Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

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21 de julio de 2012

Apócrifas morellianas (29)

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Estudiosos del pensamiento judío consideran que las modalidades de la revelación y de la interpretación se excluyen mútuamente. El hecho de recurrir a la exégesis surge así, específicamente, en una situación en la que se ha suspendido el acceso a la revelación divina, pues si dicha revelación estuviera por suceder, no habría necesidad de derivar verdades fuera del dogma establecido. (...) Sin embargo, puede demostrarse que, dentro de la tradición judaica, particularmente en la literatura apocalíptica y mística, hay una relación intrínseca entre el estudio de un texto y la experiencia visionaria. Lejos de excluirse mútuamente, la experiencia visionaria en sí misma puede ser de naturaleza interpretativa, mientras que la tarea exegética puede originarse y desembocar en un estado revelador de la conciencia.

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La tesis de este ensayo, formulada de manera simple, es que en el Zohar los dos modos, revelación e interpretación, se identifican y se funden. El que ocurra esta convergencia se debe al hecho de que la estructura teosófica subyacente proporciona una base fenomenológica común a ambos. En la relación hermenéutica que el exégeta místico mantiene con el texto, él ve nuevamente a Dios como Dios fue visto en el acontecimiento histórico de la revelación. En suma, desde la perspectiva del Zohar, la experiencia visionaria es un vehículo para la hermenéutica, así como la hermenéutica es un vehículo para la experiencia visionaria. La combinación de estas modalidades constituyó una enorme fuerza que ejerció una influencia profunda en las siguientes generaciones de exégetas judíos. Establecidos los nexos entre el estudio textual y la experiencia visionaria, la interpretación de la Escritura ya no fue considerada como una simple ejecución del mandato fundamental de Dios: estudiar la Torá (talmud Torá), sino que dicha interpretación era más bien entendida como un acto de participación en el drama mismo de la vida divina. La interpretatio misma se convirtió en un momento de revelatio, la cual, en el lenguaje del Zohar, comprende además el proceso de devequt, es decir, la unión del individuo con Dios.

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Elliot R. Wolfson,

«La hermenéutica de la experiencia visionaria»

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17 de julio de 2012

Apócrifas morellianas (28)

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Gloria a Dios que mediante su luz ha apartado las tinieblas de los corazones; en su equidad ha abierto lo que en el objeto de la búsqueda había quedado cerrado (...) Es un carisma dispensado a las inteligencias el consagrarse a la búsqueda; el desenlace de la búsqueda es el acto de encontrar. El signo que marca el acto de encontrar es la dulzura que se saborea en lo que se encuentra. De cualquier agua dulce lo aparente es lo que se bebe; pero lo oculto está velado. Quien lo busca no se cansa nunca de meditar, mientras que el común de las gentes no comprenden nada de lo que aquél busca.

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El libro del sabio y del discípulo

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25 de junio de 2012

Un Ta'wîl poético: la lectura activa de Rayuela (2)

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En su libro sobre Ibn ‘Arabî, Henry Corbin dedica un capítulo entero a la oración teofánica, que presenta como el principal método del místico sufí para establecer una comunicación efectiva entre el hombre y Dios. Esta oración «no es petición de nada», nos aclara el islamólogo francés, sino que «es la forma más elevada, el acto culminante de la Imaginación creadora» (La imaginación creadora…, ed. cit., p. 287), y se establece sobre la forma de un diálogo entre las dos formas existenciales (la persona humana y la persona divina) en que se diferencia la esencia del Ser único.

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Esta «oración creadora» de Ibn Arabî, tal como la describe Corbin, nos suministra un nuevo perfil para la comparación entre el Ta’wîl y la lectura de Rayuela. En efecto, el concepto de una «hermenéutica espiritual» forma parte de esa oración teofánica, tal como queda recogido en las siguientes palabras de Corbin:

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He aquí, pues, la manera en que Ibn ‘Arabî comenta las fases de un servicio divino que es diálogo, conversación íntima, y que toma como «salmo» y como soporte la recitación de la Fâtiha. [la sura «que abre» el Libro santo] (…) Es preciso, en primer lugar, que el fiel entre en contacto con su Dios y «converse» con él. En un momento intermedio, el orante, el fiel en oración, debe imaginar (takhayyol) a su Dios presente en su qibla, es decir, frente a él, en la dirección en que orienta su oración. (…) Aquí encontramos el significado práctico de la tradición que afirma: «Todo el Corán es una historia simbólica, alusiva (ramz), entre el Amante y el Amado, y nadie, aparte de ellos dos, comprende la verdad ni la realidad de su intención». Y sin duda es necesaria toda la «ciencia del corazón», toda la creatividad del corazón, para poner en práctica el ta’wîl, la interpretación mística que permite leer y practicar el Corán como si fuera una variante del Cantar de los Cantares. (La imaginación creadora…, pp. 290-291)

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Para quien venga siguiendo desde antiguo el hilo de la Teoría del Entusiasmo, estas líneas de Corbin sobre la oración dialógica de Ibn ‘Arabî deberían recordarle el concepto de «conversación privativa» cortazariana que en su día analicé pormenorizadamente en este blog, partiendo desde unos comentarios biográficos vertidos por Mario Vargas Llosa, para aplicarlo luego, concretamente, al caso de Rayuela (véase «Una conversación llamada Rayuela», 11 de marzo del 2011). Ambos fenómenos –la oración teofánica de Ibn ‘Arabî y la «conversación privativa» de Cortázar– presentan analogías muy interesantes.

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En primer lugar tenemos a los dos interlocutores. En el caso de la oración teofánica, se trata de Ibn ‘Arabî y de Dios, que se hace presente gracias al poder de la Imaginación creadora. En el caso de Rayuela, se trata de Cortázar y del «lector activo», un personaje imaginario que en una primera instancia fue el místico Fredi Guthmann (cf. «Una conversación llamada Rayuela»), pero que en última instancia es cualquier lector capaz de conectar con el estado de conciencia necesario (el entusiasmo, ‘Dios-dentro-de-uno’) para participar en ese particular diálogo. Se trata de una conversación que es íntima, tal como se la define en el texto de Corbin, y también –resulta importante subrayarlo– amorosa.

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En ambos casos, tanto para Ibn ‘Arabî como para Cortázar, los dos interlocutores se sitúan en un plano distinto al de la realidad cotidiana, que es donde permanecen los demás. Se trata de un estado otro de la conciencia, en el que interviene de un modo decisivo la Imaginación con su poder para generar una nueva realidad. Así pues, a los dos interlocutores deben sumársele, para completar el retrato, los otros: «Nadie, aparte de ellos dos, comprende la verdad ni la realidad de su intención»; esta frase citada por Corbin describe gráficamente el ‘tercero excluído’ de las conversaciónes privativas de Cortázar, tal como lo encarna la Maga en un ejemplo –altamente significativo, por la cita de San Juan de la Cruz– del capítulo 12 de Rayuela:

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y mientras la Maga los miraba con una especie de humilde desesperación, ya el otro estaba en el volé tan alto, tan alto que a la caza le di alcance

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En segundo lugar tenemos el texto. «Todo el Corán es una historia simbólica», dice Corbin, apoyándose en la tradición; y ello es así hasta el punto que en el contexto de la oración teofánica se puede leer el Libro Sagrado del Islam como «una variante del Cantar de los Cantares». De acuerdo con esto, el Corán ofrece para el gnóstico una característica dualidad de sentido, una división entre su dimensión aparente (el sentido literal: zâhir) y su dimensión profunda (el sentido oculto: bâtin). Una división que constituye precisamente el camino por el que va a transitar la exégesis espiritual, el Ta’wîl realizado por el creyente.

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Exactamente lo mismo sucede, analógicamente, con el texto de Rayuela, que se presenta al lector pasivo, por un lado, como una novela, y al lector activo (al entusiasta), por el otro lado, como la repetición de un episodio. Una dualidad rayuelística a la que se alude desde el mismo principio de la obra («Este libro», reza el Tablero de Dirección, «es sobre todo dos libros»), y que queda recogida sintéticamente en la famosa frase de Gregorovius –«París es una enorme metáfora»–, cuyo sentido debe proyectarse, propiamente, al ámbito del libro entero. De acuerdo con ello podemos decir, parafraseando el texto citado por Corbin: «Toda Rayuela es una historia simbólica».

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Toda esta comparación debería ilustrarnos sobre el modo de leer el Rayuela insólito. No puede leerse este libro del mismo modo en que se emprende la lectura de una novela occidental. Por supuesto, no se trata de aplicarse a la lectura con la misma devoción e intensidad místicas propias de la lectura coránica que propugna Ibn ‘Arabî; si la lectura entusiasta de Rayuela guarda alguna analogía con la «oración teofánica» de Ibn ‘Arabî, es sobre la base del Ta’wîl. Aunque lo que se oculte tras la dimensión aparente del libro sagrado del Islam no tenga parangón con la rudimentaria metafísica que se oculta en el libro de Cortázar, la lectura de este último debe realizarse con el mismo propósito de alcanzar, usando la terminología de Mircea Eliade, una «ruptura de nivel».

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Una ruptura espiritual en el caso de la oración teofánica; una ruptura poética en el caso de Rayuela. Pero siempre una ruptura, un salto hacia una superior dimensión de manifestación del Ser. He aquí un propósito análogo que emparenta el Ta’wîl sufí con la lectura entusiasta de Rayuela.

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1 de junio de 2012

Teoría del Entusiasmo y Biblioteca Cortázar (8). Henry Corbin

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«ce corps-là reste cependant invisible aux Terrestres, aux gens de ce monde, à cause de l’opacité qui enténèbre leurs yeux de chair et qui leur interdit de voir ce qui n’est pas de même espèce qu’eux-mêmes»

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Señales y anotaciones manuscritas realizadas por JC en sus libros de lectura apuntan a los temas y presupuestos desplegados por la TdelE.

Seguimos ese rastro tras las paredes de la Fundación March en Madrid

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Terre céleste et corps de résurrection,

de Henry Corbin

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Ocho meses atrás, en un artículo en el que comparaba Rayuela con el libro de Henry Corbin que lleva por título Avicena y el relato visionario, expuse lo siguiente:

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En mi opinión, la lectura del primer capítulo del Avicena de Corbin, con la noción central de Ta’wil o exégesis espiritual, tan bella y extraordinaria, ilumina más sobre Rayuela que todo lo que hayan escrito los críticos de Cortázar hasta ahora.

