Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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9 de noviembre de 2010

Vía positiva (1) EXÉGESIS DEL CAP. 97


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En el cap. 82 de Rayuela, Cortázar/Morelli se tacha a sí mismo de “pobre shamán blanco”, y con esta forma tan sintética está expresando precisamente lo que constituye mi hipótesis: el autor pretendía que su libro provocase en la mente de su lector activo una alteración de la conciencia, lo que Mircea Eliade denominaba una ‘ruptura de nivel’. En consecuencia, es como si en esa declaración Cortázar se postulara a sí mismo como “don Julio”, un chamán equivalente, avant-la-lettre, al don Juan de Castaneda. Un shamán, bien; y blanco, de acuerdo; pero ¿por qué ese conmiserativo pobre? Sólo al final de este artículo estaremos en condiciones de contestar a esa pregunta.
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El capítulo 97, de una forma menos sintética que en el capítulo 82, constituye otro de los momentos de Rayuela en los que se plantea el mismo tema. De forma positiva, pero también, y como siempre, con una relativa oscuridad. El siguiente párrafo constituye la entrada y el primer período de ese capítulo:
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A Gregorovius, agente de fuerzas heteróclitas, le había interesado una nota de Morelli: “Internarse en una realidad o en un modo posible de la realidad, y sentir cómo aquello que en una primera instancia parecía el absurdo más desaforado, llega a valer, a articularse con otras formas absurdas o no, hasta que del tejido divergente (con relación al dibujo estereotipado de cada día) surge y se define un dibujo coherente que sólo por comparación temerosa con aquél parecerá insensato o delirante o incomprensible. Sin embargo, ¿no peco por exceso de confianza? Negarse a hacer psicologías y osar al mismo tiempo poner a un lector –a un cierto lector, es verdad- en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales... Ese lector carecerá de todo puente, de toda ligazón intermedia, de toda articulación causal. Las cosas en bruto: conductas, resultantes, rupturas, catástrofes, irrisiones. Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?”
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Como en tantas ocasiones me sucede frente a otros fragmentos de Rayuela, yo me pregunto qué deben pensar los “filólogos” al leer páginas como ésta, cómo las interpretan. En mi opinión, cuando no eluden, directamente, hacer esta interpretación, apuntan generalmente hacia lo excéntrico y lo gratuito; es decir, hacia “lo absurdo”. O bien a “la libertad” –como hace, por ejemplo, Saúl Yurkievich, príncipe de la crítica “filológica” del libro-, en una acepción vaga y lírica del término que permite explicar todas las inconveniencias del texto, y que en el fondo no deja de ser un eufemismo para “lo absurdo”. Ambos términos, “absurdo” y “libertad”, se han convertido para la crítica cortazariana en conceptos-fetiche que permiten eludir, sin afrontarlos, los desafíos que plantea la oscuridad del libro de Cortázar. Las prevenciones del propio autor no sirven; él mismo nos advierte de que debajo de lo aparentemente absurdo y delirante hay un dibujo coherente, pero eso acaba por no constar en acta. Aunque por este camino me estoy yendo hacia la “vía negativa”, y no es éste el lugar.
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Para mí, el punto de fuga del libro es el entusiasmo. Por más que enigmáticas y oscuras (o, precisamente, por enigmáticas y oscuras, pues esa misma oscuridad es un acicate para el entusiasmo) estas líneas de Morelli encajan perfectamente con mi hipótesis. ¿De qué se habla, si no, en ellas? De internarse, sin ningún puente, en un modo posible de la realidad, absurdo en primera instancia, hasta que defina un dibujo coherente, pero todo ello tan sólo cuando uno está dispuesto a desaforarse... ¿Qué otra cosa está haciendo aquí Cortázar, sino describir ese oficio de chamán al que alude en el capítulo 82? Un oficio que, en este capítulo 97, no está puesto en práctica; este breve texto es tan sólo una clase teórica. La clase práctica, el verdadero ejercicio de extrañamiento, el verdadero viaje a otra dimensión de la conciencia, se produce a través de la lectura de Rayuela -o, mejor, como confiesa unas líneas más adelante, de alguna de sus partes-.
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Morelli declara: su obra habla de “despedida, grito y muerte”, que es el verdadero contenido; no obstante, lo que se ve en ella es “un dibujo en la pared”, “una caña de pescar”, “un trío para mandolinas”. Esa obra, pues, tiene una doble naturaleza: por un lado tiene un contenido vivencial, que constituye el alma y la fuerza del libro, y por el otro lado tiene una fachada, que muestra y al mismo tiempo oculta ese contenido vivencial. Ahí encontramos expresado, en términos morellianos, el quid de la misma cuestión que Cortázar ya planteaba en su “Carta delatora” de 1960: Rayuela tiene en su interior algo distinto (la repetición de un episodio, que es también la crónica de una locura) a lo que constituye su fachada (una historia lineal). Ahora, añadido a eso, Morelli nos facilita un dato fundamental: la forma de acceder desde una dimensión a la otra del sentido de Rayuela, el salto que permite pasar de un trío para mandolinas hacia la muerte, es un desaforarse, un excentrarse; un cambio de estado de conciencia. Una locura equivalente a la que vivió su autor al escribir el libro. Un ponerse a la altura del swing de Morelli; en términos fraguianos, un entusiasmarse.
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Todo eso se dirige únicamente “a un cierto lector, es verdad”. Esa salvedad que se hace en el texto es de lo más significativa; no se dirige al lector en general, sino tan sólo a aquél capaz de dejarse llevar por el entusiasmo. Un poco más abajo de lo transcrito arriba, y como continuación y acabamiento de ese mismo período, Morelli prosigue:
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“Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.”
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La cosa no se expresa en ningún momento con claridad, ni antes ni después. Ese “algo de lo que escribo”; ¿a qué se refiere exactamente? Ese “debería contribuir a...”; ¿acaso se puede decir algo más vagamente? Y antes: “un modo posible de la realidad”; elusivo a más no poder. Etcétera: el tono general del capítulo –como el de todo Rayuela, en el fondo- es de una ambigüedad y una falta de concreción exasperantes. Así pues, ciertamente, hay en todo ello algo oscuro; pero, para compensar, insiste. Pocas líneas más arriba ha dicho lo mismo; ahora vuelve a ello, lo repite. De este modo, de entre ese magma de ambigüedad surge un poco de tierra firme, algo concreto, a saber: por encima de todo, se trata de que cierto lector cambie, de que acceda a ‘otro estado’, a través de la lectura del libro. Está claro que está oscuro; pero en esa oscuridad hay algo que arroja un poco de luz.
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Volvamos de nuevo al capítulo, ahora un poco más atrás. Entre esas dos repeticiones de lo mismo, Morelli incluye un período algo distinto. Hasta este momento, en este capítulo se ha hablado de “lectores”, y por lo tanto se entiende que Morelli se dedica a la escritura: pero no se ha hecho referencia alguna a la novela como género. El nuevo período hace mención expresa a la cuestión:
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“Las formas exteriores de la novela, pero sus héroes siguen siendo los avatares de Tristán, de Jane Eyre, de Lafcadio, de Leopold Bloom, gente de la calle, de la casa, de la alcoba. Para un héroe como Ulrich (more Musil) o Molloy (more Beckett) hay quinientos Darley (more Durrell). Por lo que me toca...”
