Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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11 de diciembre de 2011

Dos cartas a Fredi Guthmann: apuntes para una nueva consideración de lo religioso en Cortázar

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El texto de hoy constituye apenas un esbozo de artículo, unos meros apuntes sobre lo que para mí supone un aspecto fundamental –el principal, de hecho– de la obra cortazariana, y que ha sido tratado por sus críticos de un modo escaso, sesgado e inapropiado: su carácter religioso. Este texto larvario me permitirá acabar el año tal como lo empecé: con una referencia a Fredi Guthmann, cuya personalidad, tan poco contemplada por los cortazarianos, resulta en cambio tan decisiva para la comprensión de buena parte de la obra del autor de Rayuela.

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Empezaré citando a Graciela Maturo, quien supone la principal excepción dentro del panorama crítico con respecto a este asunto, como ya se vio en su momento. En la primera versión de su obra Julio Cortázar y el hombre nuevo, del año 1968, esta autora decía a propósito de la poesía de Cortázar (las cursivas son mías):

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Cada página de su obra ilumina la totalidad de su obra. En cada una de ellas está, tácita o expresamente, volcada en diversas matizaciones o tonos, su concepción de la vida cósmica como un todo del que el hombre asume, lúdicamente, una pequeña parte en el fluir engañoso del tiempo, pero al que es capaz de reintegrarse plenamente, liberado de su limitación espacial y temporal, a través del ex-tasis, del estar-fuera-de-sí, de la entrega al misterio que lo habita y en el cual realmente vive. Conceptualmente aceptada o no, veo en esa actitud una apertura a lo numinoso o sagrado que define un temple auténticamente religioso. (p. 31)

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Aquí están contenidos, sintéticamente, los principales elementos constituyentes de lo religioso cortazariano. Cabe señalar, sin embargo, que el término “religioso” aparece en estas líneas bajo un régimen sintáctico subordinado; y lo mismo sucede en las otras alusiones que el ensayo hace a este mismo ámbito. Lo “religioso” no llega a constituir en El hombre nuevo el sujeto de ninguna frase: del mismo modo, tampoco se le concede un apartado expreso, ni mucho menos un capítulo. Esta situación textual de lo “religioso” no cambia sustancialmente en la versión revisada del libro, de 2004, aunque es cierto que se le confiere un mayor énfasis. El mismo fragmento arriba transcrito, por ejemplo, sufre en 2004 una pequeña modificación: la última frase prescinde momentáneamente de su último período –“que define un temple auténticamente religioso”– para recuperarlo unas páginas más adelante, ampliado con unos comentarios que me interesa destacar (aquí las cursivas son de la autora):

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Desde que inicié mi lectura de Cortázar he afirmado –contra la opinión de otros críticos– que hallaba en él un temple metafísico y religioso, manifiesto en sus primeras obras por su proximidad a la tradición judeo-heleno-cristiana, y luego más alejado de ella, encauzado por una vía mística y cada vez más abocado a esa intemperie poética que Rilke llamó lo abierto. (p. 40)

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“Contra la opinión de otros críticos”: de casi todos, cabe añadir. En efecto: en 2004, treinta y seis años después de la aparición original de El hombre nuevo, y hasta hoy, el enfoque ‘religioso’ de Maturo sobre la obra de Cortázar sigue teniendo carácter excepcional. Esta constatación no es para Maturo motivo para retractarse, al contrario: lejos de replegar sus posiciones a favor del carácter religioso de Cortázar, la autora aprovecha la ocasión para afianzarse en su postura: “Su último poema –dice a continuación– me confirmó en esa apreciación”. Se refiere a “Negro al diez”, el último poema de Cortázar, del que yo selecciono este fragmento para la Teoría del Entusiasmo:

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Todo es más contra el negro; todo es menos cuando falta.

Cedes a estas metamorfosis que una mano enamorada

cumple en ti, te llenas de ritmos, hendeduras, te

vuelves tablero, reloj de luna, muralla de aspilleras

abiertas a lo que acecha siempre del otro lado,

máquina de contar cifras fuera de las cifras, astrolabio

y portulano para tierras nunca abordadas, mar

petrificado en el que resbala el pez de la mirada.

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Por mi parte, sólo presento una enmienda parcial a todo lo dicho hasta aquí por Graciela Maturo: en su apreciación de unos inicios próximos a la tradición “judeo-heleno-cristiana”, me parece mucho más apropiado distinguir el componente judeo-cristiano del heleno, y realzar éste último frente al primero. En su fase primera, la religiosidad de Cortázar resulta mucho más próxima a las de Keats o Hölderlin que a la de san Pablo o de san Agustín. Recupero aquí una cita de Wladimir Weidlé que hace Cortázar al principio de su Imagen de John Keats:

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La Capacidad Negativa es el don de permanecer fiel a una certeza intuitiva que el razonamiento desecha y que el buen sentido no admite; de conservar un modo de pensar que no puede sino parecer insensato e ilógico desde el punto de vista de la razón y de la lógica, pero que desde un punto de vista más profundo podría revelarse como superior a la razón y trascender la lógica del pensamiento conceptual... El artista debe poder contemplar el universo y cada una de sus partes, no en un estado de diferenciación, de desintegración analítica, sino en la unidad primera del ser...

Keats... es uno de los primeros que ha sentido el poder disolvente de la razón pura...

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La figura de Keats constituye, a mi parecer, el modelo que aglutina y cristaliza el sentimiento religioso de Cortázar en una primera fase de su desarrollo; romanticismo, con una religiosidad que se mira mayormente en el espejo de lo pagano.

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El segundo fragmento de El hombre nuevo aducido más arriba consigna la existencia de un cambio: Cortázar pasará más adelante a un territorio religioso distinto, que Maturo denomina únicamente “abierto”. ¿Dónde quedaría el punto de inflexión de este cambio? No estoy seguro de dónde lo sitúa Maturo. Dentro de la obra cortazariana, en mi opinión, la primera manifestación de ese cambio se halla en “El perseguidor”; continúa luego en Los premios; y alcanza la plenitud en la obra cumbre del escritor, Rayuela. Esta nueva fase precisa de textos largos –y narrativos– para desarrollarse; aparece ahí un núcleo temático nuevo –del que no voy a hablar aquí–; y el modelo principal deja de ser Keats, deja de ser un modelo principalmente literario, para centrarse en otra persona... Pero no se trata de un cambio de rumbo; más bien de una vuelta de tuerca, una profundización y una radicalización en los mismos postulados. Cortázar siempre será romántico.

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¿Se trata quizá de ese mismo cambio del que Cortázar dejaba constancia en el capítulo 46 del Manuscrito de Austin, en un pequeño diálogo entre Traveler y Horacio?:

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A los veinte años éramos distintos.

