Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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22 de agosto de 2016

«Rayuela» y Gurdjieff (4)

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La causa formal de Rayuela
 Introducción: El proceso 
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¿Cómo se le ocurrió a Cortázar escribir un libro como Rayuela?
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Es decir: ¿qué le llevó a ocultar un libro insólito bajo la apariencia de una novela? O también: ¿de dónde sacó la idea de una obra que puede leerse en dos niveles distintos de conciencia?
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La respuesta a todas esas preguntas nos llevará, tarde o temprano, hasta la figura de George Ivánovich Gurdjieff, Maestro de Danzas, fundador del Cuarto Camino, autor de los Relatos de Belcebú a su nieto. En la primera entrega de esta serie de artículos ya avancé que las enseñanzas del mismo constituían la causa formal  del mayor libro de Cortázar (aunque fuese al 50 %); y esto es precisamente lo que pretendo argumentar ahora, tras haber comprobado hasta qué punto esa presencia impregna, de forma ubicua y disimulada al mismo tiempo, todo el texto de la obra. Pero antes de llegar ahí, y para establecer debidamente el posible influjo del uno sobre el otro, es preciso reconstruir cierto proceso intelectual y creativo atravesado por el escritor argentino, y que constituyó el contexto vital en el que cobró sentido para él la figura del maestro armenio. Dicho proceso se dilató a lo largo de más de una década, y puede dividirse en tres fases:
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1) La crisis
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En primer lugar tenemos una súbita y traumática devaluación del valor de lo literario y lo artístico –de lo estético, en suma– en el ánimo de un Cortázar que hasta ese momento consideraba tales ámbitos como la expresión más noble, elevada y valiosa del espíritu humano. Para describir esta primera fase repetiré en gran medida lo que ya expuse tiempo atrás en el artículo titulado «Dos cartas a Fredi Guthmann: Apuntes para una nueva consideración de lo religioso en Julio Cortázar».
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2) La búsqueda
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A partir de esa devaluación Cortázar emprendió una búsqueda, a través de lo creativo, para volver a situar lo artístico en un lugar privilegiado, aunque ahora desde unos nuevos parámetros, con carácter supra-estético. Se inaugura así la «etapa metafísica» de Cortázar, cuyos primeros frutos no satisfacen plenamente las ambiciones del escritor; la principal razón es que no le permiten escapar de los parámetros propios de la narrativa moderna.
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3) El hallazgo 
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En un momento dado nuestro escritor descubre cierta tradición literaria, de origen remoto pero todavía activa en ciertas latitudes, en la que se aúnan estrechamente narrativa y trascendencia, y que le servirá de guía y modelo de cara a su máxima creación: Rayuela. El resultado –aunque no para el lector común, sino tan solo para el autor y para un improbable lector afín, el denominado «lector cómplice»– será una obra moderna y trascendente a la vez.
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Y es aquí, en esta última etapa, donde interviene Gurdjieff. Cabe decir que Cortázar no tuvo un contacto directo con la tradición a que nos referimos, sino que fueron dos fuentes indirectas las que le pusieron en contacto con esa «nueva» concepción de lo literario. Por un lado, el capítulo 30 del Belcebú, donde hallan expresión las ideas sobre arte de Gurdjieff; y por el otro, las obras del islamólogo Henry Corbin, con sus diversos pasajes sobre el Ta’wîl o hermenéutica espiritual islámica. Estas dos fuentes, curiosamente, no están declaradas por el escritor argentino (y han pasado desapercibidas, huelga decirlo, por la crítica); cabe suponer que desde el principio cayeron en el mismo régimen de ocultación deliberada que impregnó todo el proyecto de Rayuela, ese libro según se afirma en el Cuaderno de Bitácora que fue «esotérico desde un comienzo».
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Las tres fases que acabo de establecer marcarán el orden de mi exposición. La próxima jornada, por lo tanto, estará dedicado a «La crisis».
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22 de junio de 2016

«Rayuela» y Gurdjieff (2)

