Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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7 de marzo de 2012

Apócrifas morellianas (23)

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Bruno hereda el término furor de Marsilio Ficino, como traducción del término platónico manía. (...) Para Bruno, y también para Ficino, existen dos tipos de furor: el divino y el bestial. El furor divino, según Ficino, eleva al hombre por encima de la naturaleza humana: es una especie de iluminación del alma razonable mediante la cual ésta vuelve a la esfera de las cosas superiores. Para Giordano Bruno, lector de Ficino y de Aristóteles, la palabra furor está llena de sentido, evoca el don de la poesía y el impulso del corazón enamorado (...) pero también aquel frenesí que inspira Dionisos y que no es otra cosa que una evasión más allá de los límites de la persona, una inmersión del ser individual en los abismos del ser cósmico. A partir de Ficino, los términos “furor” y “entusiasmo” se convierten en sinónimos, empleándose indiscriminadamente para referirse tanto a la inspiración poética como al enamoramiento.

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Antoni Marí, Euforión

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21 de diciembre de 2011

Entusiasmosofía (V)

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«Los entusiastas –dice Hans Urs von Balthasar en Gloria, de 1961– han de aparecer al mundo como insensatos» (Gloria. Una estética teológica, Madrid, Encuentro, 1985, vol I, p. 35)

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El término insensato, aplicado a la cuestión del entusiasmo, tiene su enjundia. Según María Moliner, proviene del latín «insensatus», negativo de «sensatus», derivado de «sensus», y éste de «sentire»: percibir por los sentidos, sentir –y, también, opinar. En función de esta etimología, y más allá de su primera acepción como alguien irreflexivo y perjudicial, insensato podría también ser «aquél que no percibe por los sentidos», y también «aquél que no tiene opinión». Todo lo cual encaja perfectamente con nuestra cuestión: porque el entusiasta adquiere su condición merced a algo que queda más allá de los sentidos –que los trasciende–; y, en efecto, no se trata de formarse una opinión, sino de algo –poseer una certeza o un firme propósito– que está por encima de toda opinión.

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Entre las expresiones equivalentes a insensato se cita «alocado» y «tener la cabeza llena de pájaros» o «llena de viento»; lo cual, según por donde lo miremos, puede resultar de lo más ventajoso. Y lo mismo puede decirse de «estar fuera de sus cabales», «estar fuera de quicio», o de «perder la razón»: estados que, de vez en cuando, no deben resultar tan inconvenientes (ya lo decía Nerval en la anterior entrega de esta Entusiasmosofía). También figura un término –«disparatado»– que alguien aplicó una vez, felizmente, a mi percepción del Rayuela insólito. Y otro más: «descabellado», que más adelante veremos aplicado en un contexto que nos viene al pelo.

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No obstante, por más que se pretenda darle vuelta, está claro que el término «insensato» es peyorativo, y así funciona en la frase de von Balthasar. Los entusiastas son vistos desde «el mundo» como algo insano y también peligroso. Pero ¿a quién se está refiriendo el autor con el término entusiastas? ¿Se trata de unos locos exaltados? ¿De una horda lanzada ciegamente a sembrar el caos? No: el erudito alemán está hablando particularmente de Platón (quien conoció un «entusiasmo loco») y de san Pablo (como uno de los «extasiados por la belleza cristiana»); y también, equiparándolo a los dos primeros, de «todo aquel que, gustosa y despreocupadamente, está dispuesto a enloquecer por amor a la belleza». Evidentemente, se trata aquí del entusiasmo poético, no del fanático, siguiendo esa distinción que estableciera Shaftesbury en 1709 (en The Moralists: a Philosophical Rhapsody).

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Siguiendo precisamente a Shaftesbury, Diderot escribía de esta guisa en la entrada «Teosofía» de la Encyclopédie (citado en el Euforión de Antoni Marí):

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Los teósofos han sido considerados locos en comparación con aquellos hombres tranquilos y fríos cuya alma, pesada y mortecina, no es capaz de emocionarse, ni de entusiasmarse, ni de sentirse poseída hasta el punto de no ver ni sentir nada, de no poder juzgar ni hablar tal y como lo haría en su estado habitual

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Hasta el punto de no ver ni sentir nada: esto encajaría con esa etimología forzada un poco más arriba: el entusiasta como insensato y, a la postre, como insensitivo. Y este es precisamente el retrato que de sí mismo daba Cortázar en sus Conversaciones con Ernesto González Bermejo:

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-¡No se imagina en qué estado escribí yo ese diálogo! Ese [se refiere al diálogo entre Oliveira y Traveler], la muerte de Rocamadour, el concierto de Berthe Trépat, los capítulos patéticos del libro

La que me vio fue mi mujer porque me venía a agarrar del cuello y me llevaba a tomar un poco de sopa. Yo había perdido completamente la noción del tiempo. Y no se debía a la influencia del alcohol o algo parecido; no bebía, tomaba mate y fumaba menos que ahora.

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Ciertamente, no comer nada durante días puede resultar insensato; pero ¿no llevamos cincuenta años inclinándonos ante los frutos resultantes de esa pasajera locura? Dice Cortázar que no estaba ebrio en esos momentos de creación: como tampoco había bebido ese otro insensato, Jorge Fraga, contrariamente a lo que maliciosamente sugerían los periodistas de «Los pasos en las huellas» (2º relato de Octaedro, 1974; las cursivas son mías):

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Cualquiera puede leer en los archivos de los diarios porteños los comentarios suscitados por la ceremonia de recepción del Premio Nacional, en la que Jorge Fraga provocó deliberadamente el desconcierto y la ira de las cabezas bien pensantes al presentar desde la tribuna una versión absolutamente descabellada de la vida del poeta Claudio Romero. Un cronista señaló que Fraga había dado la impresión de estar indispuesto (pero el eufemismo era claro)

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«…y el mundo –continúa la frase de von Balthasar citada al principio– intentará explicar su estado –es decir, el entusiasmo– apelando a leyes psicológicas, cuando no fisiológicas»; y, para ilustrar estas leyes fisiológicas, el autor de Gloria remite al versículo 13, capítulo 2, de los Hechos de los apóstoles: «Pero otros, riéndose de ellos, decían: ‘¡Les ha subido el vino a la cabeza!’» Lo cual sucede precisamente en Pentecostés, después de que los discípulos de Cristo hayan recibido los dones del Espíritu Santo –el carisma– como lenguas de fuego bajando sobre sus cabezas.

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El entusiasta es por tanto el inspirado, el carismático, el sujeto investido por una luz superior, ya sea en el contexto de lo creativo como en el de lo religioso:

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...en el fenómeno de la inspiración existe un momento (…) en el que la inspiración del propio yo se transforma misteriosamente en la inspiración emanante del genio, del daimon, del Dios que lo inhabita, y en el que el espíritu que alberga en sí a Dios (en-thous-iasmós) obedece a una instancia superior que, en cuanto tal, supone una forma y es capaz de realizarla (Gloria, p. 37)

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Este tipo de insensatez, de carácter místico, alimentaba el espíritu humano en una cultura, la griega antigua, cuyos frutos de arte y pensamiento siguen maravillándonos hoy, miles de años después. Dice Erwin Rohde en su Psyché:

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Nos hallamos, pues, ante una conmoción del ser entero en la cual parecen abolidas todas las leyes de la vida normal. Estas manifestaciones que rebasaban el horizonte conocido se explicaban entonces suponiendo que el alma de estos «posesos» no estaba «dentro de ellos», había «emigrado» de su cuerpo. Así se interpretó el fenómeno al principio, y no se quería decir otra cosa cuando se hablaba de «ekstasis» de las almas que se han sumido en ese estado orgiástico de excitación. El éxtasis es una «locura pasajera», así como la locura es un éxtasis permanente. Pero el éxtasis, la alienatio mentis momentánea del culto de Dionisos, no es una divagación ligera y ondulante del alma por las regiones de la pura ilusión, es una hieromanía, una santa locura en la que las almas, fuera ya del cuerpo, comunican y se unen con la divinidad. Ahora están cerca, dentro del dios, en estado de «entusiasmo»; los que se encuentran en tal estado son ένθοι, viven y están en el interior del dios; en su yo limitado sienten y gozan la plenitud de una fuerza vital infinita.

