Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

Mostrando entradas con la etiqueta Stephan Zweig. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Stephan Zweig. Mostrar todas las entradas

25 de mayo de 2012

Entusiasmosofía (VII)

·

Tiempo atrás vimos en este blog el relato de la composición de la Marsellesa, tal como lo cuenta Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad, para ilustrar los mecanismos cognitivos implicados por la cuestión del Rayuela insólito (véase artículo del 12/9/2010). De ese mismo libro de Zweig quiero reproducir ahora, en la sección de Entusiasmosofía, parte del capítulo dedicado a Händel, en el que el escritor austríaco, con la maestría que le es propia, nos muestra un hermoso y emotivo episodio de creación. La Gracia tiene en ello un protagonismo decisivo; he aquí lo que lo hace pertinente para nosotros.

·

El capítulo lleva por título «La Resurrección de Georg Friedrich Händel. 21 de agosto de 1741» (Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas , Barcelona, Acantilado, 2002, trad. por Berta Vias Mahou, pp. 95 a 119). Mi selección abarca desde la página 102 hasta la 111; para centrarme en la cuestión de la Gracia, prescindo del primer episodio relatado por Zweig, que describe un fuerte ataque de apoplejía sufrido por Händel unos años antes de lo que viene a continuación, y del que se recuperaría de forma milagrosa. Prescindo también del resto del capítulo (pp. 112-119), que relata la exitosa recepción de El Mesías, su filantrópico destino, y la muerte del compositor. Más allá de mi selección, me abstengo de realizar cualquier comentario para conducir el agua del texto al molino de mi Entusiasmo: el propio Zweig lo hace mucho mejor de lo que yo podría.

·

* * *

·

El Mesías de Händel, por Zweig

(extracto)

·

En el año 1740 Händel se siente de nuevo un hombre vencido, arruinado, escoria y ceniza del prestigio de otro tiempo. (...) Por primera vez, este hombre colosal se siente cansado. Por primera vez, el espléndido combatiente se ve vencido. Por primera vez, agotada, la sagrada corriente del placer creador, que desde hace treinta y cinco años desbordara fecunda todo un mundo, se paraliza. De nuevo, se ha terminado. De nuevo. Y el desesperado lo sabe o cree saberlo. Se ha terminado para siempre. ¿Para qué me permitió Dios resucitar tras mi enfermedad, si los hombres vuelven a sepultarme?, suspira. Sería mejor que hubiera muerto, en lugar de, como una sombra de mí mismo, vagar por este mundo helado, vacío. Y en su rabia a veces murmura las palabras de aquel que fue colgado en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

·

(...) Durante esos meses Händel anda vagando de noche por Londres. Sólo muy tarde se atreve a salir de su casa, pues durante el día los acreedores esperan ante la puerta con los pagarés vencidos, para atraparle. (...) [En ocasiones] se sienta en una taberna. Pero a quien conoce la elevada embriaguez, dichosa y pura, de crear, le repugna el aguardiente de mala calidad. Y a veces, desde el puente clava la vista en el Támesis, en la negra y muda corriente nocturna. Y se pregunta si no sería mejor librarse de todo en un decidido impulso, para no tener que seguir cargando con el fardo de ese vacío, ni con ese horror a la soledad, abandonado por Dios y por los hombres.

·

Una vez más había estado vagando de noche. Aquel 21 de agosto de 1741 había sido un día de calor insoportable. Como metal fundido, el cielo se cernía sofocante y bochornoso sobre Londres. Al anochecer Händel había salido a respirar un poco de aire en Green Park. Allí, a la sombra insondable de los árboles, donde nadie podía verle, donde nadie podía importunarle, se había sentado, rendido, pues aquel cansancio pesaba sobre él como una enfermedad. Cansancio de hablar, cansancio de vivir. Y, ¿para qué o para quién? Como un borracho, se dirigió hacia su casa (...) movido por un único pensamiento, un único afán. Dormir, dormir, no saber nada más, sólo reposar, descansar, a ser posible para siempre. (...) Por fin estaba en su habitación. Encendió el mechero y prendió la vela sobre el atril. Lo hizo sin pensar, de una manera mecánica, como lo había hecho durante años para sentarse a trabajar. Pues en otro tiempo –un lastimero suspiro escapó involuntario por entre sus labios– de cada uno de sus paseos traía a casa una melodía, un tema. Y a la vuelta siempre los anotaba con precipitación, para no perder durante el sueño lo que se le había ocurrido. Ahora, en cambio, la mesa estaba vacía. No había allí ninguna partitura. La rueda del molino sagrado seguía quieta en la corriente helada. No había nada que empezar. Nada que terminar. La mesa estaba vacía.

·

Pero, no. ¡No estaba vacía! ¿No brillaba allí sobre el claro rectángulo un papel, algo blanco? Händel lo cogió. Era un paquete, y vio que tenía algo escrito. Al instante, rompió el sello. Encima había una carta, una carta de Jennens, el poeta que había compuesto para él el texto de Saúl y de Israel en Egipto. Le envía, dice, una nueva composición y espera que, misericordioso, el gran genio de la música, el phoenix musicae, se apiade de sus pobres palabras, y que con sus alas las transporte por el éter de la inmortalidad.

·

Händel se estremeció, como rozado por algo desagradable. ¿Acaso Jennens quería burlarse de él, de él, del agonizante, del paralítico? Rasgó la carta, la arrugó y, arrojándola al suelo, la pisoteó.

·

–¡Desgraciado! ¡Canalla! –bramó.

·

Aquel inoportuno le había alcanzado en su herida más honda, más ardiente, desgarrándole hasta las entrañas, llegando hasta la más acibarada amargura de su alma. Furioso, sopló la vela, tanteó desconcertado hasta su dormitorio y se echó sobre la cama. Las lágrimas acudieron de pronto a sus ojos, y todo su cuerpo tembló con la rabia de su impotencia. ¡Maldito mundo, en el que aún se burlan del desvalido y en el que se atormenta al que sufre! ¿Por qué llamarle a él, al que se le había helado el corazón y al que ya no le quedaban fuerzas? ¿Por qué pedirle una de sus obras, cuando se le había paralizado el alma y sus sentidos no tenían ya vida alguna? Y ahora, a dormir, insensible como un animal. A olvidar. A dejar de ser. Pesadamente, aquel hombre alterado, perdido, se echó sobre su cama.