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Sigo suscribiendo estas líneas. En el momento de redactarlas me basaba en la analogía que se puede establecer entre el Ta’wil –la hermenéutica espiritual islámica, tal como se la describe en el libro del estudioso francés–, y la particular lectura de Rayuela que se propugna desde la Teoría del Entusiasmo. Se podía aplicar a mi artículo, entonces, lo que el propio Corbin dijo en cierta ocasión:

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Es probable que las experiencias de los Espirituales de Irán nos sugieran a cada uno de nosotros algunas comparaciones con determinados hechos espirituales conocidos en otras latitudes (Cuerpo espiritual, p. 127)

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En función del carácter estrictamente comparativo de mi artículo, me sentí obligado a hacer esta aclaración:

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no se trata, por lo tanto, de conocer cuál fue la relación de Cortázar con el Avicena o con cualquier otra obra del erudito francés, si es que la hubo; ni se trata tampoco de averiguar si el autor de Rayuela pudo tener algún conocimiento, por alguna otra vía, de esos mismos relatos avicenianos tratados por Corbin, cosa todavía más improbable que la anterior…

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En esto, sin embargo, debo rectificar. Pues ahora, a diferencia de entonces, dispongo de constancia documental de que Cortázar leyó por lo menos una obra de Henry Corbin antes de terminar Rayuela. No es el Avicena, ciertamente, pero en ella también se habla del Ta’wil, que es lo que finalmente nos interesa. Se trata del libro que lleva por título Terre céleste et corps de résurrection: de l'Iran Mazdéen à l'Iran Shîite, publicado en París por Buchet-Chastel en 1961. La Fundación March conserva un ejemplar del mismo, subrayado y anotado por Cortázar desde el inicio hasta el final. Y la habitual signatura manuscrita del autor de Rayuela nos informa del año de su adquisición, que es el mismo de su publicación. Una reseña del libro aparece en el número de enero-junio de 1961 de los Archives de Sciencies Sociales des Religions; la obra de Corbin salió, por tanto, a principios de año, mientras que la escritura de Rayuela no terminó hasta mediados del año siguiente. Hubo tiempo suficiente, pues, para que la lectura de la Terre céleste ejerciera su influjo sobre la mayor obra de Cortázar.

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Cortázar, lector de Corbin

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(En la segunda edición, de 1978, la Terre céleste cambió su título por Corps spirituel et Terre céleste. De l’Iran mazdéen à l’Iran shîite, sin otras modificaciones en el texto más allá de un segundo prólogo del autor. De ahí proviene el título de la versión española, Cuerpo espiritual y Tierra celeste, editada por Siruela. En mi trabajo combinaré transcripciones del ejemplar original de la Biblioteca Cortázar, Terre céleste…, en francés y con los subrayados del escritor, junto con otras provenientes de la versión en español –Cuerpo espiritual…, trad. de Ana Cristina Crespo, 2006 (2ª) – que puedo consultar tranquilamente desde mi escritorio.)

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En la Terre céleste se hace referencia a una edición parisina, de 1954, del Avicena. Cortázar la subrayó: ¿quizá concibió la posibilidad de leer ese libro más adelante? ¿O tal vez ya lo había leído antes? No podemos saberlo, al no constar ningún Avicena en el catálogo de la Biblioteca; como sí consta, por el contrario, otra obra de Corbin, L’imagination créatrice dans le soufisme d’Ibn Arabî, en edición de Flammarion, fechada en París en 1958. Ahí también aparece el Ta’wil, para variar, y de un modo más amplio que en la Terre céleste; pero en ese otro volumen no hay ni un solo subrayado ni ninguna anotación por parte de Cortázar, más allá de la signatura que señala el mismo año de adquisición que en el caso anterior, 1961. Siendo así, nada permite deducir que el escritor leyera, también, esta obra sobre Ibn Arabî.

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¿Por qué resulta tan importante, a fin de cuentas, el Ta’wil y el hecho de que Cortázar lo conociera? Para la interpretación común de Rayuela, no hay razón alguna para destacarlo. Para la Teoría del Entusiasmo, por el contrario, tiene una gran relevancia; pues Cortázar pudo inspirarse en ello para concebir el proyecto –inaudito en la literatura moderna occidental– de un libro invisible a la mirada común, oculto tras la apariencia exterior de una novela, y al que el lector debía acceder mediante un «excentramiento» de su conciencia. Todo ello se encuentra sintetizado en un célebre pasaje del cap. 97, cuya exégesis ya se ha visto en este blog:

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Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?

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La lectura de Corbin no guarda ninguna relación con los contenidos del Rayuela insólito; pero sí está directamente vinculada con la ocultación definitiva de esos mismos contenidos. La «carta delatora», esa carta de Cortázar a Jean Barnabé en la que describe su nueva obra como «repetición de un episodio» y «crónica de una locura» (véase mi web www.expedienteamarillo.com), es del 30 de mayo de 1960. Ya nunca más habló Cortázar de Rayuela en los mismos términos en que lo hizo en esa carta; esa locura de la que Rayuela es crónica, ese episodio repetido de modos diversos, se convirtió en un secreto rigurosamente protegido, en un texto oculto. Para preservarlo, para no dar ninguna pista definitiva sobre el mismo, Cortázar evitó hacer mención alguna al Ta’wil, o al mismo Corbin, dentro de su libro. En última instancia, Rayuela puede deber su carácter más audaz y controvertido a los Espirituales iranios, por la feliz mediación de Henry Corbin. ¿Acaso guarda relación con ello la página 93 del «Cuaderno de Bitácora», cuando dice: «Propongo: Todo el Discu-libro, sin remisión. Pero en un solo bloque. El que no lo vea será meritoriamente ciego»?

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1. La Tierra mística de Hûrqalyâ

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Terre céleste et corps de résurrection trata fundamentalmente de lo que Henry Corbin denomina mundus imaginalis, el mundo de lo imaginal, y que recibe otros nombres por parte de los espirituales que él estudia: âlam al-mitâl, que sería la forma árabe del término; «octavo clima», que define su localización más allá de los primeros «siete climas» que componen en su conjunto la realidad terrestre; o también «Tierra de Hûrqalyâ», que toma el nombre de la principal ciudad que hay en la peculiar geografía de ese mundo. También se la nombra como «Tierra de las visiones» o incluso, según uno de los autores citados por Corbin, como «la tumba». En todos los casos se trata de lo mismo: de esa «tierra celeste» que forma la primera parte del título del libro, un mundo de Formas de luz que en la cosmología de los gnósticos iranios constituye un mundo intermedio –un barzaj, intermundo– entre lo Inteligible y lo Sensible, entre el plano de lo absoluto divino y el de lo terrenal perecedero.

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En principio, el mundus imaginalis constituye algo ajeno a la visión occidental del mundo. Quizá no fuera así en otros momentos de la historia de Occidente, pero en la época moderna constituye definitivamente un «continente perdido», tal como sugiere el propio Corbin. El autor advierte sobre las dificultades que ello puede entrañar (y que yo extiendo, oportunista, sobre mi propio trabajo):

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La «Tierra de Hûrgalyâ» es inaccesible tanto a las abstracciones racionales como a las materializaciones empíricas (...) No es perceptible con los ojos de carne del cuerpo perecedero, sino con los sentidos del cuerpo espiritual o cuerpo sutil, que nuestros autores designan como los «sentidos del más allá», los «sentidos hûrqalyâ». Todo lo que proponen aquí nuestros autores va tal vez a contracorriente de las modas de pensamiento de nuestra época, y corre el riesgo de no ser comprendido en absoluto. (Cuerpo espiritual, p. 16)

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A Cortázar le fascinó el asunto, por lo que podemos juzgar a partir de sus subrayados y anotaciones. Podemos entender sus motivos desde el mismo Prólogo del libro:

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Es la «Tierra de las visiones», la Tierra que ofrece su verdad a las apercepciones visionarias (…) el mundo donde «tienen lugar» los acontecimientos espirituales reales, pero reales de una realidad que no es la del mundo físico, ni la que cuentan las crónicas y con la que se «hace la historia», porque aquí el acontecimiento trasciende toda materialización histórica (Cuerpo espiritual, p.16)

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Al ser la «Tierra de las visiones», Cortázar pudo ver en este mundus imaginalis algo así como una «justificación» de la realidad ontológica de sus propias vislumbres de una realidad otra. De este modo él mismo, así como esos otros autores visionarios que él admirada (Rimbaud, Nerval, Artaud...) no vivían en un mundo de pura fantasía, tal como podían juzgar equivocadamente sus coetáneos. Lo que sucede en realidad es que esos voyants tuvieron acceso privilegiado a una dimensión olvidada de lo real:

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Es un mundo «externo», que no es el mundo físico, un mundo que nos enseña que se puede salir del espacio sensible sin salir sin embargo de sus límites, y que hay que salir del tiempo homogéneo de la cronología para entrar en el tiempo cualitativo que es la historia del alma (íd.)

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Cortázar –y también esos otros autores– disponía seguramente del órgano de percepción adecuado para ver, ni que fuera precariamente, la Tierra de Hûrqalyâ: ese «œil d’outremonde» citado por Corbin en la p. 135 de la Terre céleste, doblemente subrayado por Cortázar, quien además añade con lápiz en el lateral «el tercer ojo». El ojo común, el que permite percibir las cosas físicas, no sirve para ver ese otro mundo:

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Mais si nous disons qu’il y a un corps qui surexiste «dans la tombe» [aquí la tumba es un equivalente metafórico de Hûrqalyâ], ce corps-là reste cependant invisible aux Terrestres, aux gens de ce monde, à cause de l’opacité quie enténèbre leurs yeux de chair et qui leur interdit de voir ce qui n’est pas de même espèce qu’eux-mêmes (de un texto del cheikh Ahmad Ahsâ’î, p. 286)

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Los ojos de la carne resultan insensibles a la luz que conforma el mundo sutil de lo imaginal. Con esto se describe la misma situación perceptiva –el mismo estado de conciencia– que vuelve invisible el Rayuela insólito a los que leen la obra de Cortázar como si fuera una novela. Y es que el Rayuela insólito no fue escrito para «los ojos de la carne», sino que fue escrito en y para el mundo de Hûrqalyâ.