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“Por lo que le toca” se refiere al aspecto novelístico de su escritura. Cabe decir, pues, que las ambiciones de Morelli guardan relación con la novela: lo cual sería una perogrullada, una verdad sabida por todos, si no fuera porque “guardan relación” no significa lo mismo que “incumben exclusivamente”, y en eso no parecen haber caído todos, por no decir ninguno. El asunto es: en la obra de Morelli -o sea la de Cortázar con Rayuela- escritura y novela no coinciden exactamente. “Las formas exteriores de la novela...”; se repite aquí la idea de una doble naturaleza del libro. Podemos entender que el dibujo en la pared, la caña de pescar y el trío para mandolinas, en tanto que formas exteriores, en tanto que fachada, conforman una novela. En cambio, la despedida, el grito y la muerte se dicen desde otras formas, desde un más allá de la novela. Así pues, la tarea escritural de Morelli trasciende, en último término, los límites propios de ese género.
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Insistamos en ello, pues es importante. Tal como Morelli sostiene en este capítulo, su tarea excede las pretensiones de un Lawrence Durrell; eso, para los conocedores de Cortázar, se da por supuesto. Pero a ese primer nombre le añade, para también trascenderlos, los de Samuel Beckett y Robert Musil. Durrell, Becket, Musil: los tres son novelistas, sí, pero no ostentan el mismo rango para Cortázar/Morelli. El primero es un ejemplo ilustrativo de ‘novela rollo’; y los de este tipo, como señala, son multitud. Los dos últimos, en cambio, son miembros eminentes de la línea prospectiva de la novela, la que más valora el escritor argentino; y estos, en cambio, son una minoría. Para Cortázar, Beckett y Musil son la punta de lanza del género en esa época; con ellos, y con los pocos que son como ellos, la novela está expresando todo lo que puede expresar a mediados del siglo XX. Por tanto, si el propósito de Morelli va más allá de esos tres ejemplos, no sólo del primero sino también de los otros dos, sólo puede ser porque también va más allá de la novela como género.
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¿Y qué puede significar ‘ir más allá de la novela’? Eso es lo que este capítulo 97 está tratando de decirnos: lo que diferencia la obra de Morelli/Cortázar de la de un Beckett o un Musil es que sólo en la primera se convoca al lector a emprender un vuelo mágico con el autor, su chamán. Un vuelo mágico, o sea: el entusiasmo entendido en su sentido etimológico de estar poseído por el dios. El lector real de Rayuela está invitado a ser el protagonista de su trama, que es el acceso a otro estado de conciencia; y eso significa sencillamente que Rayuela no es una novela, más allá de sus formas exteriores. Y es que un chamán, por más blanco que sea, no escribe novelas: escribe, cuando lo hace, otro tipo de libros. Libros oscuros, aparentemente absurdos, incomprensibles: iniciáticos. El Rayuela insólito es un libro iniciático. Y con esto ya casi estamos en condiciones de responder a la pregunta inicial sobre por qué Cortázar es un pobre chamán; sólo falta un pasito más. Volvamos una vez más al capítulo 97.
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Con ese último período visto más arriba, la transcripción por Gregorovius de la cita de Morelli ya ha concluido. Pero el capítulo, ahora de la mano de Cortázar, todavía continúa dos líneas más:
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Pese a la tácita confesión de derrota de la última frase, Ronald encontraba en esta nota una presunción que le desagradaba.
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En su última frase, Morelli se preguntaba si “alguna vez” conseguiría su propósito; no lo daba por hecho, en absoluto, más bien al contrario. A su vez, en esta coda del capítulo, Cortázar subraya que en ese “alguna vez” se encuentra la “confesión de una derrota”. Aquí tenemos otra repetición, o sea, otra luz en la oscuridad. Lo que doblemente se está señalando ahora, por parte de Morelli y de Cortázar, es que la recepción entusiasta de su libro es una cosa altamente improbable, y que el tremendo esfuerzo creativo vertido ahí por su autor puede estar abocado al fracaso comunicativo. Y es que, definitivamente, el Rayuela insólito es un libro difícil y oscuro, por más que los luminosos destellos de su fachada atraigan y encandilen a todo tipo de lectores. En ese libro hay más, mucho más, de lo que hasta ahora se ha visto; detrás de su fachada hay un edificio vasto y espléndido. Pero quizás ese edificio, sumido como está en la oscuridad, no llegue a verlo nadie.
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Y esa es, por fin, la razón de que Morelli se considere a sí mismo un “pobre” chamán: probablemente, se trate de un chamán sin seguidores. Este chamán es pobre por cuanto no puede transmitir a nadie su conocimiento de las rutas del alma, aquellas que él ha sondeado como un pionero en sus transportes rítmicos hacia un más allá de la novela. El viaje que don Julio propone quizá sea un vuelo al que nadie, finalmente, vaya a acceder. El lector cómplice de Rayuela debería ser como el Carlos Castaneda de don Juan Matus, capaz de saltar a lo desconocido; y un don Julio sin su Castaneda, sin su aprendiz/reportero, ¿dónde queda? Nadie lo sabrá nunca, porque nadie habrá dejado constancia escrita de ese viaje. De esta forma, el Rayuela insólito, el libro que va más allá de una novela, quedará en cambio, y quizá para siempre, como la extravagante novela Rayuela, aprisionada dentro de los límites del género. Y de este modo, pese al esfuerzo de Cortázar, los lectores del siglo XX, y del XXI, no habrán superado ese marco literario heredado del siglo XIX.
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El Rayuela insólito e iniciático es como el peyote; la novela de Rayuela, como un té verde. El té verde es estimulante, excitante incluso; pero nunca hasta el punto de transportarnos a otra dimensión de nuestra conciencia. No es una sustancia que se toma en medio del desierto, de lo desconocido; sino una bebida caliente que se sorbe en el sillón de la propia casa, disfrutando del confort de lo conocido. Don Julio, pobre chamán blanco, sospecha que ése sea el destino último de su obra, lo teme: té verde para todos, peyote para nadie. Y con ello el chamán Don Julio –Morelli-, acaba siendo derrotado finalmente por el novelista Julio Cortázar. A día de hoy, cuarenta y siete años después de la publicación de Rayuela, se puede confirmar esa derrota como algo consumado.
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Pero la derrota del chamán no es inapelable; por fin hay un lector que efectivamente se ha descentrado, que ha caído en la cuenta del entusiasmo, que ha visto el edificio tras la fachada, y que ha vuelto para explicarlo. Ese improbable “alguna vez” que Morelli señalaba ha acontecido finalmente. Un lector, uno por lo menos, ha visto en Rayuela la despedida, el grito y la muerte, y está dejando testimonio de ello. Este lector es François Mireur, Ezra Jennings y Carlos Castaneda en uno solo: Jorge Fraga. Él es el pobre y solitario aprendiz de un pobre chamán blanco.
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Quizá haya aquí una presunción que desagrade a muchos; sin embargo, por lo que le toca, Jorge Fraga tiene la esperanza de que alguna vez pueda compartir esa misma presunción con alguien. Para eso está escribiendo este blog. Y con eso, me despido ya por hoy. ¡Hasta la próxima jornada!
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10 de octubre de 2010