·

Pero no pudo dormir. En él crecía la inquietud, una inquietud revuelta por la cólera, como el mar por una tormenta, una maligna y misteriosa inquietud. Se giró hacia el lado derecho y de nuevo se dio la vuelta hacia el izquierdo, y cada vez estaba más despierto. ¿No debería levantarse y examinar las palabras del texto? Pero, no, ¿qué efecto podía tener ya la palabra sobre él, el muerto? No, ya no había consuelo para él, a quien Dios había dejado caer en el abismo, apartándole de la corriente sagrada de la vida. Y, sin embargo, aún palpitaba en él un impulso, misteriosamente deseoso de saber. Y su impotencia no pudo sustraerse a ella. Händel se levantó, volvió a su gabinete y con las manos temblorosas por la emoción encendió de nuevo la luz. ¿Acaso un milagro no le había librado ya una vez de la parálisis del cuerpo? Tal vez Dios conociera también el remedio y el consuelo para el alma. Händel alzó el candelabro y lo acercó a aquellas hojas. El Mesías, ponía en la primera página. ¡Ah, de nuevo un oratorio! Los últimos habían sido un fracaso. Pero, intranquilo como estaba, volvió la hoja y comenzó a leer.

·

Con las primeras palabras se estremeció. «Comfort ye». Así empezaba el texto. ¡Consolaos! Aquella palabra era como un sortilegio. Aquella palabra... No, no era una palabra, sino una respuesta, divina, una llamada angelical desde el cielo cubierto a su abatido corazón. Consolaos. Cómo sonaba aquella palabra creadora, edificante, cómo sacudía el interior de su alma atemorizada. Y apenas leída, apenas barruntada, Händel la oyó convertida en música, suspendida en las notas, convertida en una llamada, en un susurro, en un canto. ¡Qué felicidad! Las puertas se habían abierto. Volvía a sentir, volvía a oír la música.

·

Las manos le temblaban mientras pasaba una página tras otra. Sí, había sido llamado, invocado. Cada una de aquellas palabras penetraba en él con un poder irresistible. «Thus saith the Lord». Así habló el Señor. ¿Aquellas palabras no eran para él, para él solo? ¿No era aquella la misma mano que le había arrojado al suelo y que después con su gracia le había levantado? «And he shall purify». Él os purificará. Sí, aquello le había sucedido a él. Y de una vez, las tinieblas fueron barridas de su corazón. Irrumpió la claridad y la pureza cristalina de una luz melodiosa. ¿Quién podía haber concedido tal poder reparador a la pluma de Jennens, a aquel poetastro de Gopsall, sino Él, el único que sabía de su desamparo? «That they may offer unto the Lord» Que ofrezcan sacrificios al Señor. Sí, encender una llama de sacrificio que brote del corazón ardiente, que llegue hasta el cielo, para dar respuesta, una respuesta a esa formidable llamada. Aquél «Proclama con fuerza tu palabra» era para él, sólo para él. Ah, proclamar aquello, proclamarlo con la impetuosidad de estremecedoras trompetas, del coro arrebatado, con el estruendo del órgano, y que una vez más, como el primer día, la palabra, el logos sagrado, despierte a los hombres, a todos ellos, a los otros, que aún caminan desesperados por la oscuridad. Pues en verdad «Behold, darkness shall cover the earth», la oscuridad cubre la Tierra. Y ellos aún no conocen la dicha de la redención que en ese instante ha tenido lugar para él. Y apenas lo ha leído, ya bulle en él a borbotones, plenamente formada, la exclamación de gratitud: «Wonderful, counsellor, the mighty God». Consejero admirable, Dios todopoderoso. Sí, ensalzarle, al Altísimo, que conocía el remedio y lo llevó a cabo. A Él, que devolvía la paz al corazón conturbado. «Pues el ángel del Señor se presentó ante ellos». Sí, con alas de plata había descendido hasta su cuarto. Y le había rozado y le había redimido. Cömo no agradecerlo, cómo no dar gritos de alegría y de júbilo con mil voces unidas a la suya propia. Cómo no cantar y glorificarle: «¡Glory to God!».

·

Händel inclinó la cabeza sobre las páginas, como bajo una fuerte tormenta. Todo el cansancio había desaparecido. Jamás había sentido así su propia fuerza. Nunca antes había sentido que fluyera de ese modo, sin interrupción, toda aquella alegría creadora. Y una vez más las palabras caían sobre él como chorros de luz cálida y disolvente, cada una dirigida a su corazón, implorando, liberando. «Rejoice.» Regocijaos. Cuando, magnífico, se desató el canto de aquel coro, él levantó la cabeza maquinalmente, y los brazos se estiraron. «Él es el verdadero Redentor.» Sí, quería dar testimonio de ello, como no lo había hecho ningún otro mortal. Y como un rótulo luminoso elevar su testimonio sobre el mundo. Sólo el que ha sufrido mucho conoce la dicha. Sólo el que ha sido puesto a prueba vislumbra la última bondad de la gracia. Y él debe dar fe ante los hombres de la resurrección, por amor al que ha sufrido la muerte. (...) No, Dios no había dejado que su alma permaneciera en la tumba de su desesperación, ni en el infierno de su impotencia. A él, un hombre constreñido, olvidado. No, le había vuelto a llamar, para que llevara a los hombres un mensaje de alegría. «Lift up your heads.» Levantad la cabeza. Aquello, aquel gran mandato de anunciación, brotaba resonando desde su interior. Y de pronto se estremeció, pues allí, escrito por la mano del pobre Jennens, ponía: «The Lord gave the word.»

·

Se quedó sin respiración. Había allí una verdad expresada por un hombre cualquiera. El Señor le había concedido la palabra. Le había sido dada desde arriba. «The Lord gave the word.» De Él venía la palabra. De Él, el sonido. De Él, la gracia. Y a Él había de volver. Había que elevarlo hacia Él con la marea del corazón. Cantar un himno de alabanza hacia Él era el deber y el deseo de cualquier creador. Ah, entenderla y retenerla, elevarla y sacudirla, la palabra, extenderla y propagarla, para que fuera tan amplia como la Tierra, para que englobara todo el júbilo de la existencia, para que fuera tan grande como Dios, que la había concedido. Ah, la palabra, mortal y perecedera, reconvertida en eternidad por la belleza y por un entusiasmo sin límites. Y allí estaba escrita, allí sonaba, la palabra que podía ser repetida, transformada hasta el infinito. Allí estaba: «¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! » Sí, había que reunir todas las voces de la Tierra, las claras y las oscuras, la enérgica del hombre, la flexible de la mujer, hincharlas, aumentarlas y modificarlas, enlazarlas y separarlas en rítmicos coros, dejar que ascendieran por la escalera de Jacob de los tonos. (...) ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! Con aquella palabra, con aquella gratitud, crear un grito de júbilo que desde la Tierra resonara de vuelta hasta el Creador de todas las cosas.