Sí, pero usábamos más palabras que vivencias, nos creíamos el centro del mundo y aprovechábamos. Las cosas que escribíamos, unos poemas metafísicos, una elegía... No es que hoy sepamos mucho más, Manolo, pero quizá podríamos hablar metafísica con cierto derecho y llorar [de verdad] algunos amores.

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En el pasado –en una primera fase– las palabras valían más que las vivencias; después –en una segunda fase– el orden se invirtió, de tal modo que resultaba posible entonces “hablar metafísica con cierto derecho”. Es decir: en cierto momento, lo vivencial pasó a ser más importante que lo poético en la concepción religiosa de Cortázar. ¿Por qué razón? ¿Cuál fue el factor desencadenante de ese punto de inflexión? O también: ¿De dónde salieron personajes como Johnny o como Persio? Y por fin: ¿De dónde surgió esa idea radical de generar una vivencia transformadora en el lector de Rayuela?

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Una carta de enero de 1951

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En mi opinión, la respuesta pasa necesariamente por esa figura que no se halla presente en El hombre nuevo, ni en la práctica totalidad de los tratados críticos sobre Cortázar, y que apenas asoma en sus biografías: Fredi Guthmann. Para mí resulta perfectamente plausible situar un punto exacto de inflexión, dentro de la concepción religiosa de Cortázar, en la lectura realizada por éste de una carta enviada desde la India, en la que Guthmann relataba a sus amigos de Buenos Aires lo que le aconteciera en el ashram de Ramana Maharshi. No sabemos exactamente qué le sucedió; ni siquiera sabemos –yo, por lo menos quién era esa tal Susana a la que fue remitida originalmente la carta. Tan sólo sabemos dos cosas: primero, lo que le respondió Cortázar; y segundo, que solamente ocho años más tarde, el escritor argentino concibió una conversación con un hombre llamado Guthmann, que llevaba por título Rayuela.

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El texto de la carta con la que Cortázar responde a Guthmann habla por sí solo. Hay algo que se desprende de sus palabras, por encima de todo: conmoción. Una conmoción que rebasa el marco de esta primera carta (fechada el 3 de enero de 1951, desde Buenos Aires) y afecta todavía el texto de otra escrita siete meses más tarde (26 de julio del mismo año, también desde Buenos Aires). A continuación reproduzco, parcialmente, el texto de ambas cartas, tal como se hallan editadas en Aurora Bernárdez en Cartas 1 (1937-1963), Alfaguara, 2000,

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Tras unas primeras palabras sin importancia, la primera de las dos cartas empieza así:

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Me cuesta encontrar palabras para decirle lo que significó para mí su carta a Susana. Si puede creer algo de mí, es que la leí con toda la pureza y toda la receptividad posible; con todo el deseo de que la carta hiciera por mí lo que usted deseaba que hiciera por todos nosotros. Sólo que, Fredi, estoy muy lejos, y no sé todo lo que sabe usted, y no merezco lo que merece usted. No tome esto como meras frases, no creo que entre nosotros las frases sean necesarias.

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¿No está plasmado ya aquí, claramente, el estado anímico de Cortázar? Pocas veces –o ninguna– encontraremos en su correspondencia algo parecido. Ni en la emoción, por un lado, ni tampoco en la posición de tremenda humildad que Cortázar asume ante su interlocutor, por el otro. Esto es nuevo también en el trato postal con Guthmann; el respeto que se observa en anteriores cartas tenía, más bien, un carácter formal. El factor diferencial está cifrado en el contenido de la carta enviada por Guthmann, a saber:

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Su experiencia, esa admirable experiencia que su carta cuenta como solamente un poeta puede hacerlo, es la experiencia que alcanza aquel que agotó plenamente los frutos previos, las etapas previas, los caminos que, finalmente, lo han llevado a su saber de hoy.

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De forma inaudita, Cortázar –que no tiene precisamente una mala opinión de sí mismo– se ve empequeñecido ante lo vivido por su amigo. No sólo en su persona; también su amada literatura sufre una relativización ante lo inmenso de que daba cuenta la carta previa de Guthmann (la cursiva es mía):

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¿Y qué somos nosotros, los que recibimos su carta, los destinatarios de su carta? No puedo hablar ni por Susana ni por los demás; sólo por mí, sólo por este saco de huesos que ama la vida y le sale al encuentro en su pequeña dimensión sudamericana, en su mínima dimensión de literatura y de arte y de amor y de tiempo.

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En este punto exacto, en esta expresión concreta –dimensión mínima de la literatura– , localizo yo el inicio de un nuevo proyecto literario que se verá definitivamente plasmado una década más tarde: me refiero a Rayuela. Este pasaje de la carta constituye para mí el gesto inaugural, la primera delimitación de una conversación privativa entre Cortázar y Fredi Guthmann que dará su principal fruto en la gran obra de nuestro escritor. Rayuela es, para mí, la respuesta final a esa carta enviada por Guthmann a la común amiga Susana; el resultado de intentar dotar a la literatura, tan amada por Cortázar, con una dimensión máxima de carácter tan trascendental como la experiencia vivida por aquél otro en la India. Este preciso pasaje de la carta del 3 de enero de 1951 abre un arco de amplio vuelo, que no se cerrará hasta otra carta de Cortázar a Guthmann, fechada en Viena el 24 de septiembre de 1963, donde podemos leer:

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Fredi, nada podría haberme dado más felicidad que esas líneas tuyas, donde está todo dicho. Valía la pena escribir Rayuela para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño.

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Aquí Cortázar ya no está situado en un plano inferior ante la enorme magnitud de su amigo; aquí los dos están a la misma altura. Y no porque el otro haya descendido: al escribir Rayuela, Cortázar ha elevado su posición, equilibrando el diferencial existente desde 1951 con respecto a Guthmann. Y también se ha elevado, con él, la altura de la literatura narrativa, que ha pasado de la dimensión mínima de lo novelístico a la alta categoría de un relato trascendente, capaz de mutar con su texto al lector. Poco más tarde, en La vuelta al día…, Cortázar reconocerá abiertamente el maestrazgo ejercido sobre él por su amigo.

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Pero esto será más adelante. Volvamos a 1951; Cortázar continúa su carta con los mismos términos ya planteados (las cursivas son mías):

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Entonces, Fredi, su revelación me llega como la luz de la luna; usted es la luna, recibiendo directamente la luz; y lo que me toca a mí es su carta con sus palabras, la luz de la luna para leer su carta.

