Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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11 de enero de 2012

Vía negativa (4): El «estado de gracia» y Rayuela (4). 1994: YURKIEVICH, O LA PASIÓN COPULATIVA

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Según la Teoría del Entusiasmo, el «estado de gracia» constituye el elemento fundamental de Rayuela; por un lado, el autor compuso el libro bajo tal coyuntura; por otro lado, si el lector desea acceder al fondo último de sentido del libro, también él debe entrar en la misma situación cognitiva; y por último, el texto se desdobla en dos libros distintos (la novela Rayuela, el Rayuela insólito) según la vigencia o la ausencia de tal estado de gracia. La cosa atañe, por tanto, tanto al autor, como al lector, como al texto, de tal modo que los tres factores implicados por la comunicación literaria llegan a participar de la aventura de un desplazamiento de la conciencia hacia un territorio distinto al ordinario. La importancia de la mayor obra de Cortázar está cifrada máximamente en esta cuestión; y sin embargo, la crítica no ha penetrado a fondo en ella. Luís Harss y Graciela Maturo le prestaron bastante atención, aunque sin llegar a elucidarla completamente; a su vez, el resto de críticos han prescindido del asunto o han reducido su alcance, despojándolo de su trascendencia.

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En 1994 apareció el libro Julio Cortázar: mundos y modos, de Saúl Yurkievich (primera edición por Anaya y Mario Muchnik; aquí manejaré la edición de 1997 por Minotauro; y hay por lo menos una reedición de 2004, por Edhasa, que no cambia ni en una coma la edición del 97). Yurkievich, poeta y crítico, amigo de Cortázar, había sido nombrado albacea de la obra cortazariana por el propio escritor. Como tal, y en estrecha colaboración con Aurora Bernárdez, primera mujer de Cortázar, publicó material inédito del autor (novelas, obra crítica, correspondencia) desde 1984 hasta su muerte, acaecida en 2005. Según confesaba él mismo, conoció a Cortázar en 1962, en París, cuando Rayuela se hallaba en los compases últimos de su elaboración.

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En Mundos y modos se halla la principal aportación de Yurkievich a la crítica cortazariana. De los 16 apartados del libro, cuatro están exclusivamente consagrados a Rayuela: en número de páginas, una tercera parte del libro. Su visión de la mayor obra de Cortázar es muy particular, acercándose mucho en algunos aspectos a lo que yo sostengo en la Teoría del Entusiasmo. Para Yurkievich, la escritura de Cortázar responde a una afluencia desde una instancia de la realidad distinta a la ordinaria; y la pretensión última es que el lector se abra o acceda a ese mismo flujo, que demanda derecho de ciudad en una cultura que lo ha relegado al olvido. En esto hay plena sintonía, pues, con mi Teoría. En principio, aquí sólo faltaría implicar al propio texto, pues aunque Yurkievich reconoce perfectamente el papel del texto como registro y como inductor de ese flujo, ello no le conduce a postular la existencia de ninguna textualidad escondida; su lectura del texto, al contrario de la mía, es preponderantemente literalista, sin ningún atisbo del libro insólito.

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Pero esto último no constituye la principal diferencia: hay algo mucho más importante, y que finalmente sienta entre su visión y la mía una distancia quizá mayor que la que existe entre la mía y otras visiones críticas que no contemplan el carácter carismático de la escritura de Rayuela. Esa diferencia se basa en la procedencia de ese flujo que motiva la escritura de Cortázar: para la Teoría del Entusiasmo, esa energía psíquica procede de arriba; para Yurkievich, en cambio, proviene de otro origen.

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Al margen de toda gracia

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Las líneas que siguen podrían constituir un perfecto prefacio para la Teoría del Entusiasmo:

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Para Cortázar, la poesía detenta el más alto poder de manifestación y de revelación; constituye por tanto la suprema aspiración de la escritura. Su palabra está atraída y promovida por esa impulsión carismática que corresponde, según Cortázar, más al orden de lo visionario que de lo literario. La poesía enraiza, establece el anclaje del ser, por ella devuelto a su basamento (pp. 167-168)

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La coincidencia es plena en esta imagen de Cortázar como escritor carismático y visionario. La diferencia va a ser igualmente plena en cuanto definamos cuál es concretamente el basamento del ser al cual remite la obra del escritor: en este sentido, la visión yurkievicheana viene a ser una mise en obscur de mi Teoría. Ahora retrocedamos cuarenta páginas, en búsqueda del basamento según Yurkievich, para situarnos al inicio del apartado titulado «Eros ludens (juego, amor, humor, según Rayuela)». La literatura de Cortázar, se nos dice ahí, tiene un doble carácter demoledor y prospectivo. Se trata de usar la escritura para salir de cierto orden del pensamiento, de cierto uso de la psique humana, y entrar en un orden nuevo. Se quiere romper con algo que nos limita, para liberar el acceso a otros territorios; no son unos territorios nuevos, propiamente, sino que siempre han formado parte de la integridad humana («una completud perdida y desvirtuada», dice en la p. 172). Una dirección equivocada del pensamiento humano los ha relegado al olvido; el propósito último de la escritura cortazariana será entonces el des-cubrimiento del ser humano –y también de la realidad– como totalidad:

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El texto Rayuela es una jugada metafísica, un juguete lírico, una juguetería novelesca, una jugarreta contra el raciocinio occidental (…) Enjambre de propósitos y despropósitos en pos de una «antropofanía» (…) Ante la crisis de la noción tradicional de homo sapiens, dado el fracaso de nuestros falaces instrumentos cognoscitivos, Rayuela figura la revuelta de un hombre que busca reactivos o catalizadores para provocar el contacto desnudo y desollado con la realidad no mediatizada por la «interposición de mitos, religiones, sistemas y reticulados» (pp. 125-126)

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La actual percepción de la realidad resulta insatisfactoria; es preciso implementar una visión más abarcante. Para el crítico, ciertos aspectos de la obra –«inconducta, desfasaje, locura»– ejecutarían un primer momento necesario de demolición; mientras que otros tantos –«eros, juego, humor»– se encargarían de la tarea prospectiva; sin embargo, tal como se desarrolla esta distinción en el ensayo, resulta mucho más acertado decir que los seis elementos colaboran tanto en una dirección como en la otra. Si acaso, la distinción habría que establecerla entre eros, por un lado, y los otros cinco elementos por el otro; y es que el amor parece recoger en su seno la orientación principal de la obra:

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El amor con la Maga resulta un encuentro numinoso, un contacto central, axial que transfigura la miserable guarida en edén. Reconocimiento, verdadero conocimiento del ser en sí, permite acceder al nombre, abolida toda distancia entre el signo y la cosa significada. Vía unitiva, triunfo del principio del placer sobre el principio de realidad, anula biografía, cronología y topología horizontales, invalida el entorno mutilador. En el amor, la vida se desnuda y desanuda gozosamente para recobrar la plenitud, la integridad primigenias. La solidaridad amorosa es reconciliación, religamiento libérrimo con la realidad sustancial (…) «Sacramento de ser a ser, danza en torno al arca» indican transfiguración, proyectan a un tiempo y un espacio primordiales, anuncian una epifanía natural, ligada con la desnudez adánica, no mancillada con vestiduras, signos del tiempo histórico, anuncian el reintegro armónico a esa persona mixta, a esa multiplicidad integral y omniforme que es el universo (p. 130)

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En cualquier caso, todo esto no hace sino reformular la cuestión tal como ya estaba planteada más arriba. Ya había quedado claro que el pensamiento occidental actúa como «entorno mutilador» tanto para lo humano como para lo real, menoscabando su carácter de totalidad, privilegiando ciertos aspectos suyos al tiempo que relega otros al olvido; también había quedado claro que ahora se trata de rescatar esos aspectos olvidados y restaurar su vigencia en una nueva composición de lugar. Se habla aquí del ser en sí, de plenitud e integridad primigenias, de desnudez adánica, aparece nuevamente la idea de una epifanía… pero estos términos únicamente establecen un marco abstracto, sin ningún contenido concreto. La cuestión es: ¿cuáles son esos aspectos olvidados? ¿Qué es lo que se re-descubre gracias a la epifanía cortazariana? ¿En qué consiste exactamente la totalidad del ser?

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No obstante, sí hay una cosa aquí que nos de alguna pista acerca de la dirección que va a tomar el discurso de Yurkievich; ello es esa mención al «triunfo del principio del placer sobre el principio de realidad». Un poco más adelante empieza a desplegarse esta idea:

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El arrebato, la embriaguez orgiástica, anula restricciones, separación, delimitaciones; implica la pérdida temporaria de la individualidad constreñida, trabajosamente construida en el mundo de la vigilia, el de las clasificaciones categoriales, mundo cultural e histórico del discurso de arriba, superpuesto sobre la espesa indiferenciación de la especie (…) imperio de la imaginación instintiva, materializante, abolición de la historia biográfica, regreso a la memoria ancestral, tránsito del cosmos al caos, caída a lo informal, a lo protoplasmático anterior a la emergencia, a la diferencia de formas netas, caída al reino de abajo, a la oscura mezcla, a la espesura carnal, a la confusión entrañable (p. 134)

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En este extracto queda por fin definida la concepción yurkievicheana de la poética de Rayuela, asentada firmemente sobre una topología de carácter vertical: se trata de la oposición radical entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. Lo de arriba es aquí lo negativo, y se identifica con ese mundo que se quiere abolir, el «mundo cultural e histórico». Lo de abajo es lo positivo, y se identifica, a su vez, con lo instintivo, con lo carnal, con lo entrañable (término que no se usa aquí en su sentido metafórico, de algo muy querido, sino en su sentido literal de relativo a las tripas).