·

Las lágrimas oscurecieron los ojos de Händel. Tan formidable era la devoción que le oprimía. Aún quedaban páginas por leer, la tercera parte del oratorio. Pero tras aquel «¡Aleluya! ¡Aleluya!» no pudo continuar. Aquel regocijo vocal le colmaba, se tensaba y expandía, y dolía como un fuego líquido que quisiera salir a chorros, desbordarse. Ah, cómo apremiaba, cómo oprimía, pues quería salir de su interior. Quería subir y regresar al cielo. Con precipitación, Händel agarró la pluma. Y trazó unas cuantas notas. Uno tras otro, los signos se formaban con una mágica rapidez. No podía detenerse; como un barco con la vela hinchada por la tempestad siguió adelante, adelante. A su alrededor, la noche guardaba silencio, y una húmeda oscuridad se cernía sobre la gran urbe. Pero en él la luz discurría como un torrente. E imperceptiblemente la habitación resonaba con la música del universo.

·

(...) En tres semanas Händel no abandonó la habitación. Cuando le traían la comida, precipitadamente desmenuzaba con la mano izquierda unas cuantas migas de pan, mientras la derecha seguía escribiendo, pues no podía parar, era como si le hubiera sobrevenido una gran borrachera. (...) Durante aquellas semanas Georg Friedrich Händel perdió la noción del tiempo, de las horas. Ya no diferenciaba el día de la noche. Vivía por completo en aquella esfera en la que el tiempo sólo se mide por el ritmo y el compás. Se agitaba arrastrado tan sólo por la corriente que brotaba de sí mismo, cada vez más salvaje, cada vez más apremiante a medida que la obra se acercaba a la sagrada catarata, al final. (...) En toda su vida, jamás le había sobrevenido un arrebato creador como aquél. Jamás había vivido ni experminetado la música de aquel modo.

·

Al fin, al cabo de tres semanas –algo inconcebible aún hoy y para siempre–, el 14 de septiembre la obra estaba terminada. La palabra se había hecho música. Inmarchitable, florecía y resonaba lo que hasta entonces sólo era un discurso seco, descarnado. El alma inflamada había realizado el milagro de la voluntad, como en otro tiempo sobre el cuerpo paralizado el de la resurrección. Todo estaba escrito, creado, trazado, desplegado en melodía, en impulso. Sólo faltaba una palabra, la última: «Amén» (...) Y como el aliento divino, su fervor penetró en esas notas finales de su gran oración, que resultaron tan amplias como la Tierra y se llenaron de su plenitud. (...) colmó todas las esferas, como si en aquella triunfal melodía de agradecimiento también cantaran los ángeles, y el techo, con ese eterno «¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!», saltara hecho pedazos sobre él.

·

·

·

10 de octubre de 2010

Casuística (4): Rayuela

·

En los artículos anteriores de este blog hemos expuesto la casuística sobre el fenómeno que hemos denominado “las dos conciencias”, y que podemos formular así: ciertos estados no ordinarios de conciencia funcionan como compartimientos cognitivos independientes, y sus contenidos cabales no son recuperables desde el estado de conciencia ordinario. En Casuística (1) hemos visto esta circunstancia en el relato del aprendizaje de la brujería por parte de Carlos Castaneda; en Casuística (2), en el argumento de La piedra lunar de Wilkie Collins; y en Casuística (3), en el relato de la recepción de “La marsellesa” tal como lo refiere el escritor austríaco Stefan Zweig. Cada uno de esos casos tiene su idiosincracia: incumbe a ciertos individuos (a esto le llamaremos alcance) y se somete a distintos expedientes de generación de los “segundos estados” (a saber: por inducción, ya sea natural o artificial, o de forma espontánea). Veamos cómo se concretan estas variables particularmente:

·

En Castaneda, el asunto de las ‘dos conciencias’ pertenece al ámbito del aprendizaje de los brujos toltecas: su dominio es una de las maestrías que deben adquirir los sujetos para alcanzar la condición de brujo. Aquí el acceso a la “segunda conciencia” (la “conciencia acrecentada” o “segunda atención”) se logra para el sujeto –una persona real- mediante un procedimiento únicamente conocido y manejado por los brujos: una manipulación realizada sobre el cuerpo energético del brujo por parte de su líder o nagual. Se trata, por tanto, y hasta que el individuo no adquiere la maestría del asunto para sí mismo, de un estado inducido, e inducido de forma natural, y su alcance se mantiene dentro del exclusivo círculo de los brujos toltecas. Para quien no pertenece a ese círculo –lo que incluye al propio lector de Castaneda-, el asunto es en el fondo es diletantismo, o mera especulación.

·

En La piedra lunar de Wilkie Collins el tema forma parte del argumento de la novela policíaca, configurando un giro inusitado del mismo, y por tanto debe situarse en el universo ficcional generado por el novelista. Aquí el sujeto –Franklin Blake, un personaje ficticio- vive su episodio de “segunda conciencia” (intoxicación por opio) como resultado de la ingestión de sustancias psicoactivas; es un estado también inducido, como en el anterior caso, pero ahora artificialmente. Por cuanto el sujeto es un personaje ficticio, aquí deberíamos decir que no existe un alcance real o efectivo de la cuestión (excepto por lo que pueda incumbir al propio autor del libro, en la medida en que éste hubiera vivido la experiencia de la que habla; de esto ya hablamos al analizar los extractos del libro). En todo caso, para el lector de esta novela el asunto se mantiene siempre dentro de los límites del disfrute intelectual y estético; el lector asiste como mero espectador al relato de una alteración de conciencia que no lo incluye. Así pues, en última instancia, como en el caso anterior, es diletantismo.

