Intentaré transcribir aquí (…) las impresiones de una larga enfermedad que hube de padecer, por completo, en el interior de los misterios de mi espíritu. Y todavía no sé bien por qué me sirvo del término enfermedad, pues nunca, en lo referente a mí mismo, llegué a sentirme en mejor estado de salud. A veces creía, incluso, redobladas mis fuerzas y mi actividad. Me parecía saberlo todo, comprenderlo todo. La imaginación me procuraba infinitas delicias… ¿Será oportuno, una vez recobrada lo que los hombres llaman la razón, lamentar haberla perdido?
Así resumía René Daumal, en El Monte Análogo, el proceso por el que los expedicionarios capitaneados por el profesor Sogol llegaban a penetrar en el territorio de lo insólito:
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Con nuestros cálculos –sin pensar en ninguna otra cosa–, con nuestros deseos –dejando de lado cualquier otra esperanza–, con nuestros esfuerzos –renunciando a cualquier comodidad–, forzamos la entrada de ese nuevo mundo.
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Ya vimos en la sesión anterior que esta entrada en la isla del Monte Análogo responde a la misma lógica captada de forma exacta por mi Teorema del Entusiasmo. Veíamos también, hacia el final, que el éxito de la aventura en realidad no era resultado de sumar esos cálculos, deseos y esfuerzos, puesto que tal suma lo único que confería eran mayores probabilidades. Acabábamos diciendo que la entrada en ese mundo nuevo depende en último término, no de lo que hombre haga o deje de hacer, sino de lo que se decida desde el otro lado.
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Pero ¿qué significa “desde el otro lado”? ¿Cuál es “el otro lado”? ¿Qué o quién hay ahí, con una capacidad decisión superior a la del humano común? Daumal lo expresa del siguiente modo:
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supimos más adelante que, si habíamos conseguido desembarcar al pie del Monte Análogo, fue porque nos abrieron las puertas invisibles de esa invisible comarca quienes tienen a su cargo su custodia.
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Formulado esto mismo con terminología entusiasmosófica, estas “puertas” daumalianas son, por supuesto, la Epistemoclina, la barrera legal que delimita por arriba la Cognosfera; y esa “comarca invisible” es la Incognosfera, el amplio mundo de lo desconocido, habitado por instancias misteriosas que dispensan –o no– sus favores a los humanos corrientes. El novelista y visionario francés repite por dos veces el término “invisible”: las puertas lo son; el territorio al que conducen, también. Y también lo son los seres que ahí habitan. Pero toda esa invisibilidad es limitación impuesta al hombre común: el lugar y sus habitantes lograrán hacerse finalmente visibles y palpables, aunque sólo mediante una gracia concedida desde el otro lado.
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Esta última contingencia fue recogida mismamente en los viajes orientales de Gerard de Nerval, en su novela Aurélie. Tales viajes le condujeron en un momento dado a una ciudad desconocida habitada por una humanidad remota y de una categoría superior; y ahí sucede lo que se relata a continuación:
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En aquel mismo instante, varios jóvenes entraron ruidosamente, con aspecto de regresar de sus ocupaciones. Me asombró verlos a todos vestidos de blanco, pero en realidad debía de tratarse de una ilusión de mi vista… Para intentar hacerla sensible, mi guía comenzó a señalar diversas partes de su indumentaria, que se fueron tiñendo de vívidos colores, haciéndome comprender que así era como se veían en realidad.
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Hacerse sensible… Así es; los sentidos del hombre común no logran captar el mundo sutil de la Incognosfera a menos que uno de los seres superiores que lo ocupa se lo señale. De tal guisa, podemos tener frente a nuestras mismas narices las puertas que conducen a ese otro mundo; y sin embargo, las pasamos por alto, sintonizados como estamos exclusivamente con el mundo de lo conocido. Esto es precisamente lo que ocurre con el gran libro de Cortázar, Rayuela, cuyas puertas de acceso al bello jardín de lo insólito han quedado cubiertas por la hiedra, abandonadas durante medio siglo a pesar de hallarse explícitamente anunciadas en su texto.