Casuística (4): Rayuela

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En los artículos anteriores de este blog hemos expuesto la casuística sobre el fenómeno que hemos denominado “las dos conciencias”, y que podemos formular así: ciertos estados no ordinarios de conciencia funcionan como compartimientos cognitivos independientes, y sus contenidos cabales no son recuperables desde el estado de conciencia ordinario. En Casuística (1) hemos visto esta circunstancia en el relato del aprendizaje de la brujería por parte de Carlos Castaneda; en Casuística (2), en el argumento de La piedra lunar de Wilkie Collins; y en Casuística (3), en el relato de la recepción de “La marsellesa” tal como lo refiere el escritor austríaco Stefan Zweig. Cada uno de esos casos tiene su idiosincracia: incumbe a ciertos individuos (a esto le llamaremos alcance) y se somete a distintos expedientes de generación de los “segundos estados” (a saber: por inducción, ya sea natural o artificial, o de forma espontánea). Veamos cómo se concretan estas variables particularmente:

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En Castaneda, el asunto de las ‘dos conciencias’ pertenece al ámbito del aprendizaje de los brujos toltecas: su dominio es una de las maestrías que deben adquirir los sujetos para alcanzar la condición de brujo. Aquí el acceso a la “segunda conciencia” (la “conciencia acrecentada” o “segunda atención”) se logra para el sujeto –una persona real- mediante un procedimiento únicamente conocido y manejado por los brujos: una manipulación realizada sobre el cuerpo energético del brujo por parte de su líder o nagual. Se trata, por tanto, y hasta que el individuo no adquiere la maestría del asunto para sí mismo, de un estado inducido, e inducido de forma natural, y su alcance se mantiene dentro del exclusivo círculo de los brujos toltecas. Para quien no pertenece a ese círculo –lo que incluye al propio lector de Castaneda-, el asunto es en el fondo es diletantismo, o mera especulación.

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En La piedra lunar de Wilkie Collins el tema forma parte del argumento de la novela policíaca, configurando un giro inusitado del mismo, y por tanto debe situarse en el universo ficcional generado por el novelista. Aquí el sujeto –Franklin Blake, un personaje ficticio- vive su episodio de “segunda conciencia” (intoxicación por opio) como resultado de la ingestión de sustancias psicoactivas; es un estado también inducido, como en el anterior caso, pero ahora artificialmente. Por cuanto el sujeto es un personaje ficticio, aquí deberíamos decir que no existe un alcance real o efectivo de la cuestión (excepto por lo que pueda incumbir al propio autor del libro, en la medida en que éste hubiera vivido la experiencia de la que habla; de esto ya hablamos al analizar los extractos del libro). En todo caso, para el lector de esta novela el asunto se mantiene siempre dentro de los límites del disfrute intelectual y estético; el lector asiste como mero espectador al relato de una alteración de conciencia que no lo incluye. Así pues, en última instancia, como en el caso anterior, es diletantismo.

