Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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30 de enero de 2017

Intercesores (...41...)

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Entre lo visible de Rayuela (la novela) y su parte oculta (el Rayuela insólito) Cortázar dispuso multitud de pasajes que permitiesen el tránsito del uno al otro: el autor los denominó «intercesores». En ellos se puede observar (siempre en modo metafórico) o bien una contraposición entre lo oculto y lo manifiesto, o bien un cuestionamiento de lo visible, o bien una vindicación de lo oculto. ¿Cuántas veces lo dijo? ¿Cuántas metáforas distintas utilizó?
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Por alguna misteriosa razón –por no decir, directamente, un descuido– el intercesor 41 sale después del 45. El lector sabrá disculpar el desorden resultante.
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(41)
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«Los pasos en las huellas»
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El relato «Los pasos en las huellas» (publicado en 1974 en Octaedro) puede verse en su totalidad como un solo intercesor, con carácter complejo; aquí solamente ofrezco una selección de fragmentos significativos. El cuento funciona como una alegoría sobre la recepción de Rayuela, siendo su protagonista, Jorge Fraga, la representación metafórica del auténtico lector activo y cómplice de la mayor obra de Cortázar (los argumentos que sostienen esta interpretación alegórica fueron desplegados tiempo atrás en los artículos dedicados a «El cuento más aburrido de Julio Cortázar»:1ª parte, 2ªparte, y Otra vuelta de tuerca…).
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(41a)
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la imagen de Romero se confundía con sus invenciones, padecía de una falta de crítica sistemática y hasta de una iconografía satisfactoria. Aparte de artículos parsimoniosamente laudatorios en las revistas de la época, y de un libro cometido por un entusiasta profesor santafesino para quien el lirismo suplía las ideas, no se había intentado la menor indagación de la vida o la obra del poeta. Algunas anécdotas, fotos borrosas; el resto era leyenda para tertulias y panegíricos en antologías de vagos editores
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(41b)
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Sólo más tarde, cuando ya era conocido como crítico y ensayista, se le ocurrió pensar seriamente en la obra de Romero y no tardó en darse cuenta de que casi nada se sabía de su sentido más personal y quizá más profundo
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(41c)
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Fraga llegaba a preguntarse si el misterio no sería en el fondo lo que prestigiaba esa poesía de claves oscuras, de intenciones evasivas
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(41d)
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“Por qué no”, se dijo Fraga, encendiendo otro cigarrillo. “Con todo lo que sé de él ahora, sería estúpido que me quedara en un mero ensayo, en una edición de trescientos ejemplares. Juárez o Ricardi pueden hacerlo tan bien como yo. Pero nadie sabe nada de Susana Márquez”
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(41e)
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Cuando Fraga volvió a Buenos Aires y leyó las tres cartas de Claudio Romero a Susana, los fragmentos finales del mosaico parecieron insertarse bruscamente en su lugar, revelando una composición total inesperada, el drama que la ignorancia y la mojigatería de la generación del poeta no habían sospechado siquiera
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la célebre Oda a tu nombre doble que la crítica había proclamado el más hermoso poema de amor jamás escrito en la Argentina
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(41g)
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Una frase lo resumía todo: “Nadie tiene por qué saber de nuestra vida, y yo te ofrezco la libertad con el silencio. Libre, serás aún más mía para la eternidad. Si nos casáramos, me sentiría tu verdugo cada vez que entraras en mi cuarto con una flor en la mano”
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21 de diciembre de 2011

Entusiasmosofía (V)

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«Los entusiastas –dice Hans Urs von Balthasar en Gloria, de 1961– han de aparecer al mundo como insensatos» (Gloria. Una estética teológica, Madrid, Encuentro, 1985, vol I, p. 35)

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El término insensato, aplicado a la cuestión del entusiasmo, tiene su enjundia. Según María Moliner, proviene del latín «insensatus», negativo de «sensatus», derivado de «sensus», y éste de «sentire»: percibir por los sentidos, sentir –y, también, opinar. En función de esta etimología, y más allá de su primera acepción como alguien irreflexivo y perjudicial, insensato podría también ser «aquél que no percibe por los sentidos», y también «aquél que no tiene opinión». Todo lo cual encaja perfectamente con nuestra cuestión: porque el entusiasta adquiere su condición merced a algo que queda más allá de los sentidos –que los trasciende–; y, en efecto, no se trata de formarse una opinión, sino de algo –poseer una certeza o un firme propósito– que está por encima de toda opinión.

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Entre las expresiones equivalentes a insensato se cita «alocado» y «tener la cabeza llena de pájaros» o «llena de viento»; lo cual, según por donde lo miremos, puede resultar de lo más ventajoso. Y lo mismo puede decirse de «estar fuera de sus cabales», «estar fuera de quicio», o de «perder la razón»: estados que, de vez en cuando, no deben resultar tan inconvenientes (ya lo decía Nerval en la anterior entrega de esta Entusiasmosofía). También figura un término –«disparatado»– que alguien aplicó una vez, felizmente, a mi percepción del Rayuela insólito. Y otro más: «descabellado», que más adelante veremos aplicado en un contexto que nos viene al pelo.

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No obstante, por más que se pretenda darle vuelta, está claro que el término «insensato» es peyorativo, y así funciona en la frase de von Balthasar. Los entusiastas son vistos desde «el mundo» como algo insano y también peligroso. Pero ¿a quién se está refiriendo el autor con el término entusiastas? ¿Se trata de unos locos exaltados? ¿De una horda lanzada ciegamente a sembrar el caos? No: el erudito alemán está hablando particularmente de Platón (quien conoció un «entusiasmo loco») y de san Pablo (como uno de los «extasiados por la belleza cristiana»); y también, equiparándolo a los dos primeros, de «todo aquel que, gustosa y despreocupadamente, está dispuesto a enloquecer por amor a la belleza». Evidentemente, se trata aquí del entusiasmo poético, no del fanático, siguiendo esa distinción que estableciera Shaftesbury en 1709 (en The Moralists: a Philosophical Rhapsody).

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Siguiendo precisamente a Shaftesbury, Diderot escribía de esta guisa en la entrada «Teosofía» de la Encyclopédie (citado en el Euforión de Antoni Marí):

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Los teósofos han sido considerados locos en comparación con aquellos hombres tranquilos y fríos cuya alma, pesada y mortecina, no es capaz de emocionarse, ni de entusiasmarse, ni de sentirse poseída hasta el punto de no ver ni sentir nada, de no poder juzgar ni hablar tal y como lo haría en su estado habitual

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Hasta el punto de no ver ni sentir nada: esto encajaría con esa etimología forzada un poco más arriba: el entusiasta como insensato y, a la postre, como insensitivo. Y este es precisamente el retrato que de sí mismo daba Cortázar en sus Conversaciones con Ernesto González Bermejo:

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-¡No se imagina en qué estado escribí yo ese diálogo! Ese [se refiere al diálogo entre Oliveira y Traveler], la muerte de Rocamadour, el concierto de Berthe Trépat, los capítulos patéticos del libro

La que me vio fue mi mujer porque me venía a agarrar del cuello y me llevaba a tomar un poco de sopa. Yo había perdido completamente la noción del tiempo. Y no se debía a la influencia del alcohol o algo parecido; no bebía, tomaba mate y fumaba menos que ahora.

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Ciertamente, no comer nada durante días puede resultar insensato; pero ¿no llevamos cincuenta años inclinándonos ante los frutos resultantes de esa pasajera locura? Dice Cortázar que no estaba ebrio en esos momentos de creación: como tampoco había bebido ese otro insensato, Jorge Fraga, contrariamente a lo que maliciosamente sugerían los periodistas de «Los pasos en las huellas» (2º relato de Octaedro, 1974; las cursivas son mías):

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Cualquiera puede leer en los archivos de los diarios porteños los comentarios suscitados por la ceremonia de recepción del Premio Nacional, en la que Jorge Fraga provocó deliberadamente el desconcierto y la ira de las cabezas bien pensantes al presentar desde la tribuna una versión absolutamente descabellada de la vida del poeta Claudio Romero. Un cronista señaló que Fraga había dado la impresión de estar indispuesto (pero el eufemismo era claro)

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«…y el mundo –continúa la frase de von Balthasar citada al principio– intentará explicar su estado –es decir, el entusiasmo– apelando a leyes psicológicas, cuando no fisiológicas»; y, para ilustrar estas leyes fisiológicas, el autor de Gloria remite al versículo 13, capítulo 2, de los Hechos de los apóstoles: «Pero otros, riéndose de ellos, decían: ‘¡Les ha subido el vino a la cabeza!’» Lo cual sucede precisamente en Pentecostés, después de que los discípulos de Cristo hayan recibido los dones del Espíritu Santo –el carisma– como lenguas de fuego bajando sobre sus cabezas.