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Esta distinción fundamental entre lo de arriba y lo de abajo lleva aparejado un cambio de estados de conciencia: frente al estado ordinario, el de la vigilia, aparece un estado otro –«el arrebato, la embriaguez orgiástica»–, que constituye el agente liberador. Cabe señalar que esto no equivale exactamente a las dos conciencias de la Teoría del Entusiasmo: el arrebato yurkievicheano no supone ningún ascenso a la altura de los dioses –no se trata para nada del en-thous-iasmós–, sino más bien todo lo contrario:

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El arrebato regresivo libera catastróficamente de la unidimensión, del pensamiento generalizador, categorial, policíaco, de la ilusoria neutralidad cognoscitiva; es un satori o cataclismo mental que entabla un contacto transido con la materialidad del no yo, con el otro y lo otro por transubstanciación; es un colmo de realidad arrollador que desbarata las defensas del ego, una atroz entrega a la plenitud del comienzo, una devolución agónica a la integridad primordial. Delirante descarte del pensamiento abstracto (…) el frenesí bestial restablece la percepción inmersa, participante, precodificada, precategorial, prelógica: no logos sino neuma, no sema sino soma, semen (pp. 134-135)

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El uso de ciertos conceptos –satori, neuma– podría dar lugar a equívoco; en este extracto se manifiesta una contradicción terminológica que también aflora en otros momentos del discurso de Yurkievich. Aclarémonos: ¿Se trata de un «arrebato regresivo» o de un «satori» iluminador? ¿Se trata de soma –la bebida de los dioses– o de semen? ¿Acaso se trata de ambos a la vez? El gusto de Yurkievich por el lirismo y las aliteraciones le lleva por momentos a aparejar términos inconciliables. Esta ambigüedad vuelve a asomar de vez en cuando: por ejemplo en la página 159, ya en el apartado siguiente, cuando Yurkievich dice que en la literatura cortazariana actúan unos «flujos supra o infra conscientes», y que se apunta a «los poderes excelsos y los tenebrosos». Ello no puede considerarse más que como un lapsus del crítico, pues en realidad ni los flujos supra-conscientes ni los poderes excelsos aparecen por ninguna parte en su análisis, mientras que los flujos infra-conscientes y los poderes tenebrosos colman el panorama entero. Como ríos desembocando en el océano, todos los elementos desplegados por el crítico en su ensayo van a confluir finalmente en lo mismo: «destituyen el discurso apolíneo de arriba y reflotan el báquico de la profundidad visceral» (p. 144):

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El paroxismo sexual entraña la abolición del discurso lineal (…), cancela la distancia entre las palabras y las cosas, entre sujeto y objeto, interioridad y exterioridad, cuerpo mente, causa y efecto, cosa en sí y fenómeno, ser y no ser, deroga los dualismos de la reflexión, del esclarecimiento (esclarecimiento versus oscurecimiento, lucidez versus turbidez, clarividencia versus oscurvidencia). Pasmo, pasión, efusivo descenso (…), descenso al discurso corporal. La palabra carnalizada recupera su dimensión en profundidad, deviene consustancial, capaz de incorporar lo otro, la materia externa, de incorporar al otro, el ser amante y amado al adentro, capaz de adentrar, adentrarse penetrante y penetrada, de intergurgitar, de absorberlo todo a su propia materia. Palabra libidinal, palabra pulsional, pujante pugna entre expulsión e ingestión, entre el instinto de conservación y el de muerte (p. 135)

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Aquí no hay ninguna ambigüedad: se trata clara y explícitamente, para la conciencia, de un descenso. El pasaje hacia la total reconciliación, hacia la solidaridad consigo mismo, con el otro y con el cosmos, se basa en el retorno involutivo hacia una absoluta indiferenciación; en esto consiste definitivamente la interpretación que hace Yurkievich de la literatura cortazariana:

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Cortázar pugna por descender a lo corporal entrañable. A medida que aumenta su rechazo del discurso de arriba, de la abstracción generalizadora, a medida que se distancia de las prepotentes logomaquias, de la ética de la sublimación, de la espiritualidad, de la transparencia, su visión y su verbo se encarnan, se carnalizan, se lubrican, se vuelven más pulsionales, más libidibales, se reintegran a la fluidez, a la inestabilidad, a la mutabilidad sustanciales. El discurso desciende a la bullente riqueza cualitativa del mundo material.

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Las páginas siguientes son una insistente repetición de lo mismo. Entre las páginas 140 y 141 el crítico vuelve a formularlo, otra vez en los mismos términos, aunque con palabras distintas (las cursivas son mías):

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Contra el discurso sublime, el discurso fecal. Contra religiones, sistemas y reticulados, Cortázar opone un contacto directo y desollado con la realidad visceral, contacto grosero, al margen de toda gracia, sin mediaciones mitopoyéticas. Escribir es arrancar la piel al lenguaje, deseducar los sentidos, abrirse a lo nauseabundo, «estar en la mierda hasta el cogote». (…) Escribir: meter la mano en las vísceras, penetrar hacia la entraña deseada y deseante, descender para habitar el cuerpo, reconciliar la palabra con el funcionamiento y la productividad orgánicos (pp. 141-142)

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También el siguiente apartado del ensayo, que lleva por título «La pujanza insumisa», continúa por la misma senda, insistiendo en ella de forma obcecada. Para empezar, muestra cómo todo ello se hace posible merced a la particular y congénita apertura de Cortázar hacia lo otro; es decir, hacia el mundo de lo de abajo:

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Rayuela libera un aflujo psíquico proveniente del trasfondo entrañable, un ahondamiento impulsivo, una tromba íntima, la del «viento primordial que sopla desde abajo» (p. 149)

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Se denota en esto que la distinción vertical sobre la que se edifica la obra cortazariana no proviene de un análisis racional por parte de Cortázar, por más que luego pueda hacer bandera de ello conscientemente, sino que es resultado de la misteriosa fluencia que le afecta como creador. No se trata en Rayuela de sostener ninguna tesis, sino de dejarse llevar por lo que acontece, misteriosamente, en el curso de la tarea escritural:

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Cada vez que Cortázar entra en contacto con axial, vira de lo reflexivo o narrativo a lo propiamente poético, al lenguaje que desvela, poseído por fuerzas inquietantes y dotado de una conformación mántica nada tranquilizadora. (…), cada vez que siente la gravitación de esa fuerza que lo excentra y lo deporta hacia lo indescriptible e inenarrable, cada vez que se evidencia ese numen nebuloso de donde emerge lo manifiesto (…), el acarreo de aquello que viene desde más allá o de lo hondo, cada vez que advierte «el anuncio intraducible», ése que se da como posesión o contagio, que reclama se incognoscible predominio, Cortázar sólo puede dar cuenta balbuciendo con la voz quebrada, sólo puede recurrir a la proferición pítica (p. 154)

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Se trata de un transporte, pues, de una especie de trance: evidentemente, nos estamos acercando a uno de los elementos fundamentales de la Teoría del Entusiasmo: el swing. En el siguiente párrafo vemos cómo Yurkievich, atendiendo como nosotros al capítulo 82 de Rayuela, captó debidamente el carácter mediador del balanceo rítmico cortazariano. Nuevamente, su versión del asunto se perfila como una réplica invertida de nuestra propia concepción:

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la escritura no resulta ya ni oficio ni artificio sino posesión consubstancial, connatural, porque el swing opera la completa encarnación de la palabra, el arraigo en lo carnal; la adentra y la confunde con lo más acérrimo y acendrado. De ahí que, emparejada con otras secreciones o expulsiones orgánicas esta emisión no se comanda; sólo se puede propiciarla para que sobrevenga y cese por necesidad inherente. (…) Cuando se está captado y cautivado por el swing, el poseso no dice: eslabón de la cadena magnética del cosmos, es dicho; el decir corre a cargo de la fuerza que lo imanta; lo dicho se dice por medio de ese sujeto conductor, ese rapsoda. Mediúmnico, el swing porta, transporta, como el viento primordial que sopla desde abajo, permite recuperar vestigios del reino olvidado (pp. 157-158)

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No cabe duda de que el crítico capta adecuadamente el carácter adventicio del swing; el sujeto únicamente puede ponerse a disposición de ello. Pero aquí no se trata de sumisión a una voluntad superior, en absoluto; por el contrario, se lo equipara al aparato excretor, al funcionamiento maquinal del organismo. El mundo del Misterio es el mundo de lo que queda oculto bajo la piel; la línea epistemoclina, la barrera que separa el mundo de lo conocido de lo desconocido, no es aquí otra cosa que el epitelio humano. El trance cortazariano permite superar esta barrera: el swing es el conducto para la libre expresión del reino olvidado de lo visceral. ¡Lo visceral, el reino olvidado! La imaginería romántica está puesta aquí al servicio de lo freudiano. El carácter mediúmnico de Cortázar lo lleva a convertirse, según se desprende de la visión yurkievicheana, en un discípulo aventajado del Marqués de Sade.