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En el caso de ‘La marsellesa’ el asunto de “las dos conciencias” es un fenómeno en el que participan, de forma involuntaria e imprevista, el creador de la canción y algunos de sus receptores. Los sujetos acceden a la “segunda conciencia” (la inspiración) por vía del arrebato, ya sea creativo, en el caso de Rouget de Lisle, ya sea por la actitud entusiasta con que interpretan la canción, como lo hace Mireur. Por tanto, ya no es propiamente un estado inducido, sino generado en el sujeto de forma espontánea; en función de su predisposición, eso sí, y sobre la base material de una partitura, de una canción (su ritmo, su melodía, sus armonías...). En consecuencia, el alcance que adquiere este caso puede llegar hasta cualquiera de nosotros, según nuestra propia predisposición, en la medida en que esa canción logre arrebatarnos también a cada uno. Esta predisposición es un asunto clave; por supuesto, podemos escuchar “La Marsellesa” con mera complacencia, tal como hicieron los primerísimos receptores de la obra: cómodamente sentados en el sillón de nuestra casa, y sin sentir para nada ese arrebato. De ese mismo modo podemos leer el episodio de los Momentos estelares de la humanidad o La piedra lunar de Collins y disfrutar de ellos en el mismo sentido meramente esteticista. Pero en este caso tenemos “La Marsellesa” ahí, como una realidad a la que todos tenemos acceso, y podemos experimentar con ella: podemos cantarla con entusiasmo y ver como la propia canción nos levanta del sillón y nos saca a la calle con ágiles pasos y el corazón encendido, bien dispuestos a la lucha. Ya no se trata entonces de mera especulación, sino de la posibilidad real de enervarnos con la canción, o sea, de participar en el arrebato.

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Ahora, en este nuevo capítulo de la serie, quiero agregar el título de Rayuela a esta exigua lista, en tanto que caso número 4, y también, como los otros tres, con una idiosincracia que lo hace distinto a los demás: se trata ahora de un caso que implica al autor del libro y también a su lector activo, mediante una inducción premeditada y calculada por el autor. Los sujetos implicados acceden aquí a la “segunda conciencia” mediante unos expedientes de actividad determinados: el autor –Cortázar- accedía a su célebre swing, a su trance creativo, mediante sus propios procedimientos de inmersión –¿rituales de composición?- en el proceso de escritura; a su vez, el lector de Rayuela –el lector cómplice- puede acceder al estado de entusiasmo en función de su participación, en la medida en que se involucre en el juego textual tramado por el autor en las páginas del libro. La versión salteada de la obra es un artefacto textual concebido con ese propósito; inducir la conciencia del lector a un état second. En otras palabras; Rayuela es, sobre todo, dos libros: un libro para leer en el estado normal de conciencia, y otro libro, insólito, para leer en un estado de conciencia arrebatado.

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Aunque estemos tratando de un libro como en el caso de Collins, aquí el asunto es muy distinto, puesto que ya no se trata de un episodio que el sujeto deba contemplar desde la distancia. El alcance de este caso no se inscribe en el ámbito del universo ficcional de la obra, sino en el ámbito de las relaciones reales entre el sujeto real que escribe y el sujeto real que lee. Así pues, frente al carácter intraliterario del libro de Collins, el asunto de las “dos conciencias” en el libro de Cortázar se sitúa en un plano extraliterario o ‘comunicativo’. Al lector de este último libro no se le pide, como en el caso de Collins, que asista como espectador a un episodio ficticio de alteración de la conciencia; sino que, por el contrario, se le invita a vivir, a través del libro, su propio episodio. Ya no se trata de dilentantismo, sino –y vehementemente- de todo lo contrario. Lo cual guarda una estrecha relación con el carácter de libro vivo que, según sostiene su autor, tiene Rayuela.

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El requisito de participación que Cortázar solicita del lector cómplice aproxima este caso al de La Marsellesa, por cuanto se trata de dejarse arrebatar por el sustrato material de la obra de arte; se precisa, por tanto, de una determinada predisposición. Por otro lado, el carácter inducido de este nuevo caso lo emparenta con el de Castaneda, pues ya no se trata de algo que surge –o no- de forma espontánea, como en el caso de la canción de Rouget de Lisle, sino que se genera en aras de procedimientos relativos a la maestría literaria de Cortázar. Y es que el escritor asume aquí para su lector las mismas funciones inductoras que ejerce el brujo tolteca para quien sea su aprendiz.

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Cortázar induce al lector cómplice de Rayuela a un estado no ordinario de conciencia. Esto es, precisamente, lo que lleva al autor argentino a tildarse a sí mismo de “pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon”: ¡en el cap. 82, o sea, nuestro “texto matriz”, el mismo capítulo del swing! Esa función chamánica de Cortázar es condición necesaria para que el lector del libro llegue efectivamente a ese ‘segundo estado’; necesaria, efectivamente, pero no suficiente. Insistimos: se precisa también, sine qua non, de la participación activa del lector. Lo que nos permite decir, parafraseando a la inversa el poema del Cid, que Cortázar sería un buen señor si tuviese un buen vasallo.

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En el cap. 79 se nos dice (la cursiva es del propio Cortázar):

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Posibilidad tercera: la de hacer del lector un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo: sólo vale la materia en gestación, la inmediatez vivencial

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Y es ahí mismo, justo a continuación, donde Cortázar habla de ese lector cómplice como mon semblable, mon frère; su igual, aquél capaz de vivir la misma experiencia –el arrebato- por la que pasa el novelista.

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Volvamos a formular la cuestión, aunando ahora todos los elementos: desde su propio estado no ordinario de conciencia (el swing, el “balanceo rítmico”) Cortázar concibió Rayuela (eso sí, en su versión salteada) como un artefacto textual dirigido a generar un estado no ordinario de conciencia en su lector cómplice, un estado desde el cual el libro revelase unos contenidos distintos a los que muestra la versión para “lectores pasivos”. La “Carta delatora” (véase la web www.expedienteamarillo.com) nos revela cuál es la diferencia final de contenidos entre una versión y otra: en el estado ordinario de conciencia, tenemos un libro con un argumento lineal; en el estado de conciencia alterado nos enfrentamos, en cambio, a un libro en el que se repite -con variaciones, como en una pieza de jazz- un mismo episodio. Se trata por tanto, en ese segundo libro, y para decirlo todavía de otro modo, de una comunicación de loco a loco, de la que queda excluído quien no logre participar de esa locura. Es en estos términos que Rayuela deviene un nuevo caso –desconocido y estupendo caso- para ilustrar el fenómeno de “las dos conciencias”.