He tenido con todo una enorme alegría. Por usted, por saberlo tan en paz y tan sereno. Su carta transmite una impresión de serenidad como sólo lo dan los textos místicos extremos, ésos donde el lenguaje es como el suyo, ya casi no es lenguaje sino voz en estado de pureza, transmisión directa del balbuceo. Qué literario suena todo esto, Fredi. Perdóneme esta retórica que oculta lo que en verdad me gustaría poder decir.

(…) Esta geografía inmensa que nos separa tiene un valor de símbolo, parece mostrar la otra geografía interior que también nos distancia. ¿Estuvimos realmente cerca alguna vez? Sí, por el cariño y por los gustos comunes; estuvimos juntos en una misma página de Pierre-Jean Jouve, en un mismo verso de César Vallejo. ¿Pero tendrán estos nombres algún sentido para quien puede ahora prescindir de todo nombre?

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Siguen después algunos comentarios sobre la labor creativa de Cortázar (está preparando, justamente, su Imagen de John Keats), y luego algunas referencias a amigos comunes. Aquí parece haber disminuido la conmoción de Cortázar. Pero es sólo por un momento; antes de despedirse, un último párrafo nos devuelve al mismo terreno que estábamos analizando. Y aquí aparece un término que me parece definitivo (la cursiva, aquí, es de Cortázar):

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No quiero comentar el sentido y los alcances de su carta; creo que en ella lo que menos importaba era, digamos, la metafísica, sobre todo la dialéctica; (el) sentido era de experiencia viva, de participación. Y creo, se lo repito, no alcanzar esa participación más que como un reflejo –que no basta. Tal vez me llegue el día en que acuda, con una muchedumbre, a sufrir la mirada de un iluminado; tal vez mi camino termine en un encuentro, en una oneness, como veía Keats el acto poético. Por ahora soy un hombre que vive de sus impulsos más que de sus ideas, y que cree en la autenticidad de una vida conectada con todas las fuentes, con todas las aguas profundas. Su carta me ha hecho mucho bien, me ha mostrado que siempre hay esperanza. La luna, al fin y al cabo, muestra el camino del sol. Vivo como un gran temblor, como un salto sin bailarín.

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Ocho meses después

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La cosa no acabó ahí. Como veremos a continuación, la siguiente carta de Cortázar a Fredi, fechada el 26 de julio de ese mismo año, gira todavía en torno a los mismos temas, y se plantea prácticamente en los mismos términos. ¡Casi ocho meses después! No puede caber duda alguna: la conmoción que la experiencia de Fredi provocó en Cortázar fue de hondo calado. Únicamente reproduzco aquí lo que me parece más significativo (creo innecesario ya, a estas alturas, el subrayado):

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Hay una razón especial para que no quiera correr el riesgo de que se pierda esta carta, pero antes de hablarle de eso le voy a decir toda la emoción que encontré en su mensaje. Me pregunto, incluso, si este lenguaje mío no le llega a usted como un eco del pasado, una desconexión con algo que fue su realidad de antes. Usted me parece tan profundamente adentrado en esa verdad que le llegó en su hora, después de una vida previa llena de experiencias y de altas horas. Usted ya tiene le lieu et la formule. Pero el hecho de que encuentre palabras tan próximas a mi sensibilidad para escribirme, me prueba por otro lado que la distancia no es insalvable, que todavía nos tocamos –al menos en el afecto y el recuerdo. Y pienso que usted, en cierto modo, no se aleja de su antigua vida, sino que entra en un plano total de realidad, donde cada cosa se sitúa en su justa medida y vale en su justo valor. Esa oneness que tan desesperadamente buscó Keats en el panteísmo, en el animismo, la estará usted alcanzando en un plano trascendente. Sólo así se pueden decir las cosas que usted me dice, y el hecho de que sea yo quien provoca esas palabras me confirma que seguimos próximos en la distancia. Sin falsa modestia, comprendo de sobra que su realidad de hoy sobrepasa infinitamente la mía, pero que como hemos partido de un mismo centro –Occidente, nuestros poetas, nuestros valores–, hay una zona donde continuamos en contacto. Le confieso que cuando escribió usted su larga carta a todos nosotros, contándonos su revelación, me aterró pensar que ese ingreso a una realidad espiritual para mí inalcanzada, me separaría para siempre de usted. Ahora comprendo que el avance de su espíritu es menos un desasimiento que un asimiento, una comprensión final y profunda de esta realidad que yo comprendo sin finalidad y sin profundidad. Le repito que no es falsa modestia. Todo lo que he trabajado en este año pasado y lo que va del ’51, sobre todo la tarea abrumadora de escribir el libro sobre Keats, me ha mostrado claramente cómo me sostengo precariamente en lo real, cómo las palabras me engañan y me dan una provisoria seguridad, cómo una buena dosis de lecturas me ayuda como si fuera morfina a sobrevivir y a creer –no siempre, por suerte– que tengo lo que la gente llama una “cultura” –eso que en la mayoría de los casos es un buen sistema de defensas, de límites, de nociones– es decir una barricada contra lo que empieza más allá, que es lo Real. Seguro estoy, después de seis meses de trabajar noche a noche sobre los textos keatsianos, sobre mis recuerdos, sobre mis “iluminaciones”, que no tengo de la realidad más que una idea provisoria y lamentable –como la tenía el mismo Keats, que se salvaba por su prodigioso don lírico, que iba más allá de él–. A veces, con lo que pueda tener yo de poeta, entreveo fulgurantemente una instancia de esa Realidad: es como un grito, un relámpago de luz cegadora, una pureza que duele. Pero instantáneamente se cierra el sistema de las compuertas; mis bien educados sentidos se reajustan a la dimensión del lunes o del jueves, mi bien entrenada inteligencia se ovilla como un gato en su cama cartesiana o kantiana. Y el noúmeno vuelve a ser una palabra, una bonita palabra para decirla entre dos pitadas al cigarrillo.

No importa, Fredi; mucho es ya saber que esa realidad está ahí, del otro lado. Quizá un día se rompan las compuertas, como se han roto en usted, que está andando por el camino largo. Le agradezco sus deseos de que me informe de la literatura del budismo a través de Suzuki, y también de la obra de Chuang Tzu. Aparte de pedir los libros, voy a preguntarle a Vicente Fatone si tiene el libro de Suzuki (...) Sólo por pereza, por esa fidelidad ciega a lo occidental, me he abstenido de leer las obras de los místicos y los pensadores orientales; sé de sobra que hago mal. Precisamente, esa “dislocación de todo el sistema psíquico” que usted menciona, es lo que uno resiste atávicamente con ese miedo casi orgánico que tiene el occidental de perderse en algo que no sabe si será una realidad más esencial, o simplemente la locura o la aniquilación. Entre nosotros, el long dérèglement de tous les sens no pasa de un programa literario o una excusa de las borracheras o la pederastia de los veinte años. (Cf. L’Enfance d’un Chef, de Sartre) Es terrible cómo nos atrincheramos en las categorías lógicas. Sólo en la poesía cedemos a esa posibilidad-de-que-las-cosas-sean-de-otra-manera, y es por eso que las entrevisiones de la realidad suprasensible sólo se nos dan a nosotros en la poesía, ya sea leyéndola o sintiéndola nacer en lo hondo. ¿Y qué queda de todo eso? Un poema, un montoncito de ceniza en el sitio donde habíamos visto arder el Ojo del ser.

