Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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22 de noviembre de 2016

«Rayuela» y Gurdjieff (7, y final)

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La causa formal de Rayuela
3. El hallazgo

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En el capítulo 65 de Rayuela se menciona a un tal «Gurdjiaeff». No cabe duda de que este nombre remite en verdad a G. I. Gurdjieff, el maestro espiritual fundador del Cuarto Camino; sin embargo, Cortázar cometió ahí una errata deliberada –véase la primera entrega de esta serie– con el propósito de señalar directamente al capítulo 30 de los Relatos de Belcebú a su nieto, donde Gurdjieff habla precisamente del uso de errores deliberados en el arte para transmitir mensajes.
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Añadamos ahora una nueva consideración al respecto. A pesar de su evidente proximidad gráfica, que los hace casi idénticos, y a pesar de que el referente sea indudablemente el mismo individuo histórico, el apellido «Gurdjiaeff», desde un punto de vista meramente fáctico, no es lo mismo que el apellido «Gurdjieff». Lo cual nos permite decir algo que a primera vista parece una boutade: a saber, que el autor del Belcebú, en última instancia, no aparece en el libro de Cortázar. Y esta afirmación tan peregrina cobra cierta importancia, a la sazón, cuando consideramos lo que se dice en el capítulo 60 de Rayuela: que ciertos nombres «habían sido tachados con un trazo muy fino» en el propio texto de la obra, «como si fueran demasiado obvios para citarlos» (la cursiva es mía).
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1. Dos ausencias demasiado obvias
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Existen razones para pensar que Gurdjieff –teniendo en cuenta la triquiñuela que acabamos de señalar– sea un nombre expresamente escamoteado en Rayuela. Son las mismas razones, exactamente, que podemos aplicar para el caso de Henry Corbin, cuyo nombre tampoco aparece en el texto del libro, por más que se apunte inequívocamente al mismo, en el capítulo 71, con una remisión a «la tierra de Hurqalyâ». En este sentido, tanto «Gurdjiaeff» como «la tierra de Hurqalyâ» vendrían a ser las trazas textuales que dejó Morelli al tachar ‘finamente’ ambos nombres, las huellas de su borrado. Ambos autores son tratados con una misma compostura, porque ambos tienen un valor equivalente para nuestro escritor.