En el éxtasis, liberación del alma de las ataduras del cuerpo y comunicación con la divinidad, al alma le nacen impulsos de los que nada sabe en su existencia cotidiana, cohibida como está en la envoltura de su cuerpo. Pero ahora que vive en libertad como un espíritu entre los demás espíritus, alzada sobre el tiempo y sus limitaciones, el alma se encuentra en condiciones de lanzar su visión a las cosas lejanas en el tiempo y en el espacio, adonde sólo pueden mirar los ojos del espíritu.

(Psiche: El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos, Summa, Madrid, 1942, p. 46)

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Los ojos del espíritu… También von Balthasar habla de «ojos capaces de percibir la forma espiritual». «Es preciso –dice, en la página 27– poseer un ojo espiritual capaz de percibir las formas de la existencia en una actitud de profundo respeto».

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En las antípodas de ese respeto, «el mundo» tilda a los entusiastas de insensatos, locos, borrachos… En el fondo, estos juicios peyorativos no son sino formas por las cuales ese mundo se protege del carisma de otros, de su entusiasmo. Pero, ¿cuál es ese «mundo»? ¿Quiénes lo conforman? Se trata, obviamente, del homogéneo conjunto de los seres sensatos. Diderot los ha descrito antes como «aquellos hombres tranquilos y fríos cuya alma, pesada y mortecina, no es capaz de emocionarse, ni de entusiasmarse, ni de sentirse poseída». Y Cortázar los describe sumariamente, a su vez, mediante la sinécdoque y el sarcasmo de «Los pasos en las huellas»: las cabezas bien pensantes. Hoy en día, «el mundo» lo constituyen unos individuos fragmentados, que tienen por valor principal cierta concepción de la razón. A saber: los sujetos modernos, los sensatos habitantes de un mundo desencantado.

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La Modernidad occidental, una vez consolidada la hegemonía de la raíz ilustrada sobre la romántica, ha logrado reducir el espectro de lo perceptible al estrecho horizonte aportado por el estado habitual de la conciencia. Se trata de la misma coyuntura que vivió internamente Carlos Castaneda, cuando intentaba conciliar sus vivencias en la segunda atención con los parámetros de la conciencia habitual:

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Una vez le preguntamos a don Juan al unísono que nos sacara de dudas. Dijo que tenía dos posibilidades explicativas. Una era aplacar a nuestra malherida racionalidad diciendo que la segunda atención es un estado de conciencia tan ilusorio como elefantes volando en el cielo, y que todo lo que creíamos haber experimentado en ese estado era simplemente un producto de sugestiones hipnóticas. La otra posibilidad era no explicar pero sí describir la segunda atención de la manera como se les presenta a los brujos ensoñadores: como una incomprensible configuración energética de la conciencia.

(El arte de ensoñar, “Nota del autor”)

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La conciencia razonante, tal como se halla configurada en nuestra cultura, ve las irrupciones de una conciencia superior como una amenaza contra su hegemonía. En el fondo, es el miedo –lo contrario al Amor– lo que genera su reacción ante los brotes de un entusiasmo daimónico, divino. De ahí que, cuando no consigue ignorarlos, los descalifique. Todo vale; incluso considerar Rayuela como una novela. Y sin embargo,

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ellos saben lo que han visto y no se preocupan lo más mínimo por lo que dicen los hombres (…) dado que para comprenderlos es necesario contemplar lo que ellos han visto, ahí comienza lo esotérico, y las pruebas para demostrar su verdad –como aparece ya en el Banquete de Platón– tienen necesariamente carácter de iniciación (Gloria, p. 35)

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11 de agosto de 2011

Vía negativa (4): El "estado de gracia" y Rayuela

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En determinado momento anuncié “La palabra jamás mencionada…” como si fuese el último artículo que iba a escribir; y no me refería tan sólo a la «vía negativa», sino a las tres vías en total. El anuncio respondía a la impresión del momento, a una cierta sensación de agotamiento, como si todo lo que pudiera añadir después fuera a convertirse en una repetición de lo mismo. ¿No están ya dados los argumentos? ¿No hay suficientes motivos como para reconsiderar a Cortázar? Quería cerrar el ciclo y dedicarme a algo nuevo que me reclamaba: la entusiasmosofía. Pero me equivocaba; fue tan sólo un momento pasajero de debilidad. Por un lado, la «vía negativa» ha cobrado renovado vigor; y por el otro, después de un intercambio que sostuvimos hace poco Ingeneratus y yo, me siento llamado a redactar un nuevo artículo de «vía comparativa», ahora sobre el Avicena de Corbin. Así pues, la Teoría del Entusiasmo todavía tiene cosas que decir; y de este modo, dejando las cosas como están, la Entusiasmosofía pasará a ser una sección nueva en el blog. Les dejo, entonces, con este nuevo artículo de «vía negativa» sobre el “estado de gracia”.

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El "estado de gracia" y Rayuela

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Introducción

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Entre la lectura común de Rayuela y la mía propia parece mediar un abismo. Donde los demás leen en sentido figurado yo leo en sentido literal, y donde los demás leen en sentido literal yo veo metáforas. Allí donde los otros ponen el énfasis yo veo lo espurio, mientras que yo planto la tienda donde ellos pasan aprisa. Y sin embargo el texto, en su materialidad, es el mismo; ¿de dónde proviene, entonces, todo ese desfase? La respuesta está en lo que constituye la piedra basal de mi edificio argumentativo: el entusiasmo. Mi teoría –y, sobre todo, mi experiencia- es que Rayuela es un libro concebido para ser leído desde dos estados de conciencia distintos; y si, por lo visto, hasta hoy ha habido algún lector “dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse” (cap. 97) ante el gran libro de Cortázar, he sido únicamente, aparte del desaparecido Fredi Guthmann, yo mismo.

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“Una misma situación, dos versiones…” La cuestión de los distintos estados de conciencia es el elemento central de mi argumentación; y seguramente sea, creo yo, lo más chocante de todo mi discurso. ¿Dónde se ha visto antes tamaño despropósito? Sin embargo, por muy novedosa y pintoresca que pueda parecer hoy en día mi Teoría del Entusiasmo, el asunto no ha pasado totalmente desapercibido a los críticos y lectores de Cortázar. Como vamos a ver enseguida, esta materia ha formado parte integrante de los comentarios que se han hecho a propósito de su obra desde siempre. Son muchos los críticos que han señalado su relevancia, hasta el punto de constituir incluso uno de los lugares comunes de la recepción cortazariana.

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Su nomenclatura, ciertamente, ha sido variada: lo que yo denomino entusiasmo ha sido llamado a veces état second; y también “nueva dimensión del ser”; sin olvidar el “estado de gracia” que aparece en otras enunciaciones del tema, y que a mí me parece la fórmula más afortunada… Y ello sin contar los variados nombres que le dio el propio Cortázar, en las numerosas ocasiones en las que se le preguntó sobre ello: “apertura”, “arrebato”, “estado equivalente al de un tipo que se ha tomado una droga”, etcétera; de los cuales, por supuesto, la crítica ya ha acusado recibo. Pero más allá de esta variación terminológica, el referente de estos nombres es siempre el mismo: se trata de la entrada del sujeto –de algún sujeto- en un estado de la conciencia distinto al habitual. Para los seguidores de Cortázar, por lo tanto, esto no puede resultar en absoluto ninguna novedad.

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Entonces, ¿cuál es el problema? Si este asunto es ya un lugar común de la crítica y de la recepción de Rayuela, ¿por qué motivo debe resultar chocante ahora mi Teoría del Entusiasmo? Las razones para ello son las mismas que han provocado que nadie más haya leído Rayuela como “repetición de un episodio” y como “crónica de una locura”, tal como el autor describió su proyecto en 1960. Son las mismas razones que han llevado a leer Rayuela de un solo modo –o sea, como novela, por más que se lean dos novelas distintas– durante prácticamente medio siglo. Y son las mismas razones por las que antes que yo nadie haya tratado de argumentar que Rayuela es un libro concebido para ser leído desde dos estados de conciencia distintos.