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Para quien haya seguido el hilo de nuestro blog desde su inicio, no estamos aportando todavía nada nuevo; todo lo dicho hoy será de algún modo un ya visto. Así es: en su momento expusimos los otros tres casos, manteniendo siempre Rayuela a la vista; y desde el principio insistimos en afirmar que el libro de Cortázar obedece a una lógica hasta cierto punto homologable a los casos referidos por Castaneda, Collins o Zweig. Pero frente a esos otros tres casos, todas esas afirmaciones concernientes a Rayuela se pronunciaron de forma aparentemente gratuita, sin ninguna demostración, sin ningún ejemplo sobre el terreno –o sea, sobre el propio texto del libro-. Hasta ahora no hemos hecho sino el preámbulo a la cuestión central de nuestro discurso, y ahora sería llegado el momento de aportar esos ejemplos. Pero hay un no obstante.

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Nos enfrentamos aquí, llegados a este punto, con un problema, o, mejor, con todo un vasto complejo problemático. Este complejo deriva precisamente de la propia idiosincracia del caso con que ahora tratamos: y es que no se pueden poner ejemplos de Rayuela sin poner al descubierto –y por lo tanto en peligro- los mecanismos textuales previstos por Cortázar para generar en el lector ese estado otro de conciencia. Esos mecanismos son un pasaje al estado otro de conciencia, determinan el acceso al mismo, son ese mismo acceso; son las condiciones de posibilidad que permiten acceder a una cierta locura o excentramiento del lector. Han funcionado por lo menos con un lector: yo mismo. Y ahora se trataría de ver si funcionan en otros casos: el de usted, por ejemplo, que está leyendo estas líneas mías. Pero no se trata de que yo le diga el qué ni el cómo, yo no pinto casi nada aquí: por el contrario, se trataría de que usted acepte a Cortázar como chamán, de que descubra lo que sea por sí mismo, leyendo Rayuela y participando activamente de su juego.

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No hay otra manera. El mismo Julio Cortázar guardó silencio sobre todo este asunto, como un bellaco, durante los veinte años que sobrevivió a la publicación de Rayuela, precisamente con ese mismo propósito: permitir que fueran los lectores de su libro quienes lo descubrieran por sí mismos. Un velo de silencio oculta y protege el otro libro de Rayuela, y filtra a sus posibles lectores, dejando pasar tan sólo a los semblables de Cortázar, a sus frères: los lectores activos, los lectores cómplices. ¿Con qué derecho podemos traicionar nosotros, ahora, ese silencio? Podríamos, sin duda, con los derechos que se autoconcede el filólogo moderno y los métodos que le caracterizan; pero es que Cortázar concibió un libro vivo, cuyos misterios debían escapar a la ávidas garras taxidermísticas de los filólogos modernos. La exégesis del Rayuela insólito debe permanecer, para preservar la idiosincracia del libro, fuera de los cauces de la crítica convencional; y eso incluye los ejemplos, es decir, que los excluye de la discusión. El libro otro de Rayuela se descubre en bloque, o no se descubre. Así pues, no cabe esperar ejemplos, no es esa la vía. Sino esta otra: ¡¡entusiásmense, diablos!!

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Pero, por otro lado, si no podemos poner ejemplos, si no podemos hablar de ello, ¿qué podemos hacer? Callar, desde el principio, y dejar la cuestión en manos de los lectores de Rayuela tal como hizo Cortázar, hubiera sido sin duda lo más prudente. Pero a estas alturas lo de ser prudente ya no tiene cabida, pues ya hemos dicho demasiado. Pero es que me gusta escribir este blog. Así pues, voy a plantear cuáles son las líneas posibles de acción que se me ocurren para poder continuar:

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1) La “vía participativa”:

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Ésta es la primera y más importante, la que permitiría, incluso, prescindir de todas las demás: la que anima al lector a emprender la lectura de Rayuela desde el nuevo prisma que proponemos. Esto es, a nuestro juicio, lo deseable: que el lector acceda a esa lectura otra, al Rayuela insólito, por sí mismo. Ante esta cuestión me encuentro, yo frente a ustedes, en la misma situación en la que se encuentra el doctor Ezra Jennings ante el joven Franklin Blake, en el pasaje que ya analizamos de La Piedra Lunar: ¿cómo puedo yo convencerles de algo que uno mismo ha vivido y a lo que sólo puede accederse por la propia experiencia? Lo mejor es, sin duda, que el otro pase por esa misma experiencia. Ya hemos hecho hincapié en ello anteriormente, tanto en “la Carta Delatora” como en el Expediente Amarillo; y esta consigna ha sido, es y será en todo momento -hasta el hartazgo si cabe- el principal mensaje que queremos lanzar desde nuestro discurso.

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2) La “vía razonante”:

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La segunda línea posible de acción es la de mostrar que una circunstancia tal –la de un libro que se puede leer en dos estados de conciencia distintos- no sólo es posible, sino que, además, concretamente, Cortázar pudo concebirla a partir de la lectura de La piedra lunar de Collins. Que es algo pensable, y también posible, es precisamente lo que hemos querido demostrar con la serie de la Casuística desplegada hasta ahora. El fenómeno de las ‘dos conciencias’ ya ha sido pensado por lo menos por Castaneda, por Collins y por los testimonios que éste último aduce en su libro, y también por Zweig. Es además posible, tal como queda atestiguado por Zweig y por cualquiera que haya tenido constancia del proceso que vivió la partitura de La Marsellesa. Y es incluso experimentable, por añadidura, para cualquiera que haya percibido la diferencia entre escuchar la canción de De Lisle cómodamente sentado en un sofá y elevarse con ella bajo un estado de entusiasmo.

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En cualquier caso, esto es indudable: Cortázar ya conocía el fenómeno en cuestión vía Collins, tal como atestigua su “Carta delatora”. De esto otro, quién sabe: tal vez llegó a conocerlo también vía Zweig, lo cual es cronológicamente posible, pero no hay ninguna constancia documental de ello. Y de lo siguiente sí hay constancia; conoció el asunto todavía una vez más, por una nueva vía que hasta ahora no hemos mentado: la de Pauwels y Bergier y su libro Le matin des magiciens. Este libro fue publicado en 1960, de modo que Cortázar lo leyó en pleno proceso de escritura de Rayuela (eso está claro, puesto que incluyó dos fragmentos del mismo en el capítulo 86). En las páginas de ese libro podemos leer una nueva formulación de nuestra hipótesis:

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...la posesión y el manejo de tales técnicas y conocimientos exige del hombre estructuras mentales distintas de las propias del estado de vigilia ordinario, una situación de la inteligencia y del lenguaje en otro plano, de tal suerte que nada es comunicable al nivel del hombre ordinario.