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¿Cuál es ese valor? ¿Cuáles son esas razones? ¿En qué sentido podemos considerar que Gurdjieff y Corbin, y en la misma medida, sean dos nombres «demasiado obvios» dentro del contexto de Rayuela? Toda respuesta radica en la premisa fundamental sostenida por la Teoría del Entusiasmo, según la cual Rayuela está concebida como un texto doble, con una cara manifiesta y otra oculta. Para concebir esta insólita estructura libresca, tan alejada de los cánones y los usos literarios de nuestra cultura occidental moderna, Cortázar se habría inspirado en los dos autores referidos, que con medios y lenguajes muy distintos describen y explican esa misma cuestión –la idea de una obra con doble contabilidad textual, exotérica/esotérica– dentro del marco de ciertas tradiciones religiosas. 
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Pero todo esto, seguirán ustedes preguntando, ¿qué tiene de «obvio» –incluso de «demasiado obvio»– en Rayuela? ¿Hasta qué punto podemos considerar «obvio» algo que absolutamente nadie, entre los miles de lectores y los cientos de críticos de la obra, habría percibido hasta hoy? Para nosotros está claro que la recepción común no ha comprendido el libro, todavía hoy, en su auténtica naturaleza dual; pero esto no es culpa de Cortázar. Para él, aunque sólo fuera mientras lo escribía, el carácter esotérico del libro era algo que, efectivamente, saltaba a la vista; no por nada se preocupaba de anunciarlo en mil formas distintas en la propia obra (véanse estos anuncios en la sección «Intercesores»). 
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Esta insistencia en anunciar la existencia de algo oculto es lo que, al parecer de Cortázar, convertía en obviable (aunque solo sea para un lector fuertemente interesado, como él mismo, en cuestiones metafísicas) toda referencia directa y explícita tanto a Corbin como a Gurdjieff, divulgadores de esas mismas estrategias artísticas o literarias. Corbin habla, en particular, de la tradición mística y visionaria del Islam; Gurdjieff, por su parte, no especifica a qué ámbito geográfico o cultural se refiere, pero su biografía permite suponer que debió contactar con la misma tradición de la que habla el autor francés. 
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2. Elementos para una datación
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No hay forma de saber cuándo leyó Cortázar por vez primera a Corbin y a Gurdjieff. Sin embargo, las piezas encajan tan sólo dentro de un esquema determinado. Por un lado, esa lectura tuvo que darse, por supuesto, antes de escribir Rayuela. Eso es perfectamente posible: los Beelzebub’s Tales aparecieron en 1950; a su vez, el Avicenne de Corbin, donde ya encontramos todo lo necesario para comprender el Ta’wîl islámico, fue publicado en 1954. También cabe pensar en el ejemplar del Terre Céleste de Corbin conservado en la Biblioteca Cortázar y leído de cabo a rabo por nuestro escritor, pero su fecha de adquisición, en 1961, nos lo sitúa cuando la escritura de Rayuela ya avanzaba a velocidad de crucero.
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Por el otro lado, podemos pensar que esas lecturas no se realizaron antes de 1958. Al ser tan grande su influencia sobre Rayuela, cabría pensar que en su momento tuvieron un fuerte impacto en el espíritu del autor; pero al no quedar constancia de ello, prácticamente nos queda como única posibilidad el considerar que ambas lecturas fueron muy seguidas en el tiempo, y que el proyecto de Rayuela surgió de ellas enseguida. De este modo, tal impacto se vería cifrado en la misma concepción del libro, lo cual nos situaría entre marzo de 1958, cuando el autor finaliza Los premios (aunque también pudo suceder mientras redactaba esta última obra), y el inicio de la escritura de Rayuela, a finales de ese mismo año. 
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Y esto explicaría asimismo la omisión de los dos nombres en cualquier documento relacionado con el proyecto. Ninguno de los dos autores aparece mentado ni en el Cuaderno de Bitácora ni en el Manuscrito de Austin; ambos pertenecen, desde el principio, a las estructuras ocultas de la obra que ellos mismos han inspirado. Tal como ya vimos en otro momento, el Cuaderno nos ofrece una cierta validación de esta idea cuando nos dice que “El mensaje fue esotérico desde un comienzo”.
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3. La idea fundamental
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...decidí consagrar mi integridad, a partir de entonces, a la creación de condiciones tales que permitiesen el funcionamiento de esta ‘Sagrada consciencia’ que todavía permanecía en su subconsciente...