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La superioridad de los seres incognosféricos frente a los humanos corrientes quedapuesta de manifiesto tanto en el fragmento de Nerval como en el de Daumal. El primero habla de un “guía”; y, en efecto, en sus viajes se halla perdido mientras no recibe el maestrazgo de alguna de las entidades que habitan esos otros mundos que visita. Por sí mismo, en los momentos en que le toca confiar únicamente en sus propias fuerzas, el viajero es incapaz de evaluar dónde se encuentra, ni de apreciar hasta qué punto sus gestos o sus palabras van a constituir un acierto o un error fatal. Las consecuencias de sus actos son totalmente imprevisibles para él.
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A su vez, Daumal es de lo más plástico y pedagógico en su manera de dar cuenta de su propia inferioridad:
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El gallo que lanza su retumbante canto en la lechosa claridad del alba cree que con ese canto engendra el sol; el niño que llora desesperadamente en un cuarto cerrado cree que sus gritos consiguen que se abra la puerta; pero el sol y la madre van por su propio camino, que trazan las leyes de su ser.
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El ser humano común es al ser incognosférico como un gallo es al sol, o como un niño es a su madre. Ambas analogías daumalianas ilustran conjuntamente la situación relativa del hombre ante lo desconocido. Pero cada una parece traducir un escenario distinto: el vínculo que une al sol con el gallo no parece ser, en principio, equivalente al vínculo que une a la madre con su hijo. No cabe duda que una madre va a conmoverse con el llanto de su hijo, respondiendo a él con la mayor diligencia: al fin y al cabo, los cálculos, deseos y esfuerzos del niño no estaban tan equivocados. En el llanto, las potencias del niño se hallan dispuestas mirando hacia arriba: en consecuencia, sus probabilidades de recibir la atención de su madre son mayores que las del niño que no llora.
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Con el sol y el gallo la cosa parece distinta. Desde el punto de vista del humano común, el canto del animal no puede conmover de ningún modo el ser del astro rey. El sol saldría por el este aunque ese día el gallo tuviera el pico atado con un cordel. Así pues, sus cálculos, deseos y esfuerzos no incrementan sus posibilidades de recibir los primeros rayos del día. Pero éste es sólo el punto de vista del hombre común: y ya hemos visto que la sensibilidad de éste hacia la realidad está lastrada por su falta de sutileza. ¿Quién puede saber hasta qué punto el Sol no dispensa a las criaturas el mismo trato que una madre dispensa a su hijo? ¿En base a qué podemos descartar que el ser del gallo no sea más capaz de ver lo que a nosotros nos resulta invisible?
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En cualquier caso, el Sol acaba por salir siempre. Y la madre nunca deja de atender a su hijo, aunque éste no llore. En las leyes que trazan el camino de los seres incognosféricos, parece contemplarse una especial dedicación de su parte hacia los asuntos de nosotros los seres cognosféricos:
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Nos abrieron la puerta quienes nos ven incluso aunque no podamos verlos, respondiendo con una generosa acogida a nuestros cálculos pueriles, a nuestros deseos inestables, a nuestros esfuerzos mínimos y torpes.
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Que consten, pues, en las actas de lo entusiasmosófico, tanto la existencia de los seres incognosféricos, como su manifiesta superioridad ante lo humano común, así como su diamantina generosidad. Sobre todo esta generosidad, en la cual confiamos para lograr ver tantas cosas que habrá en el aire y que ahora no vemos.
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Y seguiremos, pues todavía nos quedan muchas cuestiones por elucidar…
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–Para el fragmento de Daumal: Trad. de María Teresa Gallego (ed. Atalanta, 2006)
–Para el fragmento de Nerval: Trad. de José-Benito Alique (ed. José J. de Olañeta, 2011)