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11 de octubre de 2011

Vía Negativa (4): El "estado de gracia" y Rayuela (2)

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parte II

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1968: El hombre nuevo

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En 1968 Graciela Maturo publica Julio Cortázar y el hombre nuevo (Buenos Aires, Sudamericana), firmando en aquel entonces con el nombre de Graciela de Sola. Para mí sigue siendo válido hoy en día lo que dijo Martha Paley de Francescato en 1983 a propósito de esta obra:

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Este libro es, sin duda, el mejor que se ha escrito hasta la fecha sobre Julio Cortázar. La intención ha sido "rastrear, desde los primeros escritos del autor, las líneas de fuerza que... van desplegándose con indudable constancia y particular sentido evolutivo en toda su obra". Una de las características de Cortázar que Graciela de Sola intuye y desarrolla con gran acierto es su condición de "irrenunciable y profundo poeta". El análisis de la obra de Cortázar es excelente y lúcido, y la cuidadosa estructura del libro contribuye a su valor. Esta es, una obra de necesaria lectura para el que quiera comprender la obra del escritor y sirve como base firme y excelente punto de partida de todo intento de crítica.

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El hombre nuevo salió publicado en 1968, un año después de “La cachetada metafísica” y cinco después de Rayuela. La proximidad cronológica es relevante: tal como señalé en la Introducción, parece acertado suponer que la década de los sesenta presentaba una especial apertura hacia los temas relacionados con la conciencia humana, apertura que luego se diluyó rápidamente para (re)caer en perspectivas muy alejadas –incluso contrarias- de los fenómenos que aquí nos interesan. En virtud de ello, tanto el artículo de Harss como el libro de Maturo tienen una visión de la obra de Cortázar muy acorde con sus planteamientos originales, otorgando mayor prominencia y atención a ciertos aspectos -como es el caso del «estado de gracia»- que luego serían progresivamente relegados a un segundo o tercer plano, cuando no simplemente desatendidos.

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Un primer síntoma de convergencia -que también encontrábamos en el artículo de Harss- es el propio título: ese “hombre nuevo” que ahí aparece mentado no es el de la imaginería comunista, por más que en 1968 Cortázar ya hubiera empezado su aventura cubana, sino el de la tradición paulina. Es decir; se halla referido a un sentido plenamente espiritual. En un momento dado dice la autora: “Cortázar ambiciona un insertarse en la profundidad del espíritu anterior al verbo y una búsqueda, desde allí, del lenguaje que lo exprese” (p. 107): ¡El espíritu anterior al verbo! ¡Eso sí es ambición! Las resonancias que esto despierta son muy profundas; y esta profundidad se verá confirmada por doquier en el ensayo.

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Al principio del mismo, Maturo señala dos jalones que indicarían la temprana presencia de esta vocación espiritual en el escritor: Por un lado, su relación con el llamado “grupo de los 40”, poetas argentinos quienes

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Intuyen (…) una ordenación mágica del universo, referida o no a una trascendencia. Expresan a menudo un contacto pleno, místico, con esa realidad que en otros momentos aparece como irrecuperable y huidiza, marcada por el signo trágico del tiempo. (p. 12)

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Y, por el otro lado, ese «manifiesto» cortazariano que es el artículo sobre Rimbaud publicado en Huella en 1941:

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Cortázar está definiendo aquí su propia actitud poética, más comprometida con el quehacer interior que con la pretensión de un logro estético. Y está dando además la medida de un momento decisivo en su trayectoria vital y expresiva; el de su aceptación plena del misterio real, el de su aproximación a la fe, el de su decisión de no volverse atrás. (p. 14)

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Así pues, la cosa vendría de lejos, y según la autora tendría continuidad a lo largo de la obra de Cortázar, por lo menos hasta el momento en que se escribe El hombre nuevo:

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Toda la obra de Cortázar va afirmando el desarrollo de una línea poética, de una concepción mágica y de una tensión erótico-mística que contradice o avasalla a la razón y descubre otro modo de contacto con lo real. (p. 15)

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Y si Rayuela es el mayor logro en toda esa trayectoria, cabe pensar que esta obra sea también la cúspide de todo lo poético, lo mágico y lo erótico-místico que ahí se desarrolla. En mi opinión, es este enfoque espiritual, metafísico o religioso de Maturo el que le procuró esa profunda comprensión de la obra de Cortázar, claramente mayor que la de críticos posteriores; y muy próxima -no está de más decirlo- a la mía propia.

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En 2004, treinta y seis años después, Maturo publicó una segunda edición de su obra, en cuya Nota Preliminar nos confiesa:

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La intención que me llevó a redactarlas [estas páginas], en un momento en que la crítica sobre Julio Cortázar no tenía aún un gran desarrollo ni era, a mi juicio, suficientemente comprensiva de su obra, fue destacar en ella la presencia fundamental de la Razón Poética y mostrar su relación con el humanismo tradicional en el cual se formó su autor. (…) me llevó a aventurar el asentamiento de la obra en una visión que he llamado indistintamente poética, superrealista, mágica o esotérica, y que consideré en última instancia religiosa en el más amplio sentido de esta expresión, por ser otorgadora de sentido a la realidad misma y no al lenguaje convencional u otras construcciones artificiales. (2ª ed., p. 5)

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Vistos los derroteros que siguió la crítica con posterioridad a 1968, yo me pregunto si la autora estaba pensando sólo en el pasado al escribir estas líneas de 2004. Digo yo: ¿en qué sentido puede decirse que la crítica de Rayuela posterior a 1968 haya adquirido un mayor desarrollo? Si lo hizo, fue dejando por el camino esa perspectiva metafísica primigenia desde la cual fue concebido el libro. Pero este alejamiento, ¿acaso permitió aumentar la comprensión del libro? ¿Quizá hay algún crítico, desde el año 70 hasta ahora, que arroje más luz sobre Rayuela de la que arrojaron en su momento Luís Harss y Graciela Maturo? ¿No resulta de lo más conveniente, en el año 2004 y también ahora, volver a poner el énfasis en aquello que ella denomina «Razón Poética»?

