinario exige salir de la dialéctica por una nueva vía. O mejor aún: dejar la vía abierta. En resumen, abstenerse de subir al ring con ella, bajo el riesgo de ser machacado…
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Me gustaría traer a colación a Hegel, pues hablar de la dialéctica moderna y de sus pretensiones de absolutismo es mencionarlo tácitamente. Él recogió el testigo de una larga tradición del pensamiento occidental –probablemente la tradición- y la llevó más lejos que nadie; la sistematizó, le dio su forma más lograda y la convirtió en un orden con visos de totalidad. No sólo logró que de su tronco robusto surgiesen multitud de ramas y escuelas, dialécticas todas ellas, sino que condenó a aquellos que renegaban de su sistema a dialogar con él: o lo que es lo mismo, a ser dialécticos a su pesar.
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Ahí, en la paradoja de no poder dejar de ser dialéctico sin serlo de alguna manera, se encuentran sus más eminentes heterodoxos, filósofos cuya influencia se extiende hasta nuestros días: Rosenzweig, Kierkegaard, Nietzsche o Marx. Por no hablar de Heidegger. Todo esto lo menciono de pasada para señalar hasta qué punto es alargada la sombra de la dialéctica…
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Y es que lo malo de medirse con Hegel es que uno baila, esquiva, golpea, cree tenerlo acorralado, cree estar a punto de derribarlo, y resulta que no era Hegel aquello que golpeaba, si no una de sus múltiples facetas. En términos filosóficos, cuanto más te opones a su sistema, más enredado te encuentras en él. Veamos ahora si no fue esto lo que le sucedió también a Cortázar.
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Quisiera remarcar un punto antes de continuar: no discuto que la pretensión oculta de la Rayuela insólita fuese abandonar el pensamiento dialéctico, me pregunto únicamente si podía lograrlo a partir del entusiasmo…
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Parte I, segmento 4
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Si se trata de descabalgar el pensamiento dialéctico para ir hacia algún otro lugar, conviene tener muy claro en qué consiste tal pensamiento. ¿Qué significa pensar dialécticamente? ¿Cómo se piensa dialécticamente en algo? Y es que no es exactamente lo mismo renegar del dualismo noumenal del que parte, es decir, la constatación de que todo pensamiento está definido en sus distintos momentos por sus negaciones, que atacar la teoría de la unidad sintética, en la que dichos momentos de contradicción quedarían definitivamente superados. En ocasiones se le reprocha a la dialéctica el fragmentar la realidad en pares opuestos para enfrentarlos interminablemente, y en ocasiones se le echa en cara su vocación sintética, la pretensión de eliminar todas las diferencias para contribuir a crear un sistema cerrado.
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Lo curioso es que al primer reproche (el epistemológico) se le responde con frecuencia esgrimiendo el segundo, es decir, contraponiendo a la multiplicidad fenoménica un principio unitario de carácter generalmente abstracto, por no decir metafórico: se le replica a Hegel que el mundo no está separado en pares opuestos, que no hay algo así como un espíritu cuyo reverso negativo sería la realidad, ni un sujeto enfrentado a su objeto, sino sólo diversos aspectos surgidos de una misma fuente, cuando precisamente Hegel es quien más ha hecho por exponer y resolver esta contradicción original sin pasar inmediatamente por encima de ella. A la segunda cuestión (el reproche de crear un sistema acabado) se responde sencillamente diciendo que no se está atacando a la dialéctica en sí, sino un determinado sesgo que la dialéctica puede adoptar o no.
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Pero en efecto, esa tendencia hacia lo absoluto, esa ambición desmedida por convertirse en un sistema, no sólo único, sino también acabado, fue en cierto modo precipitada por Hegel. Se cuenta incluso que al final de sus días, cuando algún discípulo le presentaba un fenómeno sobre el cual pendía la sospecha de no plegarse a su método, el maestro solía responderle: “¡Pues peor para él!”. Quizás sea este rasgo totalizante al que se refiere Cortázar cuando reniega de la Dialéctica, y del que tú, Jorge, te haces eco cuando le afeas la pretensión de arrogarse el monopolio de la descripción del mundo…
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Sin embargo, no basta con suponer un motivo al margen de la trama, un elemento trascendente al sistema, si este mismo motivo es ganado mediante una operación dialéctica. No olvidemos que precisamente la unidad sintética consiste en proceder partiendo del mismo para ir asimilando sus negaciones; en re-apropiarse progresivamente partiendo de aquello que le es más ajeno. La Dialéctica se ha especializado en devorar trascendencias para propiciar el advenimiento de otras mayores. En consecuencia, no es nada extraño encontrarse con alguna posición filosófica que creyéndose en posesión de una trascendencia absoluta se limite a describir un momento ya absolutamente integrado por el sistema y, obviamente, superado en trascendencia por él.