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Esas razones radican en la defectuosa comprensión del papel, la importancia y el alcance que tiene ese dichoso “estado de gracia” dentro de la obra de Cortázar. Dicho al modo cortazariano; el état second al que remite su obra de forma prominente no ha sido mirado bien. En esta nueva entrega de «vía negativa», repartida en varias secciones, vamos a ver cuál ha sido el tratamiento concedido tradicionalmente a este asunto, observando su irrupción en el trabajo de distintos críticos. Ello nos permitirá identificar, desde la nueva perspectiva procurada por nuestra Teoría del Entusiasmo, cuál es el momento en que estos se desvían de su seguimiento, así como cuáles son los motivos que les apartan de su consecución lógica.

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En esta exposición voy a proceder por orden cronológico, empezando por los trabajos más antiguos sobre el autor. Ello va a poner de manifiesto una aparente incongruencia: en lugar de una progresiva comprensión del asunto, procurada de forma natural por su mera recurrencia, vamos a encontrarnos con que las aproximaciones más enfáticas y más atinadas del tema fueron precisamente las iniciales, las más antiguas y más cercanas a la aparición del libro, para derivar seguidamente en una paulatina dejación y en una creciente pérdida de la perspectiva adecuada sobre ello (con una sola excepción, como veremos en su momento, y que resulta todavía más incomprensible).

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Esto debe ser una singularidad en la historia de la literatura; la mayor obra de Cortázar, con el transcurrir del tiempo, ha sido cada vez peor entendida. La única explicación coherente que encuentro yo para ello está en verlo desde la perspectiva del Zeitgeist y sus oscilaciones. Los años sesenta del siglo pasado fueron -quizá junto con aquella otra década en la que emergiera el surrealismo- una excepción dentro de las corrientes de pensamiento dominantes del siglo XX en Occidente. En los sesenta, superando el estrecho marco epistemológico establecido por el racionalismo de estirpe ilustrada, algunos creadores se lanzaron a una exploración de las posibilidades de la mente humana: Julio Cortázar escribió desde estos mismos parámetros, y en mi opinión debería figurar como uno de sus pioneros y, a la vez, como su mayor exponente. Y por lo menos dos de sus críticos más sensibles llegaron también a participar de esa breve apertura epocal: sobre todo Luís Harss (de quién he llegado a dudar si logró acceder al Rayuela insólito), pero también, aunque en menor medida, Graciela Maturo (en aquél momento, Graciela de Sola).

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Sólo ellos dos, porque luego, y muy pronto, se cerró el paréntesis: dada por terminada (en falso, por supuesto) esa exploración, los temas y las perspectivas de las que se partía fueron nuevamente desterrados de nuestra cultura, condescendidos como si de un juego infantil se tratase, y considerados desde una pretendida superación adulta de los mismos. Para la cosmovisión dominante, en la que participan los críticos posteriores que han tratado la obra de Cortázar, la percepción de la conciencia humana como algo heterogéneo –por lo menos, tal como se plantea en este caso en particular- ha resultado ser algo inconcebible.

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De este modo, los parámetros originales desde los que fuera escrito el libro, y que son los únicos bajo los cuales puede recuperarse en cualquier momento la plenitud de su sentido, acabaron por resultar totalmente extraños al contexto definitivo de su recepción. Rayuela -el Rayuela insólito- fue escrito para cierto género de público (para “cierto lector, es verdad” (cap. 97)), del que podemos decir que prácticamente se extinguió tras las muertes del autor y de su amigo Fredi, en 1974 y en 1995 respectivamente. Tras la desaparición de ambos, la «conversación llamada Rayuela» quedó despojada de sus componentes más insólitos, para ser leída unánimemente en una clave –la novelística- que rebajaba en varios puntos su ambiciosa y original apuesta de sentido. Con lo cual, debemos preguntarnos hasta qué punto se ha cumplido lo que Rayuela presagiaba al final del capítulo 79:

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En cuanto al lector hembra, se quedará con la fachada y ya se sabe que las hay muy bonitas, muy trompe-l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête homme.

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A propósito de esto, resulta oportuno recuperar aquí ese estupendo fragmento del Gloria de Hans Urs von Balthasar, con el que el pseudo-Morelli elaboraba no hace mucho su octavo apocrifismo:

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el espíritu del que contempla, que entra en misteriosa sintonía con el espíritu de lo contemplado, no deja de tener influencia, en cuanto espíritu del individuo o de la época (o incluso como espíritu maligno de ésta última) sobre la vida operante de la belleza; las obras de arte pueden morir cuando son blanco de demasiadas miradas desprovistas de espíritu

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Vayamos ya a comprobar, sobre el terreno, de qué modo la mirada crítica sobre Rayuela se fue despojando, progresiva y definitivamente, del espíritu necesario para su comprensión.

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parte I

1967: “La cachetada metafísica”

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En 1967, cuatro años después de la publicación de Rayuela, la revista Mundo Nuevo publicaba un artículo sobre Cortázar titulado “La cachetada metafísica”. Su autor era Luís Harss, que dos años más tarde incluyó este trabajo como uno de los capítulos de su volumen Los nuestros, dedicado a los más relevantes escritores de la literatura hispanoamericana del momento. Harss desapareció misteriosamente del panorama público poco después de ver divulgado su libro, y no podemos hallar ningún otro escrito suyo sobre Cortázar. Una verdadera lástima –quizá- porque para mí ese artículo, más que ningún otro texto crítico que yo haya consultado sobre el escritor (exceptuando el “hombre nuevo” de Graciela Maturo, como ya he dicho, y que veremos en la Parte II de esta serie), nos muestra prácticamente al Cortázar «insólito»; ese mismo Cortázar que, según vengo sosteniendo en estas páginas, escribió un libro para lectores desaforados.

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De hecho, el artículo es el resultado de las dos o tres sesiones de una entrevista que Cortázar le concedió, en su casa, a Harss; a veces encontramos una transcripción directa de las palabras de Cortázar, otras veces esas palabras se hallan mediatizadas por una glosa o un resumen del entrevistador. Por lo tanto, quien habla en el artículo, ya sea en primera o en tercera persona, es el propio Cortázar; y en ese sentido este trabajo no debería diferir de otras entrevistas largas que se le hicieron a Cortázar, como la de González Bermejo, la de Omar Prego o la de Soler Serrano para la televisión española. Entonces, ¿cuál es el mérito de Harss, cuáles sus aciertos, en detrimento de estos otros entrevistadores? ¿Por qué no se mostró también ante ellos, como hiciera ante Harss, el Cortázar insólito? Pues por algo que se pone de manifiesto en el mismo título del artículo: la perspectiva metafísica adoptada por el entrevistador.

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“Cortázar es la prueba que necesitábamos –dice Harss en la introducción de la entrevista- de que existe una poderosa fuerza mutante en nuestra literatura que lleva hacia el misticismo y la periferia”. La sensibilidad harssiana para captar los propósitos últimos que animaban al Cortázar de los años sesenta fue lo que le permitió generar, mediante el acertado enfoque de sus preguntas, el discurso seguramente más abierto y confesional que llegara a proferir alguna vez, fuera de alguna parte de su correspondencia, el autor argentino. De este modo logró Harss eludir –aunque quizá sólo hasta cierto punto- ese “sistema de cortesías y de reglas” distanciadoras (Vargas Llosa dixit) que él mismo detectó rápidamente en su anfitrión, y que tenía como objetivo preservar el ámbito de su intimidad de escritor:

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No se entrega fácilmente, y entre extraños mantiene las distancias con una afabilidad puntillosa. Con nosotros –nos recibió dos o tres veces y conversamos cada vez largamente- se mostró siempre atento y sincero, aunque un poco impersonal. Había zonas vedadas, y ésas eran las que importaban. Solo por momentos pudimos captar algún indicio del verdadero Cortázar (p. 681, en la edición de Archivos)

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¡Cuánta verdad se esconde, vistos los resultados de la conversación, en esa penetrante intuición del entrevistador! En todo caso, y como tendremos ocasión de comprobar, los entrevistadores posteriores, menos sensibles ya a la dimensión metafísica de la obra cortazariana, vieron incrementadas las resistencias del escritor a mostrar sus motivaciones últimas.