·

En el caso de ‘La marsellesa’ el asunto de “las dos conciencias” es un fenómeno en el que participan, de forma involuntaria e imprevista, el creador de la canción y algunos de sus receptores. Los sujetos acceden a la “segunda conciencia” (la inspiración) por vía del arrebato, ya sea creativo, en el caso de Rouget de Lisle, ya sea por la actitud entusiasta con que interpretan la canción, como lo hace Mireur. Por tanto, ya no es propiamente un estado inducido, sino generado en el sujeto de forma espontánea; en función de su predisposición, eso sí, y sobre la base material de una partitura, de una canción (su ritmo, su melodía, sus armonías...). En consecuencia, el alcance que adquiere este caso puede llegar hasta cualquiera de nosotros, según nuestra propia predisposición, en la medida en que esa canción logre arrebatarnos también a cada uno. Esta predisposición es un asunto clave; por supuesto, podemos escuchar “La Marsellesa” con mera complacencia, tal como hicieron los primerísimos receptores de la obra: cómodamente sentados en el sillón de nuestra casa, y sin sentir para nada ese arrebato. De ese mismo modo podemos leer el episodio de los Momentos estelares de la humanidad o La piedra lunar de Collins y disfrutar de ellos en el mismo sentido meramente esteticista. Pero en este caso tenemos “La Marsellesa” ahí, como una realidad a la que todos tenemos acceso, y podemos experimentar con ella: podemos cantarla con entusiasmo y ver como la propia canción nos levanta del sillón y nos saca a la calle con ágiles pasos y el corazón encendido, bien dispuestos a la lucha. Ya no se trata entonces de mera especulación, sino de la posibilidad real de enervarnos con la canción, o sea, de participar en el arrebato.

·

Ahora, en este nuevo capítulo de la serie, quiero agregar el título de Rayuela a esta exigua lista, en tanto que caso número 4, y también, como los otros tres, con una idiosincracia que lo hace distinto a los demás: se trata ahora de un caso que implica al autor del libro y también a su lector activo, mediante una inducción premeditada y calculada por el autor. Los sujetos implicados acceden aquí a la “segunda conciencia” mediante unos expedientes de actividad determinados: el autor –Cortázar- accedía a su célebre swing, a su trance creativo, mediante sus propios procedimientos de inmersión –¿rituales de composición?- en el proceso de escritura; a su vez, el lector de Rayuela –el lector cómplice- puede acceder al estado de entusiasmo en función de su participación, en la medida en que se involucre en el juego textual tramado por el autor en las páginas del libro. La versión salteada de la obra es un artefacto textual concebido con ese propósito; inducir la conciencia del lector a un état second. En otras palabras; Rayuela es, sobre todo, dos libros: un libro para leer en el estado normal de conciencia, y otro libro, insólito, para leer en un estado de conciencia arrebatado.

·

Aunque estemos tratando de un libro como en el caso de Collins, aquí el asunto es muy distinto, puesto que ya no se trata de un episodio que el sujeto deba contemplar desde la distancia. El alcance de este caso no se inscribe en el ámbito del universo ficcional de la obra, sino en el ámbito de las relaciones reales entre el sujeto real que escribe y el sujeto real que lee. Así pues, frente al carácter intraliterario del libro de Collins, el asunto de las “dos conciencias” en el libro de Cortázar se sitúa en un plano extraliterario o ‘comunicativo’. Al lector de este último libro no se le pide, como en el caso de Collins, que asista como espectador a un episodio ficticio de alteración de la conciencia; sino que, por el contrario, se le invita a vivir, a través del libro, su propio episodio. Ya no se trata de dilentantismo, sino –y vehementemente- de todo lo contrario. Lo cual guarda una estrecha relación con el carácter de libro vivo que, según sostiene su autor, tiene Rayuela.

·

El requisito de participación que Cortázar solicita del lector cómplice aproxima este caso al de La Marsellesa, por cuanto se trata de dejarse arrebatar por el sustrato material de la obra de arte; se precisa, por tanto, de una determinada predisposición. Por otro lado, el carácter inducido de este nuevo caso lo emparenta con el de Castaneda, pues ya no se trata de algo que surge –o no- de forma espontánea, como en el caso de la canción de Rouget de Lisle, sino que se genera en aras de procedimientos relativos a la maestría literaria de Cortázar. Y es que el escritor asume aquí para su lector las mismas funciones inductoras que ejerce el brujo tolteca para quien sea su aprendiz.

·

Cortázar induce al lector cómplice de Rayuela a un estado no ordinario de conciencia. Esto es, precisamente, lo que lleva al autor argentino a tildarse a sí mismo de “pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon”: ¡en el cap. 82, o sea, nuestro “texto matriz”, el mismo capítulo del swing! Esa función chamánica de Cortázar es condición necesaria para que el lector del libro llegue efectivamente a ese ‘segundo estado’; necesaria, efectivamente, pero no suficiente. Insistimos: se precisa también, sine qua non, de la participación activa del lector. Lo que nos permite decir, parafraseando a la inversa el poema del Cid, que Cortázar sería un buen señor si tuviese un buen vasallo.

·

En el cap. 79 se nos dice (la cursiva es del propio Cortázar):

·

Posibilidad tercera: la de hacer del lector un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo: sólo vale la materia en gestación, la inmediatez vivencial

·

Y es ahí mismo, justo a continuación, donde Cortázar habla de ese lector cómplice como mon semblable, mon frère; su igual, aquél capaz de vivir la misma experiencia –el arrebato- por la que pasa el novelista.

·

Volvamos a formular la cuestión, aunando ahora todos los elementos: desde su propio estado no ordinario de conciencia (el swing, el “balanceo rítmico”) Cortázar concibió Rayuela (eso sí, en su versión salteada) como un artefacto textual dirigido a generar un estado no ordinario de conciencia en su lector cómplice, un estado desde el cual el libro revelase unos contenidos distintos a los que muestra la versión para “lectores pasivos”. La “Carta delatora” (véase la web www.expedienteamarillo.com) nos revela cuál es la diferencia final de contenidos entre una versión y otra: en el estado ordinario de conciencia, tenemos un libro con un argumento lineal; en el estado de conciencia alterado nos enfrentamos, en cambio, a un libro en el que se repite -con variaciones, como en una pieza de jazz- un mismo episodio. Se trata por tanto, en ese segundo libro, y para decirlo todavía de otro modo, de una comunicación de loco a loco, de la que queda excluído quien no logre participar de esa locura. Es en estos términos que Rayuela deviene un nuevo caso –desconocido y estupendo caso- para ilustrar el fenómeno de “las dos conciencias”.

·

Para quien haya seguido el hilo de nuestro blog desde su inicio, no estamos aportando todavía nada nuevo; todo lo dicho hoy será de algún modo un ya visto. Así es: en su momento expusimos los otros tres casos, manteniendo siempre Rayuela a la vista; y desde el principio insistimos en afirmar que el libro de Cortázar obedece a una lógica hasta cierto punto homologable a los casos referidos por Castaneda, Collins o Zweig. Pero frente a esos otros tres casos, todas esas afirmaciones concernientes a Rayuela se pronunciaron de forma aparentemente gratuita, sin ninguna demostración, sin ningún ejemplo sobre el terreno –o sea, sobre el propio texto del libro-. Hasta ahora no hemos hecho sino el preámbulo a la cuestión central de nuestro discurso, y ahora sería llegado el momento de aportar esos ejemplos. Pero hay un no obstante.