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Yurkievich ilustra su discurso con pasajes de Rayuela. Del swing pasamos directamente al jazz, que para Cortázar «constituye un numen inspirador, un modelo estético que procura transferir a la escritura». Cortázar pretende emular con su escritura los efectos que logran los músicos de jazz con su música, a saber: «El jazz cala hondo: afluye de lo subliminal, de lo libidinal, es música en celo que atiza la lubricidad; música lujuriosa, todo lo que toca lo erotiza» (p. 160). Los modelos de Cortázar son entonces Louis Armstrong («la misma pujanza lasciva, la misma fuerza alucinante, el mismo frenesí afrodisíaco»); Earl Hines («quiere dotar a su decir de la capacidad acariciadora y el apoderamiento fundente del fraseo de Hines»); y, sobre todo, Bessie Smith:

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La escritura de Cortázar desea ser como la voz de Bessie Smith: intercesora, pasaje que posibilite el funcionamiento pleno del deseo; ejercer a fondo la potencia pulsional, carnalizarse, meter las manos en las vísceras, hundirse como Heráclito en la montaña de bosta, volverse troglodita, penetrar en la entraña fogosa (p. 162)

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Intercesión es aquí una palabra clave. La escritura de Cortázar está consagrada a ello; el escritor es el shamán que transita entre los dos mundos y que guía a su lector en ese mismo tránsito. Por supuesto, el chamán es usado aquí metáfora: no se trata para nada del «vuelo mágico» de los chamanes descrito por Mircea Eliade, sino de un «vuelo lúbrico» o, mejor dicho –prescindamos de la idea de vuelo–, de una «inmersión lúbrica»:

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La escritura es intercesora, tránsito que descomponiendo la objetividad referencial, desquiciando la cordura gramatical, descalabrándose descabelladamente da paso a las figuraciones fantasmáticas del deseo. Lo real admitido, desmantelado así por el arbitrio impulsivo del sujeto deseante, se vuelve tromba figural, remolino centrípeto de imágenes espontáneas, es decir instintivas, que traslaticiamente rememoran los avatares soterrados, los más avasalladores, del sujeto carnal. Desafuero, barbarie, obscenidad, promiscuidad sexual, inmundicia son sacados por la pujanza que ultraja (p. 163)

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Según Yurkievich, la voz de Bessie “procede del centro vital”: ¿no será ese mismo Centro que busca denodadamente Horacio Oliveira en Rayuela? No es necesario buscar más; Yurkievich sabe dónde está situado ese centro:

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La voz procede del centro vital de los engendramientos. Por eso posee poder epifánico, poder de intercesión (…) Ese centro al que Bessie transporta se sitúa en el vientre. La voz arrobadora hace alianza con la embriaguez alcohólica, se mancomuna en un mismo rapto con lo básico para propiciar el trance revelador (pp. 161-162)

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El texto de Rayuela es el lugar donde se manifiesta «formalmente» esa energía vital transportada desde lo profundo por el swing. Las peculiaridades formales y estructurales de ese libro son el resultado del imposible acomodo, en el marco de una novela, de todo lo que brota –siempre desde abajo– durante el trance de su escritura. Por si todavía no ha quedado claro, un último extracto del ensayo nos repite las claves necesarias para entender adecuadamente este libro, que es novela violentada, violada, ultrajada:

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La significación se embarulla y opaca para dar paso al sentido, para que por las brechas semánticas advenga lo otro, la proliferación reprimida, la exhumación del fondo espeso, aquella que no se deja sublimar y por eso se subsume y se soslaya, aquella que no coincide con lo ético ni con lo estético, la de la cintura para abajo, la del tejo en el esfínter, la de la succión de la verga, la transgresiva por crasa y gruesa, la del antilogos que busca lo epifánico en lo orgásmico, en lo venéreo y excrementicio, el cosmos en el férvido caos de la fermentación ventral. Por la escritura sucia, mancillada, el cuerpo cósmico reclama sus más íntimas satisfacciones, la reconciliación de la palabra con la carnadura que la aventa y expele (p. 164)

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Es de este modo, dice Yurkievich, que Cortázar logra dar plena voz a «la máxima aspiración del hombre» (p. 173): es decir, el regreso feliz a una totalidad indistinta, a la indiferenciación oceánica, «aquella que se identifica con el ser –especifica el crítico– aquella que entabla el verdadero vínculo consigo, con el otro y con lo otro».

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«El lector queda invitado a elegir…»

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Dios le dijo a Adán, según Pico della Mirandola:

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En el centro del mundo te he colocado para que observes, con comodidad, cuanto en él existe. Así, no te he creado ni celeste ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el propósito de que tú mismo, como juez y supremo artífice de ti mismo, te dieses la forma y te plasmases en la obra que eligieras. Tanto podrás degenerar en esas bestias inferiores como regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que, por cierto, son divinas (De dignitate hominis)

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Mirándolo bien, esta disyuntiva vital planteada por el pensador renacentista es, de hecho, la misma que atenaza a Horacio Oliveira al final de Rayuela. Sentado en el antepecho de la ventana, tiene la posibilidad de tirarse al vacío, o de reingresar en el mundo como un sujeto reconciliado. El final de Rayuela queda abierto: la elección entre vacío y reconciliación le pertoca hacerla, en último término, al lector. Y, del mismo modo que Horacio se expone a esa disyuntiva al cabo de un largo recorrido vital que hemos seguido en las páginas del libro, el lector no puede elegir, en rigor, hasta que ha terminado su lectura. Saúl Yurkievich y Jorge Fraga, tras haber cumplido ambos con esta parte –una lectura minuciosa de Rayuela–, eligieron cada uno una opción distinta.

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La opción de Yurkievich es, definitivamente, el salto al vacío. Su tenaz apología de un regreso ab ovo, al mundo de la indiferenciación, al océano fundente y espeso en el que convergen, mezclándose, todos los fluidos de todos los seres, es el resultado de esta decisión radical. La opción de Jorge Fraga es justamente la contraria: la reconciliación, un regreso al mundo de los hombres tras haber rebasado, ni que sea por unos instantes, cierto límite. Para Fraga, Horacio vuelve al mundo tras haber tenido una entrevisión de otro mundo, de un más allá que no es ese magma original e indistinto del que habla Yurkievich, sino que es otro tipo de totalidad, en la que los individuos no pierden la particularidad, su personalidad, al ingresar en ella. El viaje de ida y vuelta de Cortázar al mundo de las Madres es en pos de un aumento de la conciencia, no de su disolución.

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No nos engañemos: el problema no se plantea en términos morales. Esta polaridad vertical no se plantea en ningún momento, ni para Yurkievich ni para mí, en términos de «bien» y «mal»; el dilema es de evolución espiritual, de involución o de progreso. Yurkievich elige, evidentemente, el camino descendente: Jorge Fraga, el ascendente. El primero apuesta por los «poderes tenebrosos», en cierto modo equivalente a la «degeneración bestial» señalada por Pico della Mirandola. El segundo apuesta por los «poderes excelsos», por la «regeneración en las realidades superiores que, por cierto, son divinas».

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En todo caso, ¿cuál de los dos críticos es mejor discípulo de Cortázar? En mi opinión, Yurkievich comete dos errores graves en su interpretación de Rayuela. El primero consiste en no prestar atención a la ambigüedad radical que conforma el texto, por lo menos en ciertos niveles de su estructura. En este sentido, el crítico no realiza una lectura aberrante del texto; pero sí, definitivamente, parcial. ¡Y es que el libro empieza justamente por ahí! «Este libro», dice el Tablero de Dirección, «sobre todo es dos libros»; y continúa diciendo, con cursiva en el original: «el lector queda invitado a elegir…» Pero Yurkievich no habla en ningún momento de esa dualidad textual ni de esa posible elección. Y luego está ese pasaje del capítulo 141:

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Era duro creer que una flor podía ser hermosa para la nada; era amargo pensar que se puede bailar en la oscuridad. Las alusiones de Morelli a la inversión de los signos, a un mundo visto con otras y desde otras dimensiones, como preparación inevitable a una visión más pura (…) los exasperaba al tenderles la percha de una casi esperanza, de una justificación, pero negándoles a la vez la seguridad total, manteniéndolos en una ambigüedad insoportable. Si algún consuelo les quedaba era pensar que también Morelli se movía en esa misma ambigüedad, orquestando una obra cuya legítima primera audición debía quizá ser el más absoluto de los silencios

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Excepto en algunos lapsus, como los que he señalado anteriormente, Yurkievich prescinde de toda esta ambigüedad. Por el contrario, presenta su opción como la única posibilidad, como el resultado necesario de una compenetración íntima con el sentido último de Rayuela.