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Tras una introducción en la que comenta algunas generalidades sobre la literatura argentina de la época, Harss divide su artículo sobre Cortázar en una serie de apartados -dieciocho en total- en función de los cambios de tema que se van sucediendo en la entrevista. En primer lugar vamos a considerar el séptimo de estos apartados; ahí es donde aparecerá por primera vez (y última, de hecho) la cuestión del “estado de gracia”. Al principio del apartado, como para entrar en materia, se nos habla del lenguaje usado por el escritor:

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subrepticio, insinuante, taquigráfico, tiene una función casi ritual. De un ritmo conjuratorio que abre puertas, como una fórmula mágica, ofreciéndole al autor una salida de sí mismo (p. 688, en la edición de Archivos)

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Por poco que atendamos a ello, esta frase nos remite claramente al capítulo 82 de Rayuela, del que yo parto para edificar mi Teoría, y donde nos encontramos con el célebre swing que tomaba posesión del escritor:

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Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me lleva a la superficie, conjuga toda esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro.

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Esto parece definir aquél mismo “ritmo conjuratorio” del artículo de Harss. ¿No describe este swing algo así como una “fórmula mágica”? ¿No le ofrece igualmente al autor “una salida de sí mismo”? Así es, en efecto. Pero lo que tenemos aquí, tanto con el fragmento de Harss como con el de Rayuela, es tan sólo la primera parte del asunto, el polo positivo de la electrodinámica del entusiasmo cortazariano: el autor. No será hasta el final de ese mismo apartado séptimo cuando hallemos el polo negativo, el del lector. El pasaje que más nos interesa empieza cuando Cortázar, repitiendo nuevamente la anterior cuestión de la “salida de sí mismo”, declara escribir bajo la influencia de “una especie de arrebato casi sobrenatural”; pero ahora continúa diciendo que es precisamente este arrebato lo que “permite una verdadera transmisión de vivencias al lector”. ¡Touché! Aquí, y con lo que sigue, prácticamente ya se está formulando la Teoría del Entusiasmo:

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Lo que interesa (…) no es la congruencia dramática o psicológica, sino el estado de gracia. (…) algo incomunicable que el lector comparte como una experiencia autónoma, casi sin puntos de apoyo en los caracteres o las situaciones de la vida cotidiana. (…) Estamos en un circuito cerrado, poseídos por fórmulas verbales que, al ser invocadas, desencadenan en nosotros [los lectores] la misma secuencia de acontecimientos psíquicos que se desencadenó en el autor. (p. 689)

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¡El estado de gracia! ¡Que el lector comparte! ¡Eso es lo que interesa! Yo no lo hubiera dicho mejor. Ese estado de gracia que quiere afectar al lector, como contrapartida al “arrebato” del autor, es inequívocamente mi «entusiasmo». En el capítulo 82 de Rayuela no se habla del lector, pero sí en otros momentos del libro, como en este pasaje del capítulo 79:

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la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo

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¿Acaso se aleja mucho esto de las últimas palabras de Harss? ¿Es esto muy distinto del desencadenamiento en el lector de “la misma secuencia de acontecimientos psíquicos” que vivió previamente el autor? Sin ningún temor a equivocarme yo diría, más bien, que nos encontramos ante dos descripciones distintas de un mismo mecanismo. Así pues, no resulta para nada descabellado afirmar que, tanto por el lado del emisor como por el lado del receptor, el expediente de la entrada en un estado no ordinario de conciencia parece ser un elemento central –más todavía: ¡el principal!– de la literatura cortazariana. Por lo tanto, puedo decir ya que en su artículo Harss –transcribiendo, sin duda, aquello que le explicaba Cortázar- está planteando en términos distintos lo que constituye mi propia tesis, presentando la obra cortazariana como un diálogo en el cual, para que la comunicación llegue a buen término, los dos contertulios deben entrar en un estado de conciencia fuera de lo común. Llamémosle entusiasmo, llamémosle estado de gracia; nos estamos refiriendo a lo mismo. En vivo, Cortázar le está explicando de nuevo a Harss, en 1967, lo que ya quedaba dicho en Rayuela en 1963.

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Así pues, ¿había formulado Luís Harss la Teoría del Entusiasmo ya en 1967? ¿No es mi aportación más que una simple reiteración, por tanto, de lo que ya apareció claramente planteado en el apartado séptimo de “La cachetada metafísica”? Así sería, efectivamente, de no ser por un simple detalle: este apartado del artículo de Harss, de donde provienen los extractos arriba aducidos, lleva por título, de modo doblemente significativo, “El exorcismo de los cuentos”. Es decir que, en esos fragmentos, Harss no está hablando para nada de Rayuela, sino exclusivamente de los cuentos del escritor argentino. Si leen ustedes el texto original de Harss, verán que aquí yo les he escamoteado –deliberadamente, por supuesto- ciertos segmentos que circunscribían toda la cuestión a los relatos. Donde yo he transcrito “Lo que interesa (…) no es la congruencia dramática o psicológica, sino el estado de gracia”, dice realmente “Lo que interesa en estos cuentos…”.

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Así pues, la cuestión del “estado de gracia” queda limitada, en el apartado séptimo del artículo de Harss, a la cuentística del autor. No podemos decir que se trate de un error de apreciación de Harss, puesto que son las mismas palabras de Cortázar las que lo circunscriben a ese ámbito. Y sin embargo, podemos preguntarnos hasta qué punto el escritor argentino se mostró transparente en este asunto, y si Harss no acabó siendo víctima de los intentos de Cortázar por confundirle. Ya no se trata tan sólo de los fragmentos de Rayuela que yo he aducido más arriba; la conexión entre ese libro y el “estado de gracia” se puede establecer perfectamente sin salirnos de “La cachetada metafísica”. En su apartado 16, que lleva por título “Los chistes serios”, nos encontramos con lo siguiente:

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La hilaridad, en Cortázar, es como la pataleta que precede al síncope. Sus escenas cómicas son siempre situaciones extremas en un sentido casi dostoyevskiano. Rayuela está casi enteramente compuesta de situaciones extremas. Son como el dedo que aprieta a cada momento el gatillo, listo para disparar. Mantienen despierto el interés del lector, dice Cortázar, aumentando la tensión interna del libro, y además, como los escenarios marginales, “constituyen un medio de extrañar al lector, de colocarlo un poco fuera de sí mismo, de extrapolarlo”. Pero, sobre todo, las situaciones extremas son aquellas donde “las categorías habituales del entendimiento estallan o están a punto de estallar. Los principios lógicos entran en crisis, el principio de la identidad vacila. En mi caso, estos recursos extremos me parecen la manera más factible de que el autor primero, y luego el lector, dé un salto que lo extrañe, lo saque de sí mismo. Es decir, que si los personajes están como un arco tendido al máximo, en una situación enteramente crispada y tensa, entonces allí puede haber como una iluminación. (…) al transgredir ese sentido común, al colocar a los personajes y, por lo tanto, al lector en una posición casi insoportable (…) lo que verdaderamente quiero decir alcanza a pasar, se hace vivencia en el lector. (…)” Los puentes y los tablones son símbolos del paso «de una dimensión a otra».

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¿Acaso no tenemos aquí otra vez lo mismo? Por un lado, los dos polos se hallan referidos explícitamente: “estos recursos extremos me parecen la manera más factible de que el autor primero, y luego el lector, dé un salto que lo extrañe”. Por el otro lado, se trata de producir un particular estado de conciencia: “entonces allí puede haber como una iluminación”. ¿No es esta “iluminación” claramente homologable al “estado de gracia” de los cuentos? Y en esa frase final, “lo que verdaderamente quiero decir alcanza a pasar, se hace vivencia en el lector”, ¿no tenemos reformulada aquella otra frase del apartado séptimo: “lo que realmente interesa (…) es el estado de gracia”?