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Mensaje hallado en una alfombra
(Primera parte)
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En todo Cortázar decíamos el otro día no hay prácticamente nada relacionado de un modo explícito con Gurdjieff. En Rayuela tenemos una sola mención, al final del capítulo 65, con una errata que entendimos deliberada. A esta alusión yo la presumía única, aunque luego, a instancias de Diego Zeziola, me apresuré a añadir otra que aparece en 62/Modelo para armar: ciertamente, cerca de la mitad del libro, Calac le replica a Marrast «Apenas te ponés a explicar, caés en un vocabulario que ni Gurdjiev». La ortografía del apellido varía con respecto a la de Rayuela, pero otra vez es errónea, y sospecho que la lógica de este error debe ser la misma que en el caso anterior; pero 62 sigue siendo, para mí, un completo misterio. En todo caso, al ser esta mención posterior a Rayuela, no altera las dos especulaciones que trazábamos en la primera entrega. Primero: presumiblemente, la lectura cortazariana de Gurdjieff constituyó una piedra basal para el edificio de Rayuela. Segundola exigua visibilidad del maestro armenio en este libro forma parte de ciertas estrategias de ocultación tramadas por Cortázar.
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Lo de 62, asimismo, tampoco perjudica al breve enigma que yo planteaba entonces: ¿En qué parte del Cuaderno de Bitácora es posible hallar algo claramente relacionado, no ya con el nombre de Gurdjieff, sino más bien con sus enseñanzas? Vamos a resolverlo ahora mismo, yendo a la página 137 de dicho documento. Ahí consta el siguiente fragmento, con el subrayado incluido:
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Una idea de Luis Meana: Los dibujos de las alfombras afganas o persas son mensajes.
Variantes:         El sentido fue esotérico desde un comienzo
                El sentido se perdió por decadencia histórica, y durante generaciones se ha ido transmitiendo sin entenderlo
Alguien de nuestros días lo descifra.
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A pesar su cortedad, este fragmento ofrece diversos perfiles, y todos encajan con nuestras hipótesis. Pero vayamos por partes; veamos, en primer lugar, cuál puede ser la relación entre estas cuatro frases de Cortázar y las enseñanzas del maestro armenio.
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1.  Alfombras mensajeras
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Entre sus múltiples facetas, Gurdjieff era un experto conocedor de alfombras persas. Este tema en particular no aparece en el Belcebú (en el capítulo 30 se alude a tapices y telas, pero no a alfombras); sí se habla de ello, en cambio, en el libro escrito por Ouspensky, los Fragmentos de una enseñanza desconocida. Ahí el autor recuerda las siguientes explicaciones dadas cierto día por su maestro:
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De él [es decir, de Gurdjieff] aprendí mucho sobre las alfombras, que representaban, según me decía, una de las formas más arcaicas del arte. Hablaba de las antiguas costumbres relacionadas con su fabricación, aún en vigor en ciertas localidades del Asia. (…) desde el comienzo hasta el fin, el trabajo se acompaña con música y cantos. Las tejedoras, manipulando sus husos, bailan una danza especial, y en su diversidad, los gestos de todos hacen como un único e idéntico movimiento, siguiendo un único e idéntico ritmo (Fragmentos…, Gaia/Ganesha, Madrid/Caracas, 2012, pág. 66)
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Hasta aquí, con respecto al Cuaderno, sólo cabría señalar una coincidencia en las alfombras como tema o motivo; con todo, era preciso transcribir el párrafo para una comprensión cabal de su inmediata continuación, así como para su relación con el fragmento de Cortázar que nos ocupa:
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Y mientras me hablaba, atravesó mi mente el pensamiento de que quizás el diseño y el colorido de las alfombras se correspondían con la música y que eran su expresión por medio de la línea y el color; que las alfombras bien podían ser la grabación de esta música, las partituras que permitirían la reproducción de melodías (íd.)
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Aquí sí se hace plausible el vínculo. Tanto en la primera frase del Cuaderno como en este pasaje de los Fragmentos… aparece una misma idea: el dibujo de unas alfombras es usado como lenguaje cifrado para transmitir un contenido de signo heteróclito (musical, en un caso, ideológico, en el otro).
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Esto vale, pues, para la primera frase del Cuaderno, pero no para las otras tres. Ouspensky no habla de ningún sentido esotérico, ni sobre la posibilidad de que se pierda, ni del hecho que alguien llegue o no a descifrarlo. Todo esto nos remite a otra fuente: en realidad, forma parte integrante de las enseñanzas de Gurdjieff sobre arte, tal como se hallan expresadas en el capítulo 30 del Belcebú. Pero antes de trasladarnos ahí resulta conveniente aclarar cuál es el papel de ese tal Luis Meana en la cuestión.
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El nombre apunta a una persona real; Aurora Bernárdez nos lo presenta, en las Cartas, como alguien relacionado con el cuerpo de traductores de la Unesco. Debo confesar que al principio me desconcertó su presencia en el Cuaderno, justo al frente de nuestro fragmento: ¿Por qué se dice ahí que la idea es suya? ¿Significa ello que fue Meana, y no Cortázar, quien leyó a Ouspensky y a Gurdjieff? Estamos casi al final del Cuaderno, es decir, cuando el proyecto de Rayuela tiene ya un cierto recorrido: ¿debemos desvincular su inicio, por lo tanto, de una lectura directa de tales fuentes? De ser así, esto pondría en un aprieto las conclusiones a las que yo había llegado.
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Pero entonces caí en la cuenta de que Cortázar debía referirse no al fragmento en su totalidad, sino únicamente a lo que ahí se subraya: o sea, a los «mensajes».  Podemos reconstruir del siguiente modo la secuencia de acontecimientos: tras leer el pasaje de los Fragmentos sobre las alfombras, Cortázar debió comentárselo a Meana, y a continuación este último sugirió la posibilidad de transmitir, por el mismo procedimiento señalado por Ouspensky, no sólo partituras, sino también mensajes verbales o de cualquier otro tipo. Quizá esto le habría facilitado a Cortázar establecer una conexión –por otro lado lógica– entre la ocurrencia de Ouspensky y los pasajes del Belcebú que vamos a ver en el siguiente apartado. Así pues, Meana sólo habría sugerido un cambio del contenido cifrado en la alfombra; el resto sería información ya conocida por Cortázar, sacada directamente por él de su lectura de los Fragmentos y del Belcebú. Cabe descartar una mayor intervención de Meana en la cuestión, pues ello no encaja en absoluto con la trascendencia que las enseñanzas de Gurdjieff tienen para el conjunto de Rayuela.