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Y en esa presunción radica el segundo de sus errores: en realidad, y a pesar de llevarla –felizmente, cabe señalar– hasta sus últimas consecuencias, la suya es, por literal, una lectura superficial del libro. Su literalismo sí es una lectura aberrante del texto. Las escasas ocasiones en las que se refiere a un componente metafórico en Rayuela son, como sucedía con el tema de la ambigüedad, otros tantos lapsus. ¿Metáforas? «De haberlas, haylas», llega a decirnos apenas; pero nunca sabremos, por él, hacia dónde apuntan tales metáforas. Toda su argumentación está estrictamente basada en una interpretación literal del texto de Rayuela. Seleccionando cuidadosamente, por supuesto, los pasajes: como por ejemplo las alusiones a la inmersión de Heráclito en la bosta, tal como se dan en el capítulo 36 de Rayuela. Esta mención a Heráclito y la bosta aparece dos o tres veces en el ensayo de Yurkievich: en cambio, no hay ninguna referencia a esta otra referencia heraclítea, presente en el mismo capítulo de la clocharde:

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tal vez el mensaje más penetrante del Oscuro era el que no había escrito, dejando que la anécdota, la voz de los discípulos la transmitiera para que quizá algún oído fino entendiese alguna vez

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Por lo visto, el oído de Yurkievich no debía ser muy fino, por lo menos para lo que demanda específicamente el texto de Rayuela. Ello fue lo que le impidió acceder al trasfondo metafórico del libro, es decir, al Rayuela insólito; todas las reflexiones del crítico están hechas sobre el plano novelístico de Rayuela, que es únicamente su sentido literal, y que él no problematiza en ningún momento. De este modo, fue como si hubiese acudido a los Misterios de Eleusis para verlos únicamente como espectador, para hacer luego un reporte puramente conceptual de lo que habían visto sus ojos. Pero ya sabemos que lo que realmente contaba en Eleusis era la transformación interior, el despertar espiritual…

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El caso de Mundos y modos es muy revelador acerca de las dimensiones metafísicas de la obra de Cortázar: esto hay que agradecérselo a su autor. En la diferencia entre las dos opciones, la elegida y transitada por él y la mía propia, está justamente cifrado el alcance metafísico de la gran obra de Cortázar. El ensayo de Yurkievich muestra de forma fiel cuál es el horizonte metafísico de la novela moderna –y, por extrapolación, de la Modernidad occidental en su conjunto– tal como lo ve Cortázar: un horizonte necesariamente regresivo, al que se llega, como al océano, dejándose llevar dócil y pasivamente por la corriente. A su vez, la Teoría del Entusiasmo plantea cuál es el horizonte metafísico de la «nueva» (por ancestral) concepción de la literatura formulada, como alternativa a la Modernidad, por el Rayuela insólito: un horizonte etéreo, evolutivo, al que se únicamente se llega contra la corriente, remontando el río hasta sus verdaderas fuentes.

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11 de noviembre de 2011

Vía negativa (4): EL "ESTADO DE GRACIA" Y RAYUELA (3)