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Este mundo hace una fugaz aparición en el cap. 71 de Rayuela. La mención, y el capítulo entero, demandan una exégesis demorada y atenta que no puede hacerse aquí:

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La tacita de café es blanca, el buen salvaje es marrón, Planck era un alemán formidable. Detrás de todo eso (…) el Paraíso, el otro mundo, la inocencia hollada que oscuramente se busca llorando, la Tierra de Hurqalyâ.

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Sobre el texto de la Terre céleste, Cortázar trazó un círculo alrededor del título del 2º capítulo de la Primera Parte, «La Terre mystique de Hûrqalyâ», lo que da a entender su interés por todo el contenido. Luego subrayó esta explicación de Corbin sobre el mundus imaginalis, donde se repite de otro modo lo dicho previamente en el Prólogo:

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[le «huitième climat»] est le lieu réel de tous les événements psycho-spirituels (visions, charismes, actions thaumaturgiques en rupture avec les lois psysiques de l’espace et du temps), lesquels passent simplement pour imaginaires, c’est-à-dire irréels, si l’on s’enferme dans le dilemme rationnel ne laissant le choix qu’entre les deux termes du dualisme banal, la «matière» ou l’«esprit», correspondant à cet autre: «histoire» ou «mythe» (Térre celeste, p. 133)

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Cortázar no sólo subraya, al leerlo, este pasaje: más adelante, en la última página de relleno del libro, lo señala nuevamente, junto con otras cuatro referencias al mismo tema, englobando al conjunto entero bajo un enfático «Ojo!». Y en esa misma página, un poco más abajo, escribe: «Nâ-Kojâ-Abâd: région qui n’est pas dans un ». Con ello recupera otra información referida a la Tierra de Hûrqalyâ, aportada por Corbin en una nota al pie de la pág. 167:

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Sohrawardî forgea l’expression persane de Nâ-Kojâ-Abâd (région qui n’est pas dans un ); le est désormais involué dans l’âme

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Resulta fácil establecer una conexión entre este mundo imaginal y la literatura cortazariana en general. El carácter no-condicionado de la Tierra de Hûrqalyâ, es decir, su independencia de la contingencia espacio-temporal propia del mundo terrenal, coincide con la percepción de la realidad que tienen –y que buscan– personajes cortazarianos tan emblemáticos como Persio o Johnny Carter, trasuntos declarados del autor. En este sentido, el mundus imaginalis de Corbin debió mostrársele a Cortázar como un espejo en el que reconocerse, antes que como el descubrimiento de algo nuevo. Con el Ta’wil, en cambio, pudo suceder lo contrario, descubriéndole algo realmente nuevo, que devino para él, repentina y oportunamente, un modelo a seguir.

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2. El Ta’wil o hermenéutica espiritual

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La rencontre avec la réalité suprasensible peut se produire par une certaine lecture d’après un texte écrit; elle peut se produire par l’audition d’une voix, sans que celui qui parle soit visible. Tantôt la voix est douce, tantôt elle feut trembler, tantôt elle ressemble à un leger murmure.

(...) Tantôt l’apparition prend une forme humaine, tantôt celle d’une constellation, tantôt celle d’une œuvre d’art (del Livre des Entretiens de Sohrawardî, en Terre céleste, pp. 195-196)

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¿Cómo puede cierta lectura de un libro –o la recepción de una obra de arte–producir el contacto con la realidad suprasensible del mundus imaginalis? La respuesta a esta pregunta constituye asimismo la respuesta a la cuestión que acuciaba a Julio Cortázar desde finales de 1950: ¿cómo dotar de auténtica trascendencia a su escritura? Ya hemos visto en otro lugar que la devaluación de la literatura y del arte occidentales, que hasta ese entonces formaban todo el mundo de Cortázar, fue un efecto derivado de su contacto, por mediación de Fredi Guthmann, con las doctrinas de Ramana Maharshi (cfr. mis artículos sobre «El Almotásim de Rayuela»). La solución a ese problema, la final redención de la literatura y del arte, pudo venirle con la lectura de la Terre céleste, en la forma del Ta’wil.

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Hay una estrecha conexión entre la existencia del mundus imaginalis y la noción de una hermenéutica espiritual:

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[el «mundo de Hûrqalyâ»] es también el mundo en el que se percibe el sentido espiritual de los textos y de los seres, es decir, su dimensión suprasensible, ese sentido que nos aparece a menudo como una extrapolación arbitraria, porque lo confundimos con la alegoría (Cuerpo espiritual, p. 16)

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O sea; la «Tierra de Hûrqalyâ» no constituye tan sólo el lugar (o, mejor dicho, el no-lugar) de las visiones o entrevisiones que puedan tener los diferentes sujetos; también es el no-dónde en el que habita, como Forma imaginal, como acontecimiento espiritual, el sentido espiritual de los textos. Queda implícito que se trata de textos con una doble naturaleza: por un lado la letra, que remite al mundo terrenal, y por el otro el espíritu, que pertenece por derecho propio al mundus imaginalis. Subyace aquí una correspondencia, plenamente asumida por Corbin y sus Espirituales, entre el esquema de una realidad formada por diversos niveles, por un lado, y una textualidad sagrada, compuesta igualmente por diversos planos de sentido. En otras palabras: existe una analogía entre la estructura multidimensional de la realidad y la estructura igualmente multidimensional del texto: «El ta’wîl –dice Corbin– implica la superposición de mundos e intermundos, como base correlativa de la diversidad de sentidos de un mismo texto» (Cuerpo espiritual, p. 81).

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En otro pasaje, Corbin nos obsequia con esta nueva explicación sobre el Ta’wil, que podemos aplicar perfectamente al caso de Rayuela:

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Podemos acceder a esta historia imaginal a través de esa hermenéutica por excelencia que designa la palabra ta’wîl, que literalmente significa «devolver una cosa a su origen», a su arquetipo, a su realidad verdadera. (...) Lo que al simple lector exotérico le parece que es el verdadero sentido, no es más que el relato literal. Lo que se le propone como sentido espiritual le parece que es el sentido metafórico, como «alegoría» que confunde con símbolo. Para el esoterista sin embargo es al revés: el pretendido sentido literal no es en realidad más que una metáfora (mayâz). El sentido verdadero (haqîqa) es el acontecimiento que oculta esta metáfora (Cuerpo espiritual, p. 25)

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El Ta’wil, en tanto actividad exegética que pretende aprehender el sentido espiritual, y en virtud de la analogía entre texto y realidad, se presenta entonces como un método que permite saltar desde un mundo al otro, desde lo terrenal hasta lo imaginal, definiendo así la posibilidad de una auténtica «ruptura de nivel» para la conciencia del intérprete. Dicho de otro modo: un determinado texto (uno que tenga esa doble naturaleza: un texto inspirado) puede constituir un pasaje –uso aquí a posta este término cortazariano– para acceder al intermundo imaginal. No para el autor, quien ya ha tenido esa experiencia al crear al texto; sino para el lector, que puede acceder a ella a través de la exégesis de ese mismo texto. Ese pasaje es en sí mismo, y en ambos casos, un acontecimiento espiritual: y en ello está la clave, precisamente, para dotar con verdadera trascendencia a un texto.

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«Este libro es (…) sobre todo dos libros»: la doble naturaleza textual de Rayuela, como novela y como libro insólito a la vez, está concebida siguiendo el mismo patrón que subyace al Ta’wil. La novela Rayuela, con el periplo de Horacio Oliveira por París y Buenos Aires, constituye el sentido literal y aparente de ese texto, mientras que el Rayuela insólito, repetición de un episodio y crónica de una locura, constituye el sentido verdadero, al que sólo se puede acceder activando el œil d’outremonde, el órgano idiosincrático de la Imaginación activa. Ello confiere una nueva dimensión a la distinción cortazariana entre lector activo y lector pasivo: para el lector pasivo-exotérico, la peripecia de Horacio puede parecer el verdadero sentido; para el lector activo-esotérico, en cambio, es tan sólo una metáfora del sentido espiritual-profundo. De este modo, al ser Rayuela un texto con letra y con espíritu, al modo de los textos sometidos al Ta’wil, su lectura es igualmente capaz de conducir a su lector activo hacia una «ruptura de nivel».

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3. Léxico corbiniano en Rayuela:

«Extrapolación», «Mandala», «Centro» y «Gestalt»

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Antes hemos visto que Corbin hablaba de la alegoría como una «extrapolación arbitraria». El Ta’wil, como hermenéutica de los símbolos, distinta por lo tanto del convencionalismo propio de la alegoría, constituye a su vez una «extrapolación hacia el arquetipo». Ello significa que en el Ta’wil no se trata de sustituir un modo metafórico de la realidad por otro del mismo tipo, sino de desvelar la auténtica naturaleza de esa realidad. Este término, «extrapolación», usado por Corbin en relación con los procedimientos de interpretación textual inherentes al Ta’wil, tuvo su resonancia, con el mismo cometido, en el lenguaje de Cortázar. En el capítulo 18 de Rayuela –es decir, en plena discada– el narrador lo usa para sugerir el carácter figurado del relato literal y la existencia de un trasfondo trascendente:

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Si hubiera sido posible pensar una extrapolación de todo eso, entender el Club, entender Cold Wagon Blues, entender el amor de la Maga, entender cada piolincito saliendo de las cosas y llegando hasta sus dedos, cada títere o cada titiritero, como una epifanía… (Rayuela, cap,. 18)

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Entender el argumento de Rayuela (entero: el Club, el amor de la Maga, las citas…) como una epifanía, por extrapolación… Si esto no describe la posibilidad de aplicar un Ta’wil sobre el texto de Rayuela, se le parece mucho. Pocas dudas pueden caber de que el término «extrapolación» sea usado aquí por influjo de una lectura de Corbin: en la página 87 del «Cuaderno de Bitácora», en lo que podemos considerar un boceto de ese mismo fragmento del cap. 18, Cortázar comenta: «Extrapolación (palabra que no “existe” en español oh, oh!)» (subrayado en el original). Por un lado, podemos reconstruir aquí la atención prestada por Cortázar a la palabra en cuestión, tras hallarla en el libro del islamólogo francés; y también su búsqueda infructuosa en un diccionario de español. Y, al no encontrarla en el ‘cementerio’, tal vez creyese Cortázar ser el primero en usarla en la lengua de Cervantes (yo no puedo decir si se equivocaba o no). Por el otro lado, esa doble interjección que el escritor usa para modular su comentario («oh, oh!»), parece hacerse eco de una situación descrita por Corbin en su libro; «extrapolación» no existe en español del mismo modo que la noción de una hermenéutica espiritual no existe (oh, oh!) para la cultura occidental:

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Es evidente que en Occidente se conoce esta «técnica» [el Ta’wil; es probable que Corbin se esté refiriendo a la anagogía medieval] que enseguida degeneró en técnica artificial, pero por razones ajenas a su propia naturaleza, y que falseaban su uso, tanto porque estaba alejada de la teosofía de la que es correlativa, como porque se vio privada de su espontaneidad por la autoridad de un magisterio externo. En la actualidad, filólogos e historiadores la consideran algo artificial y desdeñable, cuando no insoportable. No creo que haya que discutirlo para tratar de convencer a unos y otros. (...) Si no comprendemos sus resortes, es incomprensible todo el conjunto de hechos espirituales que se desprenden de ella. El ta’wîl es, en definitiva, una percepción armónica: oir un mismo sonido (una misma aleya, un mismo hadiz, e incluso todo un contexto) a distintas alturas. Se escucha o no se escucha, pero no se puede hacer oír a quien no puede oír por sí mismo lo que es capaz de escuchar quien posee ese oído interior (el oído «hurqâlyâno») (Cuerpo espiritual, pp. 81-82)

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Precisamente, Cortázar subrayó parte de este mismo pasaje en su ejemplar de la Terre céleste:

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Si l’on ne comprend pas les ressorts, tout l’ensemble des faits spirituels qui s’y rattachent reste incompréhensible. En définitive il s’agit, avec le ta’wil, d’une perception harmonique: entendre un même son (un même verset, un même hadîth, voire tout un contexte) simultanément à plusieurs hauteurs (pp. 102-103)

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¿Acaso guardan relación con esto los pensamientos de Horacio en el capítulo 52 de Rayuela?

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Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la inteligencia o la información

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La «extrapolación» que se propone en el mayor libro de Cortázar «nada tiene que ver con la inteligencia o la información», como sería el caso de una figuración alegórica; sino que responde a un «problema de niveles» de conciencia, siguiendo por tanto el patrón de una hermenéutica espiritual de los símbolos tal como se describe en la Terre céleste.

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Hablando del Ta’wil, y aparte del término «extrapolación», Corbin utiliza otros tres conceptos que le servirán igualmente a Cortázar para describir, metafóricamente, los mecanismos de composición de Rayuela: se trata de «mandala», «centro» y «Gestalt». Para empezar veamos este pasaje de la página 44:

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...la figuration de la Terre aux sept keshvars, comme figuration archétypique, est un instrument de méditation. Elle se présente à la façon d’un mandala. Elle guide une marche de la pensée qui procède non pas par voie syllogistique ou dialectique, mais à la façon du ta’wil, l’exegesis des symboles, exégèse spirituelle qui est reconduction à l’origine, laquelle est le centre, là où précisement se peut occulter et manifester l’occulte

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No es necesario repetir aquí la relevancia de las ideas de mandala y de centro en Rayuela. Bastará con recordar ese famoso pasaje del capítulo 82 : «Así por la escritura me acerco a las Madres, me conecto con el Centro –sea lo que sea. Escribir es dibujar mi mandala…». Ya sabemos que Cortázar se había apropiado de estos dos sustantivos al leer los libros de Eliade, en el 56 (véanse los artículos dedicados al autor de Images et symboles, en esta misma sección); pero Corbin les confiere una dimensión de sentido nueva, relacionada con la idea de una doble textualidad, que encaja como un guante con el rumbo definitivo que habría adquirido el libro de Cortázar. El nuevo sentido no anula al anterior, sino que se le añade, yuxtaponiéndose al mismo. Se hace necesario, entonces, leer entre líneas; la dimensión corbinana del sentido de «mandala» y de «centro» está disimulada (como connotación) tras la acepción eliadiana (que es su denotación), tal como la estructura de un edificio se halla disimulada tras su fachada. Y así, la idea de una metafísica del personaje sirve de coartada para hablar veladamente de una metafísica del texto.

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El otro término que nos falta por ver, Gestalt, aparece hasta tres veces en el libro de Corbin. Y siempre lo hace en relación con una misma idea: la de una reconstrucción de la imagen arquetipal que subyace tras cierta apariencia formal, a la que motiva. O sea; exactamente lo mismo que acontece en el Ta’wil, descrito de este modo en la página 105 de la Terre céleste: «hermeneutique spirituelle, capable de valoriser tous les symboles en les «reconduisant» à l’archétype.» Corbin suele ilustrar esta idea con la metáfora musical, que aquí ya ha aparecido antes, de la progressio armonica:

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se trata, en este modo de pensamiento cíclico, de algo semejante a una percepción armónica. O más bien podemos decir que se trata de la percepción de una estructura constante, igual que una misma melodía puede sonar a alturas distintas. En cada interpretación los elementos melódicos son diferentes, pero la estructura es la misma; es la misma melodía, la misma figura musical, la misma Gestalt (Cuerpo espiritual, p. 96)

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Precisamente este término, y en el mismo sentido de «reconstrucción» de un arquetipo oculto, es usado por Cortázar en el cap. 109 de Rayuela para describir el propósito último de la obra:

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El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran las más importantes, las únicas que realmente contaban (cap. 109)

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Aquí la alusión a una ocultación textual es flagrante. Y de este modo, la noción de Gestalt, tal como Corbin la presenta en su libro, nos aporta una perfecta definición de lo que Rayuela demanda de su lector activo y cómplice –es decir, entusiasta–: reconducir las metáforas del libro (como la de París, por poner solo un ejemplo) al arquetipo (para decirlo en los mismos términos que Corbin) que se halla oculto tras ellas. En Rayuela, como en el Ta’wil, se trata de llevar de vuelta el sentido literal a lo que constituye su primer y último sentido. Ello es: su centro, su origen; aquello que se nombra en el «Cuaderno de Bitácora» con la noción inventada de Disculibro, y que no es otra cosa que el Rayuela insólito, del cual siempre se puede decir : Si l’on ne comprend pas les ressorts, tout l’ensemble des faits spirituels qui s’y rattachent reste incompréhensible

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13 de febrero de 2012

Apócrifas morellianas (20)

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[la Teosofía oriental] exige un modo de comprensión muy distinto. Como afirma Sohravardî en un patético párrafo del Libro de las conversaciones (§ 111): «No basta leer libros para convertirse en miembro de la familia de los sabios. Hay que entrar realmente en la vía sacrosanta que conduce a la visión de los puros seres de luz». No basta, pues, la comprensión meramente intelectual de un texto que conduzca discursivamente a la sola evidencia de la razón. La gnosis propuesta al sabio no es un mero saber, es una Vía, y el comienzo de la Sabiduría es la entrada efectiva en esta Vía. Ningún texto didáctico, por muy claro que pueda ser, consigue provocar ese movimiento inicial por el solo poder de la demostración. Es preciso, pues, que se presente de otro modo, con su auténtico sentido recubierto por una apariencia exterior que, en virtud de su extrañeza y su irracionalidad, comience por chocar violentamente con la facultad de comprender. Este choque debe tener como resultado una total conmoción del alma que opere una elevación en su comprensión, una anáfora, traducible ciertamente en una exégesis esotérica del sentido oculto, pero exégesis que, a su vez, se mantendrá como tal en el nivel de la mera evidencia intelectual. El acontecimiento real, el acto de ponerse en camino –del que Sohravardî dice: «Pobre de ti, si cuando se te dice «¡regresa!» te imaginas que se trata de Damasco, Bagdad o cualquier otra ciudad del mundo»-, en suma, la peregrinación interior hacia Oriente, escapa en realidad a esta traducción exegética. Su verdad no es transmisible nunca sino a través del relato de un sueño, o de una figura, mito o parábola, pues tal representación conserva perpetuamente el poder de provocar el choque decisivo. A su preocupación por esta disciplina imprescriptible responde esa parte de la obra de Sohravardî que designamos como «relatos de iniciación».

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Henry Corbin, El hombre y su ángel

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11 de septiembre de 2011

Vía comparativa (5): El Avicena de Corbin

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La noción de trascendencia en Rayuela

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“No me hago la ilusión de que podré lograr algo trascendental”, le dijo Julio Cortázar a Luís Harss en “La cachetada metafísica” (Mundo nuevo, nº 7, 1967). Harss añadía enseguida, contradiciéndolo: “Y sin embargo no hay duda de que lo ha logrado ya”. ¿Logró o no logró Cortázar “algo trascendental”? ¿Quién tenía más razón, el autor o su crítico? Especulemos un poco sobre los motivos que podía abrigar cada uno.

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Quizá Harss estuviera pensando en el enorme impacto que estaba teniendo la obra en el marco de las letras hispanas e internacionales; en este sentido, Cortázar sí habría logrado una cierta «trascendencia» al escribir, según creían todos, una novela extraordinaria, de una calidad, una novedad y un vigor excepcionales. Pero el propio Cortázar ya era plenamente consciente de ello, sin duda alguna: entonces, ¿para qué negarlo?

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Tal vez el crítico tuviera en mente la búsqueda metafísica de Horacio, sazonada en Rayuela con abundantes referencias de carácter espiritual. Pero el contenido de una obra así no la convierte propiamente en un texto trascendente, sino únicamente en un libro sobre la trascendencia; y no creo que el perspicaz crítico cayera en ese equívoco.

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Cortázar formula su frase en futuro. Acaso el autor estuviera pensando en el fondo en la imposibilidad de crear algo todavía más importante que Rayuela, asumiendo que esta obra únicamente formulaba un anhelo de trascendencia que ella misma, en el fondo, no satisfacía. Pero esto resulta difícil de creer, visto que él mismo, durante el proceso mismo de redacción de su mayor libro, era muy consciente de su gran importancia. Así lo demuestran estas palabras dirigidas a Francisco Porrúa, desde París, el 5 de enero de 1962:

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Yo mismo estoy abrumado por la ambición del libro, y por lo que en algunos momentos llega a conseguir. Es realmente uno de esos despelotes que solamente llega de tiempo en tiempo, no te parece.