Gurdjieff, Relatos de Belcebú a su nieto

Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo

Cortázar, Rayuela
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Un texto de naturaleza dual, con una cara manifiesta y una cara oculta, concebido para iniciar al lector a un nivel superior de la realidad: esta es la idea fundamental que Julio Cortázar extrae de Gurdjieff y de Corbin y que constituye la piedra basal para la escritura de Rayuela. Tal idea se halla presente en los pasajes sobre arte de los Relatos de Belcebú a su nieto, de Gurdjieff, y también en los múltiples capítulos de las obras de Corbin que tratan de la hermenéutica espiritual islámica, el Ta’wîl. 
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Por lo que se refiere a Corbin, ya hemos desarrollado en otros lugares cómo se manifiesta en él la idea fundamental (véase la sección «Un Ta’wîl poético»). Ahora traeré a colación únicamente el siguiente fragmento, extraído de La imaginación creadora, que nos permitirá establecer una rápida comparativa.
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Y éste es el ministerio del Imam, el «guía espiritual» (…) Su «magisterio» es un magisterio iniciático; la iniciación al ta’wîl es nacimiento espiritual (wilâdat rûhânîya). Porque aquí, como ocurre con todos aquellos que lo han practicado en el Cristianismo sin confundir el sentido espiritual con la alegoría, el ta’wîl permite el acceso a un mundo nuevo, a un plano superior del ser
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Y por fin acudimos al objeto de nuestra actual investigación: Gurdjieff. La misma idea fundamental aparece formulada en el Libro Segundo del Belcebú, en el capítulo 30, consagrado al arte:  
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»Personalmente, os propongo que para realizar esta transmisión [del verdadero saber a las generaciones futuras] nos sirvamos, por una parte, de las llamadas ‘Afalkalnas’ humanas, es decir, de diversas obras hechas por la mano del hombre (…)
»Si en las obras que he mencionado introducimos informaciones útiles, así como el verdadero saber al cual ya hemos llegado, podemos confiar en que todo ese material llegará a nuestros descendientes más lejanos, que algunos lo descifrarán y que los demás tendrán entonces la posibilidad de utilizarlo para su propio bien (…)
»Para servir de "clave", deberemos introducir en nuestras obras algo como un Legominismo [particularismo de Gurdjieff, sinónimo de iniciación], asegurándonos de que se transmitirá de generación en generación a través de un tipo particular de iniciados, a los que denominaremos "Iniciados en el arte" (Relatos de Belcebú a su nieto, Málaga, Sirio, 2001, pp. 376-378)
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¿Cómo no pensar, aquí, en esa frase del capítulo 79 de Rayuela, «Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice»? Este famoso «lector activo y cómplice» cortazariano no es sino un exponente de esos «iniciados en  arte» que postula Gurdjieff. A la sazón, el expediente que ese lector debe cumplimentar en Rayuela se corresponde con lo que se pide a su homólogo gurdjieffano:
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»En todas las obras que creemos intencionalmente según los principios de esta ley (…) insertaremos deliberadamente ciertas inexactitudes, también de acuerdo con leyes, y es en esas inexactitudes donde depositaremos, con los medios de que dispongamos, el contenido de uno u otro de los verdaderos conocimientos que posee el hombre en la actualidad (Belcebú, ed. cit., p. 378)
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Comparemos esto con la «nota pedantísima» de Morelli transcrita en el mismo cap. 79:
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Provocar, asumir un texto desaliñado, desanudado, incongruente, minuciosamente antinovelístico (…) la novela cómica (…) deberá transcurrir como esos sueños en los que al margen de un acaecer trivial presentimos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar
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Gurdjieff hablaba de «Insertar deliberadamente ciertas inexactitudes»; ¿no es esta la lógica que subyace, en Rayuela, a la interposición de los «Capítulos prescindibles» entre los capítulos de la novela? El lado novela de Rayuela (capítulos 1 a 56) viene a constituir algo así como una ‘ley’ que todos conocen, mientras que los «Capítulos prescindibles» (57 a 155) vienen a interponerse en sus entrañas al modo de «inexactitudes» (Gurdjieff) o «incongruencias» (Cortázar) que debieran inducir al lector activo a realizar un salto hacia ese otro plano del ser en el cual se halla oculto el Rayuela insólito. Aunque ya sabemos: « ¿quién está dispuesto a desplazarse…?»
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La idea de sembrar el texto de Rayuela con pistas e indicios que apunten a la existencia del libro insólito, sin expresarlo nunca de un modo completamente directo y explícito, también tiene su modelo en las enseñanzas de Gurdjieff, esta vez a través de Ouspensky:
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»El conocimiento puro no se puede transmitir; pero si se expresa por medio de los símbolos, se encuentra cubierto como con un velo que, para los que desean verlo y saben cómo mirar, se vuelve transparente.
»En este sentido, se puede hablar de un simbolismo del lenguaje, aunque este simbolismo sea raramente comprendido. Pues aquí se trata de comprender el sentido interior de lo que se dice; esto sólo es posible a partir de un grado bastante elevado de desarrollo, y supone en el que oye un cierto estado y los esfuerzos correspondientes (…)
»[Un hombre] Debe comprender ante todo que no llegará jamás a la ciencia antes de haber hecho los esfuerzos necesarios, y que sólo su trabajo sobre sí mismo le permitirá alcanzar los que busca. Nadie le  podrá dar lo que no posea ya; nadie podrá realizar jamás en su lugar el trabajo que debe hacer para sí mismo. Todo lo que otro puede hacer por él es estimularlo a trabajar, y desde este punto de vista, el símbolo, comprendido debidamente, desempeña el papel de un estimulante con respecto a nuestra ciencia [Fragmentos.., ed. cit., pp. 413-415]
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Glosando este extracto, podemos decir que todo lo que Cortázar puede hacer por el lector activo de Rayuela es estimularlo a trabajar. Luego, a tal lector le corresponde hacer «los esfuerzos necesarios»: no sólo para buscar ese misterio que se oculta tras la fachada, sino también para descubrir previamente que ese misterio, en realidad, existe. 
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La doble posibilidad de lectura, la teoría de los dos lectores, o la visión del autor como shamán constituyen tres aspectos fundamentales del mayor libro de Cortázar que provienen directamente de su carácter esotérico. Este aspecto, sistemáticamente obviado por la visión común del libro, es en realidad lo más determinante de la mayor obra de Cortázar. Su piedra basal, sobre la cual descansan todas sus características formales. En síntesis: la lectura de Gurdjieff y de Corbin constituyó la causa formal de Rayuela.
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22 de octubre de 2016