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Y sin embargo, pese a sus méritos, Graciela Maturo tampoco logró adquirir una visión completa de lo que Cortázar proponía en su mayor obra. En su discurso, como sucedía en el caso de Harss, vamos a encontrar prácticamente todos los elementos que intervienen en el Rayuela insólito; algunos de ellos bien dibujados, sin duda, pero los otros apenas bosquejados, y sin que se llegue a establecer la debida conexión entre todos ellos. Nuevamente podremos aprovechar aquí la frase del capítulo 125 de Rayuela que ya aplicamos a “La cachetada metafísica”: “Hay carne, papas y puerros, pero no hay puchero.”

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El «estado de gracia»

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Empecemos por lo que constituye el eje principal de nuestro actual análisis: el «estado de gracia». Ya dijimos que esta cuestión adoptaba una nomenclatura variada, según quién la formulase y según el momento. El artículo de Harss había sido pródigo en esto: allí nos habíamos encontrado desde una simple “salida de sí mismo hasta el más comprometido “paso «de una dimensión a otra»”, pasando por el célebre “estado de gracia”, y sin olvidar la “secuencia de acontecimientos psíquicos”, el “salto que lo extrañe, lo saque de sí mismo” y finalmente el vago “como una iluminación”. El caso de Maturo, en este sentido, todavía es más generoso. Al principio de su libro hallamos una primera aproximación, concediéndole al asunto un papel medular en la escritura cortazariana:

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He aquí el nódulo vital que centra la creación literaria (y la aventura interior) de Cortázar: la libertad abocada a los indefinidos caminos posibles, y la tensión indeclinable de un espíritu que intenta franquear los muros, pasar “al otro lado”, con ambición rimbaudiana, en la “superconciencia” (p. 22)

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Aquí, la autora se refiere a la obra del escritor en general; pero donde la cuestión va a cobrar mayor protagonismo va a ser, precisamente, en los dos apartados dedicados a la mayor obra del escritor. En primer lugar, así aparece en la página 97, en el apartado titulado Rayuela (las cursivas, en el original):

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Todas las experiencias que el libro recoge, tanto como su iluminación dialéctica, apuntan en esa dirección. Diseñan un recorrido exterior (salida a Europa, regreso al país) pero sobre todo un recorrido interior, una aventura en múltiples direcciones que comporta el acceso a una nueva dimensión del ser.

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Y seguidamente en el apartado siguiente, que lleva por título “Aventura interior de Rayuela”, y que viene a ser como un desarrollo de las dos frases anteriores:

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Intensificación de la vía místico-poética como modo de contacto con la realidad profunda (yonder, paraíso, verdadera vida) es decir como superación de las categorías de tiempo y espacio y acceso al nivel de la realidad trascendente. (p. 109)

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Estudios modernos descubren en las prácticas de iniciación de distintas religiones, en ciertas formas de ascesis orientales y occidentales un camino de acceso a esa tierra desconocida, una posibilidad de superar la nostalgia por medio de una real aproximación a un estado superior de conciencia. Esta sería la aventura emprendida aisladamente por los místicos de distintas sectas o actitudes religiosas. Tal sería también la vía de grandes poetas románticos (…) o de los surrealistas empeñados en romper el nivel de la conciencia habitual (…) En esta misma línea puede ser ubicada, a mi ver, la aventura de Cortázar. (p. 111)

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En estas pocas líneas hallamos hasta siete formas distintas de decir lo mismo que mi «entusiasmo», o prácticamente lo mismo, y todas ellas en relación a Rayuela: “acceso a una dimensión superior del ser”; “contacto con la realidad profunda”; “superación de las categorías de tiempo y espacio”; “acceso al nivel de la realidad trascendente”; “acceso a esa tierra desconocida”; “real aproximación a un estado superior de conciencia”, y “romper el nivel de conciencia habitual”. Realmente, no se puede decir que a Maturo le haya pasado por alto este peculiar aspecto de la obra de Cortázar.

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Lo dice y lo repite; y sin embargo, ¿qué hace con ello? ¿Cómo lo hace encajar con la obra? ¿Qué consecuencias extrae para su lectura? ¿A quién le incumbe, según ella, esta cuestión? Vamos a ver cómo responde Maturo a todas estas preguntas.

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El «estado de gracia» y el escritor

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El primer sujeto a quien le concierne el «estado de gracia» es, por supuesto, al autor de Rayuela. En mi opinión, Graciela Maturo ha sabido verlo y situarlo mejor que nadie en la poética de Cortázar –si exceptuamos el caso omiso que hace del swing-, tal como se puede comprobar en el siguiente extracto (las cursivas, en el original):

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acaso también la actividad del poeta, no entendida desde luego como quehacer artístico, estético, sino como puesta en marcha de la totalidad del espíritu que va creándose a sí mismo, pueda liberar energías profundas y conducir a ciertos estados que tiene enorme similitud con los que alcanzan los ‘iniciados’. Cortázar es un frecuentador de las “galerías secretas”. Los caminos iniciáticos no parecen haberle sido ajenos: zen, yoga, mística judía o cristiana, vías mágicas del juego, de la palabra, etc. (p. 109)

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Quizá el principal acierto radique aquí en el hecho de ver al autor del libro no como un novelista, sino eminentemente como un poeta; y más concretamente, como ese tipo de poeta para el que lo artístico y lo estético -¡desde luego, dice Maturo!- quedan supeditados a una misión espiritual, y que convierte la escritura en el equivalente de una religión mistérica. Esta caracterización de Cortázar como poeta iniciático –es decir, como chamán-, tan bien plasmada por nuestra autora, resulta decisiva para acercarse a su obra con la actitud más adecuada: frente a la mera lectura estética, se postula aquí el discipulaje, la predisposición al extrañamiento. Pero esto, que en realidad le concierne al lector, ya lo veremos en el siguiente apartado.

