Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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25 de mayo de 2012

Entusiasmosofía (VII)

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Tiempo atrás vimos en este blog el relato de la composición de la Marsellesa, tal como lo cuenta Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad, para ilustrar los mecanismos cognitivos implicados por la cuestión del Rayuela insólito (véase artículo del 12/9/2010). De ese mismo libro de Zweig quiero reproducir ahora, en la sección de Entusiasmosofía, parte del capítulo dedicado a Händel, en el que el escritor austríaco, con la maestría que le es propia, nos muestra un hermoso y emotivo episodio de creación. La Gracia tiene en ello un protagonismo decisivo; he aquí lo que lo hace pertinente para nosotros.

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El capítulo lleva por título «La Resurrección de Georg Friedrich Händel. 21 de agosto de 1741» (Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas , Barcelona, Acantilado, 2002, trad. por Berta Vias Mahou, pp. 95 a 119). Mi selección abarca desde la página 102 hasta la 111; para centrarme en la cuestión de la Gracia, prescindo del primer episodio relatado por Zweig, que describe un fuerte ataque de apoplejía sufrido por Händel unos años antes de lo que viene a continuación, y del que se recuperaría de forma milagrosa. Prescindo también del resto del capítulo (pp. 112-119), que relata la exitosa recepción de El Mesías, su filantrópico destino, y la muerte del compositor. Más allá de mi selección, me abstengo de realizar cualquier comentario para conducir el agua del texto al molino de mi Entusiasmo: el propio Zweig lo hace mucho mejor de lo que yo podría.

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El Mesías de Händel, por Zweig

(extracto)

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En el año 1740 Händel se siente de nuevo un hombre vencido, arruinado, escoria y ceniza del prestigio de otro tiempo. (...) Por primera vez, este hombre colosal se siente cansado. Por primera vez, el espléndido combatiente se ve vencido. Por primera vez, agotada, la sagrada corriente del placer creador, que desde hace treinta y cinco años desbordara fecunda todo un mundo, se paraliza. De nuevo, se ha terminado. De nuevo. Y el desesperado lo sabe o cree saberlo. Se ha terminado para siempre. ¿Para qué me permitió Dios resucitar tras mi enfermedad, si los hombres vuelven a sepultarme?, suspira. Sería mejor que hubiera muerto, en lugar de, como una sombra de mí mismo, vagar por este mundo helado, vacío. Y en su rabia a veces murmura las palabras de aquel que fue colgado en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

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(...) Durante esos meses Händel anda vagando de noche por Londres. Sólo muy tarde se atreve a salir de su casa, pues durante el día los acreedores esperan ante la puerta con los pagarés vencidos, para atraparle. (...) [En ocasiones] se sienta en una taberna. Pero a quien conoce la elevada embriaguez, dichosa y pura, de crear, le repugna el aguardiente de mala calidad. Y a veces, desde el puente clava la vista en el Támesis, en la negra y muda corriente nocturna. Y se pregunta si no sería mejor librarse de todo en un decidido impulso, para no tener que seguir cargando con el fardo de ese vacío, ni con ese horror a la soledad, abandonado por Dios y por los hombres.

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Una vez más había estado vagando de noche. Aquel 21 de agosto de 1741 había sido un día de calor insoportable. Como metal fundido, el cielo se cernía sofocante y bochornoso sobre Londres. Al anochecer Händel había salido a respirar un poco de aire en Green Park. Allí, a la sombra insondable de los árboles, donde nadie podía verle, donde nadie podía importunarle, se había sentado, rendido, pues aquel cansancio pesaba sobre él como una enfermedad. Cansancio de hablar, cansancio de vivir. Y, ¿para qué o para quién? Como un borracho, se dirigió hacia su casa (...) movido por un único pensamiento, un único afán. Dormir, dormir, no saber nada más, sólo reposar, descansar, a ser posible para siempre. (...) Por fin estaba en su habitación. Encendió el mechero y prendió la vela sobre el atril. Lo hizo sin pensar, de una manera mecánica, como lo había hecho durante años para sentarse a trabajar. Pues en otro tiempo –un lastimero suspiro escapó involuntario por entre sus labios– de cada uno de sus paseos traía a casa una melodía, un tema. Y a la vuelta siempre los anotaba con precipitación, para no perder durante el sueño lo que se le había ocurrido. Ahora, en cambio, la mesa estaba vacía. No había allí ninguna partitura. La rueda del molino sagrado seguía quieta en la corriente helada. No había nada que empezar. Nada que terminar. La mesa estaba vacía.

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Pero, no. ¡No estaba vacía! ¿No brillaba allí sobre el claro rectángulo un papel, algo blanco? Händel lo cogió. Era un paquete, y vio que tenía algo escrito. Al instante, rompió el sello. Encima había una carta, una carta de Jennens, el poeta que había compuesto para él el texto de Saúl y de Israel en Egipto. Le envía, dice, una nueva composición y espera que, misericordioso, el gran genio de la música, el phoenix musicae, se apiade de sus pobres palabras, y que con sus alas las transporte por el éter de la inmortalidad.

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Händel se estremeció, como rozado por algo desagradable. ¿Acaso Jennens quería burlarse de él, de él, del agonizante, del paralítico? Rasgó la carta, la arrugó y, arrojándola al suelo, la pisoteó.

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–¡Desgraciado! ¡Canalla! –bramó.

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Aquel inoportuno le había alcanzado en su herida más honda, más ardiente, desgarrándole hasta las entrañas, llegando hasta la más acibarada amargura de su alma. Furioso, sopló la vela, tanteó desconcertado hasta su dormitorio y se echó sobre la cama. Las lágrimas acudieron de pronto a sus ojos, y todo su cuerpo tembló con la rabia de su impotencia. ¡Maldito mundo, en el que aún se burlan del desvalido y en el que se atormenta al que sufre! ¿Por qué llamarle a él, al que se le había helado el corazón y al que ya no le quedaban fuerzas? ¿Por qué pedirle una de sus obras, cuando se le había paralizado el alma y sus sentidos no tenían ya vida alguna? Y ahora, a dormir, insensible como un animal. A olvidar. A dejar de ser. Pesadamente, aquel hombre alterado, perdido, se echó sobre su cama.