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El entusiasta es por tanto el inspirado, el carismático, el sujeto investido por una luz superior, ya sea en el contexto de lo creativo como en el de lo religioso:

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...en el fenómeno de la inspiración existe un momento (…) en el que la inspiración del propio yo se transforma misteriosamente en la inspiración emanante del genio, del daimon, del Dios que lo inhabita, y en el que el espíritu que alberga en sí a Dios (en-thous-iasmós) obedece a una instancia superior que, en cuanto tal, supone una forma y es capaz de realizarla (Gloria, p. 37)

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Este tipo de insensatez, de carácter místico, alimentaba el espíritu humano en una cultura, la griega antigua, cuyos frutos de arte y pensamiento siguen maravillándonos hoy, miles de años después. Dice Erwin Rohde en su Psyché:

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Nos hallamos, pues, ante una conmoción del ser entero en la cual parecen abolidas todas las leyes de la vida normal. Estas manifestaciones que rebasaban el horizonte conocido se explicaban entonces suponiendo que el alma de estos «posesos» no estaba «dentro de ellos», había «emigrado» de su cuerpo. Así se interpretó el fenómeno al principio, y no se quería decir otra cosa cuando se hablaba de «ekstasis» de las almas que se han sumido en ese estado orgiástico de excitación. El éxtasis es una «locura pasajera», así como la locura es un éxtasis permanente. Pero el éxtasis, la alienatio mentis momentánea del culto de Dionisos, no es una divagación ligera y ondulante del alma por las regiones de la pura ilusión, es una hieromanía, una santa locura en la que las almas, fuera ya del cuerpo, comunican y se unen con la divinidad. Ahora están cerca, dentro del dios, en estado de «entusiasmo»; los que se encuentran en tal estado son ένθοι, viven y están en el interior del dios; en su yo limitado sienten y gozan la plenitud de una fuerza vital infinita.

En el éxtasis, liberación del alma de las ataduras del cuerpo y comunicación con la divinidad, al alma le nacen impulsos de los que nada sabe en su existencia cotidiana, cohibida como está en la envoltura de su cuerpo. Pero ahora que vive en libertad como un espíritu entre los demás espíritus, alzada sobre el tiempo y sus limitaciones, el alma se encuentra en condiciones de lanzar su visión a las cosas lejanas en el tiempo y en el espacio, adonde sólo pueden mirar los ojos del espíritu.

(Psiche: El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos, Summa, Madrid, 1942, p. 46)

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Los ojos del espíritu… También von Balthasar habla de «ojos capaces de percibir la forma espiritual». «Es preciso –dice, en la página 27– poseer un ojo espiritual capaz de percibir las formas de la existencia en una actitud de profundo respeto».

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En las antípodas de ese respeto, «el mundo» tilda a los entusiastas de insensatos, locos, borrachos… En el fondo, estos juicios peyorativos no son sino formas por las cuales ese mundo se protege del carisma de otros, de su entusiasmo. Pero, ¿cuál es ese «mundo»? ¿Quiénes lo conforman? Se trata, obviamente, del homogéneo conjunto de los seres sensatos. Diderot los ha descrito antes como «aquellos hombres tranquilos y fríos cuya alma, pesada y mortecina, no es capaz de emocionarse, ni de entusiasmarse, ni de sentirse poseída». Y Cortázar los describe sumariamente, a su vez, mediante la sinécdoque y el sarcasmo de «Los pasos en las huellas»: las cabezas bien pensantes. Hoy en día, «el mundo» lo constituyen unos individuos fragmentados, que tienen por valor principal cierta concepción de la razón. A saber: los sujetos modernos, los sensatos habitantes de un mundo desencantado.

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La Modernidad occidental, una vez consolidada la hegemonía de la raíz ilustrada sobre la romántica, ha logrado reducir el espectro de lo perceptible al estrecho horizonte aportado por el estado habitual de la conciencia. Se trata de la misma coyuntura que vivió internamente Carlos Castaneda, cuando intentaba conciliar sus vivencias en la segunda atención con los parámetros de la conciencia habitual:

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Una vez le preguntamos a don Juan al unísono que nos sacara de dudas. Dijo que tenía dos posibilidades explicativas. Una era aplacar a nuestra malherida racionalidad diciendo que la segunda atención es un estado de conciencia tan ilusorio como elefantes volando en el cielo, y que todo lo que creíamos haber experimentado en ese estado era simplemente un producto de sugestiones hipnóticas. La otra posibilidad era no explicar pero sí describir la segunda atención de la manera como se les presenta a los brujos ensoñadores: como una incomprensible configuración energética de la conciencia.

(El arte de ensoñar, “Nota del autor”)

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La conciencia razonante, tal como se halla configurada en nuestra cultura, ve las irrupciones de una conciencia superior como una amenaza contra su hegemonía. En el fondo, es el miedo –lo contrario al Amor– lo que genera su reacción ante los brotes de un entusiasmo daimónico, divino. De ahí que, cuando no consigue ignorarlos, los descalifique. Todo vale; incluso considerar Rayuela como una novela. Y sin embargo,

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ellos saben lo que han visto y no se preocupan lo más mínimo por lo que dicen los hombres (…) dado que para comprenderlos es necesario contemplar lo que ellos han visto, ahí comienza lo esotérico, y las pruebas para demostrar su verdad –como aparece ya en el Banquete de Platón– tienen necesariamente carácter de iniciación (Gloria, p. 35)

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11 de mayo de 2011

Vía negativa (2): OTRA VUELTA DE TUERCA SOBRE "EL CUENTO MÁS ABURRIDO DE JULIO CORTÁZAR"