·

Nos enfrentamos aquí, llegados a este punto, con un problema, o, mejor, con todo un vasto complejo problemático. Este complejo deriva precisamente de la propia idiosincracia del caso con que ahora tratamos: y es que no se pueden poner ejemplos de Rayuela sin poner al descubierto –y por lo tanto en peligro- los mecanismos textuales previstos por Cortázar para generar en el lector ese estado otro de conciencia. Esos mecanismos son un pasaje al estado otro de conciencia, determinan el acceso al mismo, son ese mismo acceso; son las condiciones de posibilidad que permiten acceder a una cierta locura o excentramiento del lector. Han funcionado por lo menos con un lector: yo mismo. Y ahora se trataría de ver si funcionan en otros casos: el de usted, por ejemplo, que está leyendo estas líneas mías. Pero no se trata de que yo le diga el qué ni el cómo, yo no pinto casi nada aquí: por el contrario, se trataría de que usted acepte a Cortázar como chamán, de que descubra lo que sea por sí mismo, leyendo Rayuela y participando activamente de su juego.

·

No hay otra manera. El mismo Julio Cortázar guardó silencio sobre todo este asunto, como un bellaco, durante los veinte años que sobrevivió a la publicación de Rayuela, precisamente con ese mismo propósito: permitir que fueran los lectores de su libro quienes lo descubrieran por sí mismos. Un velo de silencio oculta y protege el otro libro de Rayuela, y filtra a sus posibles lectores, dejando pasar tan sólo a los semblables de Cortázar, a sus frères: los lectores activos, los lectores cómplices. ¿Con qué derecho podemos traicionar nosotros, ahora, ese silencio? Podríamos, sin duda, con los derechos que se autoconcede el filólogo moderno y los métodos que le caracterizan; pero es que Cortázar concibió un libro vivo, cuyos misterios debían escapar a la ávidas garras taxidermísticas de los filólogos modernos. La exégesis del Rayuela insólito debe permanecer, para preservar la idiosincracia del libro, fuera de los cauces de la crítica convencional; y eso incluye los ejemplos, es decir, que los excluye de la discusión. El libro otro de Rayuela se descubre en bloque, o no se descubre. Así pues, no cabe esperar ejemplos, no es esa la vía. Sino esta otra: ¡¡entusiásmense, diablos!!

·

Pero, por otro lado, si no podemos poner ejemplos, si no podemos hablar de ello, ¿qué podemos hacer? Callar, desde el principio, y dejar la cuestión en manos de los lectores de Rayuela tal como hizo Cortázar, hubiera sido sin duda lo más prudente. Pero a estas alturas lo de ser prudente ya no tiene cabida, pues ya hemos dicho demasiado. Pero es que me gusta escribir este blog. Así pues, voy a plantear cuáles son las líneas posibles de acción que se me ocurren para poder continuar:

·

1) La “vía participativa”:

·

Ésta es la primera y más importante, la que permitiría, incluso, prescindir de todas las demás: la que anima al lector a emprender la lectura de Rayuela desde el nuevo prisma que proponemos. Esto es, a nuestro juicio, lo deseable: que el lector acceda a esa lectura otra, al Rayuela insólito, por sí mismo. Ante esta cuestión me encuentro, yo frente a ustedes, en la misma situación en la que se encuentra el doctor Ezra Jennings ante el joven Franklin Blake, en el pasaje que ya analizamos de La Piedra Lunar: ¿cómo puedo yo convencerles de algo que uno mismo ha vivido y a lo que sólo puede accederse por la propia experiencia? Lo mejor es, sin duda, que el otro pase por esa misma experiencia. Ya hemos hecho hincapié en ello anteriormente, tanto en “la Carta Delatora” como en el Expediente Amarillo; y esta consigna ha sido, es y será en todo momento -hasta el hartazgo si cabe- el principal mensaje que queremos lanzar desde nuestro discurso.

·

2) La “vía razonante”:

·

La segunda línea posible de acción es la de mostrar que una circunstancia tal –la de un libro que se puede leer en dos estados de conciencia distintos- no sólo es posible, sino que, además, concretamente, Cortázar pudo concebirla a partir de la lectura de La piedra lunar de Collins. Que es algo pensable, y también posible, es precisamente lo que hemos querido demostrar con la serie de la Casuística desplegada hasta ahora. El fenómeno de las ‘dos conciencias’ ya ha sido pensado por lo menos por Castaneda, por Collins y por los testimonios que éste último aduce en su libro, y también por Zweig. Es además posible, tal como queda atestiguado por Zweig y por cualquiera que haya tenido constancia del proceso que vivió la partitura de La Marsellesa. Y es incluso experimentable, por añadidura, para cualquiera que haya percibido la diferencia entre escuchar la canción de De Lisle cómodamente sentado en un sofá y elevarse con ella bajo un estado de entusiasmo.

·

En cualquier caso, esto es indudable: Cortázar ya conocía el fenómeno en cuestión vía Collins, tal como atestigua su “Carta delatora”. De esto otro, quién sabe: tal vez llegó a conocerlo también vía Zweig, lo cual es cronológicamente posible, pero no hay ninguna constancia documental de ello. Y de lo siguiente sí hay constancia; conoció el asunto todavía una vez más, por una nueva vía que hasta ahora no hemos mentado: la de Pauwels y Bergier y su libro Le matin des magiciens. Este libro fue publicado en 1960, de modo que Cortázar lo leyó en pleno proceso de escritura de Rayuela (eso está claro, puesto que incluyó dos fragmentos del mismo en el capítulo 86). En las páginas de ese libro podemos leer una nueva formulación de nuestra hipótesis:

·

...la posesión y el manejo de tales técnicas y conocimientos exige del hombre estructuras mentales distintas de las propias del estado de vigilia ordinario, una situación de la inteligencia y del lenguaje en otro plano, de tal suerte que nada es comunicable al nivel del hombre ordinario.

·

Esta segunda vía de acción podría exprimirse todavía más, pero con lo dicho hasta ahora ya cumplo el expediente, según creo.