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Parte III
1968: Una antropología poética
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En 1968 aparece Cortázar. Una antropología poética, de Néstor García Canclini. El año es el mismo del Hombre nuevo; la perspectiva, totalmente distinta. Si en el libro de Graciela Maturo, como ya se dijo, tanto el título como la obra remitían a un contexto espiritual, este nuevo título se sitúa en un terreno claramente des-espiritualizado, donde se pretende dar cuenta de la obra de Cortázar apelando tan sólo a lo “antropológico”; término con el que se quiere definir cierta idea –un tanto restrictiva, a mi juicio– de lo humano. Se entiende, por lo tanto, que García Canclini fue impermeable al Zeitgeist aperturista de la década de los sesenta, del que sí participaron Cortázar, Maturo y Harss.
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La bibliografía comentada de Martha Paley, del año 1983, que tan bien nos introdujo en su momento al Hombre nuevo, resulta ahora de escasa ayuda. Si su comentario nos sirve como presentación a la Antropología poética, es sólo al rebatirlo:
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Basándose en la premisa que el talento de Cortázar es predominantemente poético, García Canclini analiza la obra de Cortázar en base a las imágenes poéticas que liberan la esencia de lo humano. Ve en la obra de Cortázar dos imágenes que son claves: la del laberinto y la de lo monstruoso. El libro está cuidadosamente estructurado y las observaciones son acertadas, a pesar de que falta una conclusión que resuma eficazmente lo que el crítico ha querido expresar a través de este análisis de algunos aspectos de la obra de Cortázar.
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¿Dónde quedó la buena puntería de la señora Paley? Este resumen delata una lectura superficial o apresurada del nuevo libro. Es cierto que García Canclini pone cierto énfasis en el aspecto poético (en sentido adjetivo) de la escritura de Cortázar; y también que analiza las imágenes del laberinto y de lo monstruoso: pero sólo son aspectos secundarios del ensayo. ¿Por qué ahí no se dice nada, en cambio, de la línea expositiva más prominente del libro, de esa “antropología” que se postula claramente, tras una lectura correcta del ensayo, como la palabra de más peso en el título? Esta otra línea se sostiene a lo largo de todo el libro y domina cada uno de los cinco apartados que lo componen. Y además dispone de un claro cierre discursivo, bajo el significativo título de “La casa del hombre”: ahí figuran esas conclusiones que Paley, inexplicablemente, echa en falta. Y sus errores de apreciación no se detienen ahí: en el libro de García Canclini no se trata únicamente de ofrecer “algunos aspectos de la obra de Cortázar”, sino que se pretende dar cuenta de su entera poética (ahora en sentido substantivo). En lo único que acierta Paley es al decir que “el libro está cuidadosamente estructurado y las observaciones son acertadas”; yo pienso lo mismo, a pesar de que aquí vaya a cuestionar el marco general en el que se hacen “acertadas” las observaciones del autor.
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A pesar de la atención concedida al talante poético de Cortázar, la perspectiva exclusivamente “antropológica” de García Canclini se sitúa en las antípodas de la de Graciela Maturo: si para ésta última la obra de Cortázar era religiosa “en el más amplio sentido de esta expresión”, el primero dirá en cambio sobre el escritor que “no existen en él dimensiones religiosas”. Así pues, podemos considerar los ensayos del uno y de la otra, curiosamente publicados en el mismo año, como dos extremos opuestos en el variado espectro crítico sobre Cortázar. Los conceptos de lo metafísico y lo trascendente, tan presentes en la obra del escritor, se orientarán según cada crítico hacia uno u otro de esos dos polos.
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A juzgar sólo por los extremos del espectro, cabría pensar en una relación directa entre la perspectiva implementada y la presencia o ausencia del “estado de gracia” en los análisis. En el ensayo de Maturo se le dedicaba bastante atención al tema, y lo mismo cabe decir de “La cachetada metafísica” de Harss; en general, parece que cuanto más cerca se sitúa cualquier crítico del polo “religioso”, mayores probabilidades hay de hacerse más o menos cargo de ello. En cambio, desde el enfoque “antropológico”, a lo que se llegaría es a prescindir –también más o menos– del asunto, pasando en ocasiones por encima de su presencia positiva en el texto de Rayuela. Todo ello es lógico hasta cierto punto, pues las implicaciones ontológicas derivadas del “estado de gracia” casan mejor con una visión religiosa de la existencia.
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No obstante, no es forzoso que sea así; resulta posible encontrar estudios de carácter mayormente “antropológico” que sí dan cabida al “estado de gracia”, así como estudios próximos a lo “religioso” que no lo tienen en cuenta. Así pues, la presencia o ausencia de este elemento, que es la piedra basal de la poética de Rayuela para la Teoría del Entusiasmo, funciona entonces con un criterio independiente. En consecuencia, resulta preciso tratarlo también de un modo aparte; aquí me referiré a ello usando un concepto que en último término procede –como también lo hace el “estado de gracia”– del vocabulario religioso: la noción de carisma. Esta palabra significa, según María Moliner, “don abundante concedido por Dios a una criatura”; lo cual, si sustituimos a ese “Dios” tan sospechoso de ortodoxia –es decir, de un sentido estrecho de lo religioso– por otro término de carácter entusiasmosófico, acabará por coincidir felizmente con el caso cortazariano: Don abundante concedido por una entidad incognosférica a una criatura humana. Esta noción se adapta como un guante a la descripción que ofrece Morelli de su quehacer escritural en el capítulo 82 de Rayuela, con la idea de ese swing mediador entre el escritor y la “fuerza” que lo inspira, y con la autodescripción del autor como shamán.
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En la Antropología poética no aparece el “estado de gracia” por ninguna parte; su caso es representativo de una postura a la vez “antropológica” y a-carismática. Ello no obsta para incluirlo en una investigación sobre el “estado de gracia” y Rayuela: no basta con decir que García Canclini o cualquier otro autor cercano a su línea no acusan ningún recibo del tema, o apenas. Mucho más fecundo resulta señalar, para poder refutarlos, bajo qué postulados, por cuáles argumentos, tras cuántas coartadas se adelgaza o se ausenta esta cuestión en sus escritos. Por qué razones, en definitiva, se hace invisible lo que en un momento dado, con Harss y con Maturo, había sido perfectamente visible. El libro de García Canclini nos ofrece una excelente muestra de este temprano tránsito del “estado de gracia” hacia la invisibilidad.
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1. Interpretación antropológica y a-carismática
de la obra de Julio Cortázar
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Para el crítico argentino, tanto la forma como el contenido del corpus narrativo cortazariano (con Rayuela como expresión más lograda del conjunto) son instrumentos para abrir el infinito campo de posibilidades de lo humano, frente a una inveterada tendencia a mantenerse en los caminos trillados. Los cuatro extractos siguientes, aunque apunten sobre todo a Rayuela, dan buena cuenta de la tesis central del libro, así como de las líneas principales de su desarrollo.
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Tras analizar los temas y estructuras del mayor libro de Cortázar, el autor condensa su visión de este modo:
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Esta estructura inconclusa, que apela al lector para que siga construyéndola, es la forma literaria que corresponde a la concepción del hombre como ser abierto, cuya esencia es la posibilidad, la posibilidad de combinar cada vez de un modo nuevo los elementos que hasta entonces lo constituían. (pp. 82-83)
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Esta particular visión de la “estructura inconclusa” de Rayuela responde en realidad a los presupuestos establecidos por Umberto Eco en su Opera aperta. Desde esta perspectiva se ve el libro de Cortázar como un conjunto de piezas que el lector puede armar como desee, de modo tal que se genera una infinidad de lecturas posibles; esto conforma lo que en el futuro denominaré el argumento de multivocidad. Como iremos viendo, este argumento se convertirá en lugar común para la interpretación a-carismática de Rayuela, para transitarlo continuamente, repitiéndolo hasta el hartazgo, y sin problematizarlo en ningún momento: es decir, un dogma, en el sentido peyorativo de la palabra. Por lo demás, en este primer pasaje ya está contenida la idea principal del ensayo: “La esencia del hombre es la posibilidad”. De aquí no sólo se derivan, conjuntamente, la forma y el contenido de la obra del narrador argentino; también queda bajo su signo lo poético cortazariano, en la idea que de ello se hace el autor:
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Además, las innumerables estructuras que los distintos lectores pueden organizar convierten a Rayuela en una obra plurívoca, generan una infinidad de interpretaciones que la hacen una especie de metáfora de la inagotable significación del universo, de su ilimitada ambigüedad. En ello, más aún que en las imágenes, radica su sentido poético. (p. 83)
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Lo poético cortazariano se define, entonces, en función de una analogía entre la estructura libremente combinatoria de Rayuela y las infinitas posibilidades no sólo de lo humano, sino también de lo cósmico. Aquí tenemos el marco de sentido más amplio en la concepción de García Canclini: un universo de “ilimitada ambigüedad”, al parecer inorgánico, dibujado únicamente como un espacio abierto cuya ley general sería la total posibilidad. La mención es sólo de pasada: tras señalarlo apenas como el punto de mayor abstracción en el sistema, se vuelve en seguida al único ente que interesa: el anthropos.
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Algunas páginas más adelante se añade a todo lo anterior una concepción ética, derivada del mismo signo emancipatorio. Esta concepción se incluye dentro de una dialéctica de lo auténtico y lo inauténtico, que constituye un eco declarado del Heidegger de Ser y tiempo:
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como todos pretenden que la normalidad es repetir ordenadamente lo que siempre se ha hecho, ser auténtico equivale a vivir en la transgresión (…). Podríamos llamar a la ética de la autenticidad la ética de la transgresión creadora. (p. 100)
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Y como culminación de todo el proceso, en una vuelta a las proposiciones de partida establecidas al principio del ensayo, nos hallamos finalmente ante el marco central de lo “antropológico” cancliniano:
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Pero ya indicamos al comienzo que estas notas apuntan, más allá de la ética, a una preocupación antropológica. Sostener que el hombre se realiza en la búsqueda, en la creación y en la fraternidad con los otros es definir una esencia, proponer una respuesta al enigma de su sentido. (p. 100)
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En síntesis: según el autor, la esencia de la poética cortazariana es el deseo de liberar colectivamente al Hombre, con el fin de permitirle disfrutar de la plenitud de sus posibilidades existenciales, ante las limitaciones impuestas por una Gran Costumbre que se manifiesta ubicuamente y con mil caras distintas. Esas posibilidades otras que se contraponen a lo dado no se especifican, ni se da de ellas ningún ejemplo: en esto, el discurso antropológico se va a mantener bajo el paraguas de una “libertad” nunca definida concretamente. En todo caso; tal como se ve, no hay nada aquí que apunte, siquiera lejanamente, a la posibilidad de cambiar los niveles de la conciencia. Todo el aparato está orientado, según García Canclini, a dar una respuesta al sentido de la existencia humana.
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2. Ejercicios sacrificiales de García Canclini