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Esta segunda vía de acción podría exprimirse todavía más, pero con lo dicho hasta ahora ya cumplo el expediente, según creo.

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3) La “vía positiva”:

Hay una tercera línea de acción; que es la de seleccionar ciertos pasajes de Rayuela, o de otros textos de Cortázar, en los que se pueda ver formulada la misma idea que nosotros postulamos. O sea; se trata de ver cómo dice Cortázar lo mismo que estamos afirmando en estas páginas: que Rayuela es un libro concebido para dos estados de conciencia. Estrictamente, esos pasajes no serían propiamente ejemplos de la lectura otra del texto, opción que ya hemos dejado en manos del lector, sino pruebas de que Cortázar tenía la cuestión en mente mientras escribía su obra y de que quiso, por ende, dejar constancia de ello. A esta línea de acción la vamos a denominar “la vía positiva”, por cuanto podremos ver en ella que Cortázar, por más que siempre sea in speculum et in aenigmate, mostró explícitamente su juego. Ya hemos iniciado esta “vía positiva” con anterioridad, sacando a la palestra fragmentos de los capítulos 82 y 79, y en adelante seguiremos comiendo sus frutos; por el momento, como propina, reproducimos aquí lo que dice uno de los dos fragmentos de Le matin des magiciens que se reproducen en el cap. 86:

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[el pensamiento binario] no puede incorporar a su propia estructura la realidad de las estructuras profundas que examina. Para conseguirlo, debería cambiar de estado, sería necesario que otras máquinas que las usuales se pusieran a funcionar en el cerebro, que el razonamiento binario fuese sustituido por una conciencia analógica que asumiera las formas y asimilara los ritmos inconcebibles de esas estructuras profundas...”

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(Por cierto; les sugiero que comprueben a dónde conducen esos puntos suspensivos con los que Cortázar cierra la cita).

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4) La “vía negativa”:

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La cuarta línea de acción será, por contraste con la anterior, “la vía negativa”: en ella se trata de poner de manifiesto cómo la visión “filológica” de Rayuela deja sin respuesta o sin explicación muchos de los componentes de la obra. Y es que la interpretación tradicional del libro no logra dar cuenta cabal de su enorme complejidad: en última instancia, frente a los desafíos aparentemente insolubles que supone el texto, esa crítica acaba recurriendo a los conceptos fetiche del ‘absurdo’ y de la ‘libertad’. Para nosotros, la puesta al descubierto de los ‘agujeros negros’ que tiene la lectura de Rayuela en la visión común que se tiene del libro, o de las carencias, omisiones y contradicciones de la crítica cortazariana al uso, será una vía negativa que nos conducirá a ver la necesidad de implementar una comprensión nueva de la obra, acorde con nuestra hipótesis de un libro que debe leerse fuera de sí. Para ello veremos, en su momento, y por poner el ejemplo más destacable, todo lo relacionado con el affaire Galdós, como llamo yo a la discusión –irresuelta- entre ciertos críticos con respecto al peso y al valor que tiene la presencia de Benito Pérez Galdós y de su obra en el texto de Rayuela.

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Esas son las cuatro vías de acción que yo propongo. La primera, la “vía participativa”, viene a ser como el estribillo de nuestra canción, que repite una y otra vez la frase: “hágaselo usted mismo”, y ahí se queda. De la “vía razonante” y su argumentación sobre el fenómeno de las “dos conciencias” ya hemos dado cuenta en los cuatro artículos de la serie de “Casuística”; podemos dar por liquidado el asunto, aunque quizá añadamos todavía alguna novedad a través de las Apócrifas morellianas quie iremos insertando en las jornadas de este blog. Nos quedan, por tanto, las líneas de acción 3 y 4, la ‘vía positiva’ y la ‘vía negativa’; ellas configuran el programa principal de lo que va a ser este blog. Nos vemos, si así lo desean, en el siguiente artículo.