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Hasta enero de este año 2011, el segundo relato de Octaedro, “Los pasos en las huellas”, podía ser considerado con toda justicia el cuento más aburrido de Julio Cortázar. Y seguramente así habría sido, de no ser porque nadie, de tan aburrido que resulta, le había prestado demasiada atención. A partir de esa fecha, no obstante, ya resulta tarde para concederle tal distinción, porque las asombrosas revelaciones hechas entonces por el reputado crítico de Cortázar, Jorge Fraga –homónimo poco fortuito del protagonista del relato–, le concedieron al cuento un plus inaudito de interés. Veamos rápidamente en qué consistían tales revelaciones.
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En su artículo titulado “El cuento más aburrido de Julio Cortázar” (publicado en dos partes: véase el Índice de Artículos), Fraga sostiene la tesis de que el aburrimiento intrínseco del cuento –señalado en su cabecera, a la sazón, por el propio autor del mismo– no es un defecto de su composición, sino que en realidad deriva de una estrategia textual de piedra de escándalo, concebida por el escritor argentino para dirigir la atención del lector activo hacia una interpretación figurativa del texto. De este modo, el argumento literal de “Los pasos…” –la revisión al alza de la vida y la obra del poeta Claudio Romero– se convierte en una reflexión alegórica sobre la recepción de Rayuela.
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Los argumentos desplegados en el artículo a favor de esa interpretación alegórica del cuento resultan, por qué no decirlo, bastante convincentes. Yo mismo los doy por buenos, toda vez que nadie ha logrado replicar todavía a los mismos. Además, no tengo ningún recato en señalar el mérito que supone no sólo el haber descubierto esa significación alegórica inconfesada, sino también el haber rescatado de este modo lo que constituía una tacha en el currículo cuentístico de Cortázar. Sin embargo, todo ello no obsta para que acuda yo ahora a enmendarme la plana a mí mismo, con este nuevo artículo, en el cual pondré de manifiesto los defectos de que hace gala “El artículo más aburrido…”. Unos defectos que no incumben al análisis que en el artículo se realiza, sino a su alcance y al marco teórico en que se inserta.
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¿Cuál es ese marco teórico? Se trata, en última instancia, de la Teoría del Entusiasmo, formulada originalmente por el propio Jorge Fraga del artículo -o sea, yo mismo. Recordemos que tal teoría se basa en el presupuesto de que Rayuela es un libro doble –o mejor, dos libros– cuyos contenidos varían según el estado de conciencia en que se lo lea: en el estado ordinario se presenta como una novela que relata el periplo de Horacio Oliveira por París y Buenos Aires; en cambio, en un estado no ordinario de conciencia –el entusiasmo, por ejemplo, o cualquier otro equivalente al swing cortazariano–, Rayuela se muestra como un libro incategorizable que repite, con variaciones, un mismo episodio. Pese a que tal teoría sólo es verificable directamente mediante la participación activa del lector (lo que Fraga llama «vía participativa»), existen otras tres vías -teóricas o indirectas- para aproximarse a la cuestión: la «vía comparativa» (que se basa en el análisis contrastado de este caso con otros similares), la «vía positiva» (recolección de los momentos en que Cortázar, per speculum et in ænigmate, alude a la cuestión) y la «vía negativa» (denuncia de las omisiones y/o incongruencias en los análisis críticos sobre Rayuela).
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Precisamente, el artículo de “El cuento más aburrido…” se presenta a sí mismo como un exponente de «vía positiva»; en consecuencia, se entiende que su objeto de análisis –el cuento de “Los pasos…”– debería constituir uno de esos momentos en que Cortázar manifestaba la cuestión de «las dos conciencias» en relación a su principal obra. Pero a la vista del artículo, sólo cabe decir que ello no es así: si bien Jorge Fraga aporta argumentos interesantes a favor de la relación del cuento con Rayuela, no dice nada, en cambio, acerca de los niveles de conciencia. El cuento de Octaedro, siempre según Fraga, estaría denunciando la ausencia de una recepción adecuada de Rayuela; pero el análisis realizado por el crítico no revela que tal recepción, para llegar a ser adecuada, pase necesariamente por el salto hacia un nivel cognitivo fuera de lo común por parte del lector.
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¿Por dónde queda, en el artículo de Jorge Fraga, la cuestión del entusiasmo? ¿Y por dónde, sobre todo, en el cuento de Cortázar? La ausencia de este asunto en el análisis supone una incongruencia flagrante con los mismos postulados de los que parte el investigador. Y ante ello, sólo caben dos opciones: o bien el cuento de Cortázar no dice nada, en realidad, sobre la cuestión de las dos conciencias (y entonces debemos cuestionar la entera validez de la Teoría del Entusiasmo), o bien el análisis de Fraga se queda corto en sus apreciaciones (y entonces debemos revisar su estudio del cuento). Por mi parte, me inclino completamente por esta segunda opción, y descarto la primera; porque no me cabe ninguna duda de que “Los pasos…” constituye, en toda regla y con gran despliegue de matices, una verdadera declaración de Cortázar sobre el Rayuela insólito.
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Lo que ha ocurrido aquí es que Fraga, en su análisis del cuento, ha cometido ese mismo fallo que realizan sistemáticamente los críticos de Cortázar, sobre todo ante su gran obra: la detención a las puertas de lo insólito. Parece existir una barrera psicológica que impide a esos críticos ver más allá de sus propias expectativas, lo que les lleva a reducir el alcance de sentido del texto, sacrificando su vertiente más novedosa y audaz. Por lo visto, ni siquiera el mismo Jorge Fraga escapa del todo a esta ley ineluctable que parece regir sobre la lectura de Cortázar.
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Dadas estas circunstancias, lo que debemos hacer es partir de los mismos presupuestos hermenéuticos establecidos en “El cuento más aburrido…”, y llevarlos todavía más allá, hasta lograr la coherencia global deseada. Se hace precisa una nueva vuelta de tuerca en su estudio del texto. Una vuelta más, sin descartar la posibilidad de otras; las que sean necesarias, en todo caso, hasta que logremos penetrar en aquello que queda más allá de lo razonable. Sólo de este modo podremos liberar el sentido último cifrado en las páginas del relato, porque nada es más propio de Cortázar que el deseo de rebasar las fronteras de lo razonable. Cuando se habla de Cortázar es necesario aplicar aquel antiguo proverbio chino: “Los pensamientos fantásticos abrirán los cielos”.
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Pintura del «jovellanismo»
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«los hombres de mi edad no habían entendido un pito»
Cortázar, sobre Rayuela,
La Opinión, 11 de marzo de 1973
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El artículo de Fraga acierta al subrayar la cuestión de lo que él denomina un “desajuste epistemológico” existente entre los lectores jóvenes y los lectores maduros de Romero/Cortázar (véase el apartado titulado “Los «cuarenta años» de Jorge Fraga”). Se trata de una cuestión puesta doblemente de manifiesto por parte de Cortázar: por un lado, en distintos segmentos del cuento, publicado como sabemos en 1974; y por el otro lado, en distintas declaraciones sobre Rayuela, de forma prácticamente coetánea a la escritura del cuento. Sin embargo, se trata de un acierto a medias; porque en realidad, en el cuento no hay un desajuste epistemológico, sino que hay dos.
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Y si el primero (lectores jóvenes/lectores maduros) ya resultaba importante, el segundo lo es todavía más, pero el artículo de Fraga no dice prácticamente nada del mismo: se trata de las diferencias de recepción, dentro del subgrupo de los «lectores maduros», entre el protagonista del cuento y el resto de lectores maduros de la obra de Romero, que aparecen mentados en diversos momentos del texto y que aquí, por razones que se verán más tarde, llamaremos «jovellanistas». Aplicado a Rayuela: puesto que Cortázar confesó que “no había pensado directamente jamás” en los jóvenes al escribir su libro, los lectores maduros del mismo deberían tener, por lo menos teóricamente, una importancia mayor de cara a su recepción; y el hecho de que ello no fuera así (“los hombres de mi edad no habían entendido un pito”) podría computarse entonces como el principal de los motivos que indujeron a Cortázar a escribir “Los pasos…”. El «jovellanismo», entonces, constituye la característica principal del lector maduro de Rayuela, tal como Cortázar lo veía en 1974 (y como ha seguido siendo, añado ahora yo, en las décadas posteriores).
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Nuestra nueva vuelta de tuerca pasa necesariamente por el estudio de esta cuestión, puesto que en ella se encuentra formulado el tema del entusiasmo ya sea por pasiva (en la actitud de los «jovellanistas», que constituye la norma), ya sea por activa (en la conducta de Jorge Fraga, que constituye la excepción). Empezaremos por la norma, y seguiremos luego con la excepción.
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Dice el cuento en su segunda frase que “la cosa nació de una charla de café en la que Fraga y sus amigos tuvieron que admitir una vez más la incertidumbre que envolvía la persona de Romero”. La palabra clave en esa oración es «incertidumbre», un término con el que podemos definir –aunque sólo sea provisionalmente- el estado de la recepción de Romero entre el público en general. No se trata en absoluto de que Claudio Romero sea un autor desconocido; al contrario, es un poeta célebre. Aquella incertidumbre reside en otros motivos: “la imagen de Romero se confundía con sus invenciones, padecía de la falta de una crítica sistemática y hasta de una iconografía satisfactoria”. Es cierto que ahí no se señala al público maduro de forma explícita; sin embargo, cabe entender que la responsabilidad última de la situación es suya, ya sea por parte de esos críticos que escriben “artículos parsimoniosamente laudatorios”, ya sea por culpa de esos “vagos editores” que publican antologías del poeta. En el fondo, es la actitud sobria y remilgada de todos estos, heredera directa de “la ignorancia y la mojigatería” de la generación de Romero, y que contrasta fuertemente con el impacto que la obra provoca entre los jóvenes, lo que mantiene los poemas de Romero secuestrados en su aura de incertidumbre.
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Insistamos en ello, puesto que el cuento también lo hace: De Jorge Fraga se nos dice que a los cuarenta años “se le ocurrió pensar seriamente en la obra de Romero”. Sólo de ese “pensar seriamente” acabará por salir una nueva visión que despeje la incertidumbre; se desprende de ello, lógicamente, que antes de él nadie había pensado de ese modo en el asunto. Luego se nos comunica que Fraga, apenas iniciado su estudio, “no tardó en darse cuenta de que casi nada se sabía de su sentido [de Romero] más personal y quizá más profundo”. A lo que se añade, un poco más adelante, la necesidad de superar “la habitual vaguedad admirativa” con la que se habla de Romero. La misma idea se repite, una y otra vez, en lo que constituye una clara violación del principio de economía propio de un cuento breve de Cortázar: ¿por qué será?
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Sea por la razón que fuere, lo que se pone de manifiesto es que la crítica de Romero, hasta ese momento, adolece de una pertinaz falta de rigor, que repercute directamente en una falta de profundidad acerca del sentido último de su poesía. Los efectos de la publicación del estudio de Fraga, la Vida, lo ratifican:
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El éxito de la Vida de un poeta argentino sobrepasó todo lo que habían podido imaginar el autor y los editores. Apenas comentado en las primeras semanas, un inesperado artículo en La Razón despertó a los porteños de su pachorra cautelosa y los incitó a una toma de posición que pocos se negaron a asumir.
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“Pachorra”, según el diccionario de María Moliner, significa: “Cualidad de la persona que no se apresura, inquieta o intranquiliza aunque haya motivo para ello”. Ese término preciso se aplica concretamente a la recepción de la Vida, pero también recoge eficazmente todo lo dicho anteriormente sobre la recepción de la obra de Claudio Romero. ¿Acaso no eran motivo para la inquietud –como lo demuestra Fraga en el cuento- esa incertidumbre, esa ignorancia y ese misterio relativos a una obra tan celebrada como la del poeta? Pachorra: quedémonos con esta nueva definición para describir la recepción madura de Romero. Unas líneas más adelante el relato insiste nuevamente en ello, y fijémonos que este nuevo pasaje no es muy distinto de las diversas declaraciones, ya vistas, realizadas por Cortázar acerca de Rayuela:
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Lo asombroso había sido que su libro [el de Fraga] ingresara en el catálogo de las cosas que hay que comprar y leer, después de tantos años en los que la vida y la obra de Claudio Romero habían sido una mera manía de intelectuales, es decir de casi nadie.
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Estas palabras parecen confirmar, desde un nuevo ángulo, la tesis alegórica sostenida por el Jorge Fraga del artículo. ¿Quizá fue concebido Rayuela como “una mera manía de intelectuales”? ¿Pensaba Cortázar, mientras la elaboraba, que estaba escribiendo literalmente para “casi nadie”? ¿Podría ser esto la razón para que el enorme éxito de la obra entre los jóvenes provocara en él “la maravilla”? ¿No sería quizá porque ciertas “manías de intelectuales”, según él mismo ya había podido experimentar, se corresponden con mayor propiedad a una persona de cierta edad, con una cierta madurez, aunque sea de forma excepcional?
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Si esto confirma en cierto modo la tesis alegórica sostenida en “El cuento más aburrido…”, al mismo tiempo confirma también nuestra corrección a la misma, puesto que aquí ya estamos acercándonos al quid de la cuestión: fijémonos en que, según el cuento, el modo de salir de la pachorra es despertando. Para los lectores de Romero, bajo el inicial estado de pachorra, la Oda a tu nombre doble estaba referida a Irene Paz; y en cambio, bajo el estado «despierto», la misma obra se refiere después a Susana Márquez. O, por lo menos, esa disyuntiva es a partir de la Vida un tema abierto al debate, una disyuntiva ante la cual el lector debe “tomar una posición”.
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El público maduro retratado por el cuento se enfrenta de este modo a un desafío gnoseológico: se le constriñe a salirse de la Gran Costumbre, y a enfrentar una realidad, aparentemente ya conocida, desde nuevos ángulos de visión y de comprensión. La obra de Romero no ha cambiado: sus versos, sus poemas, son exactamente los mismos, palabra por palabra, punto por punto. Lo que sí cambia es la mirada del lector, y a esa mirada le incumbe, puesto que estaba sumida en la pachorra, un “despertar”. O, dicho de otro modo: el acceso a un estado superior de la conciencia. En la idea de ‘despertar de la pachorra’, en la distinción entre un público dormido y la posibilidad de despertar, podemos ver ya una primera aproximación a la cuestión de las dos conciencias.
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Pero este «despertar» del público porteño, mera reacción ante las evidencias aportadas por Jorge Fraga, no es para nada el entusiasmo que estamos buscando; más adelante se ve en el cuento que tal reacción es un puro manoteo, propio del durmiente que no logra salir nunca de su sueño. Estamos todavía lejos de una mención positiva del entusiasmo; por el momento nos conviene exprimir el retrato general de los lectores maduros tal como se presenta en “Los pasos…”. Ahora, tras todo lo visto, nos queda ya tan sólo el tramo final del cuento; el más significativo de todos por lo que a este aspecto se refiere, ya que en él los lectores maduros aparecen por fin de una forma plenamente contrastada, enfrentados a la figura auténticamente entusiasta de Jorge Fraga. En este segmento final, el público lector de Romero coincide con el de su crítico:
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Cualquiera puede leer en los archivos de los diarios porteños los comentarios suscitados por la ceremonia de recepción del Premio Nacional, en la que Jorge Fraga provocó deliberadamente el desconcierto y la ira de las cabezas bien pensantes al presentar desde la tribuna una versión absolutamente descabellada de la vida del poeta Claudio Romero.
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Próximo al sarcasmo, Cortázar atribuye aquí al público maduro la condición de «cabeza bien pensante», en una clara alusión a la actitud razonable y plegada a la ortodoxia propia del consumidor de literatura de ficción al uso. El léxico usado insiste en la misma línea: se trata de un lector proclive al «desconcierto» ante lo inusitado, propenso a la «ira» ante la falta de formalidad, y severo censor de lo que considera «descabellado». Su reacción final ante el discurso de Fraga será, unas líneas más abajo, la de hacer “abandono de la sala entre exclamaciones de reprobación”. Pese a haber despertado parcialmente de la pachorra, ese público todavía continúa cerrado ante lo novedoso y lo insólito.
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A continuación hallamos al único personaje singularizado por el texto de entre toda la masa de lectores anónimos:
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Otro redactor daba cuenta del violento altercado entre Fraga y el doctor Jovellanos al final de la conferencia (…) y señalaba con pesadumbre que a la intimación del doctor Jovellanos en el sentido de que presentara pruebas convincentes de las temerarias afirmaciones que calumniaban la sagrada memoria de Claudio Romero, el conferenciante se había encogido de hombros
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Este “doctor Jovellanos” es el héroe epónimo del tipo de público que estamos analizando: él es la cúspide en su correspondiente jerarquía de autoridades. Se mire por donde se mire, tal individuo es una ricura; de su breve caracterización podemos sacar petróleo. Por un lado su apellido, homónimo con el de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), conlleva una clara remisión al despotismo ilustrado; se puede leer ahí una alusión poco sutil a una racionalidad de carácter excluyente, a la represión de las pasiones, y por consiguiente a la condena de los estados de conciencia fuera de lo común. Para más inri, es un ilustrado español, dato significativo toda vez que ya conocemos la opinión de Cortázar sobre el engolamiento vital y literario de estirpe hispánica.
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Por otro lado, la condición de «doctor» inviste al tal Jovellanos de una clara condición de autoridad. Como tal, constituye uno de los máximos responsables de la visión reductivista y plagada de incertidumbre que afectaba la obra de Romero en su estadio inicial; y aquí lo tenemos, de forma paradójica, pidiéndole explicaciones a Jorge Fraga, el descubridor de Susana Márquez, en tono vehemente.
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En tercer lugar, la forma de hablar de este personaje (“temerarias afirmaciones”, “calumnias”, “la sagrada memoria de Claudio Romero”; palabras suyas referidas indirectamente por el cronista) parece dar testimonio de ese estilo “enfático”, formado por “tropos altisonantes y evocaciones ripiosas”, del que se distinguía la poesía de Romero al principio del cuento, y del que huían los jóvenes lectores del mismo.
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En suma: se trata de un vivo ejemplo de teoría del anti-entusiasmo, igual a la que veíamos formulada en la 3ª Apócrifa Morelliana (véase Archivo, noviembre de 2010). Las actitudes y los atributos del público maduro de “Los pasos…” se muestran de este modo como un atrincheramiento en los patrones establecidos, una falta de inquietud para superarlos, y un agresivo rechazo de todo aquello que no encaje con los mismos. Esta es la actitud que aquí he dado en llamar «jovellanismo»: una contumaz superposición de la propia concepción del mundo –y de la literatura– sobre una realidad más amplia que la contradice y la desmiente. Una reducción de lo novedoso a los parámetros de lo cotidiano. Una neutralización de lo insólito en los márgenes de lo ya conocido. Una sujeción del espíritu indómito a los protocolos de lo doméstico. Esa tendencia, en suma, contra la que uno no debería nunca bajar la guardia.
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En términos cortazarianos: el público maduro retratado en “Los pasos…” está atrapado por las garras de la Gran Costumbre. Y está plenamente dispuesto, mediante un complejo sistema de premios y castigos, a defender su posición. Una actitud que se opone frontalmente al lema preferido de Julio Cortázar: “Ne profiter jamais de l’élan acquis” (no es nada casual la cita a Gide dentro del cuento). Con todo esto podemos ya fijar definitivamente una definición de ese tipo de público, acumulando en un solo término las sucesivas nociones de incertidumbre, falta de rigor y de profundidad, pachorra, racionalismo excluyente y agresiva autodefensa: el público maduro retratado por Cortázar en “Los pasos…” es, en una sola palabra,autocomplaciente.
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Autocomplacencia: esa es la cuestión. Claramente es así, por todo lo visto, en lo que se refiere a la recepción ficticia de la Oda a tu nombre doble, la obra mayor de ese imaginario Claudio Romero; pero ¿qué ocurre con su presunto referente alegórico en el mundo real? ¿Tenemos motivos suficientes para pensar que en 1974, diez años después de que Rayuela saliera a la luz, Cortázar quería acusar a sus lectores maduros -para quien había escrito la obra- de «jovellanistas», de autocomplacientes? ¿Es éste el motivo que le llevó, en última instancia, a escribir “Los pasos en las huellas”? ¿Creía él que su público lector, dejando a un lado a los jóvenes, estaba sumido en la pachorra, a pesar de que Rayuela constituyera un buen motivo para la inquietud? ¿Tuvo él que inventarse finalmente a su lector despierto, bautizado como Jorge Fraga, frente a una terca realidad que se lo negaba?
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Esas preguntas tan sólo pueden responderse afirmativamente bajo un supuesto: el de que su obra principal no había sido leída correctamente. Que Rayuela, esa obra que él había concebido para superar el marco epistemológico de la novela, estaba siendo leído, de forma sistemática y contumaz, como una novela más, y no como ese Rayuela insólito que él escribiera como “manía de intelectual”, o sea, “de casi nadie”. Cortázar ya se temía esto desde el principio: en septiembre de 1963, comentando –cómo no– la recepción de Rayuela, le dice a Paco Porrúa:
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Mirá, la gente tiene de tal manera metida la literatura habitual en la cabeza, que muy pocos van a entender el sentido de “contranovela” que vos señalaste en la solapa. Es increíble que ni siquiera las rarezas –démosle ese nombre– formales del libro saquen a esos tipos de su actitud habitual (…) Son tipos a los que les podrías poner delante un unicornio resplandeciente, y lo clasificarían como una especie de ternero blanco.
