Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO
La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga
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Un Ta'wîl poético: la lectura activa de Rayuela (5)
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En su estudio sobre el Cuaderno de Bitácora, Ana María Barrenechea decía que resulta necesario elaborar toda una teoría cortazariana del lector a propósito de Rayuela. Tenía razón; pero ella misma, con su mirada estrictamente filológica, no cumplía con las condiciones necesarias para formularla. La Teoría del Entusiasmo viene a llenar ese vacío, y su comparación con el ta’wîl sea quizá la mejor ilustración posible para lograr aprehender el asunto desde un punto de vista argumentativo y dialéctico. Con esta quinta entrega daré por satisfecha la comparativa entre la hermenéutica espiritual islámica, de la que tan sabiamente nos habla Henry Corbin en sus libros, y la hermenéutica poética a la que nos invita Julio Cortázar en su Rayuela.
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Hoy dejaremos atrás La imaginación creadora... –a pesar de que no hemos visto aquí todas las perlas que esa obra alberga sobre el ta’wîl–, para fijarnos en ciertos extractos pertenecientes al ensayo titulado «La iniciación ismailí o el esoterismo y el Verbo», cuyas cien páginas conforman el segundo capítulo de El hombre y su ángel. Iniciación y caballería espiritual (aquí se maneja la traducción de María Tabuyo y Agustín López para la editorial Destino, Barcelona, 1995). De ahí proceden estas explicaciones de Corbin:
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este conocimiento no se improvisa; el ta’wîl, la hermenéutica de los símbolos, al igual que el tanzîl, la revelación literal, no se inventan ni se reconstruyen a golpe de asociaciones de ideas, de razonamientos eruditos o de silogismos. Es preciso el hombre inspirado, el que te pone en la vía única por la que reencontrarás la Palabra perdida. Éste es todo el sentido de la iniciación, que implica como postulado que el tiempo de los profetas no está todavía acabado (p. 102)
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«El tiempo de los profetas no ha terminado todavía»; este es uno de los lemas del ismailismo y del chiísmo duodecimano, que provoca la incomprensión y el escándalo para los sunnitas ortodoxos. Ello significa que la comunicación entre lo divino y lo humano no es algo definitivamente sellado, por más que no vaya a aparecer ya un profeta más alto que Mahoma; los Imames, investidos del carisma de una hermenéutica espiritual, son los iniciadores de un nuevo ciclo profético (la walâyat), posterior al Profeta y basado en el ta’wîl. Sin ellos, sin la hermandad de los «Amigos de Dios», la Palabra dada por Él a los hombres estaría «perdida», es decir, vacía espiritualmente, al quedar reducida únicamente a su dimensión literal.
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Algo parecido podemos postular para Rayuela, sustituyendo al Islam espiritual por los lectores entusiastas, y al Islam legalista, a su vez, por aquellos lectores y críticos que reducen el sentido del libro al restringirlo a su dimensión literal. Se trata de la misma contraposición que enfrentaba a mi epónimo Jorge Fraga, de un lado, y a los «jovellanistas», del otro, en el relato titulado «Los pasos en las huellas», escrito precisamente por Cortázar como una alegoría sobre la recepción de Rayuela (véanse las tres entregas de mi estudio sobre «El cuento más aburrido de Julio Cortázar»). Como sabemos, el protagonista del cuento, hermeneuta de la poesía de Claudio Romero, sólo accede al sentido final de esa poesía tras experimentar por sí mismo ciertos fenómenos ya previstos por el poeta; unos misteriosos fenómenos que –parafraseando a Corbin– no pueden improvisarse de ningún modo, y que nada tienen que ver con asociaciones de ideas, ni razonamientos eruditos, ni silogismos. Jorge Fraga es el analogon del verdadero lector activo y cómplice de Rayuela, del verdadero lector entusiasta; esos fenómenos que le afectan en el cuento no son sino la experiencia que Cortázar buscaba generar en el lector de su mayor obra.
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La lectura entusiasta de Rayuela queda de este modo dibujada –y no solamente por «Los pasos en las huellas», sino sobre todo por el propio texto de Rayuela: no hay más que recordar el capítulo 84–como algo que precisa de carisma, ya sea poético o espiritual. El admirado Henry Corbin repite esta misma idea en otro momento de su ensayo:
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el ta’wîl es promovido aquí al rango de conocimiento inspirado. En efecto; si el ta’wîl no es una interpretación alegórica y arbitraria es porque postula, al igual que el tânzil [recordemos: la revelación literal], una inspiración divina. Sólo para aquellos que rechazan el ta’wîl, la hermenéutica espiritual de los símbolos, la vía anagógica del sentido esotérico, está perdida la Palabra. (p. 164)
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Aplicado a Rayuela: para el lector pasivo (es decir, el que rechaza, de un modo u otro, la existencia de un sentido oculto) está perdido el contenido verdadero de esa obra. Y sin el carisma del entusiasmo, el lector del gran libro de Cortázar –escrito bajo el mandato de un misterioso swing–, como mucho puede lamentar la pérdida del sentido que se halla oculto tras el argumento manifestado por la novela.
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¿Cuál es ese sentido oculto? Es lo que yo designo como «Rayuela insólito», y que Cortázar denominaba a su vez, en el Cuaderno de Bitácora, con el significativo nombre de «Disculibro»: el libro por descubrir. En este des-cubrimiento radica toda la efectividad poético-espiritual del texto. En su estudio, Ana María Barrenechea da una interpretación completamente deficitaria de este disculibro mencionado en el Cuaderno, aplicándolo al conjunto de las morellianas; los demás críticos, por su parte, ni siquiera lo han mencionado, a pesar de la existencia de declaraciones como la que sigue (el subrayado es del propio Cortázar):
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¡ojo!
Propongo: Todo el Discu-libro, sin remisión. Pero en un solo bloque. El que no lo vea será meritoriamente ciego.
(Cuaderno de Bitácora, p. 93)
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Formulándolo a la inversa: aquel que lo vea será un voyant. Y sin ningún mérito por su parte, pues es la Gracia la que dispensa el carisma, la inspiración, el entusiasmo o como quieran ustedes llamarlo, a aquel que haya emprendido decididamente la búsqueda.
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El propio Cortázar reconocía que es casi un imposible: en el capítulo 112 de Rayuela sugiere que «hay solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector». Se rebaja al mínimo la llama de la vela de esa esperanza: un cierto diálogo, y un cierto lector, para postre remoto. Sólo eso hay. Pero aun así se trataba de una esperanza; ese diálogo no debe ser entonces un imposible absoluto: sólo casi. Y en efecto, el ta’wîl de Rayuela es posible: los dos Jorge Fraga (el ficticio y el real; el verdadero y el impostado) son testigos perplejos de ello.
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El mismo Henry Corbin, tan sensible a las cosas del espíritu, acude en auxilio de esa llama, alimentándola con un poco de aire cristiano:
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pienso particularmente en Cola di Rienzo argumentando que la efusión del Espíritu Santo no puede ser un acontecimiento cumplido de una vez por todas en el tiempo de los apóstoles, sino que el Espíritu no deja de soplar a través del mundo y de suscitar en él Viri spirituales. «¿A qué rogar por la venida del Espíritu Santo si negamos la posibilidad de que pueda venir? ... Sin duda ninguna, no fue sólo en un momento de la antigüedad cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, sino que desciende cada día, nos inspira y habita en nosotros, a condición de que queramos permanecer humilde y silenciosamente con él.» (El hombre y su ángel, pp. 182-183)
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