Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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7 de marzo de 2012

Apócrifas morellianas (23)

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Bruno hereda el término furor de Marsilio Ficino, como traducción del término platónico manía. (...) Para Bruno, y también para Ficino, existen dos tipos de furor: el divino y el bestial. El furor divino, según Ficino, eleva al hombre por encima de la naturaleza humana: es una especie de iluminación del alma razonable mediante la cual ésta vuelve a la esfera de las cosas superiores. Para Giordano Bruno, lector de Ficino y de Aristóteles, la palabra furor está llena de sentido, evoca el don de la poesía y el impulso del corazón enamorado (...) pero también aquel frenesí que inspira Dionisos y que no es otra cosa que una evasión más allá de los límites de la persona, una inmersión del ser individual en los abismos del ser cósmico. A partir de Ficino, los términos “furor” y “entusiasmo” se convierten en sinónimos, empleándose indiscriminadamente para referirse tanto a la inspiración poética como al enamoramiento.

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Antoni Marí, Euforión

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21 de diciembre de 2011

Entusiasmosofía (V)

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«Los entusiastas –dice Hans Urs von Balthasar en Gloria, de 1961– han de aparecer al mundo como insensatos» (Gloria. Una estética teológica, Madrid, Encuentro, 1985, vol I, p. 35)

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El término insensato, aplicado a la cuestión del entusiasmo, tiene su enjundia. Según María Moliner, proviene del latín «insensatus», negativo de «sensatus», derivado de «sensus», y éste de «sentire»: percibir por los sentidos, sentir –y, también, opinar. En función de esta etimología, y más allá de su primera acepción como alguien irreflexivo y perjudicial, insensato podría también ser «aquél que no percibe por los sentidos», y también «aquél que no tiene opinión». Todo lo cual encaja perfectamente con nuestra cuestión: porque el entusiasta adquiere su condición merced a algo que queda más allá de los sentidos –que los trasciende–; y, en efecto, no se trata de formarse una opinión, sino de algo –poseer una certeza o un firme propósito– que está por encima de toda opinión.

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Entre las expresiones equivalentes a insensato se cita «alocado» y «tener la cabeza llena de pájaros» o «llena de viento»; lo cual, según por donde lo miremos, puede resultar de lo más ventajoso. Y lo mismo puede decirse de «estar fuera de sus cabales», «estar fuera de quicio», o de «perder la razón»: estados que, de vez en cuando, no deben resultar tan inconvenientes (ya lo decía Nerval en la anterior entrega de esta Entusiasmosofía). También figura un término –«disparatado»– que alguien aplicó una vez, felizmente, a mi percepción del Rayuela insólito. Y otro más: «descabellado», que más adelante veremos aplicado en un contexto que nos viene al pelo.

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No obstante, por más que se pretenda darle vuelta, está claro que el término «insensato» es peyorativo, y así funciona en la frase de von Balthasar. Los entusiastas son vistos desde «el mundo» como algo insano y también peligroso. Pero ¿a quién se está refiriendo el autor con el término entusiastas? ¿Se trata de unos locos exaltados? ¿De una horda lanzada ciegamente a sembrar el caos? No: el erudito alemán está hablando particularmente de Platón (quien conoció un «entusiasmo loco») y de san Pablo (como uno de los «extasiados por la belleza cristiana»); y también, equiparándolo a los dos primeros, de «todo aquel que, gustosa y despreocupadamente, está dispuesto a enloquecer por amor a la belleza». Evidentemente, se trata aquí del entusiasmo poético, no del fanático, siguiendo esa distinción que estableciera Shaftesbury en 1709 (en The Moralists: a Philosophical Rhapsody).

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Siguiendo precisamente a Shaftesbury, Diderot escribía de esta guisa en la entrada «Teosofía» de la Encyclopédie (citado en el Euforión de Antoni Marí):

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Los teósofos han sido considerados locos en comparación con aquellos hombres tranquilos y fríos cuya alma, pesada y mortecina, no es capaz de emocionarse, ni de entusiasmarse, ni de sentirse poseída hasta el punto de no ver ni sentir nada, de no poder juzgar ni hablar tal y como lo haría en su estado habitual

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Hasta el punto de no ver ni sentir nada: esto encajaría con esa etimología forzada un poco más arriba: el entusiasta como insensato y, a la postre, como insensitivo. Y este es precisamente el retrato que de sí mismo daba Cortázar en sus Conversaciones con Ernesto González Bermejo:

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-¡No se imagina en qué estado escribí yo ese diálogo! Ese [se refiere al diálogo entre Oliveira y Traveler], la muerte de Rocamadour, el concierto de Berthe Trépat, los capítulos patéticos del libro

La que me vio fue mi mujer porque me venía a agarrar del cuello y me llevaba a tomar un poco de sopa. Yo había perdido completamente la noción del tiempo. Y no se debía a la influencia del alcohol o algo parecido; no bebía, tomaba mate y fumaba menos que ahora.