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¿Hasta qué punto tenemos la “literatura habitual” metida en la cabeza? ¿Acaso no se han topado con nuestra pachorra esas “rarezas formales” que tiene el libro? ¿Qué habrá faltado en la recepción de Rayuela para que sus lectores lleguen a un efectivo despertar? Con respecto a esto último, mi respuesta está clara: el entusiasmo. Pero a estas alturas todavía nos falta encajar todo esto con una presencia positiva del entusiasmo en el cuento de Cortázar; para lo cual debemos abandonar a su suerte al lector maduro común, y fijar nuestra atención en quien constituye la excepción a la norma: Jorge Fraga.
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El entusiasmo de Jorge Fraga:
su profecía y su cumplimiento
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De hecho, en el cuento de “Los pasos…” aparecen tres acepciones distintas de entusiasmo.
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La primera vendría definida por la actitud de los jóvenes: en su caso, ya sea por sobreabundancia vital o por inquietud existencial, tienden a alinearse con todo lo que suponga una superación de la norma o una excepción a la misma. En el cuento, tanto la fervorosa afición a la poesía directa de Claudio Romero, como el irreverente aplauso al discurso final de Jorge Fraga constituyen dos claros síntomas de este tipo de entusiasmo. Tal estado de espíritu se halla connotado positivamente; pero sólo hasta cierto punto, ya que, al mismo tiempo, podemos leer entre líneas una cierta denuncia de la superficialidad y la falta de alcance –de trascendencia- de este tipo de entusiasmo. Al fin y al cabo, no es uno de esos jóvenes entusiastas quien acaba descubriendo la existencia de Susana Márquez, sino alguien que lo había sido, y que sólo pudo hacerlo cuando pasó a una nueva etapa vital.
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Esta visión ambivalente de la juventud queda puesta de manifiesto en una carta de Cortázar de octubre de 1963: “Las cartas de los jóvenes son actos de fe, arranques de entusiasmo o de cólera o de angustia” dice el autor, refiriéndose precisamente a la primera recepción de Rayuela; “Pero vos” continúa diciendo la carta “por una simple cuestión de madurez intelectual y de técnica profesional has leído el libro un poco como yo lo he escrito” (las cursivas son mías). La destinataria de esas letras no es otra que Ana María Barrenechea, nacida algunos meses antes que Cortázar, y que por lo tanto leyó Rayuela con la misma edad del autor.
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En todo caso, el entusiasmo juvenil constituye algo que entra dentro de las leyes de la vida, y como tal supone una virtud y no una verdadera falta. La segunda acepción del entusiasmo que aparece en el cuento incumbe, en cambio, a un sujeto probablemente maduro: se trata ahora del entusiasmo propio de ese “profesor santafesino”, autor de un libro “cometido” antes que escrito, y “para quien el lirismo suplía las ideas”. Aquí, las connotaciones son claramente negativas: no existe disculpa vital para una persona madura que combina el fervor del entusiasmo con una inexcusable falta de rigor. Esas mismas leyes de la vida que antes eximían de responsabilidad al sujeto joven son las que obligan después al sujeto maduro a complementar su enardecimiento (el “lirismo”) con un marco adecuado de reflexión y de rigurosidad (esas “ideas” que el santafesino no tiene). Este último sujeto, parece decir Cortázar, debe asumir la responsabilidad de penetrar en el misterio de la vida con los instrumentos propios de su condición, a saber: una mayor experiencia y una mayor capacidad crítica. La dejación de tal empresa supone, ahora sí, un delito flagrante contra el espíritu.
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Estas dos primeras acepciones del «entusiasmo» se corresponden con la definición corriente –podemos decir ‘profana’- del mismo. No ocurre lo mismo con la tercera acepción, que se corresponde más bien con la definición etimológica –sagrada, pues– del término: la de «estar poseído por el dios». Éste es el tipo de entusiasmo que afecta al Jorge Fraga del cuento, y es, definitivamente, el que nos interesa a nosotros. Quiero subrayar esta distinción entre lo profano y lo sagrado, tan ajena a la actual visión de lo literario, para señalar que ahora sí estamos llegando a las puertas de lo insólito: y es que la fenomenología del entusiasmo, tal como vamos a referirla a continuación, guarda fuertes similitudes con una fenomenología propia del ámbito religioso. Y de este modo adoptamos una perspectiva del asunto que encaja con el perfil chamánico de la escritura de Cortázar, que ya hemos analizado en otros momentos.
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El texto de “Los pasos en las huellas” se halla sometido no a las necesidades narrativas propias del género, sino a otras necesidades expositivas: el relato constituye una descripción sumamente detallada de ese tercer tipo de entusiasmo, entendido no como un estado de espíritu casual y momentáneo, sino por el contrario como un proceso complejo, conformado por diversas fases que se despliegan en un lapso de tiempo relativamente dilatado. De aquí provienen, en última instancia, tanto la configuración particular del cuento (su carácter de “crónica”) como su perfil aburrido (“algo tediosa”), poco justificables desde un punto de vista estrictamente narrativo.
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Esta es la ocasión de señalar que en el momento presente, con la aparición del Jorge Fraga del mundo real, se está por primera vez en condiciones de verificar el carácter anticipatorio del proceso seguido por el Jorge Fraga ficticio. Desde el principio de la exégesis quedó implícito que “Los pasos en las huellas” no es una mera alegoría, sino que además es una alegoría profética; y también que su cumplimiento recién acaba de encarnarse en la figura de quien firma estas páginas. Cortázar escribió el cuento en 1974 pensando en un futuro lector cómplice, capacitado para romper la dura costra mental del jovellanismo y capaz de descubrir a Susana Márquez más allá de la lectura establecida de Rayuela; y ese lector está ahora entre nosotros –yo mismo-, poniendo sus pasos en las huellas dibujadas por Cortázar. La profecía ha alcanzado su cumplimiento. Por lo tanto, el entusiasmo del Jorge Fraga ficticio se corresponde fielmente con el del Jorge Fraga real: perfectamente podemos hablar del uno refiriéndonos al otro. Y eso es precisamente lo que voy a hacer a continuación para describir el entusiasmo; porque, en efecto, el proceso descrito por Cortázar en su cuento se corresponde, de una manera asombrosa, con mi propio proceso de descubrimiento del Rayuela insólito.
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En efecto, yo fui un adolescente ‘tocado’ por la lectura de Julio Cortázar («una de las experiencias decisivas de mi juventud»), tal como el Jorge Fraga del cuento lo fue por la obra de Claudio Romero. Y, del mismo modo, acometí la revisión de esa obra algunas décadas después de la muerte de su autor.
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En efecto, al llegar a los cuarenta, como el Jorge Fraga del cuento, decidí emprender un estudio en profundidad sobre la principal obra de Cortázar, devenida célebre a pesar de ser poco comprendida. Pese a su prestigio, se trataba de una obra nimbada por la incertidumbre, de claves oscuras, prestigiada por el misterio, pero en todo caso “demasiado alta para que un mejor conocimiento de su génesis la menoscabara”.
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En efecto: Mi propósito no salía únicamente de mí, sino que parecía ser la respuesta a una emanación particular proveniente de la propia obra. Sentí “como una obligación” hacia una tarea que “se me impuso” –¿desde dónde? –, en la que “el hombre, la tierra y la obra debían surgir de una sola vivencia” -el entusiasmo-, y en la que “sería necesario alcanzar la síntesis, provocar impensablemente el encuentro del poeta y su perseguidor”.
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En efecto, reuní materiales durante años, y antes de sacar a la luz mis conclusiones dudé, preguntándome si «las afinidades entre Cortázar y yo no me harían incurrir más de una vez en una autobiografía disimulada».
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En efecto, me enteré de la existencia de “Susana Márquez”, de la que antes nadie sabía nada. Es decir, descubrí el Rayuela insólito: leí Rayuela como la repetición de un episodio. De la profundidad y la seriedad de mi compromiso, superando la autocomplacencia reinante, surgió una nueva visión de la obra, devolviéndola a “su razón más profunda”. Me dije a mí mismo: “Sí, todo coincide, todo se ajusta; ahora no hay más que escribirlo”.
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En efecto: Nunca he sabido cuando se produjo exactamente la revelación, cuando empezó la invasión (si había que llamarla así, pero su verdadero nombre o naturaleza no importaban) que interrumpió de golpe mi trabajo y lo reemplazó, barrido por algo como un viento, y que le quitaba de golpe todo sentido. Cómo de repente se hizo un largo silencio, y supe la verdad, como si nadara bajo el agua, incapaz de volver a la superficie, azotado por el fragor de la corriente en mis oídos. Lo había sabido desde el primer momento; de ningún modo podía yo hablar sobre el Rayuela insólito. No debía, ni podía, decirlo.
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En efecto: No logro explicarme por qué nació en mí “como un deseo de soledad, de estar al margen de mi figura pública”, que me indujo a ocultar mi propia identidad. Cortázar no se equivocó: “Todo tenía un aire casi onírico”, todo iba “contra la corriente” de un modo tal que me abdujo hacia las alturas.
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En efecto: Fui en busca de una confirmación, y hallé “la carta delatora”, cuya lectura fue una mera sobreimpresión en palabras de algo que yo ya conocía desde otro ángulo, y que la prueba epistolar sólo podía reforzar en caso de polémica.
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En efecto, durante todo este tiempo, tal y como el chamán don Julio sabía que sucedería alguna vez, mis elecciones han sido las suyas. Misteriosamente, porque yo no soy un médium; clara y sencillamente, he llegado a sentir que cualquiera como yo sería siempre Julio Cortázar, que los Cortázar de ayer y de mañana serían siempre Jorge Fraga. Tal como temí, lo que he escrito es, en el fondo, mi autobiografía disimulada.
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En efecto, escribí mi particular Vida de Cortázar: el Expediente Amarillo, los “Elementos para una Teoría del Entusiasmo”. Cuyo éxito –o falta de éxito, para ser exactos– ya no depende de mí, sino de la pachorra de los lectores, de una toma de posición que pocos –casi nadie– quieren asumir.
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En efecto: En mi discurso ante el público, en este nuevo trabajo de “vía negativa” que presento en fecha de hoy, me doy cuenta de que hablo como si fuera el mismo Jorge Fraga del cuento. Muchos pensarán que debo estar ido; que apenas tengo unas pocas cuartillas borroneadas para sostener mis temerarias afirmaciones sobre Rayuela, y que las pruebas lógicamente requeridas por cualquier cabeza bien pensante no pasan, en el fondo, de mi imaginación.
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En efecto: definitivamente, mi existencia real ha venido a culminar ese amanecer profético que se frotaba en la ventana, en el pelo de Ofelia dormida, cuando el ceibo del jardín se recortaba impreciso, como un futuro que cuaja en presente, se endurece poco a poco, entra en su forma diurna, la acepta y la defiende y la condena a la luz de un nuevo mañana.
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11 de abril de 2011