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Pero no pudo dormir. En él crecía la inquietud, una inquietud revuelta por la cólera, como el mar por una tormenta, una maligna y misteriosa inquietud. Se giró hacia el lado derecho y de nuevo se dio la vuelta hacia el izquierdo, y cada vez estaba más despierto. ¿No debería levantarse y examinar las palabras del texto? Pero, no, ¿qué efecto podía tener ya la palabra sobre él, el muerto? No, ya no había consuelo para él, a quien Dios había dejado caer en el abismo, apartándole de la corriente sagrada de la vida. Y, sin embargo, aún palpitaba en él un impulso, misteriosamente deseoso de saber. Y su impotencia no pudo sustraerse a ella. Händel se levantó, volvió a su gabinete y con las manos temblorosas por la emoción encendió de nuevo la luz. ¿Acaso un milagro no le había librado ya una vez de la parálisis del cuerpo? Tal vez Dios conociera también el remedio y el consuelo para el alma. Händel alzó el candelabro y lo acercó a aquellas hojas. El Mesías, ponía en la primera página. ¡Ah, de nuevo un oratorio! Los últimos habían sido un fracaso. Pero, intranquilo como estaba, volvió la hoja y comenzó a leer.

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Con las primeras palabras se estremeció. «Comfort ye». Así empezaba el texto. ¡Consolaos! Aquella palabra era como un sortilegio. Aquella palabra... No, no era una palabra, sino una respuesta, divina, una llamada angelical desde el cielo cubierto a su abatido corazón. Consolaos. Cómo sonaba aquella palabra creadora, edificante, cómo sacudía el interior de su alma atemorizada. Y apenas leída, apenas barruntada, Händel la oyó convertida en música, suspendida en las notas, convertida en una llamada, en un susurro, en un canto. ¡Qué felicidad! Las puertas se habían abierto. Volvía a sentir, volvía a oír la música.

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Las manos le temblaban mientras pasaba una página tras otra. Sí, había sido llamado, invocado. Cada una de aquellas palabras penetraba en él con un poder irresistible. «Thus saith the Lord». Así habló el Señor. ¿Aquellas palabras no eran para él, para él solo? ¿No era aquella la misma mano que le había arrojado al suelo y que después con su gracia le había levantado? «And he shall purify». Él os purificará. Sí, aquello le había sucedido a él. Y de una vez, las tinieblas fueron barridas de su corazón. Irrumpió la claridad y la pureza cristalina de una luz melodiosa. ¿Quién podía haber concedido tal poder reparador a la pluma de Jennens, a aquel poetastro de Gopsall, sino Él, el único que sabía de su desamparo? «That they may offer unto the Lord» Que ofrezcan sacrificios al Señor. Sí, encender una llama de sacrificio que brote del corazón ardiente, que llegue hasta el cielo, para dar respuesta, una respuesta a esa formidable llamada. Aquél «Proclama con fuerza tu palabra» era para él, sólo para él. Ah, proclamar aquello, proclamarlo con la impetuosidad de estremecedoras trompetas, del coro arrebatado, con el estruendo del órgano, y que una vez más, como el primer día, la palabra, el logos sagrado, despierte a los hombres, a todos ellos, a los otros, que aún caminan desesperados por la oscuridad. Pues en verdad «Behold, darkness shall cover the earth», la oscuridad cubre la Tierra. Y ellos aún no conocen la dicha de la redención que en ese instante ha tenido lugar para él. Y apenas lo ha leído, ya bulle en él a borbotones, plenamente formada, la exclamación de gratitud: «Wonderful, counsellor, the mighty God». Consejero admirable, Dios todopoderoso. Sí, ensalzarle, al Altísimo, que conocía el remedio y lo llevó a cabo. A Él, que devolvía la paz al corazón conturbado. «Pues el ángel del Señor se presentó ante ellos». Sí, con alas de plata había descendido hasta su cuarto. Y le había rozado y le había redimido. Cömo no agradecerlo, cómo no dar gritos de alegría y de júbilo con mil voces unidas a la suya propia. Cómo no cantar y glorificarle: «¡Glory to God!».

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Händel inclinó la cabeza sobre las páginas, como bajo una fuerte tormenta. Todo el cansancio había desaparecido. Jamás había sentido así su propia fuerza. Nunca antes había sentido que fluyera de ese modo, sin interrupción, toda aquella alegría creadora. Y una vez más las palabras caían sobre él como chorros de luz cálida y disolvente, cada una dirigida a su corazón, implorando, liberando. «Rejoice.» Regocijaos. Cuando, magnífico, se desató el canto de aquel coro, él levantó la cabeza maquinalmente, y los brazos se estiraron. «Él es el verdadero Redentor.» Sí, quería dar testimonio de ello, como no lo había hecho ningún otro mortal. Y como un rótulo luminoso elevar su testimonio sobre el mundo. Sólo el que ha sufrido mucho conoce la dicha. Sólo el que ha sido puesto a prueba vislumbra la última bondad de la gracia. Y él debe dar fe ante los hombres de la resurrección, por amor al que ha sufrido la muerte. (...) No, Dios no había dejado que su alma permaneciera en la tumba de su desesperación, ni en el infierno de su impotencia. A él, un hombre constreñido, olvidado. No, le había vuelto a llamar, para que llevara a los hombres un mensaje de alegría. «Lift up your heads.» Levantad la cabeza. Aquello, aquel gran mandato de anunciación, brotaba resonando desde su interior. Y de pronto se estremeció, pues allí, escrito por la mano del pobre Jennens, ponía: «The Lord gave the word.»