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Cortázar no tenía la falsa virtud de la modestia. Así pues, al confesar tres años más tarde su escepticismo ante la posibilidad de lograr algo trascendental, el escritor debía estar pensando, mejor, en otro tipo de trascendencia. Seguramente estuviera pensando en lo que más le importaba: el lector. No por nada se nos dice, en el capítulo 97 de Rayuela:

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Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.

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Tanto en este “me pregunto si alguna vez conseguiré…”, como en la fórmula que luego usará ante Harss, “No me hago la ilusión…”, podemos detectar un mismo pesimismo, un derrotismo que emerge no ante la magnitud de su propia creación, sino sólo ante la posibilidad de generar un efecto trascendente en el lector.

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De hecho, Luís Harss también podría estar pensando en esta misma posibilidad, aunque en positivo; no tenía que ir muy lejos para comprobar la reacción entusiasta de los lectores de Rayuela, dado que él mismo era uno de ellos. Así pues, tal vez fueron sus propias reacciones ante la lectura de la obra lo que le indujo a replicar diciendo “no hay duda de que lo ha logrado ya”.

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Pero Cortázar, a esas alturas, ya había tenido tiempo de calibrar personalmente los efectos del libro entre sus lectores. Aparte del índice de ventas -en progresión imparable- y aparte de las traducciones -que ya empezaban a hacerse-, el escritor estaba plenamente al corriente de las reacciones que provocaba merced a la gran cantidad de cartas recibidas, así como al contenido y al tono de las mismas. “Gente joven, hombres y mujeres de diversas partes del país y de otros países latinoamericanos, me escriben con un fervor que, créeme, acaba con todos los piolines y rulemanes de este mundo”, le decía a Porrúa, en octubre del 63.

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Y a pesar de todo ello dice: “No me hago la ilusión de que podré lograr algo trascendental”.

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En suma; aun suponiendo que Cortázar y Harss estuvieran aplicando el término «trascendente» a este mismo ámbito, uno y otro tienen una visión diametralmente distinta sobre el asunto. Tanto uno como el otro tenían constancia de la sorpresa, la maravilla, la emoción, el placer y la obertura procurados por Rayuela en sus lectores; y si para Harss tales sensaciones podían ser sinónimo de «trascendencia», para Cortázar, en cambio, hacía falta algo más, algo distinto. La palabra trascendente tenía un alcance de sentido distinto para el uno y para el otro.

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Los efectos que Rayuela provoca, tanto para Harss como para la gran mayoría de sus lectores, pueden ser tildados de trascendentes si los comparamos con los que generan la inmensa mayoría de novelas. Pero seguramente Cortázar no comparaba su obra con otras novelas; por el contrario, Cortázar debió comparar tales efectos con una noción de trascendencia mucho más auténtica y profunda. A saber: con la experiencia vivida por su amigo Fredi Guthmann, que tuvo lugar en el marco de un viaje de dos años a la India para convertirse en discípulo del gran maestro espiritual Ramana Maharsi. Esto son palabras mayores; esto es una noción superlativa de trascendencia.

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Y así lo supo entender, quizá mejor que nadie, el propio escritor. Guthmann comunicó su experiencia a través de una carta dirigida a un grupo de amigos suyos en Buenos Aires, entre los cuales se contaba Cortázar. Y éste le respondió, a su vez, en una de las misivas más emotivas que se le conocen:

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Me cuesta encontrar palabras para decirle lo que significó para mí su carta a Susana. Si puede creer algo de mí, es que la leí con toda la pureza y toda la receptividad posible; con todo el deseo de que la carta hiciera por mí lo que usted deseaba que hiciera por todos nosotros. Sólo que, Fredi, estoy muy lejos, y no sé todo lo que sabe usted, y no merezco lo que merece usted. No tome esto como meras frases, no creo que entre nosotros las frases sean necesarias. Su experiencia, esa admirable experiencia que su carta cuenta como solamente un poeta puede hacerlo, es la experiencia que alcanza aquel que agotó plenamente los frutos previos, las etapas previas, los caminos que, finalmente, lo han llevado a su saber de hoy. ¿Y qué somos nosotros, los que recibimos su carta, los destinatarios de su carta? No puedo hablar ni por Susana ni por los demás; sólo por mí, sólo por este saco de huesos que ama la vida y le sale al encuentro en su pequeña dimensión sudamericana, en su mínima dimensión de literatura y de arte y de amor y de tiempo. Entonces, Fredi, su revelación me llega como la luz de la luna; usted es la luna, recibiendo directamente la luz; y lo que me toca a mí es su carta con sus palabras, la luz de la luna para leer su carta. (Buenos Aires, 3 de Enero de 1951, en Cartas, Alfaguara, vol I, p. 251)

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¿En qué otra ocasión podemos encontrar a nuestro escritor diciendo “me cuesta encontrar palabras”? Posteriormente, habiendo regresado Fredi de la India, y en los lapsos de tiempo en que coincidieron en París, los dos amigos sostuvieron largas conversaciones; y en ellas, Fredi consolidó y aumentó un influjo espiritual sobre Cortázar que había empezado, varios años atrás, en Buenos Aires. Fue sin duda a través de este maestrazgo que el escritor pudo concebir una noción de lo trascendente basada fundamentalmente en lo que Mircea Eliade denominó «ruptura de nivel»; es decir, en una salida de las coordenadas espaciotemporales propias de la conciencia normal, para entrar en un régimen distinto de la realidad, en un tiempo no cronológico y un espacio no euclidiano, y donde lo humano pierde sus señas de identidad para entrar en contacto con algo superior. Ésta es la misma noción de lo trascendente que vemos reflejada en el Persio de Los premios. Ésta es la acepción más profunda y genuina de lo trascendente.

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Así pues, cuando el escritor le dice a Harss “No me hago la ilusión de que podré lograr algo trascendental”, está pensando en las escasas posibilidades de generar una «ruptura de nivel», mediante el libro, en sus lectores. Esto es lo que él hubiera deseado. Pero si hasta entonces no se había dado, vistas las reacciones que el libro despertaba, lo más probable es que tampoco sucediera ya en el futuro. En cambio, cuando Harss replica “Y sin embargo no hay duda de que lo ha logrado ya”, está pensando en la reacción que sí han tenido los lectores de la obra; una reacción de fuerte conmoción, aunque sin salidas de uno mismo, sin accesos a una realidad superior, manteniéndose en todo momento dentro de los límites de un único nivel de conciencia.

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En definitiva: Entre la noción de trascendencia usada por Harss y la noción homónima usada por Cortázar hay más que una simple diferencia semántica. Lo que hay es un verdadero abismo; un insondable agujero abierto entre la unidimensionalidad propia de la cultura moderna, completamente secularizada, y la multidimensionalidad característica de una cultura de carácter tradicional –en el sentido que se da a este concepto desde la Filosofía Perenne-, donde resulta plenamente operativa la distinción entre lo profano y lo sagrado, entre lo histórico y lo mítico, entre el nivel ordinario de la conciencia y los niveles superiores. Hay la enorme diferencia, pues, entre una concepción débil de lo trascendente, propia del mundo desangelado de la modernidad occidental, y la noción fuerte, propia de una cosmovisión de carácter espiritual y religioso, la que Cortázar pudo conocer a través del testimonio directo de su amigo y maestro Fredi Guthmann.

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¿Qué consecuencias puede tener esto para la lectura de Rayuela? De la frase de Cortázar, tal como la interpretamos aquí, parece desprenderse que habría otro modo de leer el libro. ¿Cómo sería este otro modo, distinto al que se había implementado hasta entonces –y hasta ahora-? Para descubrirlo, habría que entender cuál es el factor diferencial de este texto, que lo distingue de las otras obras pertenecientes a la literatura occidental moderna. La mejor pregunta, entonces, sería: ¿Qué es, concretamente, lo que permitía abrigar al autor de Rayuela la endeble pero cierta esperanza, finalmente truncada, de que “alguna vez” lograría «mutar» a su lector?

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En otras palabras: En la medida en que aparece en el contexto de la Modernidad occidental, Rayuela tiene algo único. Ese «algo» no lo vamos a encontrar en ninguna otra novela, por más importante que sea; aunque ya sabemos –o por lo menos yo lo sé- que Rayuela no es una novela. Sí podemos encontrar algo parecido en la obra de Rimbaud; aunque entonces, en primer lugar, habría que replantearse hasta qué punto podemos considerar «moderno» a ese poeta; y en segundo lugar, deberíamos tener en cuenta que si bien Rayuela no es una novela, menos todavía es un poema. El mayor libro de Cortázar es, indudablemente, un relato.

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Pero ¿qué clase de relato? Un relato trascendente, en el sentido fuerte: o sea, nada que nos resulte familiar a nosotros, los modernos. Entonces, para encontrar algo comparable debemos superar las fronteras de nuestra cultura, y dirigirnos a algún lugar, a alguna época, en la que la noción de «relato trascendente» adquiera su pleno sentido, real y efectivo. ¿Dónde podemos ir para hallarlo? La respuesta es, naturalmente, hacia el Oriente. Sobre todo hacia el Oriente metafórico; pero también, en este caso en particular, hacia el Oriente geográfico.

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El Avicena de Corbin

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Henry Corbin (1903-1978) fue un eminente islamólogo francés y un ilustre colaborador del Círculo Eranos. En 1954 publicó en Teherán su ensayo Avicenne et le récit visionnaire (aquí manejo la traducción de Agustín López Tobajas, publicada por Paidós en 1995)., en el que daba a conocer para Occidente la dimensión más profundamente espiritual de la obra del filósofo persa Avicena (Ibn Sînâ, circa 980-1037). Esta dimensión espiritual no estaba plasmada en la forma de un discurso expositivo, sino a través de tres·textos narrativos conformadores de un ciclo: el «Relato de Hayy ibn Yaqzân», el «Relato del pájaro» y el «Relato de Salâmân y Absâl». En ellos se da cuenta del despertar del alma a su original naturaleza divina, y del camino que debe recorrer para retornar a ese origen.