El cuento más aburrido de Julio Cortázar (2ª)

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Segunda Parte

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En la Primera Parte de este artículo (publicada en enero de este mismo año) afirmaba yo que “Los pasos en las huellas” -“crónica algo tediosa” según su autor, «el cuento más aburrido de Julio Cortázar» para mí mismo- dispone de su aburrimiento intrínseco como de una piedra de escándalo que incita al lector despierto a elevarse por encima del sentido inmediato del relato para lograr encajarlo en la línea de calidad e interés más propia del resto de cuentos del autor. Seguía diciendo que el “arriba” de “Los pasos en las huellas” al que remite ese procedimiento pragmático, en mi opinión, no puede ser otro que la mayor obra de Cortázar, esa obra que terminó de escribir apenas cinco meses antes (en mayo de 1962) de que enviase a Manuel Antín la primera versión de ese mismo cuento; así pues, Rayuela.

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Ya vimos en enero que el escenario global del cuento encajaba en tanto que alegoría sobre la recepción de Rayuela entre el público. Atendiendo tan sólo a ese dato, la interpretación figurada ya se presentaba como algo plausible; pero la mera posibilidad de establecer una correspondencia entre el relato y el contexto general de recepción de Rayuela no es el único argumento a favor de esa hipótesis interpretativa. Para abundar más en ello voy a aducir ahora nuevas pruebas: otros datos que no sólo nos dan permiso, sino que prácticamente nos invitan a realizar esa transformación alegórica del argumento. Vamos a verlos ahora, en esta Segunda Parte del artículo, una vez el lector ha tenido tiempo suficiente para indagar por cuenta propia. Y aunque ninguna de esas nuevas pruebas, por sí misma, no deja de ser circunstancial -de las que un juez no aceptaría para determinar su veredicto, para entendernos-, su mera acumulación en un texto de extensión relativamente tan breve como es “Los pasos…” debería verse como una prueba más a favor de mi idea.

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Lo alegórico

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En el cuento encontramos algo que constituye igualmente un mecanismo propio de Rayuela: el anuncio en el propio texto –expreso, aunque indirecto- de los recursos expresivos utilizados por el autor. Con este anuncio, ya sea aquí o en Rayuela, el autor ofrece como una instrucción velada para guiar la lectura y la interpretación del texto. En el cuento que ahora nos ocupa se trata, en particular, de una mención a la alegoría. Hacia la mitad del cuento tenemos una alusión (in)directa al tema (el subrayado es mío):

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Todo tenía un aire casi onírico, iba de tal modo contra la corriente que Fraga tenía que esforzarse por aceptar de lleno el ascenso en la escalinata de los honores; peldaño tras peldaño, (…) llegaba ya al rellano desde donde, apenas inclinándose, podía alcanzar la totalidad del salón mundano, alegóricamente dominarlo y escudriñarlo hasta su último rincón

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La alusión, «alegóricamente», ni siquiera sustantiva sino adverbiada, parece como lanzada al azar; pero no podemos olvidar que en los cuentos de Cortázar, maquinaria de certificada perfección, nada está dispuesto al azar. Además, la alusión no se limita únicamente al uso de la palabra en cuestión; el término, más bien, no hace sino fijar el sentido metafórico que se desprende de la acción que se está describiendo: el ascenso de un observador por una escalera hasta una nueva posición, elevada, que permite una perspectiva global y distanciada sobre los hechos. Ese «ascenso» configura un marco metafórico en el cual tanto los actos como los movimientos de Fraga se confabulan en beneficio de la idea que aquí proponemos: la de un mecanismo de piedra de escándalo. El protagonista asciende hasta el rellano, y se eleva un poco sobre un “salón mundano” que sería la lectura literal del argumento; y desde arriba, “apenas inclinándose”, el sujeto es capaz de “alegóricamente dominarlo”. O sea, mirando hacia abajo, con una desviación de la mirada que se corresponde a un cambio de perspectiva interpretativa, los distintos elementos del cuento se colocan todos en su sitio. De este modo se dibuja una figura diferente al argumento literal: lo figurado. Y no perdamos el detalle: esta deriva se produce debido al hecho de que “todo (…) iba de tal modo contra la corriente”; o sea, que lo desacostumbrado –la piedra de escándalo- es en última instancia lo que motiva la nueva perspectiva visual.

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Junto a la leve alusión a lo alegórico, más la intencionada descripción de una acción significativa, podemos añadir también la evidente conexión de este fragmento con otro fragmento equivalente de Rayuela. Ese “salón mundano” dominado en el cuento por la mirada alegorizante del personaje recuerda intensamente el final del cap. 109, en el que Morelli habla de su libro como de un lugar

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donde un ojo lúcido pudiese asomarse al calidoscopio y entender la gran rosa polícroma, entenderla como una figura, imago mundis que por fuera del calidoscopio se resolvía en living room de estilo provenzal, o concierto de tías tomando té con galletitas Bagley

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¿Qué son ese living room, o ese concierto de tías, sino modelos típicamente cortazarianos de «salón mundano»? ¿Qué puede significar lo de que un “ojo lúcido” entienda las cosas de manera distinta, sino una invitación a mirar las cosas más allá de la superficie? ¿Y qué es eso de “entenderla como figura”, sino una nueva paráfrasis de lo que constituye una interpretación alegórica? Si Cortázar utiliza prácticamente la misma instrucción para guiar la lectura del cuento y la de Rayuela, debe ser porque ambos textos son de una naturaleza figurativa similar; aquí sostengo doblemente un uso inadvertido de lo alegórico tanto para “Los pasos…” como para Rayuela.

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Por añadidura, ese “aire casi onírico” que tiñe el ambiente de ese fragmento del cuento constituye igualmente otra posible conexión con Rayuela: remite al mismo aire onírico que distingue el lenguaje de Morelli, cuyo discurso teje una persistente bruma por la que el entendimiento lineal de la razón avanza con dificultad: “la novela cómica (…) deberá transcurrir como esos sueños en los que al margen de un acaecer trivial presentimos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar” (Rayuela, cap. 79). Las conexiones, diversas y redundantes, entre el cuento y Rayuela, ya sea por sentido, ya sea por léxico, ya sea por funcionalidad, ya sea por ambiente discursivo, resultan aquí bien evidentes.

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Los “cuarenta años” de Jorge Fraga

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El cuento empieza justamente por ahí: “Jorge Fraga acababa de cumplir cuarenta años cuando decidió estudiar la vida y la obra del poeta Claudio Romero”. Insisto nuevamente en el carácter intencionado y necesario de cualquier dato que aparezca en un cuento de Cortázar, de cara a su economía significante: ahora tengamos también en cuenta, además, que la primera frase de un cuento suele tener un papel preponderante en esa economía de sentido. Los cuarenta años de Jorge Fraga, se infiere por todo ello, deben tener cierta importancia. ¿Por qué Cortázar subraya de tal modo ese dato? ¿Qué relevancia puede tener para nosotros la edad de Jorge Fraga? Esta relevancia resulta más bien anecdótica y escasa cuando nos atenemos estrictamente al sentido inmediato del cuento; por el contrario, deviene decisiva y cuantiosa cuando incluimos Rayuela como parte de la economía de sentido de este mismo cuento.

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Por un lado, tengamos en cuenta que el protagonista de Rayuela, Horacio Oliveira, es también un hombre de cuarenta años (como lo es también José María, el doble de Horacio en Lo prohibido de Galdós, como Randolph D. Pope se ha encargado de subrayar). Esto ya constituye un primer vínculo, narrativo, con Rayuela; por el otro lado, tenemos un segundo vínculo, ahora de carácter gnoseológico, que incumbe a la edad tanto del autor del libro como de sus lectores potenciales. Recordemos las siguientes declaraciones del autor:

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Entre mi propia visión de Rayuela y la de la mayoría de sus lectores (entendiendo por mayoría a los jóvenes, mucho más sensibles a ese libro que la gente de mi edad) hay un curioso cruce de perspectivas. “Triste, solitario y final”, como dice Raymond Soriano, escribí Rayuela para mí, es decir para un hombre de más de cuarenta años y su circunstancia –otros hombres y mujeres de más de cuarenta años.