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2. El sentido esotérico
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Tal como ya hemos anunciado, las tres últimas frases del fragmento del Cuaderno van más allá de Ouspensky y nos conducen directamente al capítulo 30 del Belcebú. Muy probablemente, también la «ocurrencia» musical de Ouspensky debió producirse por influjo de las mismas enseñanzas sobre arte que ahí se ofrecen. De hecho, el discípulo sólo tenía que aplicar sobre las alfombras, adaptándolo, lo mismo que Gurdjieff formula en los primeros compases de su capítulo:
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Personalmente, os propongo que para realizar esta transmisión [del verdadero saber a las generaciones futuras] nos sirvamos, por una parte, de las llamadas ‘Afalkalnas’ humanas, es decir, de diversas obras hechas por la mano del hombre (Relatos de Belcebú a su nieto, Málaga, Sirio, 2001, pp. 376)
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Esta propuesta se ofrece como alternativa a la transmisión directa del maestro a sus discípulos, cuya continuidad se ve a menudo truncada por los efectos de las guerras. Al estar elaboradas con materiales duraderos, las «afalkalnas» u objetos creados por el hombre (objetos artísticos, se entiende), pueden constituir un método eficaz de preservación y transmisión del saber. Éste sería el principio elemental de un arte de carácter esotérico. 
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A partir de esta premisa van apareciendo en el Belcebú, una tras otra y prácticamente en el mismo orden, las mismas ideas que informan las tres últimas frases del Cuaderno. Valga esto primero para la primera de las dos variantes, «el sentido fue esotérico desde un comienzo» (aquí también se formula la misma idea –y casi con las mismas palabras– que aparece en la cuarta frase de Cortázar):
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Si en las obras que he mencionado introducimos informaciones útiles, así como el verdadero saber al cual ya hemos llegado, podemos confiar en que todo ese material llegará a nuestros descendientes más lejanos, que algunos lo descifrarán y que los demás tendrán entonces la posibilidad de utilizarlo para su propio bien (íd., pág. 377)
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Valga esto otro, a su vez, para la segunda de las variantes («El sentido se perdió por decadencia histórica, y durante generaciones se ha ido transmitiendo sin entenderlo»):
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como resultado de mis percepciones conscientes del arte contemporáneo, mi «Yo», en el que surge con intensidad un impulso eseral de pesar, cree necesario insistir en el hecho de que, de todos los fragmentos de saber ya adquiridos (...) —fragmentos, debo decir, muy ricos en contenido— nada llegó a los seres de la civilización contemporánea, a no ser algunas «palabras vacías» desprovistas de todo significado (íd., pág. 399)
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Luego veremos un tercer fragmento en el que podemos reconocer nuevamente, y de un modo más suculento que antes, la posibilidad de que «alguien de nuestros días lo descifre». Pero detengámonos antes aquí para valorar el asunto. A estas alturas tenemos ya razones más que suficientes para conectar el contenido de la página 137 del Cuaderno de Bitácora con las enseñanzas de Gurdjieff, aunque ahí este nombre no aparezca para nada explicitado. Y con esto podemos preguntarnos, tal como pasó el día anterior con la cuestión de la errata: ¿Acaso tiene esto alguna importancia? ¿No es cierto que esta página del Cuaderno, al fin y al cabo, no fue trasladada después al texto definitivo de Rayuela? ¿Qué relación tiene entonces la cuestión de las alfombras con el gran libro de Cortázar? ¿Y lo de la transmisión esotérica a través del arte?
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La respuesta a esas preguntas pasa, nuevamente, por distinguir entre la visión común de Rayuela y la que sostiene la Teoría del Entusiasmo. Repitamos lo dicho el día anterior: la visión común no reconoce ningún contenido oculto en Rayuela, y en consecuencia no permite establecer analogía alguna entre las alfombras de Gurdjieff y la mayor obra cortazariana. Para la Teoría del Entusiasmo, por el contrario, todo ello señala a la correcta comprensión de Rayuela, pues este libro está para nosotros concebido precisamente como una de esas «afalkalnas» de las que habla Gurdjieff: el «dibujo» de la alfombra –lo manifiesto– se corresponde con la novela contenida en el libro de Cortázar (es decir, el primer libro consignado por el Tablero de Dirección); a su vez, el «mensaje» cifrado en el dibujo –lo oculto– equivale al Rayuela insólito (o sea, al libro oculto, que refiere repetidamente una experiencia vivida por Cortázar).
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De este modo, y hablando con propiedad, la página 137 del Cuaderno se constituye para nosotros como una ékfrasis, o sea, como la descripción literaria de una obra de arte plástico, que funciona como metáfora de la obra en que se inserta (en este caso, en la que iba a insertarse). A través de esas alfombras esotéricas Cortázar nos está describiendo Rayuela: la frase «el sentido fue esotérico desde un comienzo» es toda una declaración sobre la génesis de la obra; y la frase siguiente, «el sentido se perdió por decadencia histórica», alude a su vez a las dificultades de recepción, totalmente previsibles, que el propio Cortázar anticipó para una obra con tales peculiaridades, una vez fuese presentada al público común.
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Y es precisamente en este contexto ekfrástico donde va a encajar, a la perfección, la última frase del fragmento.
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3. El desencriptador que lo desencripte…
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El fragmento de la página 137 del Cuaderno termina así: «Alguien de nuestros días lo descifra». Esta postrera frase puede vincularse con el siguiente pasaje del Belcebú, siempre en su capítulo sobre arte:
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Con toda justicia, hay que reconocer que a veces, ante esas obras que les habían llegado por casualidad (…), algunos seres de la civilización contemporánea incluso llegaron a sospechar que en el seno de esas obras estaba oculto «algo»; entonces, se pusieron a buscar muy seriamente ese «algo» y sucedió en más de una ocasión que esos buscadores europeos encontraron uno u otro fragmento de ese «algo» que había sido introducido deliberadamente en las mencionadas obras (íd., pág. 419)
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La coincidencia entre la frase del Cuaderno y este extracto de Gurdjieff salta a la vista. Pero la cosa va más allá del Cuaderno. Esta última pieza, por si las anteriores no bastaban, nos permite establecer definitivamente la correspondencia entre la página 137 del Cuaderno, las enseñanzas de Gurdjieff y el texto entero de Rayuela¿Acaso conviene recordar el famoso pasaje del capítulo 79 que dice: «le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copadecimiento)»? Tal como hemos señalado ya tantas veces, Cortázar diseminó en el texto de su libro gran cantidad de pistas  que debían conducir a «cierto remoto lector» a sospechar que había algo oculto en el libro. Digámoslo de otro modo: Rayuela está encriptado; ¿quién lo desencriptará? El lector cómplice debe convertirse en el «buen desencriptador» de esa enorme alfombra esotérica que es el mayor libro de Cortázar. Podemos pensar, en consecuencia, que uno de los elementos estructurales más importantes de Rayuela la célebre distinción entre un lector pasivo y un lector activo y cómplice– está basado en las enseñanzas del Maestro de Danzas. Y así se va perfilando la importancia que este último tiene en la mayor obra de Cortázar...
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Por cierto: este último pasaje del Belcebú, con su idea de unos buscadores que logran desentrañar por cuenta propia, autoiniciándose, el misterio cifrado en una determinada obra, me recuerda poderosamente el periplo de Jorge Fraga (el ficticio) en el relato «Los pasos en las huellas». Si me permiten la digresión, recordaré brevemente el argumento de ese cuento de Cortázar: Al principio del mismo, al protagonista se le ocurre «pensar seriamente» (el adverbio es el mismo que en Gurdjieff: «se pusieron a buscar muy seriamente») en la obra de un poeta llamado Claudio Romero, al que la visión común celebra como vate, aunque sea bajo unos parámetros totalmente convencionales. Frente a esa visión común, Fraga «no tardó en darse cuenta de que nada se sabía del sentido más personal y profundo» de la obra de Romero. Aquí, si bien las palabras son distintas a las de Gurdjieff, el fondo es muy parecido: detrás de lo aparente se halla oculto un sentido mucho más restringido y, a la vez, mucho más auténtico. Hacia al final del relato, y como última fase de su búsqueda, Fraga vive una experiencia insólita, de ruptura de nivel, que al parecer ya se hallaba cifrada, insospechadamente, en la propia obra que estaba investigando. Las cosas suceden, pues, como si la «Oda a tu nombre doble» de Romero fuese una de esas ‘Afalkalnas’ de las que habla Gurdjieff.
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Esta digresión, en realidad, no nos aleja del fondo del asunto; más bien al contrario. Tal como sabrá quien haya seguido desde antiguo nuestro recorrido, para la Teoría del Entusiasmo el argumento de «Los pasos…» constituye una alegoría de la recepción de Rayuela (cfr., en este mismo blog, los tres artículos dedicados a «El cuento más aburrido de Julio Cortázar»), con su protagonista como personificación imaginaria del auténtico lector cómplice de la mayor obra de Cortázar (personificación imaginaria y, al final, profética, pues el Jorge Fraga ficticio se acabó cumpliendo en el real que ahora firma estas líneas). Así pues, entre la susodicha frase del Cuaderno –«Alguien de nuestros días lo descifra»– y ese lejano relato incluido en Octaedro –con Fraga descifrando un mensaje antaño cifrado por Claudio Romero– existe una relación muy estrecha, que tiene como factores comunes tanto el texto esotérico de Rayuela como el capítulo 30 del Belcebú. 
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4. Un borrado (a medias)
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Decíamos más arriba que la página 137 del Cuaderno finalmente no se vio trasladada al texto definitivo de Rayuela. Cabe agregar dos consideraciones al respecto.
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Por un lado: En tanto ékfrasis, la página 137 es semejante a otras muchas metáforas que Cortázar sí acabó incluyendo en su libro (véase, con respecto a esto, el artículo titulado «La palabra jamás mencionada por los críticos de Rayuela»). El hecho de que esta ékfrasis en particular no acabase figurando en el texto de Rayuela (no de una forma explícita, por lo menos) puede atribuirse a la misma razón que apuntábamos el otro día para explicar la ausencia de mayores referencias a Gurdjieff: debió descartarse porque remitía demasiado directamente al autor del Belcebú, y porque constituía, así, una pista demasiado evidente. Hay que contabilizarla entonces como uno de esos borrados (tal como yo los denomino) que se dan entre ciertos elementos que figuran en el Cuaderno (o, también, en el Manuscrito de Austin) y lo que finalmente aparece en Rayuela, y en los cuales puede apreciarse cómo Cortázar, teniendo siempre en mente al futuro lector cómplice, suprimió indicios demasiado expresivos, con el fin de dificultar hasta el punto justo según sus propios cálculos el acceso al contenido oculto del libro, es decir, al Rayuela insólito. Próximamente hablaré con mayor detalle de alguno de estos borrados,
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Por el otro lado: Pese a que esas cuatro frases, efectivamente, fueron borradas en la forma precisa en que aparecen en el Cuaderno, es perfectamente posible reconocer su estela en el texto definitivo de Rayuela. Es decir: el borrado se convirtió, más bien, en disimulo. Este es el nuevo reto que les propongo hoy, antes de proseguir con nuestra investigación sobre las relaciones entre Rayuela y Gurdjieff: les emplazo a buscar dónde y cómo se transformó ese fragmento, qué nueva forma adoptó –menos explícita, menos directa; pero con el mismo sentido–, al pasar a la edición definitiva de la obra. Se trata, por supuesto, de alfombras.
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22 de mayo de 2016