«Rayuela» y Gurdjieff (6)

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La causa formal de Rayuela
2. La búsqueda
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A partir de 1950, inducido por su amigo Fredi Guthmann, Julio Cortázar emprende la búsqueda de una literatura con carácter trascendente; la primera señal de ello será una nueva clase de lecturas, y luego vendrá una creación con rasgos distintivos con respecto a su obra anterior.
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En esta segunda fase del proceso el nombre de Gurdjieff no aparece por ninguna parte, y nada hace pensar que Cortázar le tuviera entonces en mente. La nueva orientación, el nuevo léxico y los temas nuevos que aparecen en su obra pueden explicarse perfectamente tanto por el influjo directo de Guthmann como por las fuentes literarias que sí se encuentran documentadas (Suzuki, Eliade,etc.). Por el contrario, las novedades y diferencias plasmadas posteriormente en Rayuela, de un modo decisivo,  señalan al Maestro de Danzas.
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«El perseguidor» y Los premios
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Estoy encarnizado con un cuento que no acabo de escribir y que me está dando un trabajo terrible. Su tema es aparentemente muy sencillo: la vida –y sobre todo la muerte– de un músico de jazz. (…) Quiero presentarlo como un caso extremo de búsqueda, sin que se sepa exactamente en qué consiste esa búsqueda, pues el primero en no saberlo es él mismo. Ni qué decir que en cierto modo estoy haciendo una transferencia personal, y que mucho de lo que a mí me preocupa irá a la cuenta del personaje (Cartas 1955-1964, Buenos Aires, Alfaguara, 2012, pp. 67-68)
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«El perseguidor» fue iniciado en el último trimestre de 1955, tal como queda registrado en esta carta que el autor remitió a Jean Barnabé. Ha pasado más de un lustro desde que Cortázar leyera la carta remitida por Guthmann desde la India, pero el  autor de El examen continúa fuertemente afectado por las mismas inquietudes que su amigo sembrara entonces en su alma. De hecho, podemos pensar que tales inquietudes pasaron a constituir el núcleo principal de su actividad creadora: la relación ficticia entre Bruno (el narrador de la historia) y Johnny Carter (el jazzman carismático) es equivalente y proporcional a la que se había dado entre Julio y Fredi en la realidad. 
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Sin duda, esta «transferencia personal» de la que habla el autor en su carta debió ir más 'a la cuenta' de Bruno que a la de Johnny. El abismo gnoseológico existente entre el primero y el segundo –es decir, entre un ser atrapado en las coordenadas espacio-temporales propias de lo cotidiano, por un lado, y otro ser capaz de superarlas, por el otro– es un trasunto literario de la sima que se había abierto entre los dos amigos a raíz de la experiencia vivida por Guthmann en la India. Para nada es casual la similitud existente entre este primer fragmento, proveniente de una de las cartas a Fredi:
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Sí, cuánto quiero hablar con usted, cómo necesito medir desde mi ignorancia esa experiencia a la cual su alma está entregada. En el centro mismo de lo occidental, en París, su proximidad me será –no es una frase– preciosa. Ojalá nos veamos, lo deseo profundamente (Cartas 1937-1954, ed. cit., p. 336)
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con este otro, ubicado precisamente en París, y perteneciente a «El perseguidor»:
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Soy un crítico de jazz, lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos
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Los nuevos derroteros seguidos por la literatura cortazariana se definen, en primer lugar, por un doble desplazamiento, que modifica temas ya presentes en la obra anterior: por un lado, el ambiente fantástico y surrealista se desplaza hacia lo propiamente metafísico; por el otro, la percepción de una realidad multidimensional se centra mayormente en el tema de la salida del tiempo. En segundo lugar surge un nuevo aspecto: la imposibilidad de salirse del propio nivel perceptivo mediante el pensamiento y el lenguaje ordinarios.
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Un año y medio más tarde, en agosto de 1957, Cortázar empieza a escribir Los premios, que termina en abril del año siguiente. Uno de sus personajes, Persio, constituye un segundo caso de «perseguidor» cortazariano, en la misma línea del anterior. Bajo el signo de la continuidad, sus monólogos retoman los mismos temas y perspectivas que animaban el cuento de «El perseguidor»:
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El desarrollo en el tiempo (inevitable punto de vista, aberrante causación) sólo se concibe por obra de un empobrecedor encasillamiento eleático en antes, ahora y después, a veces cubierto de duración gálica o de influencia extratemporal de vaga justificación hipnótica (monólogo B)
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Más allá de esto, la nueva obra presenta también ciertas novedades: frente a la fluidez narrativa del cuento anterior, el relato principal de Los premios se ve repetidamente interrumpido por unos largos monólogos, proferidos precisamente por este tal Persio. El propio autor se siente obligado a justificarlo en la «Nota» con la que se despide el libro:
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Los soliloquios de Persio han perturbado a algunos amigos a quienes les gusta divertirse en línea recta. A su escándalo sólo puedo contestar que me fueron impuestos a lo largo del libro y en el orden en que aparecen, como una suerte de supervisión de lo que se iba urdiendo o desatando a bordo. Su lenguaje insinúa otra dimensión o, menos pedantescamente, apunta a otros blancos