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11 de julio de 2010

Vía comparativa (1): Las dos conciencias en Castaneda


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Rayuela es sobre todo dos libros, dice el Tablero de Dirección. Ahora yo propongo entender eso mismo, tan familiar para los lectores del libro, de un modo insólito, a saber: el primero de esos libros se lee bajo el estado ordinario de conciencia; el segundo, bajo un estado alterado. Según esta idea, al ‘balanceo rítmico’ que anima la creación de Cortázar (cf. cap. 82) le correspondería, en el plano del lector, y para llevar a cabo una comunicación totalmente efectiva, otro estado no ordinario de conciencia: por ejemplo, el entusiasmo. El verdadero ‘lector cómplice’ de Rayuela, el deseado semblabe y frère de Cortázar, capaz de acceder a las insólitas profundidades de sentido de la obra, tiene que ser un lector entusiasta. En abstracto, la idea de fondo sería ésta: los distintos estados de conciencia funcionan como registros cognitivos diferenciados.
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Antes de analizar en profundidad esta cuestión en el seno de Rayuela y de la producción cortazariana, voy a aportar en este blog algunos testimonios para sostener esa idea, y voy a exponerlos en el mismo orden en que se me fueron presentando. Empezaré, por tanto, por el único caso que conocía antes de formularme esa hipótesis: se trata de los libros de Carlos Castaneda, o sea, la docena de volúmenes que forman el ciclo de “las enseñanzas de don Juan”, y que relatan cómo Castaneda se formó como brujo o chamán bajo la directriz de un indio yaqui.
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En esos libros se describe una cuestión que guarda cierto parecido con nuestro asunto, y que aquí llamaremos “las dos conciencias”. Nos centraremos en esa cuestión, dejando aparte toda controversia sobre el carácter real o ficticio de esas crónicas; aún en el caso de que fueran pura ficción, el mero hecho de haber sido concebida en ellas la posibilidad de “las dos conciencias” ya constituye para nosotros un precedente interesante.
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El fenómeno de “las dos conciencias” empieza propiamente en el quinto libro de la serie, El segundo anillo de poder, publicado originalmente en 1977: aquí descubrimos que el largo proceso aprendizaje de Castaneda con su maestro, don Juan, aparentemente ya relatado de forma completa en los cuatro primeros libros, y que ha abarcado un periodo de 13 años, se ha realizado en realidad en distintos estados de conciencia del aprendiz. A partir de que tiene conocimiento de ello, al aprendiz se le plantea un reto ineludible: el de recordar el desconocido conocimiento adquirido en esos otros estados de conciencia. Ese reto constituye en buena parte el argumento de los siguientes libros del ciclo.
El mejor modo de hacerse cargo de ello en estas páginas es acudir a los resúmenes del aprendizaje que el propio Castaneda dispone como prefacio de sus sucesivos libros. De este modo, para empezar, podemos leer el Exordium de El fuego interno, séptimo libro del ciclo, publicado en 1984 (edición en español de Swan, Avantos & Hakeldama, 1987, 3ª):
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En los últimos quince años, he escrito extensos relatos sobre mis relaciones de aprendiz con un brujo indio, don Juan Matus. (...)
La organización total de las enseñanzas de don Juan se basaba en la idea de que el hombre tiene dos tipos de conciencia. Él los nombró el lado derecho y el lado izquierdo, y de acuerdo a ello, dividió su instrucción en enseñanzas para el lado derecho y enseñanzas para el lado izquierdo.
Describió el primero como lo normal de todos nosotros, o el estado de conciencia necesario para desempeñarse en el mundo cotidiano. Dijo que el segundo era algo que no es normal, el lado misterioso del hombre, el estado de conciencia requerido para funcionar como brujo y vidente.
Las enseñanzas para el lado derecho las llevó a cabo en mi estado de conciencia normal. He descrito esas enseñanzas, a detalle, en todos mis relatos. (...)
Me ha tomado casi diez años recordar exactamente lo que ocurrió en las enseñanzas para el lado izquierdo.
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En ese mismo libro, el resumen continúa así (la cursiva es mía):
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Las enseñanzas para el lado izquierdo me fueron dadas cada vez que yo entraba en un estado único de claridad perceptual que él llamaba conciencia acrecentada. A lo largo de mis años de asociación con don Juan, repetidamente me hizo entrar en tales estados mediante un golpe que me daba con la palma de la mano, en la parte superior de la espalda.
Don Juan me explicó que, en un estado de conciencia acrecentada, la conducta de los aprendices es tan natural como en la vida diaria. Su gran ventaja es que pueden enfocar sus mentes en cualquier cosa con fuerza y claridad descomunales; pero su desventaja está en la imposibilidad de traer al campo de la memoria normal lo que les sucede. Lo que les acontece en tales estados se convierte en parte de sus recuerdos cotidianos sólo a través de un asombroso esfuerzo.
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Esta extrema dificultad de recordar lo acaecido en un régimen de conciencia acrecentada parece algo característico de estas fluctuaciones de la conciencia; podríamos compararlo, en un plano de cosas conocidas para nosotros, con lo difícil que resulta recuperar los sueños desde el estado de vigilia. Unos sueños en los cuales, no lo olvidemos, la conciencia tiene una libertad inusitada, pues no está sometida a las limitaciones espacio-temporales del estado de vigilia. Abundando en esa misma idea, Castaneda refiere lo siguiente en la introducción de El conocimiento silencioso, octavo libro del ciclo, de 1987 (en español por Swan, 1988):
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-A fin de recordar lo que estás percibiendo y entendiendo en estos momentos, necesitarás una vida entera –dijo- porque todo esto forma parte del conocimiento silencioso. En unos breves instantes habrás olvidado todo. Ése es uno de los insondables misterios de la conciencia de ser.
De inmediato, don Juan me hizo cambiar de niveles de conciencia con una fuerte palmada en mi costado izquierdo, en el borde de las costillas. Al instante mi mente volvió a su estado normal. Perdí a tal extremo mi claridad mental que ni siquiera pude recordar el haberla tenido.
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En este mismo texto, un poco más adelante, Castaneda introduce un nuevo elemento de gran importancia para nosotros; los argumentos racionales que la conciencia normal opone, como estrategias de resistencia, a la realidad de esos otros estados de conciencia:
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Me llevó años el poder hacer la conversión crucial de mi memoria de la conciencia acrecentada a la memoria normal. Mi razón y mi sentido común retrasaron esta conversión al estrellarse contra la realidad absurda e inimaginable de la conciencia acrecentada y del conocimiento directo. Por años enteros, el tremendo desajuste cognoscitivo resultante me forzó a buscar desahogo en el no pensar al respecto.