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Se quedó sin respiración. Había allí una verdad expresada por un hombre cualquiera. El Señor le había concedido la palabra. Le había sido dada desde arriba. «The Lord gave the word.» De Él venía la palabra. De Él, el sonido. De Él, la gracia. Y a Él había de volver. Había que elevarlo hacia Él con la marea del corazón. Cantar un himno de alabanza hacia Él era el deber y el deseo de cualquier creador. Ah, entenderla y retenerla, elevarla y sacudirla, la palabra, extenderla y propagarla, para que fuera tan amplia como la Tierra, para que englobara todo el júbilo de la existencia, para que fuera tan grande como Dios, que la había concedido. Ah, la palabra, mortal y perecedera, reconvertida en eternidad por la belleza y por un entusiasmo sin límites. Y allí estaba escrita, allí sonaba, la palabra que podía ser repetida, transformada hasta el infinito. Allí estaba: «¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! » Sí, había que reunir todas las voces de la Tierra, las claras y las oscuras, la enérgica del hombre, la flexible de la mujer, hincharlas, aumentarlas y modificarlas, enlazarlas y separarlas en rítmicos coros, dejar que ascendieran por la escalera de Jacob de los tonos. (...) ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! Con aquella palabra, con aquella gratitud, crear un grito de júbilo que desde la Tierra resonara de vuelta hasta el Creador de todas las cosas.

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Las lágrimas oscurecieron los ojos de Händel. Tan formidable era la devoción que le oprimía. Aún quedaban páginas por leer, la tercera parte del oratorio. Pero tras aquel «¡Aleluya! ¡Aleluya!» no pudo continuar. Aquel regocijo vocal le colmaba, se tensaba y expandía, y dolía como un fuego líquido que quisiera salir a chorros, desbordarse. Ah, cómo apremiaba, cómo oprimía, pues quería salir de su interior. Quería subir y regresar al cielo. Con precipitación, Händel agarró la pluma. Y trazó unas cuantas notas. Uno tras otro, los signos se formaban con una mágica rapidez. No podía detenerse; como un barco con la vela hinchada por la tempestad siguió adelante, adelante. A su alrededor, la noche guardaba silencio, y una húmeda oscuridad se cernía sobre la gran urbe. Pero en él la luz discurría como un torrente. E imperceptiblemente la habitación resonaba con la música del universo.

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(...) En tres semanas Händel no abandonó la habitación. Cuando le traían la comida, precipitadamente desmenuzaba con la mano izquierda unas cuantas migas de pan, mientras la derecha seguía escribiendo, pues no podía parar, era como si le hubiera sobrevenido una gran borrachera. (...) Durante aquellas semanas Georg Friedrich Händel perdió la noción del tiempo, de las horas. Ya no diferenciaba el día de la noche. Vivía por completo en aquella esfera en la que el tiempo sólo se mide por el ritmo y el compás. Se agitaba arrastrado tan sólo por la corriente que brotaba de sí mismo, cada vez más salvaje, cada vez más apremiante a medida que la obra se acercaba a la sagrada catarata, al final. (...) En toda su vida, jamás le había sobrevenido un arrebato creador como aquél. Jamás había vivido ni experminetado la música de aquel modo.

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Al fin, al cabo de tres semanas –algo inconcebible aún hoy y para siempre–, el 14 de septiembre la obra estaba terminada. La palabra se había hecho música. Inmarchitable, florecía y resonaba lo que hasta entonces sólo era un discurso seco, descarnado. El alma inflamada había realizado el milagro de la voluntad, como en otro tiempo sobre el cuerpo paralizado el de la resurrección. Todo estaba escrito, creado, trazado, desplegado en melodía, en impulso. Sólo faltaba una palabra, la última: «Amén» (...) Y como el aliento divino, su fervor penetró en esas notas finales de su gran oración, que resultaron tan amplias como la Tierra y se llenaron de su plenitud. (...) colmó todas las esferas, como si en aquella triunfal melodía de agradecimiento también cantaran los ángeles, y el techo, con ese eterno «¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!», saltara hecho pedazos sobre él.

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12 de enero de 2012

Entusiasmosofía (VI, bis)

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A Freud se le atribuye actualmente el haber hecho al mundo consciente de su Inconsciente. Esto sólo en parte es verdad. Freud logró que el mundo notara sólo un aspecto del Inconsciente, el hemisferio del primitivismo animal. Una visión mucho más completa del Inconsciente la brinda el viejo contemporáneo de Freud F. W. H. Myers, cuya gran cantidad de estudios sobre la «conciencia subliminal» constituye, en palabras de William James, «el primer intento» de examinar los fenómenos de la alucinación, el hipnotismo, el automatismo, la doble personalidad y lo mediúmnico –y James podría haber añadido «el genio, la inspiración y el sueño» a su lista– como partes conectadas de un tema entero». (…) Freud subrayó sin fundamento lo que llamamos el aspecto negativo del Inconsciente e ignoró sus aspectos positivos, mucho más importantes. El freudiano tiende a pensar que la casa de la mente tiene sólo dos pisos –una planta baja de conciencia personal, y un sótano lleno de basura y de ratas y escarabajos negros–, el inconsciente personal, el hogar de los deseos reprimidos, los conflictos subterráneos, supurando las ruinas de un pasado que se niega a morir. Pero de hecho, como subraya Myers, la casa de la mente es una estructura de muchos pisos, y el subsuelo no tiene piso, y el ático no tiene techo. Como ha sostenido Myers y como todos los maestros de la vida espiritual han sabido opr experiencia directa, ambos se abren al infinito de lo que James llamó la conciencia Cósmica, lo que los místicos llaman la cabeza de Dios, el Atman-Brahmin, la Luz Cristalina, el Vacío. Y en alguna parte hacia estos altillos sin techos, estas catacumbas sin fondo, se encuentran las regiones de las que el genio toma su inspiración.