·

3) La “vía positiva”:

Hay una tercera línea de acción; que es la de seleccionar ciertos pasajes de Rayuela, o de otros textos de Cortázar, en los que se pueda ver formulada la misma idea que nosotros postulamos. O sea; se trata de ver cómo dice Cortázar lo mismo que estamos afirmando en estas páginas: que Rayuela es un libro concebido para dos estados de conciencia. Estrictamente, esos pasajes no serían propiamente ejemplos de la lectura otra del texto, opción que ya hemos dejado en manos del lector, sino pruebas de que Cortázar tenía la cuestión en mente mientras escribía su obra y de que quiso, por ende, dejar constancia de ello. A esta línea de acción la vamos a denominar “la vía positiva”, por cuanto podremos ver en ella que Cortázar, por más que siempre sea in speculum et in aenigmate, mostró explícitamente su juego. Ya hemos iniciado esta “vía positiva” con anterioridad, sacando a la palestra fragmentos de los capítulos 82 y 79, y en adelante seguiremos comiendo sus frutos; por el momento, como propina, reproducimos aquí lo que dice uno de los dos fragmentos de Le matin des magiciens que se reproducen en el cap. 86:

·

[el pensamiento binario] no puede incorporar a su propia estructura la realidad de las estructuras profundas que examina. Para conseguirlo, debería cambiar de estado, sería necesario que otras máquinas que las usuales se pusieran a funcionar en el cerebro, que el razonamiento binario fuese sustituido por una conciencia analógica que asumiera las formas y asimilara los ritmos inconcebibles de esas estructuras profundas...”

·

(Por cierto; les sugiero que comprueben a dónde conducen esos puntos suspensivos con los que Cortázar cierra la cita).

·

4) La “vía negativa”:

·

La cuarta línea de acción será, por contraste con la anterior, “la vía negativa”: en ella se trata de poner de manifiesto cómo la visión “filológica” de Rayuela deja sin respuesta o sin explicación muchos de los componentes de la obra. Y es que la interpretación tradicional del libro no logra dar cuenta cabal de su enorme complejidad: en última instancia, frente a los desafíos aparentemente insolubles que supone el texto, esa crítica acaba recurriendo a los conceptos fetiche del ‘absurdo’ y de la ‘libertad’. Para nosotros, la puesta al descubierto de los ‘agujeros negros’ que tiene la lectura de Rayuela en la visión común que se tiene del libro, o de las carencias, omisiones y contradicciones de la crítica cortazariana al uso, será una vía negativa que nos conducirá a ver la necesidad de implementar una comprensión nueva de la obra, acorde con nuestra hipótesis de un libro que debe leerse fuera de sí. Para ello veremos, en su momento, y por poner el ejemplo más destacable, todo lo relacionado con el affaire Galdós, como llamo yo a la discusión –irresuelta- entre ciertos críticos con respecto al peso y al valor que tiene la presencia de Benito Pérez Galdós y de su obra en el texto de Rayuela.

·

Esas son las cuatro vías de acción que yo propongo. La primera, la “vía participativa”, viene a ser como el estribillo de nuestra canción, que repite una y otra vez la frase: “hágaselo usted mismo”, y ahí se queda. De la “vía razonante” y su argumentación sobre el fenómeno de las “dos conciencias” ya hemos dado cuenta en los cuatro artículos de la serie de “Casuística”; podemos dar por liquidado el asunto, aunque quizá añadamos todavía alguna novedad a través de las Apócrifas morellianas quie iremos insertando en las jornadas de este blog. Nos quedan, por tanto, las líneas de acción 3 y 4, la ‘vía positiva’ y la ‘vía negativa’; ellas configuran el programa principal de lo que va a ser este blog. Nos vemos, si así lo desean, en el siguiente artículo.

·

·

·

12 de septiembre de 2010

Casuística (3): "La marsellesa" según Zweig

·

Leí La Piedra Lunar de Wilkie Collins en los días anteriores a un viaje que hice a Madrid para consultar la Biblioteca Cortázar de la Fundación Juan March. El grueso ejemplar que conseguí en aquel momento en la biblioteca, de tapa dura, resultaba demasiado voluminoso para mi apretada bolsa de viaje, de modo que decidí terminar su lectura antes de salir, y me dije que ya compraría cualquier otro libro en Madrid para amenizar las horas de vuelo y de espera en los aeropuertos.

·

Esa previsión tuve felices consecuencias para mi investigación. Al llegar a la capital española resonaban todavía en mi mente los ecos del inesperado hallazgo realizado en el libro de Collins: nuevos y valiosos testimonios para mi teoría del entusiasmo aplicada a Rayuela -cf. Casuística (2)-, que se sumaban al otro testimonio con que ya contaba, el de Carlos Castaneda -cf. Casuística (1)-. Pero nada permitía prever que el libro que allí acabé comprando, en una feria de libros de ocasión, y de forma completamente azarosa, iba a suministrarme un testimonio igualmente inesperado y todavía más valioso. Casi puedo decir que se me apareció, entre las cajas repletas, como un desafío, como un llamado, al que respondí de buena gana: se trataba de los Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas, de Stefan Zweig (Barcelona, Acantilado, 2002).

·

El quinto momento estelar escogido por Zweig en su selección es el origen del himno nacional francés: la crónica de la gestación y de la recepción de esta pieza musical constituye el capítulo que lleva por título “El genio de una noche. ‘La marsellesa’, 25 de abril de 1792”. Este capítulo, del que voy a transcribir diversos fragmentos a continuación, constituye, en efecto, un nuevo testimonio que avala mi hipótesis. Pero todavía hay más: esa deliciosa crónica del escritor austriaco, publicada en 1927, sobre los hechos relacionados con la ‘doble recepción’ del himno compuesto por Rouget de Lisle, adquirió inmediatamente ante mis ojos el aspecto de una sorprendente prefiguración de la “doble recepción” de Rayuela, aspecto que yo estaba investigando en la elaboración de mi Expediente Amarillo y del que estos Elementos para una Teoría del Entusiasmo son una consecuencia. Ante la evidencia, sólo cabe esta posibilidad: Zweig, a principios del siglo XX, tuvo una anticipación de Rayuela, de su condición de libro doble, así como de mi Expediente Amarillo, y escribió una alegoría profética sobre todo ello sobre la base de la composición de La marsellesa. La realidad no deja de sorprendernos. Veámoslo sobre el terreno:

·

Momento 1: La gestación de una obra

·

Tras una breve introducción al contexto general de la Francia de la época, Zweig empieza definitivamente su crónica dándonos a conocer los personajes y la situación. Estamos en Estrasburgo, año 1792:

·

Así, el burgomaestre Dietrich, sin darle importancia, como pidiendo un favor a un conocido, pregunta al capitán Rouget –que sin derecho alguno se ha ennoblecido a sí mismo y se hace llamar Rouget de Lisle- si no querría aprovechar tan patriótico pretexto y componer algo para las tropas que han de partir, un canto de guerra para el ejército del Rin que al día siguiente marchará contra el enemigo.