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Ciertamente, no comer nada durante días puede resultar insensato; pero ¿no llevamos cincuenta años inclinándonos ante los frutos resultantes de esa pasajera locura? Dice Cortázar que no estaba ebrio en esos momentos de creación: como tampoco había bebido ese otro insensato, Jorge Fraga, contrariamente a lo que maliciosamente sugerían los periodistas de «Los pasos en las huellas» (2º relato de Octaedro, 1974; las cursivas son mías):

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Cualquiera puede leer en los archivos de los diarios porteños los comentarios suscitados por la ceremonia de recepción del Premio Nacional, en la que Jorge Fraga provocó deliberadamente el desconcierto y la ira de las cabezas bien pensantes al presentar desde la tribuna una versión absolutamente descabellada de la vida del poeta Claudio Romero. Un cronista señaló que Fraga había dado la impresión de estar indispuesto (pero el eufemismo era claro)

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«…y el mundo –continúa la frase de von Balthasar citada al principio– intentará explicar su estado –es decir, el entusiasmo– apelando a leyes psicológicas, cuando no fisiológicas»; y, para ilustrar estas leyes fisiológicas, el autor de Gloria remite al versículo 13, capítulo 2, de los Hechos de los apóstoles: «Pero otros, riéndose de ellos, decían: ‘¡Les ha subido el vino a la cabeza!’» Lo cual sucede precisamente en Pentecostés, después de que los discípulos de Cristo hayan recibido los dones del Espíritu Santo –el carisma– como lenguas de fuego bajando sobre sus cabezas.

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El entusiasta es por tanto el inspirado, el carismático, el sujeto investido por una luz superior, ya sea en el contexto de lo creativo como en el de lo religioso:

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...en el fenómeno de la inspiración existe un momento (…) en el que la inspiración del propio yo se transforma misteriosamente en la inspiración emanante del genio, del daimon, del Dios que lo inhabita, y en el que el espíritu que alberga en sí a Dios (en-thous-iasmós) obedece a una instancia superior que, en cuanto tal, supone una forma y es capaz de realizarla (Gloria, p. 37)

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Este tipo de insensatez, de carácter místico, alimentaba el espíritu humano en una cultura, la griega antigua, cuyos frutos de arte y pensamiento siguen maravillándonos hoy, miles de años después. Dice Erwin Rohde en su Psyché:

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Nos hallamos, pues, ante una conmoción del ser entero en la cual parecen abolidas todas las leyes de la vida normal. Estas manifestaciones que rebasaban el horizonte conocido se explicaban entonces suponiendo que el alma de estos «posesos» no estaba «dentro de ellos», había «emigrado» de su cuerpo. Así se interpretó el fenómeno al principio, y no se quería decir otra cosa cuando se hablaba de «ekstasis» de las almas que se han sumido en ese estado orgiástico de excitación. El éxtasis es una «locura pasajera», así como la locura es un éxtasis permanente. Pero el éxtasis, la alienatio mentis momentánea del culto de Dionisos, no es una divagación ligera y ondulante del alma por las regiones de la pura ilusión, es una hieromanía, una santa locura en la que las almas, fuera ya del cuerpo, comunican y se unen con la divinidad. Ahora están cerca, dentro del dios, en estado de «entusiasmo»; los que se encuentran en tal estado son ένθοι, viven y están en el interior del dios; en su yo limitado sienten y gozan la plenitud de una fuerza vital infinita.

En el éxtasis, liberación del alma de las ataduras del cuerpo y comunicación con la divinidad, al alma le nacen impulsos de los que nada sabe en su existencia cotidiana, cohibida como está en la envoltura de su cuerpo. Pero ahora que vive en libertad como un espíritu entre los demás espíritus, alzada sobre el tiempo y sus limitaciones, el alma se encuentra en condiciones de lanzar su visión a las cosas lejanas en el tiempo y en el espacio, adonde sólo pueden mirar los ojos del espíritu.

(Psiche: El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos, Summa, Madrid, 1942, p. 46)

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Los ojos del espíritu… También von Balthasar habla de «ojos capaces de percibir la forma espiritual». «Es preciso –dice, en la página 27– poseer un ojo espiritual capaz de percibir las formas de la existencia en una actitud de profundo respeto».