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Así pues, no una vez, sino dos, aparece prácticamente formulada en “La cachetada metafísica” mi Teoría del Entusiasmo; la primera vez referida a los cuentos, la segunda a Rayuela. Ahora, una vez visto el apartado 16, ya no puedo escudarme en ningún desplazamiento, en ningún error de atribución: ¿finalmente debo aceptar, por lo tanto, mi condición de mero epígono del perspicaz Luís Harss? Pues no; por lo que se refiere a esta cuestión, al artículo de Harss podemos aplicarle lo que se dice en el capítulo 125 de Rayuela: “Hay carne, papas y puerros, pero no hay puchero.” Harss tiene a su disposición todos los elementos, toda la información necesaria; y sin embargo no logra cuajar el asunto.

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¿Cuál es el problema? Falta dar un paso más: establecer la conexión entre este “estado de gracia” y la condición de libro doble de Rayuela. Por lo visto, esta conexión debía ser, definitivamente, una de aquellas zonas vedadas, una de «las que importaban», que Cortázar no quiso darle masticada a su entrevistador. Aunque Harss casi llegó a formularlo en el apartado 12, “La risa como clave”, cuando dice a propósito de Rayuela:

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Parte del efecto que logra Cortázar en sus mejores escenas se debe a la enorme distancia que existe entre el tono de la narración y su tema. Lo esencial de una escena, a veces dramáticamente incongruente con la superficie narrativa, se va desarrollando en el texto como un hilo invisible. Por momentos las paralelas se encuentran y hay como una iluminación.

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En este “hilo invisible” que se opone a “la superficie narrativa”, y por donde cabalga “lo esencial de una escena”, podemos intuir la existencia de un desarrollo textual distinto. ¿No será el Rayuela insólito? Por si fuera poco, Harss utiliza a continuación el mismo sintagma que luego utilizará Cortázar en el apartado 16: “como una iluminación”. Pero todo ello no es más que una mera inferencia mía: más allá de esta vaga alusión, en ningún otra parte de “La cachetada metafísica” aparece la idea de que Rayuela se le presente al lector, una vez lograda la “iluminación” o el “estado de gracia”, de un modo distinto al que disfruta el lector que no participa de ese excepcional estado. La falta de énfasis en esta cuestión parece señalar que Harss no llegó siquiera a sospechar la posibilidad de que hubiera todo un libro, distinto a la novela Rayuela, esperando al lector que accediera al “estado de gracia”.

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¿O sí? Los múltiples aciertos de su artículo, y la apertura que le dispensó a su autor el reservado Julio Cortázar, ¿provienen tan sólo de la sensibilidad del crítico hacia lo metafísico? Hay otra posibilidad: también cabe suponer que Harss hubiera llegado a leer el Rayuela insólito. Y que entonces se topara con el reto que supone esta obra para todo crítico sensible a las cosas del espíritu: ¿cómo hablar de ello? ¿Cómo tratar críticamente una obra que tan sólo es accesible mediante el salto “de una dimensión a otra”? ¿Cómo hablar de ello sin estropear las condiciones de posibilidad de ese salto? Ante este dilema, Harss quizá se sintiera obligado, como me ha sucedido a mí, a participar de las mismas reservas de Cortázar. Las zonas vedadas del escritor serían también las suyas; el discípulo se convierte, a su vez, en chamán. Nadie nos asegura que la transcripción de esa entrevista no esté manipulada y sometida a un nuevo “sistema de cortesías y de reglas” concebido por el propio Harss. De ser éste el caso, lo que yo he interpretado como inconsecuencias de su artículo no serían sino maniobras para ponérselo crudo a su propio lector; él no ató los cabos en el artículo, pero quizá no porque no fuese capaz de ello, sino como invitación a que lo hiciera por su cuenta un lector avispado.

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Sólo en este caso “La cachetada metafísica” podría ser entendida como una versión condensada, ahora ya sí, de mi Teoría del Entusiasmo, con las tres vías dialécticas por un lado, y dejando abierta esa cuarta vía, la “vía participativa”, cuya mera posibilidad correspondía al lector de Harss formularla. Pero ¿fue realmente así? ¿Leyó o no leyó Harss Rayuela como repetición de un episodio? Quizá solventaríamos definitivamente esta cuestión si lográsemos elucidar de quién está hablando realmente Harss en el último apartado de su artículo, el décimo octavo, que lleva por título, curiosamente, “Me tocó escribirlo”, y que dice:

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Un problema con el que Cortázar podría tener que enfrentarse, si realmente le amaneciera el sol por el oeste un día, sería el de la comunicabilidad de esa visión. ¿Cómo transmitirla? ¿Sería algo que estaría en el aire, que otros verían también? Podemos tal vez dar por sentado que si encontrara las palabras para expresar su visión sería porque de alguna manera, posiblemente incierta o incoherente, ya la compartían otros. Él los precedería en un camino que sin embargo harían juntos. En Rayuela se habla de una experiencia que estaría latente en cada página, esperando que la reviva el lector capaz de descubrirse en ella. (p. 701)

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¿Es realmente de Cortázar de quién se habla en este fragmento? ¿Y si fuera Harss quien, escondiéndose tras la figura del escritor, estuviese hablando de ese día en que a él mismo, leyendo Rayuela, le amaneció el sol por el oeste? ¿Tuvo él la vivencia inefable procurada por el Rayuela insólito? ¿Fue por esta razón, precisamente, por la que poco después dejó de escribir sobre literatura? ¿Llegó él a la conclusión, como yo he hecho, de que después del Rayuela insólito no puede haber ninguna obra literaria del Occidente que nos satisfazca?

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No tengo respuestas para ello. Sólo me queda despedirme, por hoy, con esta última frase de “La cachetada metafísica” (p. 702):

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Si la apertura que consigue Rayuela es verdaderamente significativa, es porque se sitúa finalmente, no en el terreno de la experimentación literaria, sino en el campo existencial.

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Continuará, el próximo día 11, con la Parte II:

«1968: El “hombre nuevo”»

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11 de diciembre de 2010

Vía negativa (1): EL AFFAIRE GALDÓS



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Galdós en Rayuela: un asunto turbio
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El capítulo 34 de Rayuela transcribe literalmente el fragmento de una novela de Benito Pérez Galdós. La disposición tipográfica de este fragmento es una de las mayores audacias formales del libro: a lo largo de casi todo un capítulo, durante seis o siete páginas, se intercala una línea de la obra de Galdós con una línea de Rayuela. Las líneas impares despliegan la parte galdosiana del texto, y las pares la parte cortazariana. En virtud de este procedimiento, el capítulo quiere mostrar simultáneamente dos caras distintas de un mismo acontecimiento: Horacio Oliveira ha tomado en sus manos el libro de Galdós y lo está ojeando, y nosotros asistimos tanto a lo que él lee como a aquello que piensa mientras lo va leyendo.
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Este capítulo 34 ha generado distintas reacciones entre los críticos. Los comentarios que Horacio hace sobre Galdós son, más que mordaces, directamente insultantes; y esto ha polarizado la crítica en dos posturas diametralmente opuestas, generando lo que yo denomino el affaire Galdós de Rayuela. De un lado, y por decirlo de algún modo, están los ‘cortazarianos’, para quienes las opiniones que en este capítulo se vierten sobre Galdós no plantean problema alguno. Del otro lado están los ‘galdosianos’, quienes reaccionan a la visión que en esas páginas se da del escritor español, y le defienden ante la mala opinión que de él tiene Cortázar. Sin embargo, hay un galdosiano que sostiene una opinión distinta a la de sus colegas; para él, ese presunto ataque a Galdós ha sido malinterpretado, y en realidad es de carácter irónico. Esto es lo que defiende el crítico Randolph D. Pope en su artículo Cgoarltdaozsar: el Galdós intercalado en Cortázar en Rayuela”, publicado en 1987 en el volumen titulado Los ochenta mundos de Cortázar: ensayos, recopilado por Fernando Burgos.
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Según este crítico anglosajón, para ser justos tanto con Galdós como con Cortázar debería entenderse que Rayuela esconde un justificado homenaje a la figura del escritor español. Esa sería la única explicación posible a la “enorme importancia” (Pope dixit) que, en el contexto global del libro de Cortázar, tiene la novela de Galdós a la que pertenece el fragmento transcrito en el cap. 34. La mala interpretación de la ironía cortazariana sería la razón última para que una “clave” fundamental del sentido de Rayuela “haya debido esperar veintitrés años -esa es la distancia que separa el libro de Cortázar del artículo de Pope- antes de ser revelada”; una afirmación asombrosa, en mi opinión.
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Este artículo del galdosiano Randolph D. Pope fue breve y explícitamente replicado por el cortazariano Jaime Alazraki en el marco de una ponencia titulada “España en la obra de Julio Cortázar”, leída en 1992 e incluida dos años más tarde como apartado xvii de su libro Hacia Cortázar: aproximaciones a su obra. El artículo de Pope y su réplica por Alazraki constituyen una pequeña querella literaria dentro del affaire Galdós: pequeña, pero muy significativa, y por esta razón va a ser el objeto de mi análisis. Tan escueta disputa entre especialistas permite contemplar aspectos del libro de Cortázar realmente sorprendentes, que van a serme muy útiles en mi persecución del Rayuela insólito y su complementaria teoría del entusiasmo. Empecemos por el artículo del galdosiano:
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1. Bravo por Pope:

El peso de Lo prohibido en Rayuela
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“El capítulo 34 se ha malentendido rigurosamente”; ésta es una fuerte afirmación por parte de Pope. Pero luego hay otra todavía más valiente: “la evidencia está tan a la vista que ha permanecido imperceptible durante décadas”. Y más tarde añade:
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Al igual que nos parece hoy demasiado simple aceptar la afirmación del prologuista a Don Quijote sobre su voluntad de atacar los libros de caballerías, en la misma forma es ingenuo aceptar la primera reacción de Horacio de rechazo hacia la novela galdosiana.
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Así pues, la presunta ironía que sazona el capítulo 34 no sólo ha engañado a los críticos anteriores, sino que también los ha cegado ante la evidente “complicidad profunda” que hay entre ambos autores. Pope termina su artículo aventurando que
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En algún lugar al final de la Gran Rayuela, estarán sentados en un café Cortázar y Galdós, sonriendo al ver que una clave que ocupa todo el capítulo 34 haya debido esperar veintitrés años antes de ser revelada.
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¿Qué es lo que lleva a este crítico a proferir semejantes alegatos? ¿Qué es lo que sólo él ha visto, a pesar de estar tan a la vista, y que le permite desvelar por fin una “clave” que ha estado oculta durante 23 años? La respuesta está en las siete páginas que forman el artículo: durante las mismas, Pope despliega una prolija y minuciosa comparación entre Rayuela y Lo prohibido. Éste es el título de la novela de Galdós a la que pertenece el fragmento transcrito por Cortázar en el capítulo 34; y, tal como demuestra el crítico anglosajón, esa comparación depara muchas sorpresas. Para mí, lo que dice Pope en el marco de su comparación resulta bien digno de atención…
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Engranemos con Lo prohibido, título que apunta hacia ese paraíso perdido y al cielo entrevisto que también son centrales en Rayuela. La novela de Galdós está dividida en dos partes, y cada una de esas partes se ocupa del amor de José María por una mujer casada, en el primer caso su prima Eloísa, con quien tiene una relación adúltera, pero a quien finalmente abandona, y en el segundo caso con su prima Camila, a quien no consigue conquistar.
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Todo esto empieza en cuanto el protagonista de Lo prohibido llega a Madrid, proveniente de Andalucía, tal como Horacio llega a París proveniente de Buenos Aires. Así pues, como esquema general del argumento, y como estructura global del libro, todo esto coincide con Rayuela. O, por lo menos –y esta salvedad se le olvida hacerla a Pope-, con su versión para lectores pasivos. En todo caso, ambas obras narran historias similares, tanto por lo que se refiere a sus contenidos como a la inanidad de los mismos, pues en ambas apenas pasa nada. Y es en este escenario de pobreza narrativa que cobran gran importancia ciertos detalles:
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Varios capítulos de la primera parte están destinados a contar la gran tertulia de los jueves, en la que se intercambian chismes e ingeniosidades. Durante una de ellas el marido de Eloísa se encuentra agonizante en la misma casa mientras que numerosos invitados cenen opíparamente, aunque algo molestos por la incómoda situación. En la segunda parte, el bebé de Camila, que viene a interrumpir la vida tranquila de José María (pues viven en el mismo edificio), muere luego de siete días de una repugnante enfermedad.
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Así pues, más allá de unas similitudes generales, también hay coincidencia en algunos motivos trascendentales: en primer lugar, esa tertulia de los jueves remite al Club de la Serpiente; por otro lado, la muerte de un personaje en medio de esa tertulia, cuyos participantes le muestran una cierta indiferencia, junto con la posterior enfermedad del bebé, nos remiten a su vez a la muerte de Rocamadour; en tercer lugar, la molestia que ese bebé ajeno le supone a José María es equivalente a la que siente Horacio con respecto al hijo de la Maga; y, por fin, en algún momento ambos hombres comparten igualmente su espacio vital con la madre y con el hijo. Estos detalles, estas coincidencias, ¿serán por casualidad? Es obvio que, en el traslado de una novela a otra, esos motivos se ven protagonizados a veces por personajes distintos, o se hallan dispuestos en partes distintas de la obra; no todo encaja. Pero ello no parece una objeción de peso, ni para Pope ni para mí, ante la enorme dimensión que alcanzan las correspondencias, que no terminan aquí.
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También existen similitudes en cuanto a la caracterización de algunos personajes, y al particular clima intelectual que estos mismos generan. Los dos ejemplos siguientes de Lo prohibido recuerdan de algún modo a Horacio y a Ceferino Pérez:
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El tío confiesa que “experimenta la ansiedad del que busca una base sin encontrarla” (...) [el primo] elabora un trabalenguas para controlar el nivel de reblandecimiento de su cerebro, dibuja un mapa en colores de la situación moral de España y vive sus fantasías en los sueños desdoblándose en muchas personas.
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Y las coincidencias llegan a ser flagrantes cuando se comparan las segundas partes de ambas obras, con los dibujos de sendos tríos amorosos. Nos informa Pope de que “la segunda parte de Lo prohibido cuenta la progresiva fascinación de José María con su prima Camila y el marido de su prima [Constantino]”, y esta relación es perfectamente homologable con la relación de Horacio y la pareja Traveler/Talita, también desplegada en la segunda parte de Rayuela.
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El estar cerca de ellos es suplicio de Tántalo para José María, pero no puede sustraerse de su tentación (...) Lo que les bloquea la entrada tanto a Horacio como a José María es su intelecto. (...) José María se imagina a sí mismo como una serpiente que envidia esa felicidad y desea apropiarse de ella o destruirla. (…)
José María se dice a sí mismo “no estás en tu centro” (...) mientras busca maneras de conquistar a Camila, quien permanece fiel a su marido. Pero José María cree que caerá y la imagina como una mujer atrapada por las telas de una araña (...) Horacio compara su construcción de hilos en la habitación del manicomio con “una tela de araña” (...) que va a atrapar a Traveler
Comienza a desarrollarse una gran amistad entre Constantino y José María (...) [quien] disimula su intento de destruir al contrario haciendo pasar sus agresiones por un juego.
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La tensa relación entre la pareja y el amigo, el deseo de éste por la mujer del otro, el Centro, la telaraña, la amenaza lúdica de un asesinato… Realmente, da toda la impresión de que Cortázar hubiera tomado gran número de los elementos que conforman Lo prohibido y los hubiera dispuesto a su manera en su propio libro. A estas alturas de la comparación, y por si todo esto no fuera suficiente, Pope incluye un detalle definitivo:
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José María juega a hacerse el encontradizo con Camila en las calles de Madrid, a pesar de que puede verla en el edificio en que viven, pues obtiene placer del azar de los encuentros. Muchas veces, luego de horas de espera, se le escucha exclamar: “¡Y aquella tunanta de Camila no aparecía!”.
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¡Encuentros amorosos dejados al azar en el laberinto de una gran ciudad! ”Camila no aparecía”: aquí tenemos el antecedente galdosiano de nuestro famoso “¿Encontraría a la Maga?”. ¿No les parece esto más que sospechoso? ¿No serán ya demasiadas ‘casualidades’ como para sostener alguna teoría de la casualidad? Se podrían añadir más datos: el artículo del crítico anglosajón desarrolla su comparación entre las dos obras, como ya hemos dicho, durante siete páginas, y todas ellas en la misma línea de lo que vamos viendo. Pero nosotros podemos dejarlo aquí; con lo visto ya hemos podido constatar que las coincidencias entre ambas obras son muy numerosas, que afectan a distintos niveles de la estructura de las obras, y que llegan en ocasiones a un grado de concreción muy elevado.
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Las conexiones entre las dos obras hablan por sí mismas. Aún así, alguien podría atreverse a defender la teoría de la casualidad. Pero eso ya no es posible cuando tenemos en cuenta: 1) que un largo fragmento de Lo prohibido se encuentra transcrito literalmente en Rayuela; 2) que esto se hace mediante una disposición tipográfica insólita y bien ostentosa; y 3) que el resultado más evidente de esa disposición es el de entrelazar las palabras de Cortázar con las de Galdós. Ya no puede caber duda: de alguna manera, Cortázar reescribió Lo prohibido en Rayuela. Ésta es la evidencia que Pope fue el primero en ver y que permaneció oculta durante 23 años: el capítulo 34, con su intercalación de líneas, es como un mapa a escala reducida de Rayuela -en su versión para lectores pasivos-, en la que se puede leer entre líneas Lo prohibido de Galdós. Pope tiene razón en esto: Lo prohibido tiene una “enorme importancia” en Rayuela; ¿alguien puede negar esa evidencia?
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2. Bravo por Alazraki:

El valor de Galdós para Cortázar
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Para mí, lo que dice Pope en el marco de su comparación resulta bien digno de atención… por más que luego todo ello le conduzca a conclusiones equivocadas. Curiosa paradoja visual: por un lado, el crítico anglosajón ve lo que nadie había visto, pero por el otro no ve lo que todos los otros sí han visto. Las líneas de Cortázar se entrelazan con las de Galdós, ciertamente, pero sin mezclarse; en el capítulo 34, las líneas pares siguen su propia disposición tipográfica, con total independencia de las impares. De esto último no dice nada Pope, quizá porque no quiere ver lo que ya no es propiamente el signo de una “complicidad profunda”, sino más bien el signo de una profunda aversión, que se verá subrayada sin ninguna sutileza por las duras palabras de Horacio. A pesar de todas las coincidencias, no hay ósmosis entre el texto de Lo prohibido y el de Rayuela: son como el agua y el aceite, elementos no solubles entre sí, y así lo está dando a entender Cortázar en el mismo capítulo 34, a través de las palabras de su personaje Horacio:
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Y las cosas que lee, una novela, mal escrita, para colmo una edición infecta, uno se pregunta cómo puede interesarle algo así. Pensar que se ha pasado horas enteras devorando esta sopa fría y desabrida (...) una lengua hecha de frases preacuñadas para transmitir ideas archipodridas
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Cortázar detestaba a Galdós y su obra. Aunque no fuera por sí mismos, sino por lo que pudieran significar para él; pero los detestaba. Esto es lo que se encarga de subrayar Jaime Alazraki a la hora de comentar el artículo del crítico galdosiano. En tanto que buen conocedor de la obra cortazariana, el crítico hispano pone el énfasis en la forma en que el escritor argentino trata a Galdós, ya no en el capítulo 34, sino en el conjunto de su obra. Atinadamente, este crítico parte no del valor objetivo que pueda tener el novelista español en la historia de la literatura, sino del “punto de vista de Cortázar y de su visión de la literatura”. Y en este contexto no caben las dudas; el comentarista nos pone en la senda con un ejemplo extraído de una obra anterior del escritor:
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Ya en su novela de 1950, El examen, (...) Clara (...) se refiere a una novela de Galdós en unos términos que anticipan a las claras el juicio emitido en Rayuela: “Se acordó de que en quinto grado la señorita Capello le hacía leer pasajes de Marianela. Todo iba tan bien en las primeras páginas, después los bostezos, el lento ahogo que poco a poco le ganaba la garganta y la boca, la señorita Capello con su cara de ángel oyendo en éxtasis, la pausa forzada para contener el bostezo”. Esta opinión temprana y lo radical del tono demuestran que su relación hostil hacia Galdós no fue una irreverencia aislada o un dilettantismo rebuscado sino parte de una visión de la novela en la que la obra de Galdós iba a contrapelo.
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¿Acaso Galdós tiene también una “enorme importancia” en El examen? ¿Para qué iba Cortázar a ironizar ahí sobre él? Para Cortázar, en 1950, Galdós era por lo menos aburrido; ¿quizás cambió después de opinión, en algún momento entre 1950 y 1963? No hay ninguna constancia documental de ello, y en todo caso resulta difícil de sostener cuando, como hace Alazraki, situamos todas esas palabras en el contexto general de la poética de Cortázar; en ningún lugar hay nada que permita pensar a favor de Galdós, como lo hace Pope, más bien todo lo contrario.
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Alazraki señala que el juicio de Cortázar sobre Galdós “es de una sola pieza con una apreciación oblicua de otro novelista del siglo XIX español”, en referencia a una remisión que se hace en el capítulo 13 de Rayuela: “…la condesa de Pardo Bazán –dijo Oliveira, bostezando de nuevo”. Aquí volvemos a encontrar, como en El examen, ostentosas señales de aburrimiento; no se refieren directamente a Galdós, es cierto, pero sí a alguien en gran medida equivalente, pues
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cuando Horacio Oliveira, y Clara en El examen, hablan de Galdós, en realidad hablan de una tradición: la novela del siglo XIX (…) En Rayuela, Cortázar habla de Galdós, pero en realidad habla de toda una sensibilidad y formas de representación de las que Galdós era el exponente hispánico: el realismo europeo.
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En otro momento de Rayuela –y esto lo añado yo, que no Alazraki, pues él está hablando sólo de España - los compañeros de camino de Galdós muestran esta misma cuestión, desde otros perfiles. En el capítulo 31 hay una anticipación del momento en que Horacio leerá las páginas de Galdós: “Sentado en la cama, miró los papeles del cajón de la mesa de luz. (...) Una novela de Galdós, qué idea. Cuando no era Vicki Baum era Roger Martin du Gard”. Aquí Cortázar pone de lado, igualándolos, a Galdós, a Baum y a Martin du Gard; tres ejemplos de lo que Cortázar denomina ‘novela-rollo’. Por cronología, Baum y Du Gard deberían inscribirse en el cómputo de la literatura del siglo XX; pero para Cortázar las novelas de estos autores son del mismo tipo que las de Galdós, pues todas ellas pertenecen a una misma tradición literaria. Y Cortázar, como muy bien anota Alazraki, tuvo, tiene y tendrá una actitud hostil y beligerante frente a esta tradición:
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los que con muy buena voluntad y espíritu conciliatorio buscaron comprender esa “relación antagónica” como “una complicidad profunda” olvidan que toda poética nueva –en este caso la postmodernidad que informa la obra de Cortázar- se funda en una crítica de poéticas anteriores, en una revisión de los valores que la preceden. (…) No podía haber complicidad con esa sensibilidad y con sus modos de expresión. Al contrario, lo que hubo fue confrontación, crítica, ataque.
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Aquí es donde el crítico cortazariano está replicando directamente al artículo de Randolph D. Pope, al que cita explícitamente en una nota al pie. Por lo visto, Alazraki cree que no necesita decir más: su consideración sobre la actitud de Cortázar vale tanto para el capítulo 34 como para el resto del libro de Cortázar. Si hay reescritura de Lo prohibido en Rayuela, no puede ser para mayor gloria de Galdós, sino tan sólo para su mayor escarnio. Si Cortázar y Galdós llegaran a coincidir en un café en el más allá, como Pope sugiere, sería el momento de pasar cuentas, no de prodigar sonrisas. Y ahí termina la cuestión.
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3.Bravo por Jorge Fraga:

Un punto de fuga
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Es cierto que Lo prohibido tiene una “enorme importancia” en Rayuela: los argumentos que esgrime Pope estaban realmente ahí, y nadie los vio excepto él. Pero no es menos cierto que Galdós es un ejemplo de lo que Cortázar más detestaba en literatura; los argumentos que esgrime Alazraki a favor de esta tesis estuvieron ahí durante más de 23 años, y todo el mundo los había visto excepto Pope. ¿Firmamos el empate? Para nada: las conclusiones que extrae Pope a partir de su comparación no se pueden extrapolar en absoluto al resto de la obra de Cortázar, mientras que las de Alazraki sí. En consecuencia: Alazraki gana, en principio, y ahí parece culminar la pequeña querella del affaire Galdós.
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El asunto parece resolverse, por tanto, en favor del cortazariano, y hasta ahora la historia lo ha sancionado así: al final, ese asombroso artículo de Randolph D. Pope, pese a sus afirmaciones tan tremendas, o quizás a causa de ellas, ha tenido un eco de lo más exiguo entre los comentaristas de Rayuela. No obstante, la de Alazraki quizá sea una victoria pírrica, porque resolviendo el asunto del modo en que lo hace quedan muchas cosas por resolver.
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Por un lado: ¿Acaso podemos considerar Lo prohibido como la novela más emblemática de Galdós? ¿No se trata más bien de una obra de poco calado, entre su vasta bibliografía? ¿Por qué Cortázar eligió precisamente ésta? ¿Y por qué eligió precisamente a Galdós, entre la vasta multitud de autores de “novela rollo”? ¿Por qué Galdós y no Pardo Bazán, por poner un ejemplo de valor equivalente? Y también, por otro lado: ¿Por qué en Rayuela la beligerancia del autor no se resuelve con una simple mención, como se hace en El examen? ¿Por qué Cortázar decide vehicular su ataque en la forma en que lo hace? ¿Por qué esa ostentosa intercalación en el capítulo 34, por un lado, y esa escondida reescritura en el conjunto del libro, por el otro? ¿Para qué ostenta lo que también esconde?
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Sin duda, Pope se equivocó en algo; pero quizá se equivocó también Alazraki -y con él la historia- al citar una sola vez, y sólo de pasada, Lo prohibido. En su ponencia, este crítico da la impresión de no haberse leído la novela de Galdós, ni de compartir para nada la idea de que ésta tenga una “enorme importancia” en Rayuela. Para Alazraki, los sorprendentes hallazgos de Pope apenas merecen un displicente aplauso por su “buena voluntad” y su “espíritu conciliatorio”.
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Pero en el affaire todavía hay algo mucho algo mucho más importante, a lo que ni Alazraki ni Pope prestan la debida atención: ¿Por qué Cortázar no hizo nunca mención alguna a esta cuestión? La pequeña querella entre Pope y Alazraki, así como todas las preguntas que se generan en el marco de esta discusión, quizás podrían resolverse a partir de las declaraciones de Cortázar al respecto: sin embargo, no encontraremos ningún documento de Cortázar en el que confiese haber reescrito Lo prohibido en Rayuela. Silencio absoluto. También es cierto que nadie le preguntó; el crítico anglosajón, el único que podía formular alguna pregunta oportuna sobre la cuestión, llegó demasiado tarde para pedirle al escritor una confirmación. Así pues, pese a todos sus errores, Pope tiene un enorme e innegable mérito frente a Alazraki y frente a casi todos los críticos del libro: el de haber visto algo nuevo en Rayuela, algo que es nuevo no sólo por cuanto nadie más lo había visto antes, sino –y sobre todo- porque Cortázar nunca lo había confesado abiertamente.
Este nuevo aspecto de la cuestión es de lo más pertinente de cara a mis propios propósitos, por cuanto contiene cinco elementos que se adaptan como un guante a mi Teoría del Entusiasmo:
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Uno: Pope descubrió algo que estaba oculto en la dificultad y la oscuridad de Rayuela. Algo que ni el propio Cortázar había puesto de manifiesto antes, callando como un bellaco.
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Dos: Fíjense bien en el artículo que Pope escribe sobre ello: su mente establece prolíficas y estupendas asociaciones entre Lo prohibido y Rayuela, unas veces sensatas, otras veces arriesgadas, siempre ocurrentes; su texto se ve adornado aquí y allá con signos de admiración, muestras evidentes de excitación; al principio y al final se profieren afirmaciones atrevidas y desafiantes, casi triunfales… No cabe duda: ¡Pope tomó el peyote de Rayuela! A pesar de su savoir faire como crítico, el tono de su exposición no puede ocultar el entusiasmo que le produjo su hallazgo.
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Tres: Por el contrario, Alazraki sólo es capaz de ver aquello que Cortázar dijo explícitamente. Ningún descubrimiento, ningún salto a lo desconocido, y por lo tanto ningún entusiasmo; sólo certezas documentadas, sólo una académica seguridad en lo mismo y en sí mismo. Su displicencia hacia Pope es todo lo contrario del entusiasmo de este otro; té verde frente a peyote. Alazraki se comporta como un “filólogo” al que sólo se puede convencer con la letra de los textos, como si la literatura creativa fuera matemática. Con esa actitud, ¿cuántas cosas más, de las no dichas expresamente por Cortázar, se le pueden haber escapado? ¿No habrá tal vez alguna por la cual se resuelvan todas las preguntas que aparecen aquí?
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Cuatro: Pope ve algo que estaba escondido, y lo proclama desde el entusiasmo; pero no lo interpreta correctamente, y por eso yerra y no logra ir más allá. Su entusiasmo va acompañado de prejuicios y de precipitación, con lo cual pierde en la inteligencia del fenómeno que investiga. Pope empezó siguiendo el vuelo del chamán don Julio; pero a medio viaje se fue por otro lado, y se estrelló.
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Cinco: El uno por falta de entusiasmo, el otro por exceso del mismo; los dos analistas pierden en capacidad crítica. Tanto en Pope como en Alazraki, el resultado final es prácticamente el mismo: ven lo circunstancial, pero se les escapa lo esencial. Mi diagnóstico para ambos contendientes es unitario: en el fondo, sus omisiones son sintomáticas de una compartida y defectuosa comprensión de Rayuela. La luz negra que emana de ese libro sigue buscando a quién iluminar.
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Este es el corolario de mi análisis del affaire Galdós: quizás haya algo en Rayuela, algún elemento distinto a los ya contemplados, que ni los más señalados críticos han tenido en cuenta, y por lo cual los tres elementos implicados -el evidente peso positivo de Lo prohibido en el libro; su indiscutible valor negativo; el pertinaz silencio de Cortázar al respecto- lleguen a encajar perfectamente. Es un corolario en fuga: en este artículo mío no voy a desvelar cuál es el escenario definitivo en el que se resuelve esa cuestión. Les recuerdo que, en la “vía negativa” de mi particular aproximación entusiasta a Rayuela, tan sólo pretendo poner en evidencia ciertas lagunas existentes en la visión común del libro, y ello para proclamar la necesidad de entenderlo de otra forma. En este sentido, el affaire Galdós es perfecto: constituye el mejor aviso de que una obra plenamente reconocida como Rayuela contiene en su interior un excedente de contenido, no percibido hasta el momento, no declarado nunca por el autor, y sólo recuperable desde un entusiasmo inteligente.
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Y hasta aquí puedo decir. El resto, si es que lo hay, depende de la capacidad que tenga cada lector cómplice de Rayuela para mirar el libro de otra manera. Y es que la ‘vía negativa’ acaba donde empieza la ‘vía participativa’. ¡Hasta la próxima jornada!
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