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Esta confesión aparece en un breve texto titulado “Acerca de Rayuela”, reeditado recientemente en los Papeles inesperados, pero cuya publicación originaria se remonta a 1974. Casualmente, es el mismo año de publicación de Octaedro; lo que demuestra que tenía la cuestión en mente en la época en que escribió “Los pasos…”. Esas afirmaciones que ahí se profieren son redundantes con lo que declaró a Joaquín Soler Serrano, tan sólo tres años después, en una conocida entrevista para RTVE:

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Yo pensé, cuando terminé Rayuela [o sea, a los 49 años; la empezó a los 45], que había escrito un libro de un hombre de mi edad para lectores de mi edad; la gran maravilla fue que ese libro, cuando se publicó en la Argentina y se conoció en toda América Latina, encontró sus lectores en los jóvenes, en quienes yo no había pensado directamente jamás al escribir este libro.

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Fijémonos en que no se trata de la «edad» strictu sensu, sino que en el fondo la edad guarda relación con un tipo de mirada; tanto en “Los pasos en las huellas” como en esas declaraciones sobre Rayuela, los cuarenta años del sujeto parecen señalar su paso hacia un nuevo modo de comprensión sobre los textos. Tanto en el relato como en las declaraciones, lo que queda destacado es un desajuste epistemológico, una diferencia de mirada sobre lo escrito en función de una diferencia que no es de carácter generacional, sino cronológico. Cabe entender de ello que los cuarenta años trazan para Cortázar la línea que separa una mirada juvenil de una mirada madura sobre los textos literarios. La juventud es entusiasta y es capaz de establecer una conexión emocional con lo escrito; pero no tiene la experiencia que atesoraba el autor al escribir el libro. Sólo con la edad, con una madurez que le llegaría al hombre alrededor de los cuarenta años, resulta posible acceder a un sentido más profundo, más allá de lo emocional, de ese mismo texto.

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Como queda de manifiesto en esas dos declaraciones, esta cuestión es algo que resulta de aplicación más que pertinente a Rayuela; su mención en el cuento, en un contexto análogo al del sentido de las declaraciones que hemos visto (la interpretación de una obra poética que tiene gran predicamento entre los jóvenes), no tiene otro propósito que remitirnos a la recepción del libro mayor de Cortázar. La cuestión aparece hasta tres veces en el relato:

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1. En primer lugar, en la biografía del propio Fraga, puesto que él vivió personalmente este mismo ‘desajuste epistemológico’ con respecto a la obra de Claudio Romero (la cursiva es mía):

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Él mismo los había leído [los versos de Romero] en los años del bachillerato, y (…) los poemas del “vate platense” habían sido una de las experiencias decisivas de su juventud, como Almafuerte o Carlos de la Púa. Sólo más tarde, cuando ya era conocido como crítico y ensayista, se le ocurrió pensar seriamente en la obra de Romero

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La distancia entre una lectura juvenil y una lectura madura queda claramente dibujada en esa diferencia entre lo que constituye una “experiencia decisiva” y lo que supone “pensar seriamente” sobre una misma obra.

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2. En segundo lugar; hallamos la misma cuestión en la consignación del éxito que la obra del poeta sigue teniendo entre los jóvenes, a medida que Fraga va creciendo. Ello demuestra que no es algo que le sucedió a él solo, sino que forma parte estructural de la recepción de esa obra entre el público en general:

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Frente a los versos de otros buenos poetas de comienzos de siglo, los de Claudio Romero se distinguían por una calidad especial (…) que le ganaba en seguida la confianza de los jóvenes, hartos de tropos altisonantes y evocaciones ripiosas.

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Aquí queda de manifiesto que el gran predicamento de la obra entre los jóvenes depende de una cuestión secundaria, de estilo, más que de una conexión íntima con el sentido profundo de los poemas de Romero. La investigación del Fraga maduro, en cambio, sí irá hasta el fondo de ese sentido.

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3. En tercer y último lugar; ese desajuste epistemológico no sólo lo atravesó Jorge Fraga, en tanto que sujeto, en su propia biografía, sino que luego lo sufre también en sus mismas carnes, en tanto que objeto, cuando –ya identificado con Romero- ha terminado su conferencia:

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…se había quedado inmóvil, mirando el aire, tan ajeno a la tumultuosa retirada del público como a los provocativos aplausos y felicitaciones de un grupo de jovencitos y humoristas que parecían encontrar admirable esa manera de recibir un Premio Nacional.

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Esos jóvenes que aplauden el discurso de Romero no lo hacen tanto por lo que se llega a expresar en él, por la luz que pueda arrojar o no sobre la obra de Romero, sino más bien por su carácter iconoclasta y no convencional, que concuerda de forma natural con el espíritu desafiante y trasgresor –cuando es el caso- de la juventud. Aunque esos aplausos no generen ninguna condena de Fraga, tampoco se deriva de ellos ninguna identificación entre los jóvenes y él: esta identificación tan sólo de daría en el caso de que el público llegase a una comprensión profunda de la obra de Romero, y eso parece quedar fuera del alcance –y de las inquietudes- de ese público juvenil.

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El texto habla, de hecho, de “jovencitos” y de “humoristas”: y ahí hay otra. La buena recepción entre la juventud, por un lado, y un destacado humorismo, por otro, son por igual características propias de Rayuela, frecuentemente citadas tanto por su autor como por sus comentaristas. En suma: los «cuarenta años» de Jorge Fraga, por tanto, constituyen una conexión notable ya no directamente con Rayuela mismo, sino con las circunstancias de su recepción entre el público (esa recepción que causaba “gran maravilla” en el autor: ¿por qué razón?).

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Así pues, como en el caso anterior, nuevamente las múltiples conexiones de “Los pasos…” con Rayuela a propósito de este tema son diversas y redundantes: efectivamente, la edad de Fraga concuerda y da cobertura a la hipótesis de “Los pasos…” como alegoría de la recepción del libro.

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Las dos mujeres

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También podemos computar como prueba circunstancial a favor de la interpretación alegórica del cuento la peculiar caracterización que se da de Claudio Romero y de su relación con sus dos amadas mujeres, Irene Paz y Susana Márquez, quienes según mi interpretación vendrían a representar respectivamente una literatura sujeta a la Gran Costumbre, por un lado, y otro tipo de literatura, más humilde, más profunda y menos engolada, por el otro;

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Cuánta sensatez había habitado bajo la altanera frente de Irene Paz, de qué larga experiencia aristocrática había nacido la negativa de su mundo. Romero había sido capaz de magnetizar a una pobre mujer, pero no tenía las alas de Ícaro que su poema pretendía. Irene, o ni siquiera ella, su madre o sus hermanos habían adivinado instantáneamente la tentativa del arribista, el salto grotesco del rastacueros que empieza por negar su origen, matándolo si es necesario (y ese crimen se llamaba Susana Márquez, una maestra normal)

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Irene Paz y su mundo: sensatez, frente altanera, experiencia aristocrática… Ese es el mundo, podemos suponer, de la literatura de prestigio tal como la veía Cortázar. El tono es parecido –e incluso el tiempo verbal es el mismo- al del capítulo 75 de Rayuela (en cursiva en el original):

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Había sido tan hermoso, en viejos tiempos, sentirse instalado en un estilo imperial de vida que autorizaba los sonetos, el diálogo con los astros, les meditaciones en las noches bonaerenses, la serenidad goethiana en la tertulia del Colón o en las conferencias de los maestros extranjeros. Todavía lo rodeaba un mundo que vivía así, que se quería así, deliberadamente hermoso y atildado, arquitectónico.

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Esas “alas de Ícaro” para llegar al mundo de Irene Paz, que la obra de Romero no tiene, son en realidad unos atributos únicamente valiosos desde una mirada clasicista. Una poética, por lo tanto, completamente opuesta a la poética de Rayuela. Romero no desea esas alas ni las necesita: del mismo modo, el sol al que Cortázar apunta con su libro no es el sol del reconocimiento universal, sino que es tan sólo el de un improbable “cierto lector”.

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Ya conocemos –lo vimos en el affaire Galdós- el tratamiento que nuestro autor dispensaba a la Gran Tradición de la novela realista: la detestaba, y para nada deseaba sumarle su propio nombre. Frente a ese concurrido mundo, poblado por toda una familia, por todo un linaje, está la solitaria Susana Márquez, aislada, expuesta al vilipendio, sin una tradición consolidada que la apoye. Y quizá más importante; siendo “una maestra normal”, como lo fue el propio autor de Rayuela en su juventud provinciana y entregada a la lectura. Alguien cuyo mayor temor no era el de no adquirir prestigio, o perderlo, sino el de no vivir una vida auténtica, de no escribir una literatura de lo auténtico. Alguien capaz de reírse de sí mismo frente al espejo, con un tubo de dentífrico en la mano, tal como hace Horacio al término de ese capítulo 75.