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El autor parece haber llegado a la conclusión de que su literatura, si realmente aspira a adquirir alguna validez metafísica, debe ir más allá de la incorporación de una nueva temática, para romper además con los moldes formales preestablecidos. En consonancia con ello, en otro momento de la obra aparece un rechazo del arte consagrado por Occidente, a través de las siguientes confesiones de Paula, en las que probablemente tengamos otro eco de las antiguas conversaciones entre Cortázar y Guthmann:
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–Me está sucediendo algo bastante siniestro, Raulito, y es que cuanto mejor es el libro que leo, más me repugna. Quiero decir que su excelencia literaria me repugna, o sea que me repugna la literatura.
–Eso se arregla dejando de leer.
–No. Porque aquí y allá doy con algún libro que no se puede calificar de gran literatura, y que sin embargo no me da asco. Empiezo a sospechar por qué: porque el autor ha renunciado a los efectos, a la belleza formal (…) Creo que hay que poder marchar hacia un nuevo estilo, que si querés podemos seguir llamando literatura aunque sería más justo cambiarle el nombre por cualquier otro. Ese nuevo estilo sólo podría resultar de una nueva visión del mundo. Pero si un día se alcanza, qué estúpidas nos van a parecer estas novelas que hoy admiramos, llenas de trucos infames, de capítulos y subcapítulos con entradas y salidas bien calculadas...
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Aquí, la búsqueda de una visión más alta está ya indisolublemente asociada a la búsqueda, fuera de los paradigmas occidentales, de una escritura con mayor calidad de real. Nuestro escritor sigue teniendo en mente la enorme distancia que continúa separándole, como una herida abierta, de su amigo Fredi. Y las dos obras metafísicas que ha escrito hasta el momento, por lo visto, no han servido para superarlo.
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Rayuela: una nueva estrategia textual
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En cambio, ese abismo habrá desaparecido o, mejor dicho, Cortázar  habrá saltado al otro lado de la brecha en septiembre de 1963. El día 24 de ese mes le escribe estas líneas a Fredi (la cursiva es mía):
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Valía la pena escribir Rayuela para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño
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La etapa de búsqueda de nuestro escritor culmina con Rayuela. Con esta obra, por efecto de un salto inaudito, nuestro escritor cree haber alcanzado la misma altura de miras que desde mucho antes detentaba su amigo. Ni «El perseguidor» ni Los premios tuvieron esa misma virtud; pero ¿cuál es el factor diferencial de la nueva obra, frente a las otras dos? Dicho de otro modo: ¿Qué es lo que faculta a Rayuela para superar los paradigmas literarios de su época, hasta adquirir un valor realmente trascendente?
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La respuesta habrá que buscarla en aquellos aspectos que la nueva obra presenta de un modo original. Los principales, según la visión común de la obra, serían la doble posibilidad de lectura, la teoría de los dos lectores, y, también, las características propias de la lectura salteada, a saber, fragmentariedad y discontinuidad. Pero si estos elementos llegan a tener algún valor metafisico es por su dependencia de otro rasgo, uno que solamente ha sido contemplado por la Teoría del Entusiasmo: una estrategia textual basada en la ocultación
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Aunque no se trata de una ocultación sin más, como si de un simple juego se tratase. Esta ocultación pretende convertir al lector en un auténtico perseguidor, e investir al autor como guía o chamán. En otras palabras, se trata de una ocultación con propósito iniciático: el lector debe buscar lo oculto para llegar a revivir cierto estado no ordinario de conciencia, previamente visitado por el autor. Para ilustrar esta cuestión, habida cuenta de los múltiples argumentos ya contemplados en este blog desde su inicio, bastarán ahora unos breves extractos de Rayuela
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[el autor, al lector,] le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copadecimiento) (cap. 79)
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Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá  (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice (cap. 79)
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Pero ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse? (cap. 97)
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¿De dónde provino esta idea, insólita en la producción cortazariana, y ajena a las fuentes, ya fuesen metafísicas o literarias, de las que había bebido el autor hasta el momento? Tal como ya anunciamos anteriormente, Cortázar debió hallarla en el doble manantial de las obras de Gurdjieff y de Corbin, que a su vez describen cierta concepción del arte propia de antiguas religiones del continente asiático. Ambos autores aparecen mentados por primera vez, dentro de todo lo escrito por nuestro escritor, en el texto de su principal obra. Antes de Rayuela, Cortázar no trabajó en ningún momento con la idea de ocultación, ni mencionó tampoco en ningún momento a ninguno de esos dos autores; cabe deducir de ello que nuestro autor sacó de los mismos la idea de escribir un libro oculto e iniciático. Dicho de otro modo: ellos son la causa formal de Rayuela.
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22 de agosto de 2016