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Pero, bien, admitiendo algo así como una teleología inherente al método dialéctico que empujase inexorablemente dicho pensamiento hacia el sistema acabado, cabría decir que efectivamente en Hegel se produjo tal progresión. De los primeros escritos teológicos del joven Hegel (1970-1800), de la primera organización sintética de su pensamiento en Jena (1802-1806), a la consumación del propio sistema en La filosofía de la historia, se produce una paso que podríamos describir como el abandono de una filosofía crítica y revolucionaria por una filosofía de tendencias claramente conservadoras. El azote del orden dado, el crítico obstinado, se fue transformando en el garante del Estado y la Ley.
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El paso de un Hegel al otro Hegel es en cierto modo tan drástico que casi podría pasar por un episodio de enajenación. Ya en la Fenomenología del espíritu (1807) queda claramente expresada la inversión: el Hegel de los inicios, aquel que junto a Schelling combatía la “filosofía de la reflexión”, romántico y religioso, el que aún creía en el camino de la intuición intelectual como único medio para aproximarse a lo Absoluto, y en el amor como la expresión suprema de dicho anhelo de unidad, se va deslizando para dejar lugar a un segundo pensador más preocupado –aparentemente- por desarrollar un sistema lógico-científico, consagrado a la razón, y cuya pretensión final sería la de asegurar un saber absoluto. En un movimiento dialéctico Hegel parece haber segregado su propio reverso, su antitesis, o su Sombra:
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Quien busque solamente edificación, quien quiera envolver en un manto de niebla la variedad terrenal de su existencia y del pensamiento y sienta la apetencia de un vago goce de esta vaga divinidad, allá él, que vea dónde encuentra lo que busca; no le será difícil forjarse alguna quimera que lo edifique, y lanzarse a buscar los medios para ello. Pero la filosofía tiene que guardarse mucho de querer ser algo edificante[1].
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O como dice Ernst Cassirer, comentando al Hegel de este pasaje:
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Si queremos cifrar lo verdadero en lo que se llama la intuición, en el conocimiento inmediato de lo absoluto, o la religión, sustituiremos la concepción por la edificación. Esta clase de romanticismo, que cree poder suplantar la necesidad fríamente progresiva de la cosa por la fermentación del entusiasmo, el concepto por el éxtasis, jamás podrá crear verdadera filosofía, como no ha creado nunca tampoco verdadera poesía[2].
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¿Es este viraje (en la medida en que supone un rechazo de la intuición o que denuncia las inflaciones del entusiasmo, en la medida en que deposita todo saber bajo el imperio de la razón) ante el cual se rebela Cortázar? ¿Es esta dialéctica contra-romántica la que tú, Jorge, quisieras descabalgar?
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Entonces tendríamos ya a los dos púgiles bien medidos y pesados, listos para el combate. De un lado, por así decirlo, un sapo verde colocado sobre la cabeza del anfitrión, una verdad del corazón revelada de modo entusiasta, mientras que del otro lado asistiríamos al despliegue, frío, progresivo y necesario, de un espíritu objetivo que se presenta ante nosotros en la ley y en la sociedad, en el Derecho y en el Estado. En resumen, aquel monstruo con infinitas manos, dos ojos -uno mirando para cada lado- y ninguna cabeza: la Gran Costumbre…
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Parte I, segmento 5
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En el capítulo 79 de Rayuela, Cortázar, a través de Morelli, plantea su desconfianza ante la dialéctica en los siguientes términos:
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Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento dialéctico ha tenido tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos comiendo, son deliciosos, hierven de radioactividad. Y al final del banquete, ¿por qué estamos tan tristes, hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?
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Sí, ¿por qué tan tristes? ¿Por qué tan confusos? ¿Por qué tan desencantados? Tan tristes, confusos y desencantados como, por poner un ejemplo a la mano, Oliveira… Sí, el personaje central de Rayuela, curiosamente, no es ningún dechado de entusiasmo. Más bien se nos presenta como un hombre cuyas facultades intelectuales (por altas o bajas, no está tan claro el asunto…) le conducen con demasiada frecuencia a un escepticismo radical. Un ser atrapado en su pensamiento, enredado en un mundo interior hipertrofiado, pero dislocado, en cierto modo, de la realidad circundante. ¿Es Oliveira una especie de paradigma del agotamiento al que conduce el decurso de la cultura occidental? ¿Es Horacio, precisamente, la burla de Cortázar ante el fracaso de una civilización basada en la conciencia dual?
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Pero Oliveira, además de encarnar al hombre desgraciado (hijo, por así decirlo, bastardo y medio idiota de la deriva dialéctica) también se nos muestra en otra faceta más noble: la del perseguidor. Quizás este segundo rasgo, la pretensión de picar en las alturas, permite a Cortázar, con ingentes toneladas de ironía de por medio, construir un relato alrededor de su figura. Horacio busca, persigue algo… es, de una manera singular, un personaje protagónico. Y aunque casi siempre parezca mucho más cerca de la caída del lado de acá, de concluir su aventura con un salto -pero un salto al vacío, como se insinúa, por otra parte, en el capítulo 56: paf…- la obstinación de su búsqueda, en cierto sentido, le dignifica.