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Así pues, no se trata tan sólo de la dificultad de recordar; ahí interviene, además, la valoración y el juicio que la conciencia normal dispensa hacia esos otros estados: “absurdo”, “inimaginable”, “impensable”. De esta manera, la mente normal llega a liquidar la validez cognoscitiva de esos otros estados: su juicio es implacable. Más arriba, para traer el asunto a un terreno conocido, hablábamos de los sueños; en la misma línea, ahora podríamos hablar, por ejemplo, de cómo la conciencia normal tiende a despreciar sistemáticamente otro tipo de estado no ordinario de conciencia: el enamoramiento. ¿No hay en nosotros una propensión a sonreírse con condescendencia –o sea, con superioridad y escepticismo- ante alguien arrebatado por el amor? Y sin embargo, el enamoramiento provoca cambios valiosos en la conciencia: de repente, uno se vuelve audaz, ocurrente, entra en sintonía con la vida, se llena de luz... Esa sonrisa condescendiente, entonces, ¿no será una mezquina estrategia de la mente ordinaria para defenderse ante un estado superior de la conciencia?
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Volvamos ahora, sobre las enseñanzas de Don Juan, a una cuestión crucial para nuestra hipótesis pre-teórica: en un estado normal de la conciencia, desde el “lado derecho”, resulta extremadamente difícil para Castaneda recordar lo acaecido en el “lado izquierdo”. Sin embargo, no sucede lo mismo al revés: desde el ‘lado izquierdo’, con sus capacidades cognitivas aumentadas, el sujeto es capaz de recordar sus anteriores experiencias, ya sean de un estado de conciencia o del otro. Así pues, cada nivel de conciencia parece tener su propio régimen cognitivo y su propio registro de memoria; pero los recursos de la conciencia normal son limitados, están disminuidos, frente a los de la conciencia acrecentada.
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En la ‘Nota del autor’ que introduce El arte de ensoñar (noveno libro del ciclo, publicado en 1993, edición en español de Seix Barral, 1997, 5ª), Castaneda nuevamente recupera todas estas cuestiones. A efectos prácticos, podemos considerar la “segunda atención” de que se nos habla ahora como equivalente a la “conciencia acrecentada” que ya hemos visto antes:
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El segundo grupo de aprendices era extremadamente compacto. Consistía únicamente de tres miembros (...).
Estas tres personas interactuaban entre ellas y conmigo exclusivamente en la segunda atención. En el mundo de la vida cotidiana no teníamos la menor idea los unos de los otros. (...) Hacia el final, cuando don Juan estaba a punto de dejar el mundo, la presión psicológica de su partida empezó a menoscabar, en nosotros cuatro, los rígidos parámetros de la segunda atención. El resultado fue que nuestra interacción irrumpió en el mundo de los asuntos cotidianos y todos nos conocimos, aparentemente, por primera vez.
Ninguno de nosotros estaba consciente de nuestra profunda y ardua interacción en la segunda atención. Puesto que los cuatro estábamos involucrados en estudios académicos, terminamos más que conmocionados al descubrir que ya nos habíamos conocido antes. Por supuesto que esto era, y todavía es, intelectualmente inadmisible para nosotros. Sin embargo sabemos que fue totalmente parte de nuestra experiencia. Al final, nos quedamos con la inquietante certeza de que la psique humana es infinitamente más compleja de lo que nuestro razonamiento académico o mundano nos lo ha hecho creer.
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Una vez le preguntamos a don Juan al unísono que nos sacara de dudas. Dijo que tenía dos posibilidades explicativas. Una era aplacar a nuestra malherida racionalidad diciendo que la segunda atención es un estado de conciencia tan ilusorio como elefantes volando en el cielo, y que todo lo que creíamos haber experimentado en ese estado era simplemente un producto de sugestiones hipnóticas. La otra posibilidad era no explicar pero sí describir la segunda atención de la manera como se les presenta a los brujos ensoñadores: como una incomprensible configuración energética de la conciencia.
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Al comparar esos extraordinarios fenómenos que Castaneda describe en sus crónicas con otros fenómenos conocidos por nosotros (los sueños, el enamoramiento; podríamos añadir, también, los efectos de sustancias enteógenas) tan sólo pretendo poner de manifiesto unos comunes denominadores. Puede decirse que esos estados de conciencia acrecentada que Castaneda describe están en una relación análoga con respecto a la conciencia ordinaria como lo están los otros estados de conciencia que yo he sacado a colación: los sueños, el enamoramiento, los estados inducidos por los enteógenos. Postulo una analogía, una semblanza en las relaciones, que no una identidad de los términos; por un lado, en todos ellos, el ‘segundo estado’ tiene siempre características cognitivas distintas a las del estado de conciencia normal, con unas leyes aparentemente menos restrictivas que las de este último: o sea, mayor libertad. Por el otro lado, siempre resulta difícil ‘recuperar’–ya sea cuantitativa o cualitativamente- la información vigente en el ‘segundo estado’ una vez se ha vuelto a la conciencia ordinaria. Esa irreductibilidad parece indicar que el ‘continente’ de la conciencia ordinaria pueda ser más reducido con respecto a los de los ‘segundos estados’. Castaneda habla de ello, en El don del águila (sexto libro del ciclo, de 1984 -1986 por Swan-) en términos de una diferencia de intensidad, mayor en el segundo estado, y también de una diferencia entre pensamiento lineal y no lineal. Sea como sea, ese segundo estado parece estar preñado de nuevas posibilidades cognitivas.
En síntesis: lo descrito por Castaneda constituye un caso paradigmático de ‘segunda conciencia’. Bajo esta premisa, podríamos trasladar la analogía al caso de Rayuela, reformulando lo dicho al principio del artículo: el estado creativo de Cortázar (que él denomina swing o “balanceo”) sería un estado de ‘conciencia segunda’, y para recuperar la información dispuesta bajo su régimen particular de conciencia (o sea: el segundo libro consignado por el Tablero de Dirección), el lector debería situarse en un nivel de conciencia parecido: el entusiasmo, por decirlo de algún modo.
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Con ese requisito, el segundo libro de Rayuela se muestra como la repetición de un episodio (véase La carta delatora); sin ese requisito, el lector asiste a un texto desaliñado e incongruente, “absurdo”: pero estos atributos del texto, que deberían servir como piedra de escándalo para sugerir la necesidad de ese otro estado de conciencia en el lector, han sido reducidos por la crítica y por los lectores a meros componentes de una novela experimental. La bofetada zen de Cortázar, concebida como mecanismo propiciatorio de una “ruptura de nivel”, se ha quedado en mera agresión a las normas. Y así lo desconocido, la luz nueva que Cortázar quería traer al mundo literario, ha resultado neutralizada en favor de lo conocido.
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Sin embargo, todo esto permanece hasta ahora en un régimen hipotético; no tan sólo la nueva visión de la doble lectura de Rayuela, sino también la propia consideración abstracta del tema. El caso de Castaneda difícilmente tendrá valor probatorio alguno para los escépticos. Próximamente veremos con detenimiento dos nuevos casos en los que se manifiesta la misma cuestión, a cuál más interesante; el de Rayuela será luego considerado como un ‘cuarto caso’ en la serie. Les emplazo a encontrarnos de nuevo, con el siguiente caso, extraído, curiosamente, de La Piedra Lunar de Wilkie Collins, el próximo día 11 de agosto (les recomiendo que entretanto se lean esa estupenda y divertida novela, si es que no lo han hecho ya). ¡Hasta entonces!
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