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Aldous Huxley, «El genio» (1956)

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Entusiasmosofía (VI)

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«Inspiración» significa «inspirar o respirar hacia». Y este insuflar ideas novedosas y valiosas a la conciencia personal, cuyo origen está fuera de esa conciencia, es la marca de distinción del genio. Una pregunta se nos plantea. ¿Qué logra el inspirar? ¿Quién es el inspirador? Según Sócrates, el que insuflaba era su daimon o dios tutelar; para los poetas de la Antigüedad, esta o aquella musa que, en palabras de Hesíodo, «amplían la mente del hombre con el conocimiento, y hacen a su lengua hablar desde los cielos». Para los primeros filósofos y los teóricos de la medicina de los tiempos helénico-romanos, la inspiración y el sostén ajeno al yo era el Pneuma, el alma y la sustancia indiferenciada del universo. Para Platón y Aristóteles era el Nous, o la Razón Interior. Según los estoicos el dios inmanente era llamado Logos. El Logos ingresa en la cristiandad como «el Verbo», una traducción muy pobre y parcial del original, de muchos significados. «En el principio fue el Verbo… En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres». Del griego pasamos al latín y la palabra Spiritus, que, como Pneuma, significa ‘aliento’ y es, como su etimología sugiere, la fuente de «ins-piración». Había un Spiritus de los dioses, de donde proviene inspiratio divina. Había un espíritu impersonal o aliento de vida. Había espíritus malignos o tramposos. Estaban los espíritus de los muertos, de regreso para dañar o ayudar a los vivos. Y finalmente, tras el surgimiento de la cristiandad, estaba el Espíritu, la tercera persona de la Trinidad. Mezcladas sin coherencia, estas concepciones varias (médicas, míticas, filosóficas, teológicas, espirituales) fueron utilizadas, a lo largo de los siglos, para dar cuenta de los hechos de inspiración observados. Hoy preferimos hablar de «lo Inconsciente» y de las «irrupciones en lo consciente de material subliminal». Las palabras tienen un aura poderosamente científica; pero que expliquen los hechos más satisfactoriamente que Espíritu, Logos, Pneuma, Daimon, e inspiración, es discutible.

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Aldous Huxley, «El genio»

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21 de octubre de 2011

Entusiasmosofía (IV)

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Sigue Daumal ilustrando el Teorema,

y ahora interviene también Nerval

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Así resumía René Daumal, en El Monte Análogo, el proceso por el que los expedicionarios capitaneados por el profesor Sogol llegaban a penetrar en el territorio de lo insólito:

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Con nuestros cálculos –sin pensar en ninguna otra cosa–, con nuestros deseos –dejando de lado cualquier otra esperanza–, con nuestros esfuerzos –renunciando a cualquier comodidad–, forzamos la entrada de ese nuevo mundo.

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Ya vimos en la sesión anterior que esta entrada en la isla del Monte Análogo responde a la misma lógica captada de forma exacta por mi Teorema del Entusiasmo. Veíamos también, hacia el final, que el éxito de la aventura en realidad no era resultado de sumar esos cálculos, deseos y esfuerzos, puesto que tal suma lo único que confería eran mayores probabilidades. Acabábamos diciendo que la entrada en ese mundo nuevo depende en último término, no de lo que hombre haga o deje de hacer, sino de lo que se decida desde el otro lado.

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Pero ¿qué significa “desde el otro lado”? ¿Cuál es “el otro lado”? ¿Qué o quién hay ahí, con una capacidad decisión superior a la del humano común? Daumal lo expresa del siguiente modo:

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supimos más adelante que, si habíamos conseguido desembarcar al pie del Monte Análogo, fue porque nos abrieron las puertas invisibles de esa invisible comarca quienes tienen a su cargo su custodia.

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Formulado esto mismo con terminología entusiasmosófica, estas “puertas” daumalianas son, por supuesto, la Epistemoclina, la barrera legal que delimita por arriba la Cognosfera; y esa “comarca invisible” es la Incognosfera, el amplio mundo de lo desconocido, habitado por instancias misteriosas que dispensan –o no– sus favores a los humanos corrientes. El novelista y visionario francés repite por dos veces el término “invisible”: las puertas lo son; el territorio al que conducen, también. Y también lo son los seres que ahí habitan. Pero toda esa invisibilidad es limitación impuesta al hombre común: el lugar y sus habitantes lograrán hacerse finalmente visibles y palpables, aunque sólo mediante una gracia concedida desde el otro lado.

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Esta última contingencia fue recogida mismamente en los viajes orientales de Gerard de Nerval, en su novela Aurélie. Tales viajes le condujeron en un momento dado a una ciudad desconocida habitada por una humanidad remota y de una categoría superior; y ahí sucede lo que se relata a continuación:

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En aquel mismo instante, varios jóvenes entraron ruidosamente, con aspecto de regresar de sus ocupaciones. Me asombró verlos a todos vestidos de blanco, pero en realidad debía de tratarse de una ilusión de mi vista… Para intentar hacerla sensible, mi guía comenzó a señalar diversas partes de su indumentaria, que se fueron tiñendo de vívidos colores, haciéndome comprender que así era como se veían en realidad.

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Hacerse sensible… Así es; los sentidos del hombre común no logran captar el mundo sutil de la Incognosfera a menos que uno de los seres superiores que lo ocupa se lo señale. De tal guisa, podemos tener frente a nuestras mismas narices las puertas que conducen a ese otro mundo; y sin embargo, las pasamos por alto, sintonizados como estamos exclusivamente con el mundo de lo conocido. Esto es precisamente lo que ocurre con el gran libro de Cortázar, Rayuela, cuyas puertas de acceso al bello jardín de lo insólito han quedado cubiertas por la hiedra, abandonadas durante medio siglo a pesar de hallarse explícitamente anunciadas en su texto.

