Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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9 de noviembre de 2010

Vía positiva (1) EXÉGESIS DEL CAP. 97


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En el cap. 82 de Rayuela, Cortázar/Morelli se tacha a sí mismo de “pobre shamán blanco”, y con esta forma tan sintética está expresando precisamente lo que constituye mi hipótesis: el autor pretendía que su libro provocase en la mente de su lector activo una alteración de la conciencia, lo que Mircea Eliade denominaba una ‘ruptura de nivel’. En consecuencia, es como si en esa declaración Cortázar se postulara a sí mismo como “don Julio”, un chamán equivalente, avant-la-lettre, al don Juan de Castaneda. Un shamán, bien; y blanco, de acuerdo; pero ¿por qué ese conmiserativo pobre? Sólo al final de este artículo estaremos en condiciones de contestar a esa pregunta.
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El capítulo 97, de una forma menos sintética que en el capítulo 82, constituye otro de los momentos de Rayuela en los que se plantea el mismo tema. De forma positiva, pero también, y como siempre, con una relativa oscuridad. El siguiente párrafo constituye la entrada y el primer período de ese capítulo:
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A Gregorovius, agente de fuerzas heteróclitas, le había interesado una nota de Morelli: “Internarse en una realidad o en un modo posible de la realidad, y sentir cómo aquello que en una primera instancia parecía el absurdo más desaforado, llega a valer, a articularse con otras formas absurdas o no, hasta que del tejido divergente (con relación al dibujo estereotipado de cada día) surge y se define un dibujo coherente que sólo por comparación temerosa con aquél parecerá insensato o delirante o incomprensible. Sin embargo, ¿no peco por exceso de confianza? Negarse a hacer psicologías y osar al mismo tiempo poner a un lector –a un cierto lector, es verdad- en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales... Ese lector carecerá de todo puente, de toda ligazón intermedia, de toda articulación causal. Las cosas en bruto: conductas, resultantes, rupturas, catástrofes, irrisiones. Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?”
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Como en tantas ocasiones me sucede frente a otros fragmentos de Rayuela, yo me pregunto qué deben pensar los “filólogos” al leer páginas como ésta, cómo las interpretan. En mi opinión, cuando no eluden, directamente, hacer esta interpretación, apuntan generalmente hacia lo excéntrico y lo gratuito; es decir, hacia “lo absurdo”. O bien a “la libertad” –como hace, por ejemplo, Saúl Yurkievich, príncipe de la crítica “filológica” del libro-, en una acepción vaga y lírica del término que permite explicar todas las inconveniencias del texto, y que en el fondo no deja de ser un eufemismo para “lo absurdo”. Ambos términos, “absurdo” y “libertad”, se han convertido para la crítica cortazariana en conceptos-fetiche que permiten eludir, sin afrontarlos, los desafíos que plantea la oscuridad del libro de Cortázar. Las prevenciones del propio autor no sirven; él mismo nos advierte de que debajo de lo aparentemente absurdo y delirante hay un dibujo coherente, pero eso acaba por no constar en acta. Aunque por este camino me estoy yendo hacia la “vía negativa”, y no es éste el lugar.
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Para mí, el punto de fuga del libro es el entusiasmo. Por más que enigmáticas y oscuras (o, precisamente, por enigmáticas y oscuras, pues esa misma oscuridad es un acicate para el entusiasmo) estas líneas de Morelli encajan perfectamente con mi hipótesis. ¿De qué se habla, si no, en ellas? De internarse, sin ningún puente, en un modo posible de la realidad, absurdo en primera instancia, hasta que defina un dibujo coherente, pero todo ello tan sólo cuando uno está dispuesto a desaforarse... ¿Qué otra cosa está haciendo aquí Cortázar, sino describir ese oficio de chamán al que alude en el capítulo 82? Un oficio que, en este capítulo 97, no está puesto en práctica; este breve texto es tan sólo una clase teórica. La clase práctica, el verdadero ejercicio de extrañamiento, el verdadero viaje a otra dimensión de la conciencia, se produce a través de la lectura de Rayuela -o, mejor, como confiesa unas líneas más adelante, de alguna de sus partes-.
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Morelli declara: su obra habla de “despedida, grito y muerte”, que es el verdadero contenido; no obstante, lo que se ve en ella es “un dibujo en la pared”, “una caña de pescar”, “un trío para mandolinas”. Esa obra, pues, tiene una doble naturaleza: por un lado tiene un contenido vivencial, que constituye el alma y la fuerza del libro, y por el otro lado tiene una fachada, que muestra y al mismo tiempo oculta ese contenido vivencial. Ahí encontramos expresado, en términos morellianos, el quid de la misma cuestión que Cortázar ya planteaba en su “Carta delatora” de 1960: Rayuela tiene en su interior algo distinto (la repetición de un episodio, que es también la crónica de una locura) a lo que constituye su fachada (una historia lineal). Ahora, añadido a eso, Morelli nos facilita un dato fundamental: la forma de acceder desde una dimensión a la otra del sentido de Rayuela, el salto que permite pasar de un trío para mandolinas hacia la muerte, es un desaforarse, un excentrarse; un cambio de estado de conciencia. Una locura equivalente a la que vivió su autor al escribir el libro. Un ponerse a la altura del swing de Morelli; en términos fraguianos, un entusiasmarse.