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En definitiva: la conexión de “Los pasos…” con Rayuela en esta tercera cuestión resulta altamente probable. Las connotaciones con las que se visten Susana Márquez e Irene Paz, los dos polos –positivo y negativo, interno y externo, respectivamente- entre los que se movió el espíritu creativo del ficticio Claudio Romero, las configuran potencialmente como exponentes analógicos de los dos polos literarios –positivo y negativo, interno y externo- entre los que se movía el auténtico espíritu creativo de Cortázar. Y luego, a la sazón, tenemos ese último detalle del cuento, el de empezar “por negar el origen, matándolo si es necesario”, lo que recuerda sospechosamente cierto texto de Morelli:

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Una tentativa de este orden deja de ser automáticamente literatura, parte de una repulsa de la literatura; repulsa parcial puesto que se apoya en la palabra, pero que debe velar en cada operación que emprendan autor y lector. Así, usar la novela como se usa un revólver para defender la paz, cambiando su signo.

(Rayuela, cap. 79)

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Así pues, hasta tres nuevos elementos, por lo menos: lo onírico-alegórico, los cuarenta años, y las dos mujeres. A lo que debemos sumar lo que ya vimos en la primera parte del artículo: la historia de un investigador literario que descubre dimensiones nuevas del sentido de un escritor celebrado; y el aburrimiento, que sería la clave para activar la necesidad de leer el cuento de manera distinta a la literal. Éstas son las pruebas –circunstanciales pero acumulativas- que puedo aducir a favor de la interpretación alegórica del cuento, con vistas a Rayuela. Pero si todo ello todavía no les pareciera gran cosa como argumentación, puedo añadirle esto otro que también nos dice el cuento, a guisa de Manual para Interpretar un Cuento de Cortázar:

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Otro redactor daba cuenta del violento altercado entre Fraga y el doctor Jovellanos al final de la conferencia (...) y señalaba con pesadumbre que a la intimación del doctor Jovellanos en el sentido de que presentara pruebas convincentes de las temerarias afirmaciones que calumniaban la sagrada memoria de Claudio Romero, el conferenciante se había encogido de hombros, terminando por llevarse una mano a la frente como si las pruebas requeridas no pasaran de su imaginación

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Ésta es otra cuestión: ninguna imaginativa argumentación de Jorge Fraga, ni el del cuento ni yo mismo, tiene -ni tendrá nunca- credibilidad para los doctores, siempre necesitados de ‘pruebas convincentes’, de certezas fundadas en documentos literalmente explícitos. El estudio de Fraga, sus “temerarias afirmaciones” ya sean sobre Claudio Romero, ya sean sobre el carácter alegórico de “Los pasos…”, ya sean sobre Rayuela, sólo tienen validez alguna para los verdaderos lectores cómplices (y también para los jóvenes y los humoristas, aunque con estos últimos sea tan sólo por aplaudirle la osadía). Comparemos esto con lo que se dice en el cap. 141 de Rayuela: “Morelli (…) los exasperaba al tenderles la percha de una casi esperanza, de una justificación, pero negándoles a la vez la seguridad total, manteniéndolos en una ambigüedad insoportable”. El ‘viejo’ de Rayuela escribía para los que son como él; para aquellos capaces de dejarse llevar hacia lo ambiguo, hacia lo brumoso, hacia lo que no puede argumentarse como una prueba fehaciente, sino tan sólo como una intuición presentida sobre el texto, y que debe armarse como un juguete para que cobre su sentido.

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Los pasos (del lector cómplice) en las huellas (de Morelli)

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En el resumen que hice del cuento en la Primera Parte de este artículo no pude dejar de subrayar esa coincidencia de nombres entre el protagonista de “Los pasos en las huellas” y yo mismo. Aunque ya habrán deducido ustedes que no es ninguna casualidad, ha llegado el momento de confesarlo: El nombre con el que firmo este blog me lo dio el propio Julio Cortázar con este cuento. Por si no lo habían adivinado mucho antes, este artículo desvela definitivamente que este nombre mío es una impostura, una máscara, un pseudónimo. Mi verdadero nombre es el de un completo desconocido, y no tiene aquí ninguna importancia.

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¿Quién es Jorge Fraga? Para empezar, en el cuento. Para responder a esa pregunta, tan sólo debemos prolongar la alegoría: si Irene Paz es la Gran Literatura Realista, y Susana Márquez la otra literatura; si Claudio Romero es Morelli, y su Oda a tu nombre doble es Rayuela; ¿quién puede ser Jorge Fraga, sino un estudioso de la obra de Morelli? ¿Y qué puede ser el estudio de Fraga sobre Romero, la Vida, sino un estudio en profundidad que desvela ciertas claves de Rayuela, claves que habían pasado desapercibidas hasta el momento? Jorge Fraga, en tanto que estudioso de la obra de Romero, no es un lector cualquiera, sino más bien ese ‘cierto lector’ mentado por Cortázar en el cap. 97, para quien estaba realmente pensada la obra. Jorge Fraga es, ni más ni menos, el célebre lector cómplice de Rayuela; el genuino. El poeta Romero escribió pensando en alguien igual a él, del mismo modo que Morelli escribió precisamente “para ese lector, mon semblable, mon frère” (cap. 79).

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-Cada vez que me tocaba elegir, decidir en la conducta de ese hombre, elegía el reverso, lo que él pretendía hacer creer mientras estaba vivo. Mis elecciones eran las suyas, cuando cualquiera hubiese podido descifrar otra verdad en su vida, en sus cartas, en ese último año en que la muerte iba acorralándolo y desnudando. No quise darme cuenta, no quise mostrar la verdad porque entonces, Ofelia, entonces Romero no hubiera sido el personaje que me hacía falta como le había hecho falta a él para armar la leyenda, para...

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Ahí lo tenemos: la personalidad de lector de Jorge Fraga llega a confundirse, como Morelli quería para sí, con la personalidad creadora del escritor Romero. Las huellas que Claudio Romero dispuso en su biografía para que Jorge Fraga pusiera sus pasos en ellas son como las pistas que Morelli dejó en Rayuela para que el lector cómplice efectuase una correcta lectura de su libro. Claudio Romero es Morelli, es el chamán, es el maestro zen; Jorge Fraga es su lector cómplice, es su seguidor, es su aprendiz. El descubrimiento de Fraga sobre su íntima identificación con Romero es el cumplimiento en el relato de los deseos de Morelli: “la comprensión del extraño lenguaje de los maestros significa la comprensión de sí mismo por parte del discípulo y no la del sentido del lenguaje” (Rayuela, cap. 95).

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La carta de 1962 a Manuel Antín, en la que se da la primera noticia de un cuento titulado “Los pasos en las huellas”, nos daba una pista importante: Cortázar concibió ese texto justo tras escribir Rayuela. Y es que ese cuento surgió como instrucción paratextual destinada a llamar la atención sobre las oscuridades del principal libro de su autor; una llamada igualmente oscura, que durante años ha permanecido tan incomprendida como el texto al que se refiere en última instancia. La primera versión del relato –seguramente enviada a Antín como propuesta para un film- no prosperó; quién sabe la forma que tenía. En todo caso, sería de lo más interesante poder contrastar esas dos versiones del cuento: Si su aspecto original era el mismo que finalmente ha llegado hasta nosotros, debería computarse entonces como una visualización profética de lo que sería la recepción de Rayuela, y no sería el primer caso en que Cortázar tuviera anticipaciones proféticas.

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Pero ahora mismo eso es pura especulación; el hecho consumado es que “Los pasos…” no apareció publicado hasta 1974, en Octaedro; así pues, once años después de haberse publicado Rayuela. Con la recepción de esta obra ya realizada, Cortázar pudo efectuar las oportunas modificaciones de esa versión primitiva, y publicar definitivamente un cuento en el que la historia del poeta Claudio Romero y de su exegeta Jorge Fraga se adaptase fielmente a la realidad.

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¿Y quién es Jorge Fraga, no ya en el cuento, sino en la realidad? Yo mismo. Yo adopté ese nombre ficticio únicamente con el fin de hablar de Rayuela, pero no de la novela sino del Rayuela insólito, tal como el Jorge Fraga del cuento habla no de la conocida Irene Paz sino de una ignota Susana Márquez. Con este nombre prestado firmo lo que constituye mi estudio en profundidad sobre la gran obra de Cortázar. Todos mis escritos son el resultado del momento –¡cercano a los cuarenta años, efectivamente; bravo por Cortázar!- en que, llevado por mis inquietudes al respecto, me he decidido a “pensar seriamente” en la mayor obra del escritor argentino, llegando a descubrir sus elementos desatendidos, para acabar desafiando la lectura común que hasta entonces se ha hecho de ese libro. Mis escritos sobre el Rayuela insólito (por un lado, la web titulada “La carta delatora” y el documento llamado Expediente Amarillo sobre Rayuela; y, por el otro, este blog para el lector cómplice, los “Elementos para una Teoría del Entusiasmo”) configuran mi propia Vida de un escritor argentino.

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Con ello doy personal cumplimiento a lo que se anticipa en el relato de “Los pasos en las huellas”. Este es mi modo de responder a Cortázar, mi turno de palabra en esa increíble conversación llamada Rayuela; mi modo de ponerme a la altura. Así pues, Julio Cortázar me prefiguró, y yo, simplemente, voy poniendo mis pasos en las huellas que él dejó para señalar el camino.

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