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La superioridad de los seres incognosféricos frente a los humanos corrientes queda puesta de manifiesto tanto en el fragmento de Nerval como en el de Daumal. El primero habla de un “guía”; y, en efecto, en sus viajes se halla perdido mientras no recibe el maestrazgo de alguna de las entidades que habitan esos otros mundos que visita. Por sí mismo, en los momentos en que le toca confiar únicamente en sus propias fuerzas, el viajero es incapaz de evaluar dónde se encuentra, ni de apreciar hasta qué punto sus gestos o sus palabras van a constituir un acierto o un error fatal. Las consecuencias de sus actos son totalmente imprevisibles para él.

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A su vez, Daumal es de lo más plástico y pedagógico en su manera de dar cuenta de su propia inferioridad:

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El gallo que lanza su retumbante canto en la lechosa claridad del alba cree que con ese canto engendra el sol; el niño que llora desesperadamente en un cuarto cerrado cree que sus gritos consiguen que se abra la puerta; pero el sol y la madre van por su propio camino, que trazan las leyes de su ser.

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El ser humano común es al ser incognosférico como un gallo es al sol, o como un niño es a su madre. Ambas analogías daumalianas ilustran conjuntamente la situación relativa del hombre ante lo desconocido. Pero cada una parece traducir un escenario distinto: el vínculo que une al sol con el gallo no parece ser, en principio, equivalente al vínculo que une a la madre con su hijo. No cabe duda que una madre va a conmoverse con el llanto de su hijo, respondiendo a él con la mayor diligencia: al fin y al cabo, los cálculos, deseos y esfuerzos del niño no estaban tan equivocados. En el llanto, las potencias del niño se hallan dispuestas mirando hacia arriba: en consecuencia, sus probabilidades de recibir la atención de su madre son mayores que las del niño que no llora.

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Con el sol y el gallo la cosa parece distinta. Desde el punto de vista del humano común, el canto del animal no puede conmover de ningún modo el ser del astro rey. El sol saldría por el este aunque ese día el gallo tuviera el pico atado con un cordel. Así pues, sus cálculos, deseos y esfuerzos no incrementan sus posibilidades de recibir los primeros rayos del día. Pero éste es sólo el punto de vista del hombre común: y ya hemos visto que la sensibilidad de éste hacia la realidad está lastrada por su falta de sutileza. ¿Quién puede saber hasta qué punto el Sol no dispensa a las criaturas el mismo trato que una madre dispensa a su hijo? ¿En base a qué podemos descartar que el ser del gallo no sea más capaz de ver lo que a nosotros nos resulta invisible?

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En cualquier caso, el Sol acaba por salir siempre. Y la madre nunca deja de atender a su hijo, aunque éste no llore. En las leyes que trazan el camino de los seres incognosféricos, parece contemplarse una especial dedicación de su parte hacia los asuntos de nosotros los seres cognosféricos:

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Nos abrieron la puerta quienes nos ven incluso aunque no podamos verlos, respondiendo con una generosa acogida a nuestros cálculos pueriles, a nuestros deseos inestables, a nuestros esfuerzos mínimos y torpes.

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Que consten, pues, en las actas de lo entusiasmosófico, tanto la existencia de los seres incognosféricos, como su manifiesta superioridad ante lo humano común, así como su diamantina generosidad. Sobre todo esta generosidad, en la cual confiamos para lograr ver tantas cosas que habrá en el aire y que ahora no vemos.

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Y seguiremos, pues todavía nos quedan muchas cuestiones por elucidar…

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Para el fragmento de Daumal: Trad. de María Teresa Gallego (ed. Atalanta, 2006)

Para el fragmento de Nerval: Trad. de José-Benito Alique (ed. José J. de Olañeta, 2011)

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1 de octubre de 2011

Entusiasmosofía (III)

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El Teorema ilustrado por Daumal

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La página 0 del “Cuaderno de Bitácora” de Rayuela, presumiblemente apócrifa, constituye en cualquier caso una auténtica serendípia. Sus beneficios para una mayor comprensión de las relaciones entre lo divino y lo humano –y, por lo tanto, del Entusiasmo- todavía no han sido debidamente aquilatados. Un primer fruto heurístico suyo fue la formulación del Teorema del Entusiasmo, el día 31 de julio del mismo año, con la que se inauguraba esta nueva sección del blog, y que transcribo nuevamente aquí:

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Toda persona cuyas potencias se hallen dispuestas mirando hacia arriba tiene más probabilidades de experimentar el entusiasmo –y muchas más de repetirlo- que cualquier otra persona cuyas potencias se hallen dispuestas mirando hacia los lados o no se hallen dispuestas en absoluto

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Este Teorema es exacto. La cuantificación por él establecida es absolutamente precisa: se trata, ni más ni menos, de tener más probabilidades. Otra cosa no es posible cuando hablamos de entusiasmo; pero esto ya lo veremos más adelante. Por ahora, centrémonos en lo que pueda significar «tener las potencias dispuestas hacia arriba» y «tener las potencias dispuestas hacia los lados», así como «no tener las potencias dispuestas en absoluto».