«Rayuela» y Gurdjieff (1)

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Una errata con transfondo
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Gurdjieff aparece mentado en el capítulo 65 de Rayuela, en la «ficha» que identifica a Ossip Gregorovius como miembro del Club de la Serpiente. Tras exponer las distintas identidades que éste último, según el alcohol que haya ingerido, otorga a su propia madre, el capítulo termina con esta frase:
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De manera inexplicable los testigos han notado que estas sucesivas (o simultáneas) versiones de la tercera madre van siempre acompañadas de referencias a Gurdiaeff, a quien Gregorovius admira y detesta pendularmente
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Ésta es la única vez que se alude al fundador del Cuarto Camino en todo el libro. Lo cual, mirándolo bien, no es ni mucho ni poco: también a Keats se le menciona una sola vez, aunque Cortázar le tenga como uno de sus poetas de referencia; e igualmente Chaplin aparece en una única ocasión, pero a éste último no cabe relacionarlo de un modo especial con el autor del libro. Es obvio que la lógica de las citas en Rayuela no sigue un criterio cuantitativo.
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La pregunta, entonces, sería: ¿qué clase de vínculo podemos establecer entre Cortázar y Gurdjieff? ¿Sería semejante al que ostenta con Keats, o es más bien intrascendente, como en el caso de Chaplin? A juzgar por la documentación existente, la segunda opción parece la más acertada: esa mención no es tan solo única en el contexto de Rayuela, sino también en el conjunto de la producción de nuestro escritor. El maestro armenio no aparece en ninguna otra obra del autor argentino; tampoco se lo menciona en sus entrevistas o en la correspondencia, y ninguna obra suya o relacionada con sus enseñanzas figura en el catálogo de la Biblioteca Cortázar. Nada por aquí, nada por allá: su aparición en el capítulo 65, anclada en el vacío, parece cosa de magia.
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Sin embargo, tenemos esa errata. Curioso: «Gurdiaeff», en vez de Gurdjieff. Cortázar, el detallista y minucioso Cortázar, enemigo acérrimo de las erratas allá donde las hubiera, con mayor encono si cabe cuando se trata de sus propias obras, no sólo cometió una en Rayuela, sino que no se preocupó en corregirla en las sucesivas ediciones del libro. En este sentido, no hay otro caso parecido en Rayuela ni en ninguna otra obra del autor. Y no se puede decir que pase desapercibida: no sólo se escatima ahí una j, lo cual siempre se podría adjudicar a un descuido, sino que también se añade una vistosa a, del todo injustificable, que no encaja para nada en la fonética del apellido. ¿De dónde sacaría Cortázar tal ortografía para este nombre? ¿Quiere ser tal vez la transcripción del modo peculiar en que Gregorovius, toda vez impregnado de alcohol, lo pronunciaba? ¿O se trata de un simple error, debido quizás a ese mismo desconocimiento del individuo por parte de Cortázar, que vemos confirmado por la ausencia de alusiones al mismo en el resto de sus obras?
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En cualquier caso, ¿merece la pena detenerse en ello? Para la visión común de Rayuela, el asunto acepta una sola categoría: la de mera anécdota. Esa errata no interfiere para nada con la comprensión común de la obra. Es cierto que Rayuela tiene una fuerte impronta metafísica, lo que justifica plenamente una mención a Gurdjieff, tal como encajan también las referencias, igualmente únicas y sin mayor trascendencia, a Fulcanelli y a M. Blavatsky. Y si hay errata, la culpa tal vez debería atribuirse al propio Gurdjieff, por detentar un apellido tan extraño.
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Para la Teoría del Entusiasmo, el caso es muy distinto: diametralmente distinto, de hecho. En esta otra perspectiva, esa errata es como una rendija por la que se cuela una luz radiante; como una puerta que nos conduce a un jardín secreto. Para la Teoría, Cortázar no sacó esa ortografía errónea de ningún lado más allá de su intención deliberada. En otras palabras: está hecha a posta. Esa errata es para nosotros un guiño, una indicación pensada para el lector activo, a quién Cortázar supone enterado de las enseñanzas del fundador del Cuarto Camino. Sí, ya sé: dicho así, sin más, esto huele a sobreinterpretación, incluso a paranoia. Pero desde nuestro punto de vista, no puede ser casualidad que nuestro escritor marrase única y exclusivamente en el nombre de quien justamente difunde el uso deliberado de errores en el arte, con un propósito determinado. Así está escrito en el capítulo 30, Libro Segundo, de los Relatos de Belcebú a su nieto:
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»En todas las obras que creemos intencionalmente según los principios de esta ley, con el fin de transmitir los conocimientos a las generaciones venideras, insertaremos deliberadamente ciertas inexactitudes, también de acuerdo con leyes, y es en esas inexactitudes donde depositaremos, con los medios de que dispongamos, el contenido de uno u otro de los verdaderos conocimientos que posee el hombre en la actualidad
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Y no puede ser casualidad, repito, porque una vez traspasada esta puerta, Gurdjieff se va a mostrar como una referencia de enorme importancia para Rayuela. Una referencia cuya transcendencia solo puede compararse con la que adquiere otro autor cuya aparición en Rayuela, por cierto, es todavía más escueta que la del propio Maestro de Danzas, pues ni siquiera llega a escribirse su nombre, dejando toda ilación con el mismo cifrada exclusivamente en el concepto de «la tierra de Hurqalyâ». Pero reservemos para más adelante este otro autor, del que por otra parte ya se ha hablado con cierta abundancia en este blog, y centrémonos nuevamente en la figura de Gurdjieff.
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Decía más arriba que la mención al fundador del Cuarto Camino no tiene relevancia para la visión común de Rayuela. Esto es debido, en el fondo, a que esta visión no reconoce la existencia de elementos ocultos en el texto del libro. Permítanme reiterar aquí, por enésima vez, las principales diferencias entre la visión común de la obra y la que defiende la Teoría del Entusiasmo:
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Rayuela, dice su autor, es sobre todo dos libros. Para la visión común, esto se traduce siempre como dos novelas: una, más corta, que se lee de corrido, y otra, que añade un buen número de capítulos extra, y que se lee de forma salteada. Tanto en una como en otra el argumento se basa en las peripecias de Horacio Oliveira por París y Buenos Aires, narradas en modo literal y al estilo de una suite, es decir, respetando el continuum espacio-temporal. En ese contexto, insisto, no tiene ningún sentido considerar la errata del capítulo 65 como un error deliberado, del mismo modo que no tiene sentido hablar de un «conocimiento verdadero» sobre Rayuela
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En cambio, para la Teoría del Entusiasmo, los dos libros a los que alude el Tablero de Dirección son, por un lado, una novela, formada por la versión corrida, y por el otro, un libro insólito, que únicamente coincide con la versión salteada del texto. Este libro insólito no aparece ante los ojos del lector de novelas, pues se halla oculto tras las peripecias de Horacio, que aquí son en realidad metáforas. A través suyo el libro narra de forma repetida un mismo episodio, cierta experiencia vivida por Cortázar en su intimidad, y se estructura en la forma de tema con variaciones. A este libro oculto –que Cortázar denomina Disculibro, y yo «Rayuela insólito»– se llega exclusivamente por un cambio en la mirada del lector, un desplazamiento–desaforo–descentramiento–descubrimiento de su conciencia (en la Teoría, ese expediente cognitivo se unifica bajo el concepto de entusiasmo), en un trance en gran medida equivalente al que Cortázar atravesó al escribirlo (para un mayor despliegue de estas ideas, me remito al Índice de Artículos de este blog; y a este artículo en concreto «¿Acaso Cortázar no lo dijo?»– como introducción general a la Teoría).
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En este otro esquema sí tiene sentido tomar la errata del capitulo 65 como un error deliberado, en el mismo sentido y con el mismo propósito que Gurdjieff adjudica en su libro a ese procedimiento: es decir, con el fin de transmitir un conocimiento verdadero. Pues esa errata es un indicio que conduce a las estructuras ocultas de Rayuela, y estas estructuras constituyen un «conocimiento más verdadero» del libro que el que aporta su lectura como novela. En contraste con su migrada presencia en la novela, Gurdjieff adquiere un peso fundamental en el Rayuela insólito; y el error en la transcripción de su apellido sirve no sólo para atraer la atención hacia el maestro armenio, sino que al mismo tiempo nos sitúa de forma sutil pero precisa en pleno capítulo 30 del Belcebú, justo donde se exponen las ideas sobre el arte. Y hay una razón de peso para ello: el proyecto de Rayuela, tal como se lo entiende desde la Teoría, se nutre de forma muy sustancial con esas mismas ideas.
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De hecho, tal como argumentaremos más adelante, las ideas de Gurdjieff sobre el arte deberán ser consideradas como una causa formal para el proyecto de Rayuela. La lectura del Belcebú, y seguramente de los Fragmentos de una enseñanza desconocida de Ouspensky, fueron con gran probabilidad coetáneas a la concepción misma del mayor libro de Cortázar. Me atrevo a decir que Rayuela, sin estas lecturas, no hubiera existido, o quizá sería otra cosa muy distinta, y también con mucho menos valor. Precisamente de esas lecturas surgió la misma idea de escribir un libro oculto, un libro entero sustraído a la mirada ordinaria, de acuerdo con ciertas leyes, y con el propósito de generar un cambio en el nivel de conciencia del lector. Voy a repetirlo, pues una idea de tanta importancia merece todo el énfasis que uno pueda ponerle, y voy a agregarle ahora un matiz, que ya desarrollaré en otra ocasión: las ideas de Gurdjieff sobre el arte son por lo menos, al cincuenta por ciento  la principal causa formal de Rayuela
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Así pues, siempre según mis cábalas, el ocultamiento formó parte de este proyecto cortazariano desde su mismo comienzo: o mejor dicho, es su mismo comienzo. Y esta es la razón por la cual no aparece alusión alguna a Gurdjieff, ni a Ouspensky, ni al Cuarto Camino, ni a los Legominismos, ni a las Danzas Sagradas, ni a nada relacionado mínimamente con el autor del Belcebú, en ningún documento proveniente de Cortázar. Éste último decidió dejarnos tan solo esa mención con errata del capítulo 65, prácticamente como único pasaje al jardín secreto (aunque ojo, no nos confundamos: hay otros jardines secretos en Rayuela, cada uno con su propio pasaje). Más allá de esto debe hablarse de un escamoteo deliberado y sistemático por su parte: cabe pensar que una mayor referencia a ese bagaje conceptual y terminológico corría el riesgo de convertirse en  un atajo por el que el lector activo se ahorrase parte de un camino que, en realidad, debía recorrer en su totalidad y por sus propios medios. Si alguien, si «un cierto y remoto lector» llegaba hasta el Rayuela insólito, sería únicamente a través del entusiasmo: esto constituye una premisa sine qua non, subyacente a todo el proyecto.
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Un único pasaje, he dicho; pero subrayo: prácticamente. Este adverbio, como sabe cualquier usuario de nuestro idioma, tiene el valor de un «casi». Y es que a pesar de todo lo dicho más arriba sí resulta posible detectar otra referencia a las enseñanzas de Gurdjieff en otro documento de Cortázar; aunque sea, casi, como un acertijo. Se trata, como no podía ser de otra manera, de un documento estrechamente relacionado con Rayuela: el Cuaderno de Bitácora. Antes de penetrar más a fondo en una investigación sobre las conexiones existentes entre los dos autores, vamos a trabajar, en la próxima entrega de esta serie, sobre esta otra referencia, que constituye una segunda rendija o puerta que conduce exactamente al mismo jardín, y en la que nadie, por lo que yo sé, ha reparado hasta ahora.
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Esto es todo por hoy. Les dejo con el anuncio de esta otra puerta, con la esperanza de que antes de mi vuelta, dentro de un mes justo, alguno de ustedes quiera emprender la búsqueda de ese otro pasaje y compartir conmigo su descubrimiento.
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1 de agosto de 2012