·

Rouget, un hombre discreto, insignificante, que nunca se consideró un gran compositor –sus versos jamás se editaron y sus óperas fueron rechazadas-, sabe que no le cuesta nada escribir versos de circunstancia. Para dar gusto al funcionario y al buen amigo, se declara dispuesto. Sí, lo va a intentar.

·

El ambiente original que sirve de contexto para la composición de la obra, por tanto, es el de una pequeña y provinciana élite funcionarial y militar. Sin embargo, lo que acontecerá esa noche, la del 25 de abril, supera con creces los límites de ese contexto: la súbita aparición del genio.

·

Medio inconsciente, escribe las dos primeras líneas (...).

·

Allons, enfants de la patrie,

Le jour de gloire est arrivé!

·

Después se detiene y se queda desconcertado. No suena mal. El principio es bueno. Ahora sólo falta encontrar el ritmo adecuado, la melodía para esas palabras. Saca su violín del armario. Ensaya. Y es milagroso. Ya en los primeros compases el ritmo se ajusta perfectamente a las palabras. A toda prisa sigue escribiendo, ahora ya transportado, ahora ya arrastrado por la fuerza que alienta en él. Y todo se agolpa de una vez. (...) Como bajo un ajeno dictado, Rouget escribe con precipitación, cada vez con mayor precipitación, las palabras, las notas. Le ha sobrevenido un ímpetu que repercute en su alma estrecha y burguesa como ningún otro hasta ahora. Una exaltación, un entusiasmo que no son suyos, un poder mágico, (...) arrastra al pobre diletante muy por encima de sus propios límites y, como un cohete, lo lanza –por un instante, luz y llama resplandeciente- hasta las estrellas. Durante una noche, al capitán Rouget de Lisle se le concede formar parte de los inmortales.

·

Ahí está, pues, la creación, con sus misterios. Y hasta aquí, nada que difiera significativamente de cierta fenomenología de la composición. Pero la historia de la Marsellesa sólo ha dado un primer paso: lo que nos interesa en estos momentos está en el destino que le espera a la obra resultante de ese nocturno arrebato creativo.

·

Momento 2: el Canto de Guerra para el Ejército del Rin

·

El burgomaestre Dietrich, orgulloso de su agradable voz de tenor, se encarga de estudiar a fondo la canción. Y el 26 de abril, la noche de ese mismo día en el que de madrugada se escribieran la letra y la música, se interpreta por primera vez ante un público casual en el salón del burgomaestre.

·

Parece ser que los oyentes aplaudieron complacidos, y es muy probable que al autor allí presente no le faltaran toda clase de amables cumplidos. Pero desde luego, los invitados del Hôtel de Broglie, en la plaza Mayor de Estrasburgo, no tuvieron la más mínima idea de que aquella noche una melodía inmortal acababa de batir sus invisibles alas en su presencia. Rara vez comprenden los contemporáneos a primera vista la grandeza de un hombre o la magnitud de una obra.

·

Así pues, la primera audición de la obra ante el público resulta simplemente ‘complaciente’. Pero no nos engañemos: esa canción, que a nosotros nos suena exactamente igual que La marsellesa, con su misma partitura, con su misma letra y con su misma melodía, no es todavía La marsellesa, ni siquiera para su propio autor:

·

El propio Rouget de Lisle, al que de la noche a la mañana le ha ocurrido ese milagro, desconoce tanto como los demás lo que, sonámbulo y guiado por un genio infiel, ha creado en una sola noche. (...) Con la pequeña altivez de un hombre pequeño intenta sacar provecho de ese pequeño éxito en su pequeño círculo de provincias. Manda hacer copias y se las envía a los generales del ejército del Rin. Entre tanto, siguiendo una orden del burgomaestre y el encargo de las autoridades militares, la banda militar de Estrasburgo ensaya el Canto de guerra para el ejército del Rin. (...) Pero durante el avance de las tropas a ninguno de los generales del ejército del Rin se le ocurre tocar o cantar esa melodía nueva. Y así parece que, como todas las tentativas anteriores de Rouget, el éxito en sociedad del “Allons, enfants de la patrie” no será más que flor de un día, un asunto de provincias que pronto será olvidado.

·

La pieza es, pues, el Canto de guerra para el ejército del Rin. Lo es para su autor, y lo es para los primeros receptores de la obra. Y como tal, refiere Zweig, está destinada a un éxito escaso. Para que esa pieza, esa misma pieza, llegue a ser La marsellesa, debe cumplirse un requisito ausente hasta el momento; una condición fundamental, más allá de la felicidad de la composición, y que no llegará hasta dos meses más tarde. El cronista nos prepara para ello (la negrita es mía):

·

“A entera satisfacción de toda la concurrencia” [en carta de la mujer del burgomaestre a su hermano, refiriéndole el estreno de la canción]. Hoy esto nos parece de una sorprendente frialdad. Pero esa impresión meramente complacida y ese aplauso meramente tibio son comprensibles, pues en su primera audición La marsellesa no pudo manifestarse en toda su genuina intensidad. La marsellesa no es una pieza de recital para una agradable voz de tenor, tampoco para ser cantada por una sola voz entre romanzas y arias italianas en un salón pequeño-burgués. Un canto que arrastra hasta alcanzar esos palpitantes y elásticos compases de desafío que llaman a los ciudadanos a coger las armas, se dirige a una masa, a una multitud. Y la instrumentación que le corresponde es el sonido de las armas, el resonar de las trompetas, los regimientos en marcha. No estaba pensada para unos oyentes que disfrutaran de ella cómoda e indiferentemente sentados, sino para quienes fueran sus cómplices, para los combatientes. La ejemplar marcha, ese himno triunfal, esa canción de muerte, ese canto a la patria, el himno nacional de todo un pueblo, no es para que lo cante una soprano o un tenor sin acompañamiento, sino para las miles de gargantes de toda una masa. Sólo el entusiasmo, del que en un principio naciera, concedió a la canción de Rouget ese poder enardecedor. La canción aún no ha prendido.

·

Momento 3: La Marsellesa

·

Pero a la larga, la energía innata de una obra no se puede ocultar ni desoir. Una obra de arte puede olvidarse con el tiempo, puede ser prohibida o rechazada, pero lo esencial acaba siempre por arrebatar la victoria a lo efímero. Durante un mes o dos no se vuelve a saber nada del canto del ejército del Rin. Los ejemplares impresos o manuscritos caen en manos indiferentes. Pero basta que una obra entusiasme de verdad a un solo hombre, pues todo entusiasmo auténtico es de por sí creador.