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Está claro que estas indicaciones topográficas vienen dadas por el bitacórico Mapa de la Conciencia Humana: tener las potencias sin disposición alguna denota una estéril dispersión de las propias energías por el campo cognosférico de las líneas isognosas; a su vez, tener las potencias mirando hacia los lados significa concentrar las energías en una dirección, pero siempre dentro de una misma línea isognosa, o como mucho en el paso de una línea isognosa (por ejemplo, el arte) a otra de valor aproximado (por ejemplo, la filosofía), sin llegar a rebasar nunca las fronteras de la Cognosfera; finalmente, tener las potencias dispuestas hacia arriba supone invertir las propias energías en una sola dirección y con una (in)cierta previsión de abertura de la barrera epistemoclina, permitiendo el acceso del sujeto al dominio de la Incognosfera. En otras palabras, esta última opción supone una apuesta por la trascendencia.

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El Teorema remite al Mapa, ciertamente; pero el carácter derivado del primero con respecto del segundo conlleva para mi discurso un carácter tautológico que me aleja de mis intenciones últimas. Así pues, voy a arrojar un poco más de luz sobre estas cuestiones tan interesantes, apelando a una fuente externa

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Y quién mejor que el malogrado René Daumal, maestro en analogismos, para iluminar esta cuestión con las vivas antorchas de su escritura. Su Monte Análogo constituye una referencia ineludible en lo que respecta a los asuntos que aquí tratamos; de hecho, ya quedó constancia de ello a través del pequeño ciclo de Morellianas Apócrifas que le he dedicado en este blog (véanse entradas del 1 de julio, 31 de agosto, y 1 de septiembre). Ahora quiero rescatar, precisamente, la última de estas entradas, la Apócrifa 11ª, que empezaba de esta guisa:

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Con nuestros cálculos –sin pensar en ninguna otra cosa-, con nuestros deseos –dejando de lado cualquier otra esperanza-, con nuestros esfuerzos –renunciando a cualquier comodidad-, forzamos la entrada de ese nuevo mundo.

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Cálculos, deseos y esfuerzos: a esto mismo es a lo que se refiere el Teorema al hablar de potencias. Los “cálculos” son las potencias intelectivas del ser humano; los “deseos” son sus potencias emotivas; y los “esfuerzos” son sus potencias anímicas. Todas ellas pueden orientarse deliberadamente –aunque también cabe contemplarlo en un momento dado como algo accidental- en una dirección determinada. Es decir: disponerse. Pero ¿hacia dónde? Enseguida veremos qué puede significar en términos daumalianos disponerse tanto hacia arriba como hacia los lados; pero antes veamos que no disponerse en absoluto resulta precisamente lo contrario de “renunciar a cualquier comodidad”.

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El acomodo en lo dado, la aceptación pasiva de lo recibido, constituye el principal obstáculo para la consecución del estado de entusiasmo. El Evangelio dice algo de esto, parabólicamente, en referencia a unas monedas recibidas y que alguien entierra en la arena. Y André Gide concibió para su conjura la fórmula Ne profiter de l’élan acquis. La comodidad es la Gran Costumbre cortazariana –precisamente, el gran escritor argentino adoptó por lema la frase de Gide- cuyos tentáculos asumen innumerables formas para atrapar al más avispado. La comodidad es el anti-espíritu; si no es el pecado original, sí es, sin duda, uno de los capitales.

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Así pues, en la dicotomía esfuerzo/comodidad hallamos una feliz correspondencia daumaliana para nuestra teorética disposición/no-disposición. A su vez, la disposición hacia los lados, así como la disposición hacia arriba, encuentran su debida correlación en la segunda dicotomía daumaliana, la que enfrenta “nuestros deseos” a “cualquier otra esperanza”. Aunque quizá debiéramos, mejor, invertir el orden: de lo que se trata, en el fondo, es de mantener nuestra esperanza, frente a cualquier otro deseo que nos distraiga de nuestro objetivo. Un deseo sin esperanza es un deseo en horizontal, hacia los lados: su campo de actuación se mantiene dentro de los límites de lo posible, es decir, de lo humano.

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En cambio, el deseo esperanzado es un deseo en vertical, un anhelo de lo imposible; un billete de ida a lo divino. “La inspiración existe –decía el pintor- pero debe encontrarnos trabajando”. Es norma de obligado cumplimiento en los cenáculos de los filólogos modernos (las facultades, las revistas, las editoriales), bajo amenaza de total ostracismo, el renunciar al deseo esperanzado y mantenerse en el campo del deseo horizontal. Su predisposición se orienta así, definitivamente, hacia los lados; se trata entonces de traducir a otro lenguaje humano lo que ya está dicho en uno primero. A esto mismo se refiere Henry Corbin cuando denuncia, frente a un texto de carácter simbólico, el peligro de una “caída en el alegorismo”: o sea, un mantenerse en el mismo plano del ser. De lo cual resulta un despojamiento del componente más luminoso del arte, a saber, su carácter de catapulta ontognoseológica.

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Con esa disposición hacia arriba de las potencias, dice Daumal, la expedición logró forzar la entrada en el Monte Análogo. Así pues, los cálculos, los deseos y los esfuerzos del profesor Sogol y sus vigorosos compañeros lograron el éxito: entrar en un nuevo mundo, en un territorio en el que se daba la posibilidad efectiva de un ascenso hacia lo divino. Pero enseguida añade: “Eso nos parecía”. ¡Eso les parecía! No el que fuera un mundo nuevo, ni que el ascenso fuera posible, de todo lo cual no cabe duda alguna; sino el que con aquella disposición se lograra forzamiento alguno.

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La entrada en la isla donde se alza el Monte Análogo responde a la misma lógica de la que depende el entusiasmo; esa lógica captada, de forma exacta, por mi Teorema. En realidad, el éxito de la aventura no es el resultado de ninguna suma de cálculos, deseos y esfuerzos: todo ello les confería a sus miembros, únicamente, mayores probabilidades. Y es que la entrada en ese mundo nuevo no depende en último término de lo que hombre haga o deje de hacer, sino que depende, definitivamente, de lo que se decida desde el otro lado.

