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Mensaje
hallado en una alfombra
(Segunda
parte)
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Esto es lo que vimos en la primera
parte de este artículo:
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1) La página 137 del Cuaderno de
Bitácora habla de alfombras que transportan mensajes esotéricos;
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2) Dicha página está claramente
inspirada en el capítulo 30 de los Relatos
de Belcebú a su nieto de Gurdjieff;
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3) Las alfombras del Cuaderno funcionan como una metáfora descriptiva de la totalidad de Rayuela;
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y 4) Corolario de 1+2+3: Rayuela obtuvo igualmente su inspiración en el mismo capítulo 30 del Belcebú. De ahí su insólita estructura en forma de libro doble.
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Dijimos también que la página 137
del Cuaderno no se vio transportada al libro de un modo explícito, sino que fue sometida a un borrado, por razones de la peculiar economía de sentido de la obra.
Y finalmente, conminamos al lector a encontrar dónde y cómo podíamos hallar en
Rayuela alguna otra referencia a alfombras que pudiéramos vincular igualmente con las
enseñanzas sobre arte de Gurdjieff; esto es lo que vamos a abordar hoy mismo.
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Hay por lo menos dos respuestas posibles a la cuestión. La primera se encuentra en el capítulo 26, en la extraña
y evasiva contestación que Gregorovius da a la Maga cuando ésta le pregunta:
«¿Por qué París es una metáfora?». La segunda se sitúa en el capítulo 46,
cuando Horacio le explica a Traveler las misteriosas y aparentemente
incomprensibles razones que le impiden contarle sus vivencias en París. En
estos dos fragmentos aparece la misma cuestión que en la página 137 del
Cuaderno, la de alfombras con mensaje encriptado, pero en una versión mucho menos explícita; aquí, con respecto al Cuaderno, la presencia de Gurdjieff resulta
como diluida en agua, disminuida en su intensidad –que no en su importancia–. Siempre en nuestra opinión, ello ha sido concebido con el propósito de dificultar al
máximo la identificación y el reconocimiento de esa figura en la superficie de Rayuela.
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1.
La ciudad de Ofir
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«En el fondo, París es una enorme
metáfora»: esta célebre frase constituye la entrada del capítulo 26. Dicho capítulo se
estructura en tres partes cualitativamente iguales, encabezadas siempre por el
mismo «mantra» (París es una metáfora), al que sigue cada vez algo parecido a una explicación de su significado. Primero, Gregorovius formula dicha frase ante la Maga, sin que ésta replique nada, y
aun así Ossip pronuncia una primera explicación, citando
enigmáticamente una serie de pintores. Un poco más adelante, la
Maga preguntará por vez primera: «Por qué una enorme metáfora?», y aquí Ossip
se explayará de nuevo, ahora con una alusión a los movimientos de Oliveira por la
ciudad buscando como un loco una llave. En realidad, esta respuesta es
equivalente e intercambiable con la primera explicación; la lógica de las citas en Rayuela es homologable con las peripecias de Horacio por París. Y la tercera explicación será igualmente equivalente e intercambiable con las otras dos. En efecto, otro poco más adelante, la Maga repetirá por
segunda vez la misma pregunta: «¿Pero por qué París es una enorme metáfora?»; y
aquí es cuando aparecen nuestras
alfombras:
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–Cuando yo era chico –dijo Gregorovius– las niñeras hacían el amor con los
ulanos que operaban en la zona de Bozsok. Como yo las molestaba para esos
menesteres, me dejaban jugar en un enorme salón lleno de tapices y alfombras
que hubieran hecho las delicias de Malte Laurids Brigge. Una de las alfombras
representaba el plano de la ciudad de Ofir, según ha llegado a Occidente por
vías de la fábula. De rodillas yo empujaba una pelota amarilla con la nariz o
con las manos, siguiendo el curso del río Shