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Leí La Piedra Lunar de Wilkie Collins en los días anteriores a un viaje que hice a Madrid para consultar la Biblioteca Cortázar de la Fundación Juan March. El grueso ejemplar que conseguí en aquel momento en la biblioteca, de tapa dura, resultaba demasiado voluminoso para mi apretada bolsa de viaje, de modo que decidí terminar su lectura antes de salir, y me dije que ya compraría cualquier otro libro en Madrid para amenizar las horas de vuelo y de espera en los aeropuertos.
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Esa previsión tuve felices consecuencias para mi investigación. Al llegar a la capital española resonaban todavía en mi mente los ecos del inesperado hallazgo realizado en el libro de Collins: nuevos y valiosos testimonios para mi teoría del entusiasmo aplicada a Rayuela -cf. Casuística (2)-, que se sumaban al otro testimonio con que ya contaba, el de Carlos Castaneda -cf. Casuística (1)-. Pero nada permitía prever que el libro que allí acabé comprando, en una feria de libros de ocasión, y de forma completamente azarosa, iba a suministrarme un testimonio igualmente inesperado y todavía más valioso. Casi puedo decir que se me apareció, entre las cajas repletas, como un desafío, como un llamado, al que respondí de buena gana: se trataba de los Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas, de Stefan Zweig (Barcelona, Acantilado, 2002).
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El quinto momento estelar escogido por Zweig en su selección es el origen del himno nacional francés: la crónica de la gestación y de la recepción de esta pieza musical constituye el capítulo que lleva por título “El genio de una noche. ‘La marsellesa’, 25 de abril de 1792”. Este capítulo, del que voy a transcribir diversos fragmentos a continuación, constituye, en efecto, un nuevo testimonio que avala mi hipótesis. Pero todavía hay más: esa deliciosa crónica del escritor austriaco, publicada en 1927, sobre los hechos relacionados con la ‘doble recepción’ del himno compuesto por Rouget de Lisle, adquirió inmediatamente ante mis ojos el aspecto de una sorprendente prefiguración de la “doble recepción” de Rayuela, aspecto que yo estaba investigando en la elaboración de mi Expediente Amarillo y del que estos Elementos para una Teoría del Entusiasmo son una consecuencia. Ante la evidencia, sólo cabe esta posibilidad: Zweig, a principios del siglo XX, tuvo una anticipación de Rayuela, de su condición de libro doble, así como de mi Expediente Amarillo, y escribió una alegoría profética sobre todo ello sobre la base de la composición de La marsellesa. La realidad no deja de sorprendernos. Veámoslo sobre el terreno:
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Momento 1: La gestación de una obra
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Tras una breve introducción al contexto general de la Francia de la época, Zweig empieza definitivamente su crónica dándonos a conocer los personajes y la situación. Estamos en Estrasburgo, año 1792:
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Así, el burgomaestre Dietrich, sin darle importancia, como pidiendo un favor a un conocido, pregunta al capitán Rouget –que sin derecho alguno se ha ennoblecido a sí mismo y se hace llamar Rouget de Lisle- si no querría aprovechar tan patriótico pretexto y componer algo para las tropas que han de partir, un canto de guerra para el ejército del Rin que al día siguiente marchará contra el enemigo.
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Rouget, un hombre discreto, insignificante, que nunca se consideró un gran compositor –sus versos jamás se editaron y sus óperas fueron rechazadas-, sabe que no le cuesta nada escribir versos de circunstancia. Para dar gusto al funcionario y al buen amigo, se declara dispuesto. Sí, lo va a intentar.
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El ambiente original que sirve de contexto para la composición de la obra, por tanto, es el de una pequeña y provinciana élite funcionarial y militar. Sin embargo, lo que acontecerá esa noche, la del 25 de abril, supera con creces los límites de ese contexto: la súbita aparición del genio.
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Medio inconsciente, escribe las dos primeras líneas (...).
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Allons, enfants de la patrie,
Le jour de gloire est arrivé!
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Después se detiene y se queda desconcertado. No suena mal. El principio es bueno. Ahora sólo falta encontrar el ritmo adecuado, la melodía para esas palabras. Saca su violín del armario. Ensaya. Y es milagroso. Ya en los primeros compases el ritmo se ajusta perfectamente a las palabras. A toda prisa sigue escribiendo, ahora ya transportado, ahora ya arrastrado por la fuerza que alienta en él. Y todo se agolpa de una vez. (...) Como bajo un ajeno dictado, Rouget escribe con precipitación, cada vez con mayor precipitación, las palabras, las notas. Le ha sobrevenido un ímpetu que repercute en su alma estrecha y burguesa como ningún otro hasta ahora. Una exaltación, un entusiasmo que no son suyos, un poder mágico, (...) arrastra al pobre diletante muy por encima de sus propios límites y, como un cohete, lo lanza –por un instante, luz y llama resplandeciente- hasta las estrellas. Durante una noche, al capitán Rouget de Lisle se le concede formar parte de los inmortales.
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Ahí está, pues, la creación, con sus misterios. Y hasta aquí, nada que difiera significativamente de cierta fenomenología de la composición. Pero la historia de la Marsellesa sólo ha dado un primer paso: lo que nos interesa en estos momentos está en el destino que le espera a la obra resultante de ese nocturno arrebato creativo.
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Momento 2: el Canto de Guerra para el Ejército del Rin
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El burgomaestre Dietrich, orgulloso de su agradable voz de tenor, se encarga de estudiar a fondo la canción. Y el 26 de abril, la noche de ese mismo día en el que de madrugada se escribieran la letra y la música, se interpreta por primera vez ante un público casual en el salón del burgomaestre.
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Parece ser que los oyentes aplaudieron complacidos, y es muy probable que al autor allí presente no le faltaran toda clase de amables cumplidos. Pero desde luego, los invitados del Hôtel de Broglie, en la plaza Mayor de Estrasburgo, no tuvieron la más mínima idea de que aquella noche una melodía inmortal acababa de batir sus invisibles alas en su presencia. Rara vez comprenden los contemporáneos a primera vista la grandeza de un hombre o la magnitud de una obra.
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Así pues, la primera audición de la obra ante el público resulta simplemente ‘complaciente’. Pero no nos engañemos: esa canción, que a nosotros nos suena exactamente igual que La marsellesa, con su misma partitura, con su misma letra y con su misma melodía, no es todavía La marsellesa, ni siquiera para su propio autor:
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El propio Rouget de Lisle, al que de la noche a la mañana le ha ocurrido ese milagro, desconoce tanto como los demás lo que, sonámbulo y guiado por un genio infiel, ha creado en una sola noche. (...) Con la pequeña altivez de un hombre pequeño intenta sacar provecho de ese pequeño éxito en su pequeño círculo de provincias. Manda hacer copias y se las envía a los generales del ejército del Rin. Entre tanto, siguiendo una orden del burgomaestre y el encargo de las autoridades militares, la banda militar de Estrasburgo ensaya el Canto de guerra para el ejército del Rin. (...) Pero durante el avance de las tropas a ninguno de los generales del ejército del Rin se le ocurre tocar o cantar esa melodía nueva. Y así parece que, como todas las tentativas anteriores de Rouget, el éxito en sociedad del “Allons, enfants de la patrie” no será más que flor de un día, un asunto de provincias que pronto será olvidado.