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Lo dejamos aquí por ahora; seguiremos con ello, desde este punto, en la próxima sesión de Entusiasmosofía…

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21 de agosto de 2011

Entusiasmosofía (II)

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Fenomenología entusiasmosófica aplicada:

Factores y vectores del Rayuela insólito

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Tú te lo has buscado, Omar

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Vamos a visualizar, de una forma esquemática, las diferencias fenomenológicas entre la Rayuela común y el Rayuela insólito. Para empezar, tomemos la obra Rayuela como el Factor R; a su autor, Cortázar, como el Factor C; y a su lector, un lector cualquiera, como el Factor L. De este modo obtenemos el siguiente esquema:

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Fenómeno =

C R L

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Esto puede leerse como «C escribe R, y R es leído por L»; lo cual puede aplicarse a Rayuela como podría aplicarse a cualquier otra novela. Este esquema, de carácter meramente horizontal, describe la visión común sobre la obra: y desde este punto de vista, la novela Rayuela no es distinta a las otras.

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Aunque Rayuela, y dentro aún de la visión común que se tiene de esta obra, presenta ciertamente una particularidad, ya que no hay otras novelas que ofrezcan dos posibilidades distintas de lectura. Pero ello no nos lleva a modificar sustancialmente ese esquema inicial; es suficiente con desdoblarlo en dos variables, preservando para ambas su carácter estrictamente horizontal.

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Pongamos que la lectura corrida, que llega tan sólo hasta el capítulo 56, sea bajo esta particularidad el Factor R 56; y que la lectura salteada, que combina hasta 155 capítulos, sea el Factor R 155. De este modo obtenemos este primer esquema:

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F1 =

C R 56 L1

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Y este segundo:

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F2 =

C R 155 L2

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Las variables L1 y L2 pueden ser dos lectores distintos, o pueden ser un mismo lector que haya emprendido las dos posibilidades de lectura en momentos distintos. Podemos añadir todavía un tercer esquema, bajo el supuesto de que sea legítimo leer Rayuela en un orden arbitrario, distinto a los dos que establece el Tablero de Dirección, y establecido libremente por el propio lector (es un supuesto de carácter posmoderno, que yo comparto sólo con reticencias)

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F3 =

C R arb. L3

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Con estos tres esquemas F1, F2 y F3 se contempla enteramente la fenomenología propia de la novela Rayuela. Tal como se ha entendido la obra hasta hoy, no hay más posibilidades, por más que F3 tenga una variabilidad prácticamente infinita. Los tres esquemas coinciden en dos aspectos: su unidimensionalidad horizontal, y la intención sostenida por el lector de leer Rayuela como novela.

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Mi Teoría del Entusiasmo postula un esquema bastante más complejo. Aunque la base para este nuevo esquema es única: se aplica únicamente a la versión para lectores activos, R 155, que coincide con la totalidad del libro. No se contempla la versión para lectores pasivos, que es una lectura parcial; y sólo se contempla la lectura arbitraria en la medida en que el lector respete fielmente la integridad del libro. La cuestión es que el lector pase necesariamente por ciertos capítulos clave, contenidos todos ellos en el conjunto de los Capítulos Prescindibles, y que son precisamente los que llevan a cambiar la intención “leer una novela” por la intención “desaforarse”; los que llevan a superar el campo gravitacional del género novela para entrar en la órbita del Rayuela insólito. El esquema que yo planteo sitúa Rayuela como un libro realmente excepcional, como un caso único en el marco de la literatura moderna.

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El Factor C y su doble

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Para empezar, saquemos a colación el cap. 82, que constituye justamente el texto fundamental de toda mi Teoría. Ahí es donde Cortázar confiesa escribir bajo el dictado de una fuerza a la que él no controla: “Si lo que quiero decir (lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing…” (las cursivas, en el original). Según el texto de este capítulo, el sujeto creador se halla poseído por la fuerza de una instancia superior y desconocida, durante un tiempo de duración impredecible, que le inspira la realización de su obra. “Así por la escritura –dice también el capítulo- me acerco a las Madres…”.

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A raíz de esta declaración, el Factor C entra en controversia: ¿Quién es el verdadero autor de Rayuela: Cortázar, o esa misteriosa fuerza? ¿No será esta fuerza algo así como el daimon personal del escritor, que quizá habitaba en su pipa, como el de Sócrates en la pared de su casa? ¿No será acaso la Musa, que dictaba al oído de Cortázar los contenidos de la obra? ¿O fue más bien un jinn, empecinado tal vez en vengarse de ese género novelístico que ignora a su clase de forma contumaz? Daimon, Musa, jinn o ángel: sea lo que fuera, y sin renegar de esta saludable indeterminación, nuestra fenomenología debe contemplar este asunto. La fenomenología del Rayuela insólito no puede ser la común; debe ser una fenomenología entusiasmosófica. La cuestión es ¿cómo podemos representarlo?

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Afortunadamente, desde la aparición de la página 0 del “Cuaderno de Bitácora” (presumiblemente apócrifa), felizmente descubierta el pasado mes de mayo (véase la entrada pertinente de este blog), disponemos del instrumental adecuado para tratar esta cuestión. El Mapa de la Conciencia Humana que aparece dibujado en esa página establece ciertas diferencias de nivel –de nivel onto-gnoseológico- en un sentido vertical; es precisamente esta nueva dimensión, la verticalidad, la que nos permitirá describir la fenomenología de una creación compartida. Reelaboramos aquí un extracto de ese Mapa:

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Nivel 2: Incognosfera (lo desconocido)

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-------------------(línea Epistemoclina)-----------------

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Nivel 1: Cognosfera (lo conocido)