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Insistamos, por el momento, en la cuestión genérica. De todos los críticos de Rayuela, quizá sea Maturo la autora que menos se refiere a esa obra como novela. Por más que no llegue a negarle explícitamente tal condición, por momentos maneja otras posibilidades que resultan muy interesantes. En el siguiente fragmento, por ejemplo, la descripción que da de la obra se acerca peligrosamente a esa otra definición -“crónica de una locura”- que el propio autor daba de la misma en una carta de 1960 ya conocida por nosotros:

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Si toda la obra de Cortázar tiene, como lo creo, el carácter de una aventura interior que va más allá de lo estético, ello se acentúa de modo particular en Rayuela, libro que es fundamentalmente un registro de la experiencia total del escritor (p. 109)

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Nuevamente se repite aquí, como en el pasaje anterior, lo de una superación de «lo estético»; y además se subraya ahora el hecho de que ello “se acentúa de modo particular” en la obra principal del escritor. Aquí cabe preguntarse: ¿en qué sentido? En mi opinión, Maturo logra llegar hasta el meollo de la cuestión al vincular esta superación cortazariana de lo estético con la noción de «experiencia», con esa experiencia total de la que el libro Rayuela –que no la novela Rayuela- sería un registro

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¡Atención! Esta noción de experiencia abre la senda que permite llegar al corazón de la obra de Cortázar. Para desarrollar esta noción, en las páginas siguientes Maturo se va a apoyar en una obra cuya importancia no ha sido bien calibrada: se trata de los Essais sur l’expérience libératrice, de Roger Godel, con prefacio de Mircea Eliade, volumen publicado por Gallimard en París en 1952. Este libro está enteramente dedicado a describir una experiencia en concreto: el jivan-mukta hindú. Tal como vemos a continuación, Maturo va a encontrar en esta descripción los mismos ingredientes que según ella conforman el gran libro de Cortázar:

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...he encontrado en Rayuela no sólo los signos de una experiencia de tipo trascendente, de una renovación psicológica profunda, sino también los hitos de una continua y lúcida reflexión que acompaña ese proceso experiencial: ambos me parecen coincidir con los pasos que el investigador francés distingue: búsqueda de un centro a través de la meditación, de la ruptura con formas rutinarias de pensamiento, de la entrega a ciertas situaciones que llevan a la conciencia a un estado límite; resolución de contrarios en una permanente armonización; liberación de las formas, destrucción de los niveles fenoménicos en un continuo ascenso hacia el grado de la conciencia-testigo; asimilación de los estados de sueño y vigilia; experiencias de disociación, ubicuidad, premonición, etc.; entroncamiento profundo con ciertas formulaciones míticas (búsqueda del Graal, descenso a los infiernos, muerte y resurrección) que coinciden con aspiraciones y estados de la conciencia profunda; aceptación de un “azar objetivo” o de una Conciencia superior que dispone el movimiento de la realidad fenoménica y humana en sus niveles inferiores y a la que sólo se tiene acceso en ciertos momentos de extrañamiento. Todo ello configura una auténtica aventura interior, cuyas proyecciones refluyen sobre los estratos temporales e iluminan la reflexión de Cortázar sobre la ética, la acción y todo problema relativo.

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En este párrafo prácticamente se condensa la poética entera de Rayuela: en mi opinión, debieran referirse obligatoriamente a este pasaje todos los comentaristas de la obra. ¿Acaso alguno lo ha hecho? O también: ¿Hay un solo crítico de Rayuela, aparte de Maturo, que cite la obra de Godel? Ni por asomo; no sé de ningún estudio posterior que haya sacado a colación esta obra, ni sé de nadie que haya transitado por esta senda experiencial abierta tan tempranamente. ¡Así han ido las cosas!

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Aunque, por el otro lado: ¿por qué debería alguien citar los Essais sur l’expérience libératrice? ¿Qué importancia puede tener este prácticamente desconocido libro, de un también ignorado Roger Godel, más allá de que le haya servido a nuestra Graciela Maturo, en un momento dado, para sintetizar magistralmente la poética de Rayuela?

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Voy a responder, en primer lugar, con otra pregunta: ¿Cómo conoció Maturo esa obra? ¿De dónde la sacó? El hombre nuevo no lo dice. Y por otro lado: ¿Cómo se le ocurrió ponerlo en relación con Rayuela? Tampoco hay datos. Pero yo tengo una hipótesis: fue el propio Cortázar quien se lo dio a conocer. Quizá, incluso, el escritor le prestase el volumen a su comentarista, con toda la intención. No tengo ninguna constancia documental de ese préstamo; pero sí, en cambio, de la posesión del libro de Godel por parte de Cortázar, ya que ese volumen forma parte de la biblioteca personal del escritor conservada en la Fundación Juan March. Si acuden ustedes ahí para consultar el ejemplar, se van a encontrar con un libro subrayado y comentado prolijamente por el propio Cortázar, ¡desde la primera página hasta la última!, y en cuya cabecera encontramos esta dedicatoria manuscrita, fechada el diecinueve de julio de 1952:

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A monsieur Julio Cortázar. À l’écrivain, au poète, au chercheur de verité, en quête de la “fin du jèu”. En toute sympathie ... R. Godel

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Así pues, Cortázar recibió los Essais sobre el jivan-mukta de propia mano de su autor, Roger Godel; y los leyó exhaustivamente, como demuestran esos subrayados suyos que llegan hasta la última página. ¡Y eso fue en la década de los 50, mucho antes de ponerse a escribir Rayuela! ¿Es una mera casualidad, entonces, que Graciela Maturo encontrase en ese ensayo los principales elementos que permiten resumir la poética de Rayuela? La teoría de la casualidad me parece a mí, una vez vistos los datos, muy osada. Yo prefiero esta otra teoría, de mi propia factura: la que considera los Essais sur l’expérience libératrice de Roger Godel, con prefacio de Mircea Eliade, como una de las dos principales influencias –después de la personalidad de Fredi Guthmann, y por encima de otras obras por el estilo, archicitadas, como la de Suzuki sobre el zen- en lo que se refiere a las inquietudes metafísicas y espirituales de Julio Cortázar, y que tuvieron como consecuencia la elaboración de ese libro insólito que es Rayuela.

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Y con este excursus sobre la obra de Roger Godel no me estoy yendo del tema, pues también se trata de ver qué precedentes pudo tener Cortázar, ese escritor que había pasado su vida entre libros, para situarse finalmente en una perspectiva que primase la experiencia por encima de todo, incluso de la estética, tal como podemos ver reflejado en este fragmento de diálogo entre Horacio y Traveler en el capítulo 46 de Rayuela:

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-A los veinte años éramos distintos.

-Sí, pero usábamos más palabras que vivencias, nos creíamos el centro del mundo y aprovechábamos. Las cosas que escribíamos, unos poemas metafísicos, una elegía... No es que hoy sepamos mucho más, Manolo, pero quizá podríamos hablar metafísica con cierto derecho

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Aquí se halla cifrado lo que Graciela Maturo, acertadamente, tildó de “una aventura interior que va más allá de lo estético”. Y aquí se halla expresado también el hecho de que el autor de Rayuela, el chamán don Julio Florencio Cortázar, fue el primero en experimentar cierto «estado de gracia» cuya vivencia quiere registrar en el libro. De ahí que pueda hablar metafísica, finalmente, con cierto derecho: “Ese ‘contacto’ –dice El hombre nuevo, página 114- no se da por vía de la imaginación. Es una entrada real de la conciencia en una dimensión distinta”. Bien dicho, señora Maturo.