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Voy a poner Rayuela en relación con ciertos pasajes de este Avicena corbiniano; pero no tanto con el contenido de los relatos, sino más bien con las explicaciones que da Corbin sobre su funcionamiento como textos iniciáticos. Ello informará un expediente de «vía comparativa», dentro del marco de mi Teoría del Entusiasmo: no se trata, por lo tanto, de conocer cuál fue la relación de Cortázar con el Avicena o con cualquier otra obra del erudito francés, si es que la hubo; ni se trata tampoco de averiguar si el autor de Rayuela pudo tener algún conocimiento, por alguna otra vía, de esos mismos relatos avicenianos tratados por Corbin, cosa todavía más improbable que la anterior. De lo único que se trata aquí es de iluminar ciertos aspectos insólitos de la mayor obra del escritor argentino, poniéndola en relación analógica con otras obras y otros contextos que presentan circunstancias parecidas a las que ahora nos interesan.

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Esto es lo mismo que hicimos, en otro momento, con el “ciclo de las enseñanzas de don Juan” de Carlos Castaneda. En ese otro caso, resultaba evidente que el autor de Rayuela no podía haber leído los libros castanedianos, cuyo primer volumen se publicó cinco años después del libro de Cortázar. Pero esos libros nos servían perfectamente a nosotros para ilustrar la idea de Cortázar como chamán, tal como él mismo se tilda en el cap. 82 de Rayuela (“pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon”); y también, en consecuencia, la del lector activo como su aprendiz.

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Del mismo modo, ciertos pasajes del Avicena nos van a servir ahora para ilustrar otro aspecto insólito de la obra de Cortázar; otro aspecto que ha permanecido desatendido desde siempre por sus críticos, y que ha sido tratado sólo de pasada, hasta ahora, en mis propios escritos. Se trata, concretamente, de la relación que se puede establecer entre un texto con diversos niveles de sentido (como es Rayuela, y como son los relatos visionarios de Avicena) y el efecto de trascendencia que tal texto llega a generar en el lector.

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Estas dos nociones en liza tienen un sentido muy concreto en el contexto en que vamos a movernos. Por un lado: la noción de texto con diversos niveles de sentido implica distinguir entre la superficie y las honduras de ese texto; o, dicho sea de otro modo, entre su letra y su espíritu. Y no me estoy refiriendo a una cuestión de lectura subjetiva, sino de algo que pertenece a la misma estructura de un texto que despliega más o menos conscientemente sus posibilidades de generar un doble sentido, aprovechando para ello unas virtualidades presentes en el lenguaje narrativo. Por otro lado: el efecto de trascendencia en el lector deberá contemplarse como esa «ruptura de nivel» eliadiana que he señalado más arriba.

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1. Homologías

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Para entrar en situación, transcribo aquí la advertencia que el propio Corbin lanzaba en el Prefacio a la Segunda Edición Francesa de su obra, en 1972:

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Una vez más, ponemos igualmente en guardia al lector en relación al término «esotérico», con el que se incurre en tantos contrasentidos derivados de su uso trivial y abusivo. Conforme a su etimología, «esotérico» designa lo que es interior, lo que está oculto bajo la apariencia exterior o literal; nada más. El sentido «esotérico» de los relatos avicenianos es el sentido oculto bajo la trama del relato. (p. 11)

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Con esto, el filósofo francés está acotando la distinción esotérico/exotérico dentro del marco de la textualidad de unos relatos; nos conviene retener esta visión de lo textual. Pero no se hagan ilusiones los escépticos de que esta primera apreciación vaya a rebajar los presupuestos espirituales del trabajo de Corbin, que en realidad son de lo más amplios. Sólo una línea más abajo, por ejemplo, encontramos una auténtica declaración de principios, que alguien ha querido ver incluso como una formulación sintética de mi Teoría del Entusiasmo:

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Es un axioma, ciertamente, que lo semejante no es conocido más que por lo semejante: todo modo de comprender corresponde al modo de ser del intérprete.

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Ciertamente, Corbin no va a escatimar esfuerzos para traer a su discurso una espiritualidad semejante a la que animaba originalmente los relatos de Avicena: una espiritualidad, por tanto, para la que resulta plenamente operativa y necesaria la distinción entre lo manifiesto y lo oculto.

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La idea de que Cortázar -el Cortázar que escribió Rayuela- pueda participar en esa misma semejanza es algo que empieza a percibirse a partir del siguiente extracto. Con ello entramos ya en el primer capítulo del libro de Corbin, “Cosmos aviceniano y relato visionario”, cuyos primeros tres apartados contienen las claves que vamos a analizar aquí. Este párrafo pertenece al primer apartado, que lleva por título “Avicenismo y situación filosófica”:

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Esos relatos (…) son ciertamente el lugar de una aventura personalmente vivida. (…) Esta tradición [el avicenismo] debe decidir su propia razón de ser decidiendo su propio futuro. Y no podrá decidir sobre ese futuro en un sentido positivo más que con una condición; que la filosofía tradicional alimentada por motivos avicenianos no se adormezca en el ronroneo de las viejas fórmulas, sino que sea capaz de afrontar de nuevo, por sus propios medios y en nuestro mundo actual, la aventura espiritual afrontada en su momento por el propio Avicena: esa aventura cuyo relato, o, más bien, cuyos relatos nos ha dejado, y sin los cuales su obra correría el riesgo de no ser más que papel manchado de tinta. (p. 18)

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Este pasaje lo considero yo perfectamente transportable al caso de Rayuela: este libro es también el lugar de una aventura personalmente vivida por Cortázar; y los lectores del libro también se ven constreñidos -desde el mismo texto- a no adormecerse en el ronroneo de las viejas fórmulas literarias (¡la Gran Costumbre!), sino a afrontar nuevamente la misma aventura espiritual (Corbin usa aquí las mismas palabras que años después usará Graciela Maturo para hablar de Rayuela) por la que previamente había pasado su autor.

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Si Rayuela, en este sentido, es homologable a los relatos de Avicena, mi función en este asunto, en cuanto exégeta de la obra de Cortázar, es igualmente homologable a la de Corbin. Esta función compartida consiste en llamar la atención sobre unas latencias de sentido que habrían sido obviadas en una recepción desviada del texto, alejada de sus presupuestos originales. Con ello se plantea el rescate del espíritu de los relatos, su carácter de texto vivo, frente una recepción que corre el riesgo de ‘matarlo’ al quedarse únicamente con la letra. A la sazón, el siguiente extracto desvela un tipo de problemática parecido al que yo mismo planteé en otro lugar (véase la Introducción a “El «estado de gracia» y Rayuela) con respecto a las oscilaciones del Zeitgeist y la recepción de Rayuela (las cursivas en el original):

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Puede ocurrir que la letra de su sistema cosmológico esté cerrada a la conciencia inmediata de nuestro tiempo. Pero la experiencia personal recogida en sus relatos revela una situación que tiene quizás algo en común con la nuestra. Desde ese momento, todo su sistema se convierte en la «cifra» de tal situación. «Descifrarlo» no consistirá en acumular una vana erudición sobre las cosas, sino en abrirnos a nosotros mismos nuestro propio posible. (24)

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Esta distinción entre dos clases de aproximación a los textos avicenianos -una vanamente erudita, y la otra por apertura- vendría a expresar de otro modo la distinción cortazariana entre una aproximación dialéctica y una aproximación participativa a su propia obra. De llevar estas homologías a su término lógico, debería concluir que mientras no abramos nuestro propio posible ante Rayuela, es decir, mientras se insista en leer esta obra en términos distintos a los de una aventura espiritual propia, simétricamente equivalente a la vivida por su autor, el libro de Cortázar corre el riesgo, como dice Corbin, de no ser más que papel manchado de tinta.

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A mi parecer, decir esto equivale a arremeter contra una concepción meramente «estética» de lo literario, tal como hizo Cortázar en distintos momentos de su obra. Equivale también a comparar la novela moderna con unas hojas muertas caídas sobre un muelle del Sena, tal como sucede en el cap. 84. Y equivale también a mi ataque contra la estrecha visión de Rayuela como novela. Para muchos de sus lectores, Rayuela es una novela, y quizá para ellos no sea una contradicción verla como una novela trascendente: pero aquí es donde se manifiesta ese abismo del que yo hablaba antes, el abismo existente entre las distintas acepciones de «trascendencia» usadas por Cortázar y por Luís Harss.

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Estas primeras homologías permiten captar el aire de familia existente entre el Avicena de Corbin y el Rayuela insólito de Jorge Fraga. Pero ello supone tan sólo una introducción al tema, unos pasos dados sobre el terreno firme de lo ya conocido, antes de penetrar en las arenas movedizas de lo verdaderamente insólito. Dejemos atrás el primer apartado, “Avicenismo y situación filosófica”, y vayamos ahora al encuentro definitivo con los auténticos protagonistas de nuestro estudio.

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2. El paradigma oriental de la escritura

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En “La Cripta cósmica: el Extranjero y el Guía”, segundo apartado del capítulo primero, Corbin introduce el patrón de un dualismo ontognoseológico que nos remite a la visión platónica del mundo; la diferencia entre lo verdadero (haqîqat) y lo aparente (majâz):

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«Venir a este mundo» es pasar del mundo de la Realidad en el verdadero sentido (haqîqat), al mundo que es sin duda real para las conciencia común pero que, en sentido verdadero, no es más que figura y metáfora (majâz); esta venida al mundo quiere decir que las Realidades en el sentido verdadero se convierten en dudosas e improbables, sospechosas y ambiguas. (p. 40)

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Lo descrito hasta aquí coincide plenamente con el concepto platónico de anamnesis, así como con la concepción gnóstica de la existencia. Desde esta perspectiva, el mundo de la conciencia ordinaria (el mundo común de la vigilia: la Cripta cósmica) constituye en realidad un espejismo; una ilusión cuyo carácter totalizante deja relegado al olvido lo auténticamente Real. Pero esta condición es reversible, tal como se plantea en la continuación:

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«Salir de este mundo», acceder al mundo verdadero, significará que la Tiniebla y las dudas serán arrancadas de la conciencia que, del estado de infancia pasa al estado de madurez. Llegar a esta conciencia verdadera de lo Verdadero Real es, eo ipso, hacerse extranjero al mundo de la metáfora con el que la conciencia común se satisface como si fuera un mundo verdadero. (…) Para salir realmente de ella es necesario convertirse, reconvertirse más bien, en la Extranjera, es decir, en un alma regenerada en la Fuente de la Vida que ha efectuado el paso que supone el retorno de «Majâz» a «Haqîqat». (pp. 40-41)

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Según el texto, el actor de estos desplazamientos es, primeramente, la conciencia; se contempla así una distinción entre la conciencia común que se deja engañar por lo ilusorio -y que se equipara a la etapa infantil- y una conciencia superior que percibe lo Verdadero -que se equipara a la madurez del ser humano-. No situamos, por lo tanto, en un terreno caro a mi Teoría del Entusiasmo: la radical heterogeneidad de la conciencia humana. Pero Corbin no se detiene aquí, e incorpora después un término esencial que yo no había querido usar hasta ahora; en última instancia, lo que retorna efectivamente a lo Verdadero es el alma. El Alma es la auténtica protagonista de ese viaje de retorno desde su exilio en Occidente (el lugar donde muere la luz; el mundo de lo humano) hasta su patria original, el Oriente (el lugar donde la luz nace; el mundo de lo divino).