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En las antípodas de ese respeto, «el mundo» tilda a los entusiastas de insensatos, locos, borrachos… En el fondo, estos juicios peyorativos no son sino formas por las cuales ese mundo se protege del carisma de otros, de su entusiasmo. Pero, ¿cuál es ese «mundo»? ¿Quiénes lo conforman? Se trata, obviamente, del homogéneo conjunto de los seres sensatos. Diderot los ha descrito antes como «aquellos hombres tranquilos y fríos cuya alma, pesada y mortecina, no es capaz de emocionarse, ni de entusiasmarse, ni de sentirse poseída». Y Cortázar los describe sumariamente, a su vez, mediante la sinécdoque y el sarcasmo de «Los pasos en las huellas»: las cabezas bien pensantes. Hoy en día, «el mundo» lo constituyen unos individuos fragmentados, que tienen por valor principal cierta concepción de la razón. A saber: los sujetos modernos, los sensatos habitantes de un mundo desencantado.

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La Modernidad occidental, una vez consolidada la hegemonía de la raíz ilustrada sobre la romántica, ha logrado reducir el espectro de lo perceptible al estrecho horizonte aportado por el estado habitual de la conciencia. Se trata de la misma coyuntura que vivió internamente Carlos Castaneda, cuando intentaba conciliar sus vivencias en la segunda atención con los parámetros de la conciencia habitual:

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Una vez le preguntamos a don Juan al unísono que nos sacara de dudas. Dijo que tenía dos posibilidades explicativas. Una era aplacar a nuestra malherida racionalidad diciendo que la segunda atención es un estado de conciencia tan ilusorio como elefantes volando en el cielo, y que todo lo que creíamos haber experimentado en ese estado era simplemente un producto de sugestiones hipnóticas. La otra posibilidad era no explicar pero sí describir la segunda atención de la manera como se les presenta a los brujos ensoñadores: como una incomprensible configuración energética de la conciencia.

(El arte de ensoñar, “Nota del autor”)

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La conciencia razonante, tal como se halla configurada en nuestra cultura, ve las irrupciones de una conciencia superior como una amenaza contra su hegemonía. En el fondo, es el miedo –lo contrario al Amor– lo que genera su reacción ante los brotes de un entusiasmo daimónico, divino. De ahí que, cuando no consigue ignorarlos, los descalifique. Todo vale; incluso considerar Rayuela como una novela. Y sin embargo,

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ellos saben lo que han visto y no se preocupan lo más mínimo por lo que dicen los hombres (…) dado que para comprenderlos es necesario contemplar lo que ellos han visto, ahí comienza lo esotérico, y las pruebas para demostrar su verdad –como aparece ya en el Banquete de Platón– tienen necesariamente carácter de iniciación (Gloria, p. 35)

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25 de noviembre de 2010

Apócrifas morellianas (3) Una teoría del antientusiasmo

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Anotado por Morelli en un papel amarillo:

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Leo el Euforión de Antoni Marí, y encuentro por doquier los antecedentes teóricos, la ilustre prosapia –complementaria de una versapia igualmente ilustre- de mi propia tarea: Ficino, Shaftesbury, “Dorval”. Etcétera. Y sin embargo, ninguno de ellos parece tener en cuenta a mi lector, a esa otra mano que se ofrece, del otro lado del puente, a un encuentro con la mía. Así las cosas el genio, el furor, diríase destinado a ser únicamente el resultado de un exclusivo intercambio del creador con su daimon… Pero no, ahí está, aunque sea en negativo; mi lector logró colarse por el lugar más inesperado, en la contra-teoría del entusiasmo (o teoría del anti-entusiasmo) del clasicismo francés:

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El genio, por lo que tiene de excepcional, no podía ser admitido por la estética clásica, basada en la preeminencia de la Razón contra el sentimiento, en la absoluta autoridad de la Razón general -de la que podían participar, indistintamente, todos los individuos-; y también en la certeza absoluta de que todo era comunicable a todo el mundo. Todos los fenómenos de la vida interior y exterior debían ser juzgados bajo el patrón de una Razón General accesible de la misma forma a cada uno. Desde esta perspectiva, se negaba explícitamente toda subjetividad, todo conocimiento relacionado con la intimidad subjetiva y con la realidad interior, personal, irreductible a unas leyes universales comunes a todos los hombres. El genio era sinónimo de la presencia del impulso caótico del pensamiento agreste que no había sido dominado por la preceptiva de la razón.

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