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El autor, Cortázar, fue el primero; el segundo debería ser el lector del libro, su lector activo y cómplice. Vamos a ver hasta qué punto Graciela Maturo supo verlo así.

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El «estado de gracia» y el lector

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El lector es el segundo sujeto a quien le concierne ese «estado de gracia» tan prolija y diversamente mentado en El hombre nuevo. Como recordarán ustedes por el artículo sobre Harss, este segundo aspecto lo encontrábamos formulado así en el capítulo 79 de Rayuela (las cursivas en el original):

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la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo

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Y en el capítulo de Los nuestros dedicado a Cortázar, a su vez, esto quedaba recogido de este otro modo: “lo que verdaderamente quiero decir alcanza a pasar, se hace vivencia en el lector”. En principio, y a juzgar por los siguientes fragmentos, el libro de Graciela Maturo no se quedaría corto en esta misma cuestión, que se repite, con distintas palabras, hasta tres veces. Primero aparece en la p. 89 (las cursivas en el original):

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[Rayuela] se vuelve aventura compartida, implicación mental y existencial del lector en un recorrido que lo hace, efectivamente, “un camarada de camino” del autor.

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Luego, en la p.121 (aquí las cursivas son mías):

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[Rayuela] cumple holgadamente con lo que su autor se propone, no sólo en cuanto transmite estas ambiciones a su lector, sino, y mucho más interesante, en cuanto las lleva a la práctica a través de instancias poéticas o simbólico-narrativas que crean la vivencia profunda, en el lector, de esa tensión. (p. 121)

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Y finalmente, en las páginas 126-127:

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Esta aventura nos incluye como lectores.

La tensión volitiva se da tan marcadamente que todo el libro es una invitación al viaje interior, que compartimos, en mayor o menor medida según nuestra capacidad de compartir, con el autor.

La experiencia no se cierra, pues, como una aventura individual. Queda propuesta en el plano colectivo, histórico.

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Sin embargo, al atender al detalle, uno se pregunta si aquí se está recogiendo lo mismo que expresaba Cortázar al decir que “la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor”. Ciertamente, Maturo habla de “aventura compartida”; pero cuando se trata de especificar los componentes de esa aventura, la cosa se queda para el lector en una vaga “tensión”. ¿No contrasta esto con la profusión terminológica que hemos visto antes a propósito del autor? Hay una evidente descompensación entre esa escueta “tensión” y las distintas variaciones con que la propia Maturo describe la “salida de sí mismo” que afectaba a Cortázar: “acceso a una dimensión superior del ser”, “superación de las categorías de tiempo y espacio”, “real aproximación a un estado superior de conciencia”, etcétera. Entonces, ¿hasta qué punto se trata de una “aventura compartida”? ¿No se está minimizando, aquí, el alcance que para el lector debería tener esa aventura interior?

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En mi opinión, este desfase está dando cuenta de los límites a los que llegó Maturo en su lectura del libro. Si en el caso de Luís Harss todavía abrigaba yo alguna débil duda de que este crítico hubiera logrado acceder realmente al Rayuela insólito, en el caso de Maturo estoy plenamente convencido de que no fue así. Sí, su afinada sensibilidad le permitió percibir la existencia de esa “tensión” que se desprende del texto cortazariano; pero esa tensión suya no es más que una versión informe de la «salida de sí mismo» que le incumbe al lector. Esa “tensión” no es más que una intuición, una vislumbre más o menos lejana de ese «entusiasmo» que yo preconizo, y cuya medida justa, en realidad, no puede sino ser equivalente a la vivencia espiritual que atravesó previamente el autor. Cortázar postula una simetría total entre su propia experiencia y la del lector: no es baladí que en otro lugar llame a ese improbable lector suyo -el lector activo y cómplice- su semblable y su frêre. Y si llega a contemplar alguna asimetría, es en beneficio del lector, no en su detrimento: “Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice” (cap. 79).

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Aparte de este desequilibrio interno que podemos detectar en el mismo ensayo de Maturo, contamos con un precioso testimonio documental que viene a confirmar mis suposiciones. Se trata de una carta que Julio Cortázar le escribe a la autora en enero de 1964, desde París, en respuesta a una misiva previa en la que ella interroga al escritor tras su lectura de Rayuela, y donde podemos comprobar hasta qué punto el autor de Rayuela considera o no a su lectora como una verdadera “camarada de camino”:

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Lo que denuncio en nuestra cultura es la monstruosa hipertrofia de algunas posibilidades humanas (la razón, por ejemplo) en demedro de otras, menos definibles por estar situadas precisamente al margen de la órbita racional. (…) Usted tiene razón: mis ataques son hiperintelectuales, lo cual resultaría contradictorio. Pero, como sucede muchas veces, no tiene toda la razón. No la tiene, porque yo creo que el ataque a fondo a estos moldes de vida viciados y falsos en que nos movemos, no se hace en Rayuela con armas intelectuales. (...) lo que le da a Rayuela, creo, su eficacia última, el impacto a veces terrible que ha tenido en muchos lectores, es otra cosa: es lo de abajo, los episodios irracionales, los asomos a dimensiones donde la inteligencia es como un nadador sin agua. Pero esto ya no lo puedo explicar; usted sabrá si lo ha sentido como lo sentí yo al escribirlo. La verdad es que sin esas subyacencias, que son para mí lo único que cuenta de verdad en el libro, yo habría escrito otra novela “inteligente” más. Y vaya si las hay... (Cartas 1937-1963, Madrid, Santillana, 2002, p. 671)

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El «estado de gracia» y el texto

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Tras analizar el modo en que El hombre nuevo trata el «estado de gracia» y sus relaciones con el autor, por un lado, y con el lector, por el otro, tan sólo nos falta abordar la relación de esta misma cuestión con el texto, es decir, con Rayuela. Recordemos que éste era el punto más débil en el artículo de Luís Harss, para quien este aspecto en particular merecía tan sólo una sola frase, caracterizada además por una gran vaguedad; para el crítico argentino, la cuestión quedaba resulta así: “Lo esencial de una escena –decía en la página 695- se va desarrollando en el texto como un hilo invisible”. Esto es a todas luces insuficiente para dar cuenta de lo que el propio texto de Rayuela describe de este otro modo, en el capítulo 97:

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Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?