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Pero todo esto, ¿qué tiene que ver con los relatos? Para responder a esta pregunta, fijémonos primero en que Corbin utiliza los términos literarios figura y metáfora para describir la naturaleza propia del mundo de lo ilusorio: eso nos pone ya sobre la pista de que existe una correspondencia entre esa dualidad manifestada en la Existencia y una dualidad análoga que se manifiesta en lo textual. Efectivamente; a la distinción ontognoseológica entre «Majâz» (ilusorio) y «Haqîqat» (verdadero) le corresponde una distinción intratextual, equivalente y proporcional a la anterior, entre «Zâhir» y «Bâtin»:

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Sucede lo mismo con el par de términos «zâhir» y «bâtin». «Zâhir» es lo exotérico, lo aparente, la evidencia literal, la Ley, el texto del Qorán. Zâhir está con bâtin (lo oculto, lo interior, lo esotérico) en la misma relación que Majâz con Haqîqat (pp. 42-43)

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Volvemos así, pues, a la noción de «esotérico» sobre la que Corbin nos advertía en el Prefacio; y aquí podemos comprobar, más allá de esa definición inocua que se nos daba al principio, cómo este concepto pretendidamente “literario” o “textual” se relaciona, indefectiblemente, con lo espiritual. Por otro lado; el filósofo francés menciona aquí el Corán, debido a que la Revelación concedida por Alá al Profeta es precisamente el modelo original y sagrado, para la gnosis islámica, de este tipo de textualidad dual.

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Y es que el texto revelado es claramente un caso superlativo de lo que constituye un texto inspirado: sus «autores», el profeta y el escritor visionario, coinciden en ejercer de mediadores entre el plano de la conciencia común de los hombres y un plano superior, ya sea el de una divinidad única, ya sea el de una multiplicidad de dioses, ya sea el de los Dáimones, los Ángeles o los jinn. Tanto Avicena como Cortázar entran en esa misma dinámica, cada uno a su modo, cada uno en su propia medida, y sus textos son el resultado visible de esa mediación.

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Con respecto a esto, Corbin nos ofrece en la p. 34 lo que podría constituir una versión avant la lettre del capítulo 82 de Rayuela:

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Hace falta una fuente de energía psíquica potente para que la actividad imaginadora (esa Imaginación que (…) puede ser ángel o demonio) cree, fuera de las expresiones comunes y de simbolismos periclitados o intercambiables, un campo de libertad interior suficiente (…) El acontecimiento se producirá en una visión mental, en un estado intermedio «entre la vigilia y el sueño».

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La analogía se percibe claramente: por un lado, la noción de “una fuente de energía psíquica potente” se corresponde con la “fuerza” que según Cortázar generaba la escritura de Rayuela; por otro lado, ese “estado intermedio entre la vigilia y el sueño” al que alude Corbin resulta equivalente al swing cortazariano; y finalmente, se obtiene como resultado, en un caso y el otro, una creación fuera de las expresiones comunes y de los simbolismos periclitados, un texto narrativo que se presenta como un campo de libertad interior.

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Así pues, nos hallamos aquí ante un paradigma de comprensión de la escritura narrativa radicalmente distinto al que se mantiene vigente en el contexto de la modernidad occidental. Los elementos que entran en juego aquí (la heterogeneidad de la conciencia, la existencia efectiva de los planos superiores, la capacidad visionaria y mediadora del escritor, etcétera) resultan absolutamente ajenos a las ideas modernas tanto de novela como de relato. Sólo en el paradigma oriental se hace posible concebir un relato auténticamente trascendente, cuyo texto dual constituya el objeto mediante el cual se opera la iniciación de un discípulo por parte de su maestro.

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Ante ello, el lector de esta clase de texto no puede sostener de ningún modo la actitud pasiva propia de un diletante o un esteta; por el contrario, se ve constreñido a una actitud plenamente activa y cómplice. Es decir, la misma que preconiza Cortázar para su Rayuela. Pero ello no significa para nada combinar arbitrariamente las partes de la obra, ni fabricarse una versión personalizada del libro, tal como se ha entendido, empobreciéndola tremendamente, la propuesta contenida en la doble textualidad de Rayuela. ¿Se imaginan a un lector de Avicena deconstruyendo de esa forma los relatos de su maestro? Esto, que constituye propiamente el paradigma posmoderno de lectura, no tiene en el fondo ninguna «trascendencia», en el sentido fuerte del término; más bien al contrario, pues el lector, al seguir únicamente su propio criterio, se mantiene en todo momento dentro de los límites del mismo, perdiendo buena parte de sus oportunidades para llegar siquiera a vislumbrar una ordenación superior.

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Desde el paradigma oriental, por el contrario, lo que realmente se precisa es que el lector logre acceder a los planos superiores de la realidad, tal como lo hizo en su momento el autor del texto. Y para ello, resulta totalmente conveniente seguir el orden del relato, como si fuesen huellas en las que uno pone sus pasos. Ese orden señala un camino; una misma senda, pero con dos sentidos de la marcha, pues lo que en el escritor se ha producido en un sentido descendente, y que ha tenido como resultado el texto, el lector debe revivirlo en sentido inverso, ascendente, a través de la lectura.

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Para el lector moderno –y sobre todo para el lector de Cortázar- este «camino descendente» realizado primeramente por el autor no debería resultar del todo extraño, en la medida en que todavía nos es familiar el concepto de inspiración (familiar, aunque inoperante). El caso del lector es distinto: no existe actualmente para nosotros un término para designar el «camino ascendente» que debe recorrer, en segunda instancia, el lector. Y no obstante, este ascenso debería constituir precisamente la tarea definitoria del “lector activo y cómplice” cortazariano. No existe un término moderno para ello; sí lo recibe, en cambio, en el antiguo contexto espiritual analizado por Corbin: se trata del Ta’wil.

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3. El ta’wil o exégesis espiritual

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«Ta’wil» forma habitualmente con «tanzîl» un par de términos y conceptos a la vez complementarios y contrastantes. «Tanzîl» designa propiamente la religión positiva, la letra de la Revelación dictada por el Ángel al Profeta: consiste, pues, en hacer descender esa Revelación del mundo superior. «Ta’wil» es, etimológicamente, hacer volver a, reconducir, llevar al origen y al lugar al que se vuelve; en consecuencia, volver al sentido verdadero y original de un escrito. «Es hacer llegar una cosa a su origen… Aquel que practica el ta’wil es, pues, alguien que aparta el enunciado de su apariencia externa (exotérica, zâhir) y lo hace retornar a su verdad (haqîqat)» (pp. 41-42)

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Debemos comprender que Ta’wil no es sólo interpretación, tal como se entiende este concepto en el paradigma occidental de lo textual. No es un simple movimiento racional del entendimiento. Tampoco se puede comparar con la noción actual de catarsis, en el sentido de una conmoción de carácter emocional; aunque quizá sería distinto si consiguiéramos situar este último concepto en un contexto espiritual semejante al del Oriente aviceniano. Para encontrar en Occidente algo parecido a la noción de Ta’wil, deberíamos salirnos de la Modernidad y remontarnos hasta la anagogía medieval, en el marco de la teoría de los cuatro sentidos de las Escrituras. Para nuestras modernas mentes occidentales, el concepto de Ta’wil es, definitivamente, algo absolutamente novedoso e insólito.

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En este sentido, el título que da Corbin al tercer apartado de su libro, en el que acabamos de entrar, es de lo más significativo: “El «Ta’wil» como exégesis del alma”. Y es que el Ta’wil es “un proceso que compromete a toda el alma, pues pone en juego sus más secretas fuentes de energía” (p. 41). Debemos recuperar aquí la analogía vista más arriba, según la cual la dualidad que afecta al alma (Occidente y Oriente, lo humano y lo divino) se equipara con la dualidad de la conciencia (Majâz y Haqîqat, lo ilusorio y lo verdadero) y con la dualidad del texto (Zâhir y Bâtin, lo literal y lo oculto). Sólo en virtud de estas correspondencias, equivalentes y proporcionales, podemos comprender la trascendencia que tiene el Ta’wil:

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la verdad del ta’wil reposa sobre la realidad simultánea de la operación mental en que consiste y del Acontecimiento psíquico que le da origen. El ta’wil de los textos supone el ta’wil del alma: el alma no puede reconducir, llevar de nuevo el texto a su verdad, hacerlo volver a ella, sino a condición de que la propia alma vuelva a su verdad (haqîqat), lo que implica para ella la salida de las evidencias impuestas, fuera del mundo de las apariencias y las metáforas, del exilio y del «Occidente». Recíprocamente, el alma inicia la salida, realiza el ta’wil de su ser verdadero, apoyándose en un texto –texto de un libro o texto cósmico- que su esfuerzo conducirá a una transmutación, promoviéndolo al rango de Acontecimiento real, pero interior y psíquico (p. 44)

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Dadas estas correspondencias, los distintos términos son intercambiables entre sí: “Su sincronismo y su codependencia –dice Corbin- definen aquí el «círculo hermenéutico» donde aflora una visión simbólica y por donde debe pasar toda interpretación verdadera de sus símbolos” (p. 42). Antes hemos visto que el islamólogo francés utilizaba un léxico literario –“figura”, “metáfora”- para señalar una distinción ontognoseológica entre lo Verdadero (Haqîqat) y lo Ilusorio (Majâz); ahora hace lo mismo, pero a la inversa (las cursivas en el original):

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«Majâz» es la figura, la metáfora, mientras que «haqîqat» es la verdad que es real, la realidad que es verdadera, la esencia, la Idea. «Majâz» implica la idea de superar, pasar más allá de, ir hacia… y de ahí meta-phora. Advirtamos, sin embargo, que no es el sentido espiritual separable de la letra lo que sería el sentido metafórico: es la letra misma la que es la metáfora, es el enunciado el que es una trans-gresión de la Idea inefable. Es, pues, lo contrario de las evidencias de la conciencia común, para la cual sería la apelación a las realidades verdaderas, a los seres espirituales, lo que sería una transgresión de la letra. El ta’wil hace regresar la letra a su sentido verdadero y original (haqîqat) «con el cual simbolizan» las figuras de la letra exotérica (42)

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El concepto de símbolo resulta aquí fundamental. En el sentido espiritual usado por Corbin, símbolo constituye precisamente el signo o la cifra textual sobre la que se hace posible operar la deseada ruptura de nivel:

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Transmutación de lo sensible y de lo imaginal en símbolo, retorno del símbolo a la situación que lo hizo nacer: estos dos movimientos abren y cierran el círculo hermenéutico. Es por ello que, si la exégesis de los símbolos abre en altura y en profundidad una perspectiva quizá sin límites, ello no supone en absoluto una regressio ad infinitum en el mismo plano del ser, tal como el pensamiento racional podría objetar. (…) No se trata de sustituir el símbolo por una explicación racional (…) Se trata de alcanzar aquello que fue la experiencia del Alma en un alma, de presentir a qué tiende –no de deducir causalmente de dónde viene- el Acontecimiento que se denomina «wilâdat-e rûhânî», nacimiento espiritual.