«Rayuela» y Gurdjieff (4)

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La causa formal de Rayuela
 Introducción: El proceso 
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¿Cómo se le ocurrió a Cortázar escribir un libro como Rayuela?
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Es decir: ¿qué le llevó a ocultar un libro insólito bajo la apariencia de una novela? O también: ¿de dónde sacó la idea de una obra que puede leerse en dos niveles distintos de conciencia?
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La respuesta a todas esas preguntas nos llevará, tarde o temprano, hasta la figura de George Ivánovich Gurdjieff, Maestro de Danzas, fundador del Cuarto Camino, autor de los Relatos de Belcebú a su nieto. En la primera entrega de esta serie de artículos ya avancé que las enseñanzas del mismo constituían la causa formal  del mayor libro de Cortázar (aunque fuese al 50 %); y esto es precisamente lo que pretendo argumentar ahora, tras haber comprobado hasta qué punto esa presencia impregna, de forma ubicua y disimulada al mismo tiempo, todo el texto de la obra. Pero antes de llegar ahí, y para establecer debidamente el posible influjo del uno sobre el otro, es preciso reconstruir cierto proceso intelectual y creativo atravesado por el escritor argentino, y que constituyó el contexto vital en el que cobró sentido para él la figura del maestro armenio. Dicho proceso se dilató a lo largo de más de una década, y puede dividirse en tres fases:
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1) La crisis
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En primer lugar tenemos una súbita y traumática devaluación del valor de lo literario y lo artístico –de lo estético, en suma– en el ánimo de un Cortázar que hasta ese momento consideraba tales ámbitos como la expresión más noble, elevada y valiosa del espíritu humano. Para describir esta primera fase repetiré en gran medida lo que ya expuse tiempo atrás en el artículo titulado «Dos cartas a Fredi Guthmann: Apuntes para una nueva consideración de lo religioso en Julio Cortázar».
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2) La búsqueda
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A partir de esa devaluación Cortázar emprendió una búsqueda, a través de lo creativo, para volver a situar lo artístico en un lugar privilegiado, aunque ahora desde unos nuevos parámetros, con carácter supra-estético. Se inaugura así la «etapa metafísica» de Cortázar, cuyos primeros frutos no satisfacen plenamente las ambiciones del escritor; la principal razón es que no le permiten escapar de los parámetros propios de la narrativa moderna.
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3) El hallazgo 
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En un momento dado nuestro escritor descubre cierta tradición literaria, de origen remoto pero todavía activa en ciertas latitudes, en la que se aúnan estrechamente narrativa y trascendencia, y que le servirá de guía y modelo de cara a su máxima creación: Rayuela. El resultado –aunque no para el lector común, sino tan solo para el autor y para un improbable lector afín, el denominado «lector cómplice»– será una obra moderna y trascendente a la vez.
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Y es aquí, en esta última etapa, donde interviene Gurdjieff. Cabe decir que Cortázar no tuvo un contacto directo con la tradición a que nos referimos, sino que fueron dos fuentes indirectas las que le pusieron en contacto con esa «nueva» concepción de lo literario. Por un lado, el capítulo 30 del Belcebú, donde hallan expresión las ideas sobre arte de Gurdjieff; y por el otro, las obras del islamólogo Henry Corbin, con sus diversos pasajes sobre el Ta’wîl o hermenéutica espiritual islámica. Estas dos fuentes, curiosamente, no están declaradas por el escritor argentino (y han pasado desapercibidas, huelga decirlo, por la crítica); cabe suponer que desde el principio cayeron en el mismo régimen de ocultación deliberada que impregnó todo el proyecto de Rayuela, ese libro según se afirma en el Cuaderno de Bitácora que fue «esotérico desde un comienzo».
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Las tres fases que acabo de establecer marcarán el orden de mi exposición. La próxima jornada, por lo tanto, estará dedicado a «La crisis».
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1 de agosto de 2012