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Todo eso se dirige únicamente “a un cierto lector, es verdad”. Esa salvedad que se hace en el texto es de lo más significativa; no se dirige al lector en general, sino tan sólo a aquél capaz de dejarse llevar por el entusiasmo. Un poco más abajo de lo transcrito arriba, y como continuación y acabamiento de ese mismo período, Morelli prosigue:
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“Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.”
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La cosa no se expresa en ningún momento con claridad, ni antes ni después. Ese “algo de lo que escribo”; ¿a qué se refiere exactamente? Ese “debería contribuir a...”; ¿acaso se puede decir algo más vagamente? Y antes: “un modo posible de la realidad”; elusivo a más no poder. Etcétera: el tono general del capítulo –como el de todo Rayuela, en el fondo- es de una ambigüedad y una falta de concreción exasperantes. Así pues, ciertamente, hay en todo ello algo oscuro; pero, para compensar, insiste. Pocas líneas más arriba ha dicho lo mismo; ahora vuelve a ello, lo repite. De este modo, de entre ese magma de ambigüedad surge un poco de tierra firme, algo concreto, a saber: por encima de todo, se trata de que cierto lector cambie, de que acceda a ‘otro estado’, a través de la lectura del libro. Está claro que está oscuro; pero en esa oscuridad hay algo que arroja un poco de luz.
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Volvamos de nuevo al capítulo, ahora un poco más atrás. Entre esas dos repeticiones de lo mismo, Morelli incluye un período algo distinto. Hasta este momento, en este capítulo se ha hablado de “lectores”, y por lo tanto se entiende que Morelli se dedica a la escritura: pero no se ha hecho referencia alguna a la novela como género. El nuevo período hace mención expresa a la cuestión:
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“Las formas exteriores de la novela, pero sus héroes siguen siendo los avatares de Tristán, de Jane Eyre, de Lafcadio, de Leopold Bloom, gente de la calle, de la casa, de la alcoba. Para un héroe como Ulrich (more Musil) o Molloy (more Beckett) hay quinientos Darley (more Durrell). Por lo que me toca...”
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“Por lo que le toca” se refiere al aspecto novelístico de su escritura. Cabe decir, pues, que las ambiciones de Morelli guardan relación con la novela: lo cual sería una perogrullada, una verdad sabida por todos, si no fuera porque “guardan relación” no significa lo mismo que “incumben exclusivamente”, y en eso no parecen haber caído todos, por no decir ninguno. El asunto es: en la obra de Morelli -o sea la de Cortázar con Rayuela- escritura y novela no coinciden exactamente. “Las formas exteriores de la novela...”; se repite aquí la idea de una doble naturaleza del libro. Podemos entender que el dibujo en la pared, la caña de pescar y el trío para mandolinas, en tanto que formas exteriores, en tanto que fachada, conforman una novela. En cambio, la despedida, el grito y la muerte se dicen desde otras formas, desde un más allá de la novela. Así pues, la tarea escritural de Morelli trasciende, en último término, los límites propios de ese género.
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Insistamos en ello, pues es importante. Tal como Morelli sostiene en este capítulo, su tarea excede las pretensiones de un Lawrence Durrell; eso, para los conocedores de Cortázar, se da por supuesto. Pero a ese primer nombre le añade, para también trascenderlos, los de Samuel Beckett y Robert Musil. Durrell, Becket, Musil: los tres son novelistas, sí, pero no ostentan el mismo rango para Cortázar/Morelli. El primero es un ejemplo ilustrativo de ‘novela rollo’; y los de este tipo, como señala, son multitud. Los dos últimos, en cambio, son miembros eminentes de la línea prospectiva de la novela, la que más valora el escritor argentino; y estos, en cambio, son una minoría. Para Cortázar, Beckett y Musil son la punta de lanza del género en esa época; con ellos, y con los pocos que son como ellos, la novela está expresando todo lo que puede expresar a mediados del siglo XX. Por tanto, si el propósito de Morelli va más allá de esos tres ejemplos, no sólo del primero sino también de los otros dos, sólo puede ser porque también va más allá de la novela como género.