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Todo lo expuesto en el apartado anterior es de lo más interesante –dicho sea sin ninguna ironía–, y sin duda forma parte integrante, en su mayoría, de la obra cortazariana; pero en mi opinión los aspectos aducidos por García Canclini no son los primordiales para una comprensión de Cortázar, sino que se derivan de otros todavía más importantes. Estos otros se mantienen en la oscuridad, fuera del círculo iluminado por lo “antropológico” cancliniano: han sido sacrificados en aras de una concepción limitada de lo humano, generando una distorsión de todo el conjunto. Esos sacrificios se realizan en la Antropología poética de un modo más o menos consciente: el último de ellos –por orden de aparición en el libro, que no por importancia– es el de la originalidad de Cortázar. Luego están las dos otras cuestiones a las que ya hemos aludido: el “estado de gracia”, y la dimensión religiosa de la obra.
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La originalidad de Cortázar
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Tal como se las ha expuesto en el libro, las propuestas de Cortázar, tanto literarias como “filosóficas”, cuentan con unos precedentes muy ilustres y muy próximos cronológicamente. Tras haberse remitido generosamente a ellos en su libro, García Canclini se ve obligado a concluirlo haciendo suya una cita del capítulo 99 de Rayuela:
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Puede decirse de él [es decir, de Cortázar] lo que Oliveira afirma de Morelli: que no todas sus teorías son originales, pero “lo que lo hace entrañable es su práctica, la fuerza con que trata de desescribir como él dice, para ganarse el derecho (y ganárselo a todos) de entrar de nuevo con el buen pie en la casa del hombre.” (p. 111)
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¡Bonita forma de despedirse, tratando de rescatar algún elemento que confiera un valor específico a su objeto de estudio! Esto constituye una consecuencia lógica del enfoque adoptado por el crítico: y es que, frente a las grandes obras de narradores como Robert Musil, James Joyce o Samuel Beckett, y frente al pensamiento de filósofos de la talla de Martin Heidegger o Jean-Paul Sartre, los libros del escritor argentino no aportan “antropológicamente” nada nuevo, nada que no hubiera sido planteado ya en la primera mitad del siglo XX. A lo largo de todo su ensayo, García Canclini se dedica a remitir cada uno de los ingredientes de la obra cortazariana hacia aportaciones consideradas homólogas que pueden hallarse en estos otros autores, en una comparación de cuño marcadamente jovellanista: es decir, llevando lo insólito al terreno de lo ya conocido, sin sospechar siquiera que el escritor argentino pudiera estar proponiendo en su mayor libro algo nuevo y distinto a lo que escriben aquellos.
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Esto tiene como corolario la disminución del valor universal de Rayuela. A esta misma conclusión llegaba José Lezama Lima en una charla recogida en un libro coetáneo a la Antropología poética, con Ana María Simo y Roberto Fernández Retamar como contertulios. En una de sus intervenciones, el escritor cubano se preguntaba:
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Pero Cortázar, ¿es un hombre de ocaso, o un hombre inaugural? ¿Nos trae una nueva palabra? (…) Quiere vulnerar, quiere romper ese mundo, pero al final, ¿qué es lo que encuentra, y qué es lo que encuentra el lector? ¿Estamos ante una nueva Isla de Pascua?
Ahí mantenemos una duda.
(…) El caso [de Joyce] es distinto. Joyce es un hombre que inaugura nuevas perspectivas de la literatura, es un hombre absolutamente nuevo en nuestra época.
(Cinco miradas sobre Cortázar, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1968, pp. 48-49)
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Contemplando la obra de Cortázar desde la interpretación a-carismática, Lezama Lima tiene toda la razón: Rayuela, como novela, no constituye una innovación de categoría superior. Hay demasiados precedentes, son demasiado ilustres, y están demasiado próximos: ante esta situación, el valor intrínseco del autor quedaría cifrado únicamente, tal como concluye García Canclini, en el hecho de “hacerse entrañable”. Lo cual, por un lado, es algo que queda sujeto a los gustos del lector; y por el otro, tampoco es gran cosa que digamos. Me sorprende que no se lo pareciera así a este crítico, ni a los exponentes posteriores de esta misma línea.
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Así pues, el enfoque a-carismático tiene unos efectos claramente reduccionistas sobre la obra de Cortázar: le escatima aquello que constituye su máxima originalidad y su máximo valor, y de este modo acaba por convertirlo en un autor de importancia secundaria. ¿Cuál es este aspecto decisivo? El otro gran sacrificado: el aspecto carismático y todas sus implicaciones.
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Disipación y metamorfosis del “estado de gracia”
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Recordemos que el “estado de gracia” tiene tres campos de aplicación diferenciados: el autor, el texto y el lector.
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Con respecto al autor y sus cambios de estado sólo hay que señalar que la Antropología poética no dice absolutamente nada. Éste, que era el más fuerte de los tres puntos tanto en la obra de Luís Harss (de ahí salió lo del “estado de gracia”) como en la de Graciela Maturo (donde recibía hasta siete nomenclaturas distintas), no merece en cambio ni la más mínima alusión en este nuevo libro. Y ello a pesar de que García Canclini ha leído “La cachetada metafísica”, artículo que cita en su ensayo en dos ocasiones; por no hablar de los pasajes de Rayuela referidos al tema (por ejemplo el capítulo 82), a los que por supuesto no se tiene en cuenta. En la bibliografía del libro consta un artículo de Graciela Maturo, “Las galerías secretas de Julio Cortázar”; pero el autor no lo cita en ningún momento, y nada permite suponer que lo hubiera leído.
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En lo referente al texto de Rayuela, tampoco hay nada que apunte a ningún “hilo invisible” (Harss), ni a la idea más valiente de que “el argumento va por debajo” (Maturo), ni tampoco a lo que se declara en el capítulo 97 de Rayuela, que ya vimos en su momento. En otras palabras: el libro insólito no asoma por ninguna parte. Únicamente se comenta que la bajada a la morgue de Horacio y Talita (que se equipara al paso por la bodega del barco en Los premios) permite establecer alguna correspondencia con una “bajada simbólica”, sin que se llegue a detallar cuál sería su sentido. Salvando esta excepción, las gafas antropológicas de García Canclini sólo captan la dimensión literal del sentido de Rayuela, de la cual se salta directamente a las ideas abstractas que, siempre según el crítico, rigen la obra. En íntima conexión con esto, prácticamente no se problematiza el carácter novelístico de Rayuela: este asunto en particular queda resuelto con una frase –“Llamamos novela a este libro para entendernos” (pág. 82)– con la que, más que decir nada sustancial, lo que se hace es eludir una mayor implicación del crítico. De hecho, como ya quedó implícito al hablar de Lezama Lima, la final aceptación de esta obra como novela –comparable, en consecuencia, con las novelas de Joyce o Musil– constituye otra de las características propias de la perspectiva a-carismática.
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Con el caso del lector sucede algo distinto. Aquí las gafas de García Canclini ya no se limitan a pasar por alto los datos, sino que ejercen una clara violencia sobre el texto de Rayuela, con nefastas consecuencias. En el siguiente fragmento vemos en qué se ha transformado el propósito cortazariano de “desplazar” o “excentrar” a su lector, de llevarlo –tal como sostiene la Teoría del Entusiasmo– a una “ruptura de nivel”:
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La novela transgrede la fácil sucesión del tiempo e impide que el lector se evada. Le obliga a tomar conciencia –mediante una técnica parecida al distanciamiento brechtiano– de que lo que le están contando es ficticio, pero que no obstante algo tiene que ver con su realidad, representada en la novela por la realidad cotidiana del autor (86)
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Lo que se propugna en esas líneas es justamente lo contrario de la salida del tiempo cronológico y del espacio euclidiano preconizados por Cortázar. Con esta equiparación de los procedimientos usados en Rayuela con las técnicas brechtianas, planteando la cuestión en términos de una dialéctica entre ficción y realidad, se consuma el alejamiento definitivo de los presupuestos originales de Cortázar. Éste no quiere que su lector llegue a la Historia ni a la Dialéctica gracias a su libro; lo que desea, justamente al contrario, es que salte por encima de ellas. De hecho, si los ámbitos trascendentes a los que apunta Rayuela fueran la Historia o la Dialéctica, según parece deducirse de ese extracto, entonces habría que aceptar que la obra de Cortázar es directamente contraproducente. Con su reducción a lo histórico-dialéctico, García Canclini está realizando aquí el mismo error hermenéutico que denunciaba Henry Corbin a propósito de los exegetas de los relatos iniciáticos de Avicena (véase “Vía comparativa (5)”); el crítico aboga por mantenerse “en el mismo plano del ser”, cuando de lo que se trata es de trascenderlo.
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Apenas unas líneas más adelante, el crítico continúa:
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estos procedimientos logran que el lector, al comprometerse en la lectura del libro tanto como el autor al escribirlo, sea transformado como él. Que ambos al buscar se busquen, al crear se creen. (86)
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En estas líneas se demuestra haber prestado atención al capítulo 79 de Rayuela, donde se postula la posibilidad de que el lector viva la misma experiencia por la que pasó previamente por el autor. Se recogen así dos ideas que integran efectivamente los procesos pertenecientes al “estado de gracia”: el hecho de que el autor y el lector sean transformados gracias al texto, y que ambos lo hagan en la misma proporción. Pero si se trataba de encontrar la realidad cotidiana del autor, no sabemos en qué podría consistir entonces cualquier “transformación” experimentada previamente por el mismo: aquí no se contemplan para nada aquellos “estados excepcionales” (cap. 84) en los que el autor llegaba a vislumbrar otro orden de la realidad. Una vez desatendidos estos, lo que queda únicamente es la posibilidad de crear.
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Según García Canclini, el “compromiso” del lector le permite identificarse con Cortázar como creador del libro; esta visión del lector como co-autor –a lo que denominaré argumento de pluriautoría– se instituye como otro de los dogmas de la interpretación a-carismática de Rayuela. Desde mi punto de vista constituye una clara distorsión del propósito cortazariano, realizada además con muy poco fundamento: ¿Realmente alguien puede llegar a creer que el mero hecho de combinar libremente los capítulos de Rayuela llega a convertir al lector en un nuevo autor de la obra? ¿Tan fácil resulta entonces –y tan arbitrario– llegar hasta el genio? ¿No es sencillamente un engaño equiparar este combinatoria con el tremendo proceso de la escritura original del libro? Esta pretensión de estar “creando” con la lectura, al mismo nivel que lo hizo previamente el autor, es una ilusión, un fuego fatuo: en el fondo, no hay aquí transformación alguna para el lector, que no deja de serlo en ningún momento.
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Todavía hay más; en el fondo, las premisas canclinianas conducen a una inversión de los resultados, ya que no sólo no elevan al lector hasta la altura de lo excepcional, sino que además rebajan al autor al territorio de lo común, despojándolo de sus rasgos diferenciales: su carácter insólito, su talento como creador y su índole carismática. El aspecto genial del escritor se diluye, y con ello se pierde la posibilidad de elevarse al genio por parte del lector, siguiendo de este modo los postulados de una Teoría del Anti-Entusiasmo (véase la 3ª Apócrifa morelliana). Aquí no hay chamán, ni tampoco discípulo: la pretendida co-creación a-carismática no constituye ninguna experiencia trascendente, ni supone ninguna “ruptura de nivel”, sino que apunta meramente a una “toma de conciencia” (así figura en la p. 86) de carácter historicista. El producto final de todo ello es una efectiva homogeneización de los sujetos participantes, pero sobre la base del menos dotado, del que no ha sido tocado por la gracia. En suma: todo lo contrario de lo deseado por Cortázar. En íntima relación con todo esto, el texto insólito de Rayuela se ve reducido a su condición de novela, pues es todo lo que un autor común y un lector común pueden llegar a concebir.