Un Ta'wîl poético: la lectura activa de Rayuela (5)

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En su estudio sobre el Cuaderno de Bitácora, Ana María Barrenechea decía que resulta necesario elaborar toda una teoría cortazariana del lector a propósito de Rayuela. Tenía razón; pero ella misma, con su mirada estrictamente filológica, no cumplía con las condiciones necesarias para formularla. La Teoría del Entusiasmo viene a llenar ese vacío, y su comparación con el ta’wîl sea quizá la mejor ilustración posible para lograr aprehender el asunto desde un punto de vista argumentativo y dialéctico. Con esta quinta entrega daré por satisfecha la comparativa entre la hermenéutica espiritual islámica, de la que tan sabiamente nos habla Henry Corbin en sus libros, y la hermenéutica poética a la que nos invita Julio Cortázar en su Rayuela.

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Hoy dejaremos atrás La imaginación creadora... –a pesar de que no hemos visto aquí todas las perlas que esa obra alberga sobre el ta’wîl–, para fijarnos en ciertos extractos pertenecientes al ensayo titulado «La iniciación ismailí o el esoterismo y el Verbo», cuyas cien páginas conforman el segundo capítulo de El hombre y su ángel. Iniciación y caballería espiritual (aquí se maneja la traducción de María Tabuyo y Agustín López para la editorial Destino, Barcelona, 1995). De ahí proceden estas explicaciones de Corbin:

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este conocimiento no se improvisa; el ta’wîl, la hermenéutica de los símbolos, al igual que el tanzîl, la revelación literal, no se inventan ni se reconstruyen a golpe de asociaciones de ideas, de razonamientos eruditos o de silogismos. Es preciso el hombre inspirado, el que te pone en la vía única por la que reencontrarás la Palabra perdida. Éste es todo el sentido de la iniciación, que implica como postulado que el tiempo de los profetas no está todavía acabado (p. 102)

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«El tiempo de los profetas no ha terminado todavía»; este es uno de los lemas del ismailismo y del chiísmo duodecimano, que provoca la incomprensión y el escándalo para los sunnitas ortodoxos. Ello significa que la comunicación entre lo divino y lo humano no es algo definitivamente sellado, por más que no vaya a aparecer ya un profeta más alto que Mahoma; los Imames, investidos del carisma de una hermenéutica espiritual, son los iniciadores de un nuevo ciclo profético (la walâyat), posterior al Profeta y basado en el ta’wîl. Sin ellos, sin la hermandad de los «Amigos de Dios», la Palabra dada por Él a los hombres estaría «perdida», es decir, vacía espiritualmente, al quedar reducida únicamente a su dimensión literal.