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Así pues, la esencia del Ta’wil, de la exégesis espiritual de un relato visionario, es conducir el alma del lector a la misma situación que hizo nacer el texto. Glosando a Corbin, no se trata de deducir ni de pensar racionalmente, pues ello nos mantiene siempre en un mismo plano del ser. Ya se había anunciado esta misma esencia del Ta’wil al final del apartado segundo (p. 41), y yo lo repito aquí para conferirle el énfasis que le conviene (las cursivas son mías):

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Su método es el más adecuado para desvelarnos a la vez el secreto del nacimiento de nuestros relatos visionarios, puesto que provoca la situación que les da origen, y el secreto de su desciframiento. (…) Ponerlo así «en presente» sería realizar nuestro propio «ta’wil» (p. 41)

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Esta noción de «exégesis espiritual» es la especial clase de lectura que precisan los relatos visionarios. Mientras nos movamos en el interior de un contexto plenamente espiritual, a la escritura de un texto obtenido por inspiración le pertoca una lectura de carácter iniciático. Es decir; una lectura que conduzca efectivamente al lector a una salida de sí mismo, a un salto hasta los niveles superiores del ser, experiencia trascendente semejante a la vivida previamente por el autor del texto. Sólo así se cumple el axioma formulado por Corbin en el Prefacio de su libro: “Lo semejante no es conocido más que por lo semejante”.Y ello sólo puede producirse cuando el texto que sirve de mediación contiene en sí la cifra de ese salto, simbolizado en su propia dualidad interna. Si el autor puede generar la vivencia de ese salto, en el lector, a través del texto, es porque los tres participan de una misma estructura dual propia de la existencia; porque en cada uno de ellos se encuentra operativa una misma diferencia entre lo ilusorio superficial y lo auténtico profundo:

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bajo la idea de la exégesis se transparenta la de un éxodo, una «salida de Egipto», que es un éxodo más allá de la metáfora y de la servidumbre de la letra, más allá del exilio y del Occidente de la apariencia exotérica hacia el Oriente de la Idea original y oculta (p. 42)

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Una nueva Eleusis: la «novela sagrada»

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Hacer volver el texto a su origen, y, con ello, generar en el lector una ruptura de nivel, un despertar espiritual: éstos son la esencia y el propósito del Ta’wil. ¿Acaso está diciendo algo muy distinto este pasaje del cap. 97 de Rayuela?

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Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?

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El dibujo en la pared, la caña de pescar, el trío para mandolinas son el Occidente del texto de Rayuela, su Majâz, su Zâhir; lo literal, lo derivado, lo exotérico, lo superficial. La despedida, el grito y la muerte son su Oriente, su Haqîqat, su Bâtin; lo profundo, lo original, lo esotérico, lo oculto.

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En otras palabras; esos “despedida, grito y muerte” son el alma de Rayuela. El gran libro de Cortázar es un libro vivo porque tiene alma. Pero en un sentido fuerte, nada de vaguedades: no se trata del punto de fuga abstracto hacia el que tienden unos valores o principios plasmados en el relato. Se trata en realidad de un texto otro, de un relato en concreto; aquí radica ese «algo único» que tiene Rayuela. Esa alma tiene contenido -“la crónica de una locura”- y estructura -“la repetición de un episodio”-, tal como Cortázar le confesó a Jean Barnabé en una carta –la “Carta Delatora”- de 1960. Esa alma es perceptible y corroborable; yo mismo doy testimonio de ella, y la llamo el «Rayuela insólito». El hecho de que ningún otro lector la haya advertido hasta hoy no descarta su existencia. La novela Rayuela, el texto que todos conocen, no es más que una metáfora, una fachada, que muestra y al mismo tiempo esconde el verdadero contenido del libro.

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Para captar esa alma textual hay que desplazarse, desaforarse, descentrarse, descubrirse. El lector no puede hacerse cargo del Rayuela insólito mientras permanezca en su estado de conciencia habitual. Es invisible a los ojos del cuerpo, que no a los ojos del alma; pero el alma debe abrirlos, pues está durmiendo: y a eso es a lo que apunta el texto de Cortázar. Lo semejante no es conocido más que por lo semejante: para acceder a la crónica de una locura, el lector también debe volverse loco; para ver el texto como repetición de un episodio, el lector debe revivir por sí mismo ese episodio. Para llegar hasta el alma de Rayuela, el lector debe retornar el texto a su origen y, simultáneamente, en relación reversible de causa-efecto, dejarse llevar por el texto a un estado superior de la conciencia. Sólo de este modo la lectura de Rayuela se convierte en un despertar espiritual. Rayuela no es una novela: es un artilugio textual concebido para hacer despertar la conciencia del lector en un nivel más elevado de la conciencia. Es una maquinaria textual concebida para despertar el alma durmiente de sus lectores.

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¿Resulta esto fantasioso? Esta nueva concepción del libro de Cortázar, visto a través del Avicena de Corbin, ¿deviene meramente un ingenioso trabajo de crítica-ficción? ¿Es entonces mi «Vía comparativa (5)» nada más que un hábil ejercicio de analogismo desaforado? Por supuesto; pero ése es, precisamente, el camino. Y si no me creen a mí, crean a Cortázar; léanse de nuevo Rayuela. Ahí tenemos, entre otros, el capítulo 95:

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En alguna que otra nota, Morelli se había mostrado curiosamente explícito acerca de sus intenciones. (…) Una de las notas aludía suzukianamente al lenguaje como una especie de exclamación o grito surgido directamente de la experiencia interior. Seguían varios ejemplos de diálogos entre maestros y discípulos, por completo ininteligibles para el oído racional y para toda lógica dualista y binaria, así como de respuestas de los maestros a las preguntas de los discípulos, consistentes por lo común en descargarles un bastón en la cabeza, echarles un jarro de agua, expulsarlos a empellones de la casa o, en el mejor de los casos, repetirles la pregunta en la cara. Morelli parecía moverse a gusto en ese universo aparentemente demencial, y dar por supuesto que esas conductas magistrales constituían la verdadera lección, el único modo de abrir el ojo espiritual al discípulo y revelarle la verdad. Esa violenta irracionalidad le parecía natural, en el sentido de que abolía las estructuras que constituyen la especialidad del Occidente, los ejes donde pivota el entendimiento histórico del hombre y que tienen en el pensamiento discursivo (e incluso en el sentimiento estético y hasta poético) su instrumento de elección.

(…)

¿Por qué no? (…) Los profetas, los místicos, la noche oscura del alma: utilización frecuente del relato en forma de apólogo o visión. Claro que una novela... Pero ese escándalo nacía más de la manía genérica y clasificatoria del mono occidental que de una verdadera contradicción interna.

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En mi opinión, la lectura del primer capítulo del Avicena de Corbin, con la noción central de Ta’wil o exégesis espiritual, tan bella y extraordinaria, ilumina más sobre Rayuela que todo lo que hayan escrito los críticos de Cortázar hasta ahora. Pero no confundamos las cosas; el escritor argentino no es el fundador de ninguna religión, ni un salvador de almas. No se trata de equiparar a Cortázar con un profeta, ni con el iniciador de una nueva vía espiritual. De lo que se trata es de captar la magnitud justa de su trascendencia, sin maximizarla ni minimizarla; y en este sentido, Cortázar sí puede verse como alguien que vuelve a traer, en el marco de una cultura desangelada, la posibilidad de una experiencia trascendente en el sentido fuerte.

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Cortázar deviene entonces algo así como un nuevo mistagogo, un iniciador en unos Misterios de la Realidad que se han olvidado en el contexto de nuestra sociedad profundamente secularizada, profana e unidimensional. Del mismo modo, el lector activo y cómplice de Rayuela –el lector total- será aquél que acabe por gritar ¡Evohé, evohé!, inducido por su lectura entusiasta del texto. Y ese libro insólito deviene entonces un nuevo Centro, una nueva Eleusis en edición de bolsillo, plantada como un desafío en medio de la Modernidad, y consagrada a generar un efecto de trascendencia desconocido hasta ahora para el individuo moderno.

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“No me hago la ilusión de lograr algo trascendental”, dijo Cortázar en 1968.: “Y sin embargo, no hay duda de que lo ha logrado ya” le respondía Luís Harss. “Ambos se equivocaban” dice Jorge Fraga, a su vez, en 2011. “No podía lograrse mientras uno se sentara a leer Rayuela como si fuera una novela”, le digo hoy a Luís Harss. “Pero más tarde o más temprano -le respondo también a Julio Cortázar- alguien iba a poner los pasos en las huellas, levantándose para leer Rayuela en su propio espíritu, como si fuera un texto sagrado”. Rayuela, en su versión para lectores activos –y por tanto, al completo- no es una novela: es un relato iniciático. Y si fuera novela deberíamos, para dar cuenta de su trascendencia, caer en el oxymoron: habría que hablar, entonces, de Rayuela como una novela sagrada.

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