Un Ta'wîl poético: la lectura activa de Rayuela (5)

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En su estudio sobre el Cuaderno de Bitácora, Ana María Barrenechea decía que resulta necesario elaborar toda una teoría cortazariana del lector a propósito de Rayuela. Tenía razón; pero ella misma, con su mirada estrictamente filológica, no cumplía con las condiciones necesarias para formularla. La Teoría del Entusiasmo viene a llenar ese vacío, y su comparación con el ta’wîl sea quizá la mejor ilustración posible para lograr aprehender el asunto desde un punto de vista argumentativo y dialéctico. Con esta quinta entrega daré por satisfecha la comparativa entre la hermenéutica espiritual islámica, de la que tan sabiamente nos habla Henry Corbin en sus libros, y la hermenéutica poética a la que nos invita Julio Cortázar en su Rayuela.

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Hoy dejaremos atrás La imaginación creadora... –a pesar de que no hemos visto aquí todas las perlas que esa obra alberga sobre el ta’wîl–, para fijarnos en ciertos extractos pertenecientes al ensayo titulado «La iniciación ismailí o el esoterismo y el Verbo», cuyas cien páginas conforman el segundo capítulo de El hombre y su ángel. Iniciación y caballería espiritual (aquí se maneja la traducción de María Tabuyo y Agustín López para la editorial Destino, Barcelona, 1995). De ahí proceden estas explicaciones de Corbin:

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este conocimiento no se improvisa; el ta’wîl, la hermenéutica de los símbolos, al igual que el tanzîl, la revelación literal, no se inventan ni se reconstruyen a golpe de asociaciones de ideas, de razonamientos eruditos o de silogismos. Es preciso el hombre inspirado, el que te pone en la vía única por la que reencontrarás la Palabra perdida. Éste es todo el sentido de la iniciación, que implica como postulado que el tiempo de los profetas no está todavía acabado (p. 102)

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«El tiempo de los profetas no ha terminado todavía»; este es uno de los lemas del ismailismo y del chiísmo duodecimano, que provoca la incomprensión y el escándalo para los sunnitas ortodoxos. Ello significa que la comunicación entre lo divino y lo humano no es algo definitivamente sellado, por más que no vaya a aparecer ya un profeta más alto que Mahoma; los Imames, investidos del carisma de una hermenéutica espiritual, son los iniciadores de un nuevo ciclo profético (la walâyat), posterior al Profeta y basado en el ta’wîl. Sin ellos, sin la hermandad de los «Amigos de Dios», la Palabra dada por Él a los hombres estaría «perdida», es decir, vacía espiritualmente, al quedar reducida únicamente a su dimensión literal.