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Algo parecido podemos postular para Rayuela, sustituyendo al Islam espiritual por los lectores entusiastas, y al Islam legalista, a su vez, por aquellos lectores y críticos que reducen el sentido del libro al restringirlo a su dimensión literal. Se trata de la misma contraposición que enfrentaba a mi epónimo Jorge Fraga, de un lado, y a los «jovellanistas», del otro, en el relato titulado «Los pasos en las huellas», escrito precisamente por Cortázar como una alegoría sobre la recepción de Rayuela (véanse las tres entregas de mi estudio sobre «El cuento más aburrido de Julio Cortázar»). Como sabemos, el protagonista del cuento, hermeneuta de la poesía de Claudio Romero, sólo accede al sentido final de esa poesía tras experimentar por sí mismo ciertos fenómenos ya previstos por el poeta; unos misteriosos fenómenos que –parafraseando a Corbin– no pueden improvisarse de ningún modo, y que nada tienen que ver con asociaciones de ideas, ni razonamientos eruditos, ni silogismos. Jorge Fraga es el analogon del verdadero lector activo y cómplice de Rayuela, del verdadero lector entusiasta; esos fenómenos que le afectan en el cuento no son sino la experiencia que Cortázar buscaba generar en el lector de su mayor obra.

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La lectura entusiasta de Rayuela queda de este modo dibujada –y no solamente por «Los pasos en las huellas», sino sobre todo por el propio texto de Rayuela: no hay más que recordar el capítulo 84–como algo que precisa de carisma, ya sea poético o espiritual. El admirado Henry Corbin repite esta misma idea en otro momento de su ensayo:

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el ta’wîl es promovido aquí al rango de conocimiento inspirado. En efecto; si el ta’wîl no es una interpretación alegórica y arbitraria es porque postula, al igual que el tânzil [recordemos: la revelación literal], una inspiración divina. Sólo para aquellos que rechazan el ta’wîl, la hermenéutica espiritual de los símbolos, la vía anagógica del sentido esotérico, está perdida la Palabra. (p. 164)

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Aplicado a Rayuela: para el lector pasivo (es decir, el que rechaza, de un modo u otro, la existencia de un sentido oculto) está perdido el contenido verdadero de esa obra. Y sin el carisma del entusiasmo, el lector del gran libro de Cortázar –escrito bajo el mandato de un misterioso swing–, como mucho puede lamentar la pérdida del sentido que se halla oculto tras el argumento manifestado por la novela.

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¿Cuál es ese sentido oculto? Es lo que yo designo como «Rayuela insólito», y que Cortázar denominaba a su vez, en el Cuaderno de Bitácora, con el significativo nombre de «Disculibro»: el libro por descubrir. En este des-cubrimiento radica toda la efectividad poético-espiritual del texto. En su estudio, Ana María Barrenechea da una interpretación completamente deficitaria de este disculibro mencionado en el Cuaderno, aplicándolo al conjunto de las morellianas; los demás críticos, por su parte, ni siquiera lo han mencionado, a pesar de la existencia de declaraciones como la que sigue (el subrayado es del propio Cortázar):

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¡ojo!

Propongo: Todo el Discu-libro, sin remisión. Pero en un solo bloque. El que no lo vea será meritoriamente ciego.

(Cuaderno de Bitácora, p. 93)

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Formulándolo a la inversa: aquel que lo vea será un voyant. Y sin ningún mérito por su parte, pues es la Gracia la que dispensa el carisma, la inspiración, el entusiasmo o como quieran ustedes llamarlo, a aquel que haya emprendido decididamente la búsqueda.

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El propio Cortázar reconocía que es casi un imposible: en el capítulo 112 de Rayuela sugiere que «hay solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector». Se rebaja al mínimo la llama de la vela de esa esperanza: un cierto diálogo, y un cierto lector, para postre remoto. Sólo eso hay. Pero aun así se trataba de una esperanza; ese diálogo no debe ser entonces un imposible absoluto: sólo casi. Y en efecto, el ta’wîl de Rayuela es posible: los dos Jorge Fraga (el ficticio y el real; el verdadero y el impostado) son testigos perplejos de ello.

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El mismo Henry Corbin, tan sensible a las cosas del espíritu, acude en auxilio de esa llama, alimentándola con un poco de aire cristiano:

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pienso particularmente en Cola di Rienzo argumentando que la efusión del Espíritu Santo no puede ser un acontecimiento cumplido de una vez por todas en el tiempo de los apóstoles, sino que el Espíritu no deja de soplar a través del mundo y de suscitar en él Viri spirituales. «¿A qué rogar por la venida del Espíritu Santo si negamos la posibilidad de que pueda venir? ... Sin duda ninguna, no fue sólo en un momento de la antigüedad cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, sino que desciende cada día, nos inspira y habita en nosotros, a condición de que queramos permanecer humilde y silenciosamente con él.» (El hombre y su ángel, pp. 182-183)

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