·

(Yo mismo puedo dar fe de esto último, con respecto a La marsellesa: en la adolescencia era para mí un simple himno nacional –y extranjero, por añadidura- sin ninguna relevancia musical. Pero entonces vi el Napoleón de Abel Gance, y ahí, en la secuencia en la que la película entera se eleva, enérgica y sublime, con la música del himno, descubrí la belleza de esa melodía, la riqueza de su composición y el poder enardecedor de su ritmo. Para quién todavía no haya percibido estas cualidades, le recomiendo que vea esa secuencia del film que, si bien no es fiel históricamente, sí lo es en el espíritu de lo que nos está señalando Zweig: es el entusiasmo plasmado por Gance lo que permite oír la inmensidad de la canción.)

·

Y finalmente llega el momento en que el Canto de guerra para el ejército del Rin se convierte definitivamente en La marsellesa. Faltaba ese requisito fundamental; y un tal Mireur será el encargado de aportarlo:

·

En el otro extremo de Francia, en Marsella, el Club de los Amigos de la Constitución ofrece un banquete el 22 de junio para los voluntarios que parten al frente. En la larga mesa se sientan enardecidos quinientos jóvenes con su uniforme nuevo de la Guardia Nacional. En ese círculo vibra exactamente el mismo ánimo que el 25 de abril en Estrasburgo, aunque más ferviente, más impetuoso y más apasionado, gracias al temperamento sureño de los marselleses (...)

·

De pronto, en medio del festín, un tal Mireur, estudiante de Medicina en la Universidad de Montpelier, hace sonar su vaso y se levanta. (...) el joven levanta el brazo derecho y entona una canción que ninguno de ellos conoce y de la que nadie sabe cómo ha llegado a sus manos. “Allons, enfants de la patrie.” Y ahora es cuando se enciende la chispa, como si hubiera caído en un polvorín. Un sentimiento y otro, los dos polos, se han tocado.

·

Las historias de La Marsellesa y de Rayuela confluyen, aquí, definitivamente. El Rouget de Lisle poseído por el genio el 25 de abril encuentra en Mireur a su semblable y frêre, su auténtico lector cómplice. Mireur responde a la obra desde el entusiasmo, como un eco, como ese espejo escondido en su nombre; sintoniza con ese swing bajo cuyo influjo escribió Rouget su obra, y entonces –sólo entonces- surge ante él -de él- la obra maestra en todo su esplendor. Esa pieza era muchas piezas, pero sobre todo era dos piezas, y el intérprete quedaba emplazado a elegir entre una de las dos posibilidades: la primera era el Canto de guerra del Rin, perentoria, y la segunda La marsellesa, inmortal.

·

La profecía se cumple: la doble faz de la canción de De Lisle es la prefiguración de los dos libros de Rayuela; Rouget es la representación profética de Julio Cortázar (excepto por la conciencia que tiene de su creación); y Mireur es la representación profética, escrita por Zweig a principios del siglo XX, ¡de Jorge Fraga! Y el gesto que Mireur hace, haciendo sonar su vaso al levantarse entre sus comensales, es mismamente mi Expediente Amarillo sobre Rayuela. ¡Qué visión la de Zweig, o mejor, la de la propia Historia! A partir de la intervención de Mireur, el entusiasta, el público ya no va a dudar:

·

Irresistible, el ritmo desata en ellos una exaltación unánime, arrobada. Estrofa tras estrofa, es aclamado con júbilo. (...) Al día siguiente, la melodía está en miles y cientos de miles de labios. Se difunde en una reimpresión, y cuando el 2 de julio parten los quinientos voluntarios, con ellos avanza ese himno. Por la carretera, cuando se sienten fatigados, cuando su paso se vuelve cansino, basta con que uno entone la canción, y el arrollador movimiento les da ya a todos un renovado impulso. (...) Se ha convertido en su canción. Sin saber que estaba destinado al ejército del Rin, han adoptado ese himno, considerándolo el de su batallón, como el credo por el que han de vivir y morir. Les pertenece, como la bandera. Y en su avance apasionado quieren llevarlo por el mundo.

·

La primera gran victoria de La marsellesa –que así se llama pronto el himno de Rouget- se produce en París. (...) Miles y cientos de miles aguardan en las calles, para recibirles solemnemente. Y cuando los marselleses se acercan, quinientos hombres cantando el himno como si lo hicieran con una sola garganta y marcando el paso, la multitud escucha con atención. ¿Qué himno espléndido e irresistible es ése que cantan los marselleses? (...)

·

Se extiende como un alud. (...) En uno o dos meses, La marsellesa se ha convertido en la canción del pueblo y de todo el ejército. (...) Y los generales enemigos, que sólo pueden alentar a sus soldados con la vieja receta de la doble ración de aguardiente, ven con horror que no tienen con qué enfrentarse a la fuerza explosiva de ese himno “terrible”.

·

Aquí, podríamos pensar que a Zweig se le fue la mano en su previsión profética. Y es que difícilmente el Rayuela ‘marsellés’ llegue a excitar el entusiasmo de toda una masa, de toda una nación. Pero no olvidemos que el régimen alegórico tiene sus trucos; y del mismo modo que los dos meses que median alegóricamente entre El canto de guerra del Rin y La marsellesa se han convertido en los 47 años que median realmente entre las dos lecturas de Rayuela, bien podemos entender que esa nación que va a recibir con júbilo el segundo Rayuela va a ser el despoblado país de los entusiastas.

·

¿Fue realmente Zweig un profeta y un visionario? Si así fue, lo fue tanto como la propia Historia, de la que él es cronista. ¿No podría ser, más bien, que Cortázar hubiese leído el quinto de los Momentos estelares de Zweig y quisiera emular lo que en él se cuenta con su propia obra? En mi opinión no se trata ni de lo uno ni de lo otro, pero si hubiera que apostar por una de las dos improbabilidades, prefiero la primera, mucho más poética. De todos modos, lo que realmente nos importa aquí es esto otro: hay un mismo fenómeno y un mismo misterio, relacionados con el entusiasmo, en las historias respectivas de La marsellesa y de Rayuela. Menos controvertible que el de Castaneda, y más ajustado y certero todavía que los tres sacados del libro de Wilkie Collins, el testimonio aportado por Zweig constituye un precedente real para mi hipótesis de que Rayuela conserva en su seno otro libro, un libro latente que espera, para llegar a mostrarse, del entusiasmo del lector. El caso consignado por Zweig en “El genio de una noche” sienta jurisprudencia, a mi parecer, para el ‘caso Rayuela’.

·

·

·