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La pieza es, pues, el Canto de guerra para el ejército del Rin. Lo es para su autor, y lo es para los primeros receptores de la obra. Y como tal, refiere Zweig, está destinada a un éxito escaso. Para que esa pieza, esa misma pieza, llegue a ser La marsellesa, debe cumplirse un requisito ausente hasta el momento; una condición fundamental, más allá de la felicidad de la composición, y que no llegará hasta dos meses más tarde. El cronista nos prepara para ello (la negrita es mía):
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“A entera satisfacción de toda la concurrencia” [en carta de la mujer del burgomaestre a su hermano, refiriéndole el estreno de la canción]. Hoy esto nos parece de una sorprendente frialdad. Pero esa impresión meramente complacida y ese aplauso meramente tibio son comprensibles, pues en su primera audición La marsellesa no pudo manifestarse en toda su genuina intensidad. La marsellesa no es una pieza de recital para una agradable voz de tenor, tampoco para ser cantada por una sola voz entre romanzas y arias italianas en un salón pequeño-burgués. Un canto que arrastra hasta alcanzar esos palpitantes y elásticos compases de desafío que llaman a los ciudadanos a coger las armas, se dirige a una masa, a una multitud. Y la instrumentación que le corresponde es el sonido de las armas, el resonar de las trompetas, los regimientos en marcha. No estaba pensada para unos oyentes que disfrutaran de ella cómoda e indiferentemente sentados, sino para quienes fueran sus cómplices, para los combatientes. La ejemplar marcha, ese himno triunfal, esa canción de muerte, ese canto a la patria, el himno nacional de todo un pueblo, no es para que lo cante una soprano o un tenor sin acompañamiento, sino para las miles de gargantes de toda una masa. Sólo el entusiasmo, del que en un principio naciera, concedió a la canción de Rouget ese poder enardecedor. La canción aún no ha prendido.
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Momento 3: La Marsellesa
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Pero a la larga, la energía innata de una obra no se puede ocultar ni desoir. Una obra de arte puede olvidarse con el tiempo, puede ser prohibida o rechazada, pero lo esencial acaba siempre por arrebatar la victoria a lo efímero. Durante un mes o dos no se vuelve a saber nada del canto del ejército del Rin. Los ejemplares impresos o manuscritos caen en manos indiferentes. Pero basta que una obra entusiasme de verdad a un solo hombre, pues todo entusiasmo auténtico es de por sí creador.
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(Yo mismo puedo dar fe de esto último, con respecto a La marsellesa: en la adolescencia era para mí un simple himno nacional –y extranjero, por añadidura- sin ninguna relevancia musical. Pero entonces vi el Napoleón de Abel Gance, y ahí, en la secuencia en la que la película entera se eleva, enérgica y sublime, con la música del himno, descubrí la belleza de esa melodía, la riqueza de su composición y el poder enardecedor de su ritmo. Para quién todavía no haya percibido estas cualidades, le recomiendo que vea esa secuencia del film que, si bien no es fiel históricamente, sí lo es en el espíritu de lo que nos está señalando Zweig: es el entusiasmo plasmado por Gance lo que permite oír la inmensidad de la canción.)
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Y finalmente llega el momento en que el Canto de guerra para el ejército del Rin se convierte definitivamente en La marsellesa. Faltaba ese requisito fundamental; y un tal Mireur será el encargado de aportarlo:
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En el otro extremo de Francia, en Marsella, el Club de los Amigos de la Constitución ofrece un banquete el 22 de junio para los voluntarios que parten al frente. En la larga mesa se sientan enardecidos quinientos jóvenes con su uniforme nuevo de la Guardia Nacional. En ese círculo vibra exactamente el mismo ánimo que el 25 de abril en Estrasburgo, aunque más ferviente, más impetuoso y más apasionado, gracias al temperamento sureño de los marselleses (...)
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De pronto, en medio del festín, un tal Mireur, estudiante de Medicina en la Universidad de Montpelier, hace sonar su vaso y se levanta. (...) el joven levanta el brazo derecho y entona una canción que ninguno de ellos conoce y de la que nadie sabe cómo ha llegado a sus manos. “Allons, enfants de la patrie.” Y ahora es cuando se enciende la chispa, como si hubiera caído en un polvorín. Un sentimiento y otro, los dos polos, se han tocado.
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Las historias de La Marsellesa y de Rayuela confluyen, aquí, definitivamente. El Rouget de Lisle poseído por el genio el 25 de abril encuentra en Mireur a su semblable y frêre, su auténtico lector cómplice. Mireur responde a la obra desde el entusiasmo, como un eco, como ese espejo escondido en su nombre; sintoniza con ese swing bajo cuyo influjo escribió Rouget su obra, y entonces –sólo entonces- surge ante él -de él- la obra maestra en todo su esplendor. Esa pieza era muchas piezas, pero sobre todo era dos piezas, y el intérprete quedaba emplazado a elegir entre una de las dos posibilidades: la primera era el Canto de guerra del Rin, perentoria, y la segunda La marsellesa, inmortal.