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Graciela Maturo va a concederle a esto un papel bastante más destacado de lo que hiciera Harss; y no sólo para proferir afirmaciones mucho más contundentes, sino también para señalar la necesaria relación entre la existencia de un «segundo texto» y el efecto de extrañamiento vivido tanto por el autor como por el lector (las cursivas, en el original):

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Situaciones absolutamente reales alternan con otras que sólo lo son desde un punto de vista analógico, como figuras de referencia a los planos profundos de la vida y del pensamiento. El argumento va por debajo; hay, sin lugar a dudas, un desarrollo interior al que apuntan las instancias, los diálogos, las situaciones. Este “argumento”, que justifica plenamente la esperanza de Cortázar en un diálogo con cierto y remoto lector, se hace más incitante que trama novelesca alguna; se vuelve aventura compartida, implicación mental y existencial del lector en un recorrido que lo hace, efectivamente, “un camarada de camino” del autor. (p. 89)

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Aunque el ensayo no desarrolla mucho esta idea, su autora la considerará lo suficientemente importante como para recogerla luego en la síntesis que realizó para la segunda edición de su libro, en 2004 (las cursivas, aquí, en el original):

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La línea de estudio que abordaba, sin excluir otros enfoques, se centró principalmente en una fenomenología del texto que privilegió las figuras simbólicas, los entramados míticos, las alusiones, metáforas y otras unidades de sentido que se me evidenciaron como signos de un texto recóndito, algunas veces explícito. (2ª ed., p.5)

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“El argumento va por debajo”: esta sola frase constituye un avance espectacular con respecto a las ambiguas declaraciones de Luís Harss. Y en seguida le pone mayor énfasis, con ese “sin lugar a dudas”. Y luego añade que la lectura de ese otro texto “se hace más incitante que trama novelesca alguna”: de este modo, la autora está casi expresando toda mi Teoría del Entusiasmo. ¿No se deduce de esas palabras que el «argumento subterráneo» debe ser algo distinto a una novela? ¿No es precisamente el entusiasmo el colmo de toda «incitación»? ¿No son esas metáforas, alusiones y entramados míticos enumerados por Maturo un desglose de lo que en otro momento he denominado “Vector de Transfiguración Textual”?

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Por otro lado: pese a hablar de la existencia de un argumento subterráneo; y pese a repetir, más de treinta años después, la idea de la existencia de un “texto recóndito”, el ensayo de Maturo no dice nada sobre cuáles puedan ser los contenidos de ese otro texto. De este modo, no expresa nada que permita inferir una lectura suya del Rayuela insólito; no hay ninguna alusión a la repetición de un episodio, ni a la crónica de una locura, ni siquiera a los “despedida, grito y muerte” del capítulo 97. De hecho, de haber accedido realmente a la dimensión subterránea del sentido de Rayuela, más allá de lo que constituye una mera intuición de su existencia, las alusiones de la autora a ese texto otro habrían rebasado lógicamente el marco de esos meros apuntes, para convertirse, quizá, en el eje central de su discurso. En mi opinión, Graciela Maturo llegó tan lejos como se puede llegar en la lectura de Rayuela… cuando uno se mantiene en los márgenes aforados de la conciencia.

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Su libro aísla y señala los principales componentes de ese libro magnífico, efectivamente; pero la mayoría de ellos quedan apenas esbozados. Esos componentes están orientados en la dirección adecuada, pero todos ellos apuntan -por separado y conjuntamente- a un horizonte que permanece siempre brumoso y sin ninguna definición. Y sin embargo, ese horizonte existe realmente; pero sólo puede adquirir su plena dilucidación cuando el lector llega realmente a desaforarse, a excentrarse, a descubrirse. Yo me atrevo a decir que nuestra autora, definitivamente, no llegó a dialogar con don Julio Florencio Cortázar desde la altura procurada por el «estado de gracia»; no hubo discipulaje, no llegó a darse una doña Graciela Maturo, una chamán que llevase tal nombre. La autora de El hombre nuevo llegó hasta los límites más altos del hombre viejo; y ahí se quedó.

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Con respecto a “La cachetada metafísica”, El hombre nuevo abarca más aspectos fundamentales relativos al Rayuela insólito, y con mayor énfasis. Sin embargo, da la impresión que Maturo dé por resuelta la cuestión, como si con su texto lograse dar verdadera cuenta de los misterios del libro. En cambio, Harss tuvo la humildad de afirmar que el libro tiene secretos que él no lograba penetrar; y llegó a formular también, como una pregunta lanzada al aire, el desafío que supone tratar de transmitir algo que en el fondo es inefable. En el libro de Maturo no hay nada parecido.

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El hombre nuevo y el esquema fenomenológico

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En la entrada del 21 de agosto (“Entusiasmosofía (II): Factores y vectores del Rayuela insólito”) les ofrecía yo el esquema completo de los elementos que toman parte en el Rayuela insólito, con este resultado:

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C ParedroR insólitoL Paredro

¦…...........................……¦….…….……...……¦

----------------------------------------------------------

¦…..............................…..¦….………....………¦

C……….……...R 155……………...L

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Aquí se establecen los dos niveles ontognoseológicos que participan en el asunto, discriminados mediante el cambio de color: en la línea inferior negra, que representa la Cognosfera (lo conocido), hallamos los factores C (el autor, Cortázar, en el estado ordinario de conciencia), R 155 (la versión salteada de Rayuela) y L (el lector, en el estado ordinario de conciencia). En la línea superior gris, que representa la Incognosfera (lo desconocido), vemos representados los factores C Paredro (el autor salido de sí mismo), R insólito (el Rayuela insólito) y L Paredro (el lector salido de sí mismo). La línea horizontal de guiones representa la Epistemoclina, la barrera legal que separa la conocido de lo desconocido. Y las tres líneas verticales segmentadas señalan lo que entonces denominé “vectores de tránsito”, a saber: el swing, el Vector de Transfiguración Textual y el Entusiasmo, respectivamente; estos son los elementos que permiten el salto de un nivel al otro. (Los puntos suspensivos no tienen ningún significado: pero los necesito para suplir, precariamente, la falta de tabulador en el Editor de este blog).

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Si superponemos este esquema al ensayo de Graciela Maturo, podemos ver rápidamente cuáles son los elementos que quedan minimizados (con un paréntesis) o directamente desatendidos (con doble paréntesis) por la autora argentina:

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C Paredro....((R insólito))....((L Paredro))

((¦))……...................(¦)…..………...…(¦)

----------------------------------------------------------

((¦))…..................…..(¦)….…….…...…(¦)

C…..…….…..R 155….…….L

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Y de este modo seguimos avanzando, por nuestra «vía negativa», desbrozando trabajosamente el camino por donde debía fluir libremente la luz que emana de Rayuela.

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