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¿Qué es aquello que persigue Oliveira? ¿Qué hace su búsqueda, con demasiada frecuencia ridícula, también algo encomiable? Podríamos responder, siguiendo los pasos de tu exégesis de Rayuela, Jorge, que Horacio pretende alcanzar un momento epifánico: trascendencia que se manifiesta, por así decirlo, rasgando el tedio de lo cotidiano, permitiendo la apertura de un horizonte insólito de comprensión -ese “ponerse del lado de allá” que a veces invocaba Cortázar para definir el movimiento poético. (Por cierto, aprovecho para reivindicar a Joyce, quien recuperó la noción de epifanía para la novela moderna al usarla en El retrato del artista adolescente para describir la experiencia casi visionaria con la que Stephen Dedalus descubre su vocación.) Para ello, Oliveira cuenta con el entusiasmo, es decir, cierta disposición anímico-cognitiva que le predispone a la captación de dicha trascendencia. Pero la pregunta original continúa abierta: ¿no es esta búsqueda obstinada también un rasgo propio del pensamiento dialéctico? ¿No será el entusiasmo tan sólo un momento que se opondría, como antitesis dialéctica, al hastío del hombre desencantado?
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Parte I, segmento 6
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Si no he entendido mal tu Teoría del Entusiasmo, Jorge, ésta se basa en dos principios: 1) el carácter cambiante -es decir, no-homogéneo- de la conciencia, y 2) que a cada estado específico de conciencia le corresponde un corpus determinado de información acerca de su objeto.
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La noción que coordinaría ambos principios –el fundamento- queda expuesto con una frase de Huxley: el conocimiento es una función del ser. Bajo este planteamiento epistemológico yace toda una metafísica; por un lado la creencia en una cierta distancia entre el sujeto pensante y el objeto de su pensamiento, y por otro, la confianza en una facultad intermedia -el conocimiento- mediante la cual el sujeto podría quedar informado acerca de aquello que le es inicialmente exterior.
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Pero esta metafísica subyacente es en esencia la misma de la que parte toda dialéctica: primero constata una cierta fisura entre el pensamiento y el ser (diferencia en la cual la oposición sujeto/objeto sólo ocupa un carácter derivado, y que se cuenta entre otras distancias como la que se extiende entre el espíritu y la materia, entre el alma y el cuerpo o entre la libertad y la necesidad), y luego sospecha que dicha brecha puede y debe ser subsanada mediante el ascenso a estadios cada más claros de conocimiento.
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A la constatación de dicha distancia la llamamos conciencia de la separación[3]. Separación que la dialéctica no crea, sino ante la cual se encuentra arrojada espontáneamente por la conciencia. Para remontarla, precisamente, recurre a su método, basado en la apropiación sucesiva de lo externo valiéndose de un progreso lógico. Sin embargo, tal progreso hacia la unidad sintética no podría darse sin la existencia de un medio: he aquí el papel del conocimiento…
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pues el saber, al penetrar en sus propias condiciones, en la perfecta conciencia crítica de sí mismo, adquiere y posee en ellas la forma de las cosas, la forma de la realidad en cuanto tal[4].
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Que el conocimiento quede entendido como una función del ser, indica, ni más ni menos, que el sujeto y el objeto aparecen enlazados por un vínculo en el que su esencia se encuentra comprometida. O dicho de otra manera, que ni el sujeto ni el objeto pueden existir sin verse mutuamente afectados. Idea que no es en absoluto ajena a la dialéctica, sino más bien al contrario, y que queda expresada claramente por Hegel, en la Fenomenología del Espíritu:
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la conciencia se encuentra con que lo que antes era para ella el En-si no es en sí o que sólo lo era para ella. (…) Este movimiento dialéctico que ejerce la conciencia sobre sí misma, tanto en su saber como en su objeto, en la medida en que de él surge para ella su nuevo y verdadero objeto, es propiamente aquello que denominamos experiencia.[5]
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La noción dialéctica de una experiencia surgida en el comercio entre el pensamiento y el ser, sea cual sea el grado en que se produzca (de la más elemental “percepción sensible”, al “saber incondicionado que pretende saberse a sí mismo”), incluye ya la relación cambiante entre la conciencia y su objeto[6].
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[1] Cf. Cassirer, Ernst: El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia modernas, vol. III: Los sistemas postkantianos, p. 367. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1957.
[2] Cf. Ibid, p. 366.
[3] La importancia central de esta conciencia de la separación para entender la aventura de Oliveira en Rayuela queda expresada por el propio Horacio (cap. 2) en su reformulación del principio cartesiano del cogito ergo sum: “en mi caso el ergo de la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida”.
[4] Cf. Ibid, p. 348.
[5] La cita, que pertenece a la Fenomenología del Espíritu, está tomada del texto de Martin Heidegger El concepto de experiencia en Hegel, incluido en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 2005, p. 98.
[6] Cf. Marcuse, Herbert: Razón y revolución, Alianza, Madrid, 2003, p. 97.
Mis comentarios al texto de Omar están colgados al final de la 3ª parte del mismo
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