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La profecía se cumple: la doble faz de la canción de De Lisle es la prefiguración de los dos libros de Rayuela; Rouget es la representación profética de Julio Cortázar (excepto por la conciencia que tiene de su creación); y Mireur es la representación profética, escrita por Zweig a principios del siglo XX, ¡de Jorge Fraga! Y el gesto que Mireur hace, haciendo sonar su vaso al levantarse entre sus comensales, es mismamente mi Expediente Amarillo sobre Rayuela. ¡Qué visión la de Zweig, o mejor, la de la propia Historia! A partir de la intervención de Mireur, el entusiasta, el público ya no va a dudar:
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Irresistible, el ritmo desata en ellos una exaltación unánime, arrobada. Estrofa tras estrofa, es aclamado con júbilo. (...) Al día siguiente, la melodía está en miles y cientos de miles de labios. Se difunde en una reimpresión, y cuando el 2 de julio parten los quinientos voluntarios, con ellos avanza ese himno. Por la carretera, cuando se sienten fatigados, cuando su paso se vuelve cansino, basta con que uno entone la canción, y el arrollador movimiento les da ya a todos un renovado impulso. (...) Se ha convertido en su canción. Sin saber que estaba destinado al ejército del Rin, han adoptado ese himno, considerándolo el de su batallón, como el credo por el que han de vivir y morir. Les pertenece, como la bandera. Y en su avance apasionado quieren llevarlo por el mundo.
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La primera gran victoria de La marsellesa –que así se llama pronto el himno de Rouget- se produce en París. (...) Miles y cientos de miles aguardan en las calles, para recibirles solemnemente. Y cuando los marselleses se acercan, quinientos hombres cantando el himno como si lo hicieran con una sola garganta y marcando el paso, la multitud escucha con atención. ¿Qué himno espléndido e irresistible es ése que cantan los marselleses? (...)
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Se extiende como un alud. (...) En uno o dos meses, La marsellesa se ha convertido en la canción del pueblo y de todo el ejército. (...) Y los generales enemigos, que sólo pueden alentar a sus soldados con la vieja receta de la doble ración de aguardiente, ven con horror que no tienen con qué enfrentarse a la fuerza explosiva de ese himno “terrible”.
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Aquí, podríamos pensar que a Zweig se le fue la mano en su previsión profética. Y es que difícilmente el Rayuela ‘marsellés’ llegue a excitar el entusiasmo de toda una masa, de toda una nación. Pero no olvidemos que el régimen alegórico tiene sus trucos; y del mismo modo que los dos meses que median alegóricamente entre El canto de guerra del Rin y La marsellesa se han convertido en los 47 años que median realmente entre las dos lecturas de Rayuela, bien podemos entender que esa nación que va a recibir con júbilo el segundo Rayuela va a ser el despoblado país de los entusiastas.
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¿Fue realmente Zweig un profeta y un visionario? Si así fue, lo fue tanto como la propia Historia, de la que él es cronista. ¿No podría ser, más bien, que Cortázar hubiese leído el quinto de los Momentos estelares de Zweig y quisiera emular lo que en él se cuenta con su propia obra? En mi opinión no se trata ni de lo uno ni de lo otro, pero si hubiera que apostar por una de las dos improbabilidades, prefiero la primera, mucho más poética. De todos modos, lo que realmente nos importa aquí es esto otro: hay un mismo fenómeno y un mismo misterio, relacionados con el entusiasmo, en las historias respectivas de La marsellesa y de Rayuela. Menos controvertible que el de Castaneda, y más ajustado y certero todavía que los tres sacados del libro de Wilkie Collins, el testimonio aportado por Zweig constituye un precedente real para mi hipótesis de que Rayuela conserva en su seno otro libro, un libro latente que espera, para llegar a mostrarse, del entusiasmo del lector. El caso consignado por Zweig en “El genio de una noche” sienta jurisprudencia, a mi parecer, para el ‘caso Rayuela’.
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