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¿Y qué puede significar ‘ir más allá de la novela’? Eso es lo que este capítulo 97 está tratando de decirnos: lo que diferencia la obra de Morelli/Cortázar de la de un Beckett o un Musil es que sólo en la primera se convoca al lector a emprender un vuelo mágico con el autor, su chamán. Un vuelo mágico, o sea: el entusiasmo entendido en su sentido etimológico de estar poseído por el dios. El lector real de Rayuela está invitado a ser el protagonista de su trama, que es el acceso a otro estado de conciencia; y eso significa sencillamente que Rayuela no es una novela, más allá de sus formas exteriores. Y es que un chamán, por más blanco que sea, no escribe novelas: escribe, cuando lo hace, otro tipo de libros. Libros oscuros, aparentemente absurdos, incomprensibles: iniciáticos. El Rayuela insólito es un libro iniciático. Y con esto ya casi estamos en condiciones de responder a la pregunta inicial sobre por qué Cortázar es un pobre chamán; sólo falta un pasito más. Volvamos una vez más al capítulo 97.
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Con ese último período visto más arriba, la transcripción por Gregorovius de la cita de Morelli ya ha concluido. Pero el capítulo, ahora de la mano de Cortázar, todavía continúa dos líneas más:
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Pese a la tácita confesión de derrota de la última frase, Ronald encontraba en esta nota una presunción que le desagradaba.
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En su última frase, Morelli se preguntaba si “alguna vez” conseguiría su propósito; no lo daba por hecho, en absoluto, más bien al contrario. A su vez, en esta coda del capítulo, Cortázar subraya que en ese “alguna vez” se encuentra la “confesión de una derrota”. Aquí tenemos otra repetición, o sea, otra luz en la oscuridad. Lo que doblemente se está señalando ahora, por parte de Morelli y de Cortázar, es que la recepción entusiasta de su libro es una cosa altamente improbable, y que el tremendo esfuerzo creativo vertido ahí por su autor puede estar abocado al fracaso comunicativo. Y es que, definitivamente, el Rayuela insólito es un libro difícil y oscuro, por más que los luminosos destellos de su fachada atraigan y encandilen a todo tipo de lectores. En ese libro hay más, mucho más, de lo que hasta ahora se ha visto; detrás de su fachada hay un edificio vasto y espléndido. Pero quizás ese edificio, sumido como está en la oscuridad, no llegue a verlo nadie.
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Y esa es, por fin, la razón de que Morelli se considere a sí mismo un “pobre” chamán: probablemente, se trate de un chamán sin seguidores. Este chamán es pobre por cuanto no puede transmitir a nadie su conocimiento de las rutas del alma, aquellas que él ha sondeado como un pionero en sus transportes rítmicos hacia un más allá de la novela. El viaje que don Julio propone quizá sea un vuelo al que nadie, finalmente, vaya a acceder. El lector cómplice de Rayuela debería ser como el Carlos Castaneda de don Juan Matus, capaz de saltar a lo desconocido; y un don Julio sin su Castaneda, sin su aprendiz/reportero, ¿dónde queda? Nadie lo sabrá nunca, porque nadie habrá dejado constancia escrita de ese viaje. De esta forma, el Rayuela insólito, el libro que va más allá de una novela, quedará en cambio, y quizá para siempre, como la extravagante novela Rayuela, aprisionada dentro de los límites del género. Y de este modo, pese al esfuerzo de Cortázar, los lectores del siglo XX, y del XXI, no habrán superado ese marco literario heredado del siglo XIX.
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El Rayuela insólito e iniciático es como el peyote; la novela de Rayuela, como un té verde. El té verde es estimulante, excitante incluso; pero nunca hasta el punto de transportarnos a otra dimensión de nuestra conciencia. No es una sustancia que se toma en medio del desierto, de lo desconocido; sino una bebida caliente que se sorbe en el sillón de la propia casa, disfrutando del confort de lo conocido. Don Julio, pobre chamán blanco, sospecha que ése sea el destino último de su obra, lo teme: té verde para todos, peyote para nadie. Y con ello el chamán Don Julio –Morelli-, acaba siendo derrotado finalmente por el novelista Julio Cortázar. A día de hoy, cuarenta y siete años después de la publicación de Rayuela, se puede confirmar esa derrota como algo consumado.
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Pero la derrota del chamán no es inapelable; por fin hay un lector que efectivamente se ha descentrado, que ha caído en la cuenta del entusiasmo, que ha visto el edificio tras la fachada, y que ha vuelto para explicarlo. Ese improbable “alguna vez” que Morelli señalaba ha acontecido finalmente. Un lector, uno por lo menos, ha visto en Rayuela la despedida, el grito y la muerte, y está dejando testimonio de ello. Este lector es François Mireur, Ezra Jennings y Carlos Castaneda en uno solo: Jorge Fraga. Él es el pobre y solitario aprendiz de un pobre chamán blanco.
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Quizá haya aquí una presunción que desagrade a muchos; sin embargo, por lo que le toca, Jorge Fraga tiene la esperanza de que alguna vez pueda compartir esa misma presunción con alguien. Para eso está escribiendo este blog. Y con eso, me despido ya por hoy. ¡Hasta la próxima jornada!
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