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Por esta vía, inmediatamente a continuación, se llega al presunto mensaje existencial de Rayuela:
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A la pregunta por el sentido de la existencia se responde con que no hay nadie que lo regale, que cada uno lo engendra al “leer” la suya, es decir, al hacerla. (p. 86)
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Aquí se recogen los magros frutos generados por la perspectiva antropológica y a-carismática: la obra de Cortázar, aparte de no ser original, aparte de generar una falsa ilusión de transformación para el lector, y aparte de transformar efectivamente al autor, pero para rebajarlo, sólo alcanza a decir una verdad de Perogrullo, con una repercusión antropológica de vuelo mínimo. Y es que cuando no se presta atención al componente carismático, al “estado de gracia”, la gran obra de Cortázar pierde la parte más importante de su peso específico, haciéndose con ello incapaz de resistir un análisis riguroso, ni comparativa ni intrínsecamente. Visto desde esta perspectiva, ese libro de cuatrocientas páginas, con todo su alarde de audacias literarias, elaborado durante cuatro largos años, es visto a la postre como la expresión abstracta de una verdad al alcance de todo el mundo. ¡Qué derroche de tiempo y de talento! ¡Cuánto genio invertido en cuán poca cosa!
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De lo humano-divino a lo humano-humano
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Hacia el final del libro, García Canclini quiere dejar constancia de algo que ya quedaba implícito en todo su texto:
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Es preciso aclarar que, si bien Cortázar reconoce una trascendencia que excede al hombre, no existen en él dimensiones religiosas. (p. 102)
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Aquí se consuma el tercer gran sacrificio solicitado por la perspectiva “antropológica” y a-carismática sobre la obra de Cortázar: su dimensión “religiosa”. Sin embargo, a esta tesis le crecen los enanos por todas partes. En primer lugar, son muchos los malabarismos que debe hacer el autor para distinguir lo que es religioso de lo que no lo es. A la primera salvedad que ha hecho, sobre la trascendencia, se le añaden enseguida otras dos:
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En conjunto, su obra coincide con un aspecto de toda religión al llevarnos más allá de la posesividad ingenua, del orgullo típico del pecado adánico: organizar el mundo alrededor del yo. Pero tal coincidencia, aun cuando a ella puedan sumarse ciertas influencias del budismo zen, aproxima sus trabajos más a una posición filosófica como la de Heidegger que a la de una actitud religiosa. El tiempo y el espacio de Cortázar son estrictamente humanos (pp. 102-103)
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Estas tres excepciones –la trascendencia, ese “más allá” que permite superar el egocentrismo, y esas “ciertas influencias” del budismo– son tratadas de un modo demasiado sumario como para darlas por buenas. García Canclini pretende solventar el asunto afirmando que estos elementos para-religiosos remiten a una visión próxima a la de Martin Heidegger: pero, ¿acaso el autor alemán no es también, aparte de filósofo, un escritor religioso? El no-condicionamiento del Ser de Heidegger, por ejemplo, difiere absolutamente con respecto a un espacio-tiempo “estrictamente humano”. Así pues, ¿no se está reduciendo aquí en demasía algo que reviste gran complejidad? Y por otro lado: ¿es que no existe, aparte de ese “filósofo” y de ese “religioso” que parecen copar todas las posturas posibles ante la realidad, la figura del poeta visionario, en cuyo perfil encajaría mucho mejor Cortázar, tal como él mismo sugiere a menudo (por ejemplo en el capítulo 99), y cuya dimensión religiosa resulta difícil de ocultar?
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El final del pasaje nos permite descubrir el probable origen de todos estos problemas:
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no se advierte nunca una presencia explícita de Dios, un sentido de culpabilidad en el hombre o cualquiera otra de las notas distintivas de un universo religioso. (p. 103)
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Aquí, al mentar a un Dios en mayúscula junto a la idea de culpabilidad, García Canclini identifica lo religioso con la ortodoxia cristiana, de un modo flagrante y exclusivo. A esos dos elementos tan marcados les agrega a continuación, como si formasen parte del mismo paquete, “cualquiera otra de las notas distintivas” de lo religioso, para cubrirle las espaldas a su fuerte afirmación. Muy poco ha tardado el crítico en olvidarse de que la obra de Cortázar “coincide con un aspecto de toda religión”, tal como él mismo ha señalado unas líneas más arriba; y también se ha olvidado de las otras dos salvedades establecidas tras la primera. Por este atajo cancliniano se llega muy rápidamente a la conclusión de que no existen “dimensiones religiosas” en la obra que analiza; pero esto es hacer trampa. La idea restrictiva de lo religioso que maneja García Canclini no tiene nada que ver, en mi opinión, con el carácter intersticial de la personalidad de Cortázar: ¿a quién se le ocurre tratar de medir a nuestro autor con los patrones de cualquier ortodoxia? En todos los otros terrenos pisados por Cortázar –ya sea en lo literario, en lo político o en lo personal– el autor se comporta de una forma completamente heterodoxa, muy alejado de los caminos trillados; ¿por qué razón iba a hacer lo contrario en lo religioso?
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Para valorar con propiedad la existencia o no de dimensiones religiosas en Cortázar resulta mucho más adecuado apuntar en la dirección de lo pagano, de lo mistérico o quizá de lo animista; hacia cualquier línea, aunque no esté catalogada –¡infinitamente mejor si no lo está!–, en la que aparezca un cosmos espiritualizado, habitado por fuerzas desconocidas que se interrelacionan con el mundo de los hombres. Algo vinculado, pues, con lo religioso “en el más amplio sentido de esta expresión”, tal como se expresaba Graciela Maturo.
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La Antropología poética equivocó el sentido, creo yo, de esa “casa del hombre” citada en el capítulo 99 de Rayuela y que el crítico elevó a lema de su aproximación al autor. Llevado de su prurito antropológico y de sus prejuicios contra lo religioso, García Canclini reduce el alcance de lo trascendente cortazariano, negándole sus dimensiones religiosas para hacerlo caber dentro de su personal concepción, des-espiritualizada, del anthropos. En esta línea, los nuevos territorios descubiertos por la prospección cortazariana son meramente humanos; y, en consecuencia, la idea de carisma, tal como la hemos definido aquí, no tiene ni cabida ni sentido. Por mi parte, y por el contrario, tengo la convicción de Cortázar quería ampliar justamente esta idea cancliniana del anthropos, que de hecho es la visión moderna del mismo, incorporando en ella una trascendencia que sí mantenía unas dimensiones que, por muy sui generis que fuesen, no dejaban de ser religiosas. Aquí, los nuevos territorios a los que se llega no son humanos, y lo que sucede es que se considera al hombre capaz de llegar hasta ellos. Lo carismático, el “estado de gracia”, constituye justamente el mecanismo para lograrlo: y es que el anthropos, para Cortázar, y en contra de la visión moderna y cancliniana, es capax charismae.
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En el primer caso, el resultado es una noción de lo antropológico como humano-humano; en el segundo, lo antropológico se define en cambio como humano-divino, considerando lo divino no como el habitáculo de un Dios mayúsculo, tal como lo conciben García Canclini y la ortodoxia cristiana, sino como un nivel operativo de realidad que en muchas ocasiones se manifiesta como superior al humano. En una concepción antropológica de lo humano-humano, al haber un solo nivel de realidad, no hay posibilidad real de transformación; en lo humano-divino, sí.
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Los tres sacrificios realizados por García Canclini –la originalidad de Cortázar, el “estado de gracia” y la dimensión religiosa de la obra– dejan su huella visible en el texto del ensayo, y no pasan la prueba de una confrontación con los escritos de Cortázar. Todavía más; ni siquiera resisten una confrontación con el propio texto de la Antropología poética: la muestra más patente de ello es la atención que en el ensayo se prodiga al personaje de Persio, lo cual merece un tratamiento aparte.
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3. Persio, el enano irreductible
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En el pasaje de marras sobre lo ausencia de lo religioso en Cortázar, el principio también es problemático: ¿Por qué “resulta preciso aclarar”, a esas alturas tan avanzadas del discurso (a menos de diez páginas del final), algo que ya pareció quedar claro desde un principio? Yo creo que esta tardía “aclaración” se debe a que, en el transcurso de la exposición, se ha manifestado algo que excede claramente los límites del marco antropológico y a-carismático en el que pretende moverse García Canclini. En los capítulos intermedios ha aparecido un enano que le ha crecido desmesuradamente al autor, y que no ha habido forma de someter a la tesis principal: me refiero al personaje más enigmático de Los premios, Persio. Si bien a lo largo del ensayo el autor ha encontrado la forma de plegar a Horacio Oliveira a sus premisas, ni que sea a costa de mutilarlo de alguno de sus atributos más importantes, no ocurre lo mismo con ese otro personaje. Seguramente, esto es debido a que la caracterización de éste último, menos compleja y más unidireccional que la de Horacio, lo hace finalmente irreductible a un marco meramente antropométrico.
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En el apartado II, bajo el título “Los perseguidores”, García Canclini instaura una clasificación de los personajes cortazarianos en función de sus diferentes posturas ante lo establecido y ante la apertura de nuevas posibilidades. El argumento de Los premios, con esa enigmática y magnética popa, estrictamente prohibida a todos los pasajeros, ofrece el terreno idóneo para ilustrar esa clasificación, que distingue primeramente a tres tipos de personajes: por un lado, los conformistas, como la familia Trejo; por el otro, los buscadores ya rendidos, como Paula o Raúl; y por último, los perseguidores infatigables, como Medrano. Más adelante se incorpora un cuarto tipo, el de los individuos que parecen haber llegado a un equilibrio de carácter superior, lúcido y consciente, como Claudia. Pero Persio, tal como el mismo crítico reconoce sin ambages, no encaja en ninguno de los tres tipos iniciales, ni tampoco en el cuarto: sus inquietudes rebasan todo lo establecido por el crítico.
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Paradójicamente, a pesar de que no encaja en su clasificación, el autor acaba por dedicarle a este personaje, como si se viera arrastrado por su fuerza, una atención individualizada mayor que la dispensada a ninguno de los otros personajes. Lo cual le lleva a exponer, ineludiblemente, la cuestión de ese marco de sentido trascendente, de un carácter sobre-humano y trans-histórico, al cual apunta este sujeto. Podría decirse que la mirada de los cuatro tipos se despliega exclusivamente en un sentido horizontal, en el mismo plano definido por la cubierta del barco; la de Persio, en cambio, lo hace además en un sentido vertical, siguiendo la dirección marcada por los mástiles. ¿Hacia dónde? Según García Canclini, hacia ese universo plurívoco al que aludirá más adelante, en la página 83, y al que Persio trata de acceder mediante símbolos (la guitarra pintada por Picasso, por ejemplo); pero ello no logra dar cuenta cabal del proceso en que se halla sumido el personaje.
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La atención concedida a este último supera el marco del apartado II, y se lo recupera en el apartado IV, “Desescribir la literatura”, donde el personaje cobra una importancia decisiva más allá del componente temático-argumental:
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Sólo la inserción de los monólogos de Persio diferencia a Los premios de la estructura de una novela clásica. (…) El lenguaje, directo y accesible, únicamente ofrece novedades en las divagaciones poéticas de Persio. En ellas se crean expresiones de pasmosa originalidad, se pide al lector que lea con un ojo distinto del que usa en el resto del libro, se aspira a que las palabras se conviertan en “ritmos puros”…”arquetipos radiantes, cuerpos sin peso donde se sostiene la gravedad y bulle dulcemente el germen de la gracia”. (82-83)
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García Canclini no sugiere ninguna interpretación “antropológica” para todo esto de los “arquetipos radiantes”, de los “cuerpos sin peso”, del “germen de la gracia”. Por otro lado, tampoco señala ninguna conexión entre el discurso de Persio, que distorsiona lingüística y estructuralmente el carácter novelesco “clásico” de Los premios, y una distorsión homologable, pero aumentada exponencialmente, que emanaría de gran parte de los Capítulos Prescindibles de Rayuela. De este modo también se esquiva la posibilidad de remitir tales distorsiones rayuelísticas a un sentido trascendente análogo al transportado por Persio.
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Por lo visto, cuando se trata de integrar a su discurso cualquier dimensión trascendente que no se someta a un tiempo y un espacio “estrictamente humanos”, la capacidad analítica de García Canclini pierde fuelle. Forzado como se ve a dar cabida de alguna manera u otra a este marco de sentido, el autor se limitará a dejar abierta una puerta mediante el viejo truco de la indeterminación; acaba por alinear a Cortázar en las filas de los “maestros de la sospecha”, la denominación que Paul Ricoeur aplicó a las figuras decimonónicas de Nietzsche, Marx y Freud (p. 109). Y sin embargo, antes de ello incurrirá en contradicción consigo mismo:
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Su obra convoca al hombre a apoderarse plenamente de sí mismo, asumir solo su libertad y darle un sentido. Pero también habla del hombre tratando de comprenderse en relación con sus límites, con el fundamento que lo hace ser –y del cual no dispone. Es la discusión entre Sartre y Heidegger, entre Claudia y Persio, acerca de si el mundo es absurdo y el hombre debe conquistarlo empecinadamente, o si hay una cifra que le revela el lugar que da sentido a su presencia (101)
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Como ya hemos visto, apenas una página más adelante parecerá olvidarse de esta diferencia entre el existencialismo “religioso” del autor de Ser y tiempo y la postura más “antropológica” de Jean-Paul Sartre. Pero aquí no sólo se desmiente la posición estrictamente “filosófica” de Heidegger, sino también los postulados básicos bajo los que pretende transcurrir la Antropología poética. A la sazón, los esfuerzos de García Canclini para evitar que el crecido Persio desmonte toda su argumentación acaban con una justificación:
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la trascendencia –la popa del barco, el cielo de la rayuela– es la conquista hacia la cual tendemos, pero también lo inapresable que nos llama. Estar disponible a ese llamado no implica necesariamente alienación (p. 102)
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Por un lado, la intuición sobre lo de “estar disponible”, en cursiva en el original, es buena; por el otro, y no obstante, parece como si el autor quisiera excusarse por incluir esta dimensión trascendente en su análisis. ¿O más bien quiere disculpar a Cortázar de lo que sólo puede suponer un desliz, en el marco de esa dialéctica entre ficción y realidad que presuntamente vincularía a Cortázar con Brecht? Sea una cosa o la otra, o ambas a la vez, al puntualizar que “ese llamado no implica necesariamente alienación” el crítico nos revela cuál es su principal preocupación, y a la vez queda puesta de manifiesto su estrechez de miras con respecto a lo trascendente y lo religioso. Para él esta dimensión de la obra de Cortázar debe excusarse ante la ética de lo transgresivo; no parece formar parte de una liberación de las posibilidades humanas sino que, por el contrario, es algo ante lo que uno debe ponerse en guardia, para que no lo evada de sus responsabilidades “antropológicas”. Esto, por un lado, es justo lo contrario de lo que Horacio expone en el capítulo 28 de Rayuela. Y por otro lado, en vez de celebrar la entrada en los “estados excepcionales” de la conciencia (cap. 84 de Rayuela), García Canclini se pone a la defensiva ante su más remota posibilidad. Sin duda, sus prejuicios hallarían justificación en muchos otros marcos; pero en el caso de Cortázar son un lastre que impide una comprensión plena del sentido de la obra.
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Cuando nos situamos en una acepción de lo religioso “en sentido amplio”, resulta difícil tratar de deslindar en los soliloquios de Persio lo que es religioso de lo que no lo es. Desde mi perspectiva, esa mirada de Persio orientada hacia la vertical está apuntando en realidad a la posibilidad de experimentar el “estado de gracia”. Su vista levantada hacia el nocturno cielo estrellado, así como su pensar mediante símbolos, son precisamente su manera de “hacerse disponible”, para usar la afortunada expresión de García Canclini; en términos entusiasmosóficos, es su modo de “orientar las potencias hacia arriba”. Y la gracia a la que aspira, el don carismático que espera recibir, no es descubrir el sentido de su existencia (pregunta que nunca aparece formulada en Cortázar) sino llegar a ver la realidad como totalidad. Una visión que él no puede alcanzar por sí mismo, sino que debe dispensársela alguna entidad superior: tal vez esas fáusticas “Madres” que aparecen en el soliloquio que lleva por título la letra “I”.
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4. Persio y Eliade
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Más allá de lo que podamos ver en los monólogos persianos, voy a aportar aquí nuevos elementos para la discusión sobre el carácter religioso del personaje: se trata de dos extractos del Traité d’histoire des religions de Mircea Eliade, procedentes del volumen que se conserva en la Biblioteca Cortázar, en Madrid, bajo el techo de la Fundación Juan March. Más allá de la mención explícita a este autor en diversos textos de Cortázar, la presencia de este volumen en la biblioteca personal del escritor, así como el abundante subrayado a que se lo sometió (aunque no tan profuso como el de Roger Godel, que ya comentamos en el último artículo), lo confirman como una de las fuentes cortazarianas para cuestiones relativas a la trascendencia. Por su parte, García Canclini no remite a este autor en ningún momento.
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En la primera página de este volumen constan, tal como era costumbre en Cortázar, su firma y la fecha en que lo adquirió: 1956. O sea, justo al inicio de la elaboración de Los premios. Y hacia el final del libro tenemos los dos pasajes en cuestión; ambos coinciden en recoger una parte del texto bajo una llave, en el lateral, remitiendo a este nombre adosado: “Persio”. Es decir; ambos extractos pueden considerarse como apuntes tomados por Cortázar de cara a elaborar el personaje. El primer pasaje se halla en la p. 388, bajo el apartado XIII, La structure des symboles, y dice así (el subrayado es de Cortázar):
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L’homme ne se sent plus un fragment impermeable, mais un Cosmos vivant ouvert à tous les autres Cosmos vivants qui l’entourent
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Esto parece remitir a la visión de un universo orgánico y espiritualizado propio de una visión religiosa, antes que a la idea de ese espacio desnudo y preñado de posibilidades combinatorias que señalaba García Canclini. El segundo pasaje se halla en la página 393, ya en las Conclusions (aquí la primera frase, aunque también señalada por Cortázar, no queda bajo la llave “Persio”; pero la añado porque ayuda a fijar el sentido de lo que sigue):
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Celle resistance au sacré a pour pendant, dans la perspectiva de la métaphysique existentielle, la fuite de l’authenticité. (...) Le symbole de la «marche vers le centre» se traduirait dans le vocabulaire de la métaphysique contemporaine par la marche vers le centre de son essence propre et la sortie de l’inauthenticité. (la cursiva, en el original)
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La filosofía existencialista, en la que se apoyaba García Canclini para restarle dimensiones religiosas a la obra de Cortázar, aparece aquí estrechamente vinculada a una concepción anterior, en la que el símbolo de la “marcha hacia el centro” se inscribe en un universo claramente religioso. Así pues, también se desdibujan aquí –aparte de lo que hemos señalado antes para la obra de Heidegger– las pretendidas fronteras que establece García Canclini entre lo meramente filosófico y lo religioso. Resulta legítimo concluir de ello que la persecución cortazariana de la autenticidad no tiene por qué prescindir de las dimensiones religiosas; y no sólo puede llevarlas incorporadas, sino que además puede concederles un lugar destacado, como demuestra el tratamiento concedido a Persio en la novela. Tal vez se trate, incluso, de resolver finalmente esa persecución dentro del ámbito religioso, entendido éste como la más alta instancia legal de todo lo que concierna al anthropos.
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El personaje de Persio no sólo tiene ese carácter intersticial tan propio de Cortázar, sino que además lo representa. Se perfila entonces, irreductiblemente, como un ser fronterizo (vale aquí la remisión a Eugenio Trías) que participa de los dos territorios sugeridos en el pasaje de Eliade: lo sagrado y lo profano. Para entender a este personaje resulta mucho mejor mantenerlo en esta ambigüedad, en este carácter intersticial, frente a la afirmación tajante de que la obra de Cortázar “no tiene dimensiones religiosas”. De hecho, ya se ha visto que García Canclini no ha podido reducir a Persio al restrictivo marco antropológico, cuatripartito, que había establecido en su obra. Y de este modo el personaje, al que tanta atención se le dispensa, viene a actuar como un caballo de Troya infiltrado en lo que constituye la tesis central de la Antropología poética: la noción de trascendencia cortazariana tiene una dimensión antropológica, sin duda; tiene una dimensión más concretamente existencialista, también; pero no hay razones de peso para descartar las dimensiones genuinamente religiosas de esa noción, más bien todo lo contrario. No había que hacer tantos malabarismos para extirpar lo religioso de la obra cortazariana, señor García Canclini; tan sólo se trataba de abandonar toda concepción previa para contemplar ese ámbito “en su más amplio sentido”, tal como hacía Graciela Maturo en las mismas fechas, y tal como lo contempla siempre Mircea Eliade en sus escritos.
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A pesar de su “resistance au sacré”, García Canclini no deja de tener algunas intuiciones acertadas con respecto a lo religioso; es una lástima que no se dejara llevar por las mismas. Aquello de “hacerse disponible” al llamado de lo trascendente era una buena muestra, pero todavía es mejor la que sigue, donde por una vez el crítico se situó asombrosamente cerca de la sensibilidad cortazariana:
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El hombre es tan racional como poético (…) en ciertos casos, como en el acceso a la trascendencia, propone preferentemente la vía poética. Aunque en ningún lugar lo afirma de un modo directo, la adhesión de La vuelta al día a la frase de Lautréamont –“la poesía debe ser hecha por todos”– y otras referencias semejantes permiten suponer que para Cortázar la actitud poética puede ocupar en el hombre contemporáneo la zona de su vida que antes ocupaba lo religioso. (p. 103)
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Aquí no puede decirse que el crítico se comprometiera “tanto como lo hizo el autor al escribir el libro”, para usar sus propias palabras. Nos dice como mucho que ciertas referencias (¿cuáles?) “permiten suponer”… Una suposición que, por lo visto, no es competencia suya, sino que correspondería desarrollarla a otros lectores y críticos de la obra. ¿Aquellos más abiertos y predispuestos, quizá, frente a la dimensión religiosa de la existencia?
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