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Desde este nuevo punto de vista, debe decirse que el Factor C es el autor de la obra –o, más bien, su co-autor- solamente en el plano de lo conocido. Su lugar, por lo tanto, se encuentra en el primer nivel: la Cognosfera. Entre él y el plano superior se halla la línea Epistemoclina, la barrera que separa el mundo de lo conocido del mundo de lo desconocido. Tenemos un «vector de tránsito» que permite atravesar esta línea, es decir, que facilita el flujo y la comunicación entre ambos niveles: este vector es el «swing», el “balanceo rítmico” del escritor. Por último, debemos postular ese nuevo factor participante en la fenomenología rayuelística, el co-autor desconocido de la obra: para permanecer afines al lenguaje cortazariano, vamos a llamarlo el Factor C Paredro. Todo ello queda recogido del siguiente modo (la línea horizontal representa la Epistemoclina, y la vertical, el «swing»):

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C Paredro

¦

-------------------

¦

C

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El Factor L y su doble

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La co-creación no es el único rasgo definitorio de la obra que estamos analizando; también debe contemplarse la co-recepción, la dualidad en el lector, con un carácter equivalente y proporcional a la dualidad propia del primer factor. El mismo desdoble vertical le compete igualmente al Factor L, el lector de Rayuela; o, por lo menos, a ese “cierto lector” que es el que nos interesa aquí. A este respecto, como capítulo clave, podemos considerar el 97, cuando dice:

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Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo

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Tal como prescribe este capítulo, al lector pasivo le incumbe un estado mental «emplazado, aforado, centrado y cubierto»; y al lector activo y cómplice le corresponde por contraste un estado «desplazado, desaforado, descentrado y descubierto». Traducido en términos de mi Teoría, tal distinción se establece en aras de la ausencia o la presencia del Entusiasmo en el lector.

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La presencia del vector «entusiasmo» (“estar poseído por el dios”) establece, como lo hacía el «swing» para Cortázar, el acceso del Factor L al otro lado de la Epistemoclina, es decir, a la Incognosfera, donde por lo tanto cabe contemplar una versión parédrica del lector de Rayuela:

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L Paredro

¦

-------------------

¦

L

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El Factor R y su doble

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Y esto no termina aquí: El texto del libro, el factor R -en particular R 155, insisto-, también se ve afectado por esta misma circunstancia. En el capítulo 79, por poner un ejemplo, se nos dice:

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Intentar en cambio un texto que no agarre al lector pero que lo vuelva obligadamente cómplice al murmurarle, por debajo del desarrollo convencional, otros rumbos más esotéricos. Escritura demótica para el lector-hembra (…), con un vago reverso de escritura hierática.

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La versión salteada de Rayuela tiene su propio doble parédrico al otro lado de la Epistemoclina; se trata de otro habitante desconocido de la Incognosfera. Este nuevo Factor es lo que Cortázar describió en 1960 como “repetición de un episodio” y como “crónica de una locura” (en carta a Jean Barnabé: véase la web www.expedienteamarillo.com); es decir, se trata precisamente de mi «Rayuela insólito», y así lo llamaremos: Factor R Insólito. A la sazón, debe postularse aquí, para este nuevo factor, y en aras de la analogía, la existencia de un nuevo vector de tránsito, un equivalente textual del «swing» para el Factor C y del «entusiasmo» para el Factor L: lo vamos a llamar vector de Transfiguración Textual.

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De lo que resulta:

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R insólito

¦

-------------------

¦

R 155

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Nuevo esquema al completo

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Reuniendo todos los nuevos elementos, completamos definitivamente el esquema entusiasmosófico para F2 -ahora Fe (Fenómeno entusiasmosófico)- que quedaría como sigue:

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Fe =

C ParedroR insólitoL Paredro

¦…...........................……¦….…….……...……¦

----------------------------------------------------------

¦…..............................…..¦….………....………¦

C……….….......R 155……..….….L

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¡Vaya! ¡Qué bello esquema me salió! ¡Cuán científico y, a la vez, cuán maravilloso! Yo tendría por lema “Ponga un esquema en su vida”, si no fuera porque las mentes cerradas lo malinterpretarían en seguida.

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Las virtudes de este esquema van a verse ya a corto plazo: este nuevo instrumental, con la visualización inmediata que permite de los seis factores entusiasmosófico-fenomenológicos que intervienen en el Rayuela insólito y sus tres vectores, hará para mí más fácil continuar la tarea emprendida en la “vía negativa (4)” sobre el tratamiento del “estado de gracia” en la literatura crítica sobre Rayuela.

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Sobre este esquema podemos ver, por ejemplo, cuáles son los puntos fuertes y los puntos débiles en “La cachetada metafísica” de Luís Harss, que ya comentamos en el último artículo, el día 11 de este mismo mes. Como puntos fuertes, Harss tiene los Factores C y C Paredro, y también L y L Paredro, así como sus respectivos vectores, el «swing» y el «entusiasmo»; todos estos aspectos aparecen tratados de forma relativamente extensa y, además, repetida (si damos por válida su primera formulación, aunque sea relativa a la cuentística de Cortázar). Y como puntos débiles, indudablemente, el artículo de Harss tiene el Factor R insólito y el «vector de Transfiguración Textual» -a los que apenas dedica un par de frases, por lo demás demasiado vagas-, así como la falta de la debida conexión entre estos dos últimos elementos y los seis anteriores.

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Nuestra Teoría del Entusiasmo dispone ahora, gracias a la Fenomenología Entusiasmosófica y a la página 0 del “Cuaderno de Bitácora”, de un nuevo y hermoso elemento de trabajo. ¡Felicidades!

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31 de julio de 2011

entusiasmosofía

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-I-

Teorema del entusiasmo

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Toda persona cuyas potencias se hallen dispuestas mirando hacia arriba tiene más probabilidades de experimentar el entusiasmo –y muchas más de repetirlo- que cualquier otra persona cuyas potencias se hallen dispuestas mirando hacia los lados o no se hallen dispuestas en absoluto.

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