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Algo parecido podemos postular para Rayuela, sustituyendo al Islam espiritual por los lectores entusiastas, y al Islam legalista, a su vez, por aquellos lectores y críticos que reducen el sentido del libro al restringirlo a su dimensión literal. Se trata de la misma contraposición que enfrentaba a mi epónimo Jorge Fraga, de un lado, y a los «jovellanistas», del otro, en el relato titulado «Los pasos en las huellas», escrito precisamente por Cortázar como una alegoría sobre la recepción de Rayuela (véanse las tres entregas de mi estudio sobre «El cuento más aburrido de Julio Cortázar»). Como sabemos, el protagonista del cuento, hermeneuta de la poesía de Claudio Romero, sólo accede al sentido final de esa poesía tras experimentar por sí mismo ciertos fenómenos ya previstos por el poeta; unos misteriosos fenómenos que –parafraseando a Corbin– no pueden improvisarse de ningún modo, y que nada tienen que ver con asociaciones de ideas, ni razonamientos eruditos, ni silogismos. Jorge Fraga es el analogon del verdadero lector activo y cómplice de Rayuela, del verdadero lector entusiasta; esos fenómenos que le afectan en el cuento no son sino la experiencia que Cortázar buscaba generar en el lector de su mayor obra.

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La lectura entusiasta de Rayuela queda de este modo dibujada –y no solamente por «Los pasos en las huellas», sino sobre todo por el propio texto de Rayuela: no hay más que recordar el capítulo 84–como algo que precisa de carisma, ya sea poético o espiritual. El admirado Henry Corbin repite esta misma idea en otro momento de su ensayo:

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el ta’wîl es promovido aquí al rango de conocimiento inspirado. En efecto; si el ta’wîl no es una interpretación alegórica y arbitraria es porque postula, al igual que el tânzil [recordemos: la revelación literal], una inspiración divina. Sólo para aquellos que rechazan el ta’wîl, la hermenéutica espiritual de los símbolos, la vía anagógica del sentido esotérico, está perdida la Palabra. (p. 164)

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Aplicado a Rayuela: para el lector pasivo (es decir, el que rechaza, de un modo u otro, la existencia de un sentido oculto) está perdido el contenido verdadero de esa obra. Y sin el carisma del entusiasmo, el lector del gran libro de Cortázar –escrito bajo el mandato de un misterioso swing–, como mucho puede lamentar la pérdida del sentido que se halla oculto tras el argumento manifestado por la novela.

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¿Cuál es ese sentido oculto? Es lo que yo designo como «Rayuela insólito», y que Cortázar denominaba a su vez, en el Cuaderno de Bitácora, con el significativo nombre de «Disculibro»: el libro por descubrir. En este des-cubrimiento radica toda la efectividad poético-espiritual del texto. En su estudio, Ana María Barrenechea da una interpretación completamente deficitaria de este disculibro mencionado en el Cuaderno, aplicándolo al conjunto de las morellianas; los demás críticos, por su parte, ni siquiera lo han mencionado, a pesar de la existencia de declaraciones como la que sigue (el subrayado es del propio Cortázar):

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¡ojo!

Propongo: Todo el Discu-libro, sin remisión. Pero en un solo bloque. El que no lo vea será meritoriamente ciego.

(Cuaderno de Bitácora, p. 93)

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Formulándolo a la inversa: aquel que lo vea será un voyant. Y sin ningún mérito por su parte, pues es la Gracia la que dispensa el carisma, la inspiración, el entusiasmo o como quieran ustedes llamarlo, a aquel que haya emprendido decididamente la búsqueda.

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El propio Cortázar reconocía que es casi un imposible: en el capítulo 112 de Rayuela sugiere que «hay solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector». Se rebaja al mínimo la llama de la vela de esa esperanza: un cierto diálogo, y un cierto lector, para postre remoto. Sólo eso hay. Pero aun así se trataba de una esperanza; ese diálogo no debe ser entonces un imposible absoluto: sólo casi. Y en efecto, el ta’wîl de Rayuela es posible: los dos Jorge Fraga (el ficticio y el real; el verdadero y el impostado) son testigos perplejos de ello.

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El mismo Henry Corbin, tan sensible a las cosas del espíritu, acude en auxilio de esa llama, alimentándola con un poco de aire cristiano:

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pienso particularmente en Cola di Rienzo argumentando que la efusión del Espíritu Santo no puede ser un acontecimiento cumplido de una vez por todas en el tiempo de los apóstoles, sino que el Espíritu no deja de soplar a través del mundo y de suscitar en él Viri spirituales. «¿A qué rogar por la venida del Espíritu Santo si negamos la posibilidad de que pueda venir? ... Sin duda ninguna, no fue sólo en un momento de la antigüedad cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, sino que desciende cada día, nos inspira y habita en nosotros, a condición de que queramos permanecer humilde y silenciosamente con él.» (El hombre y su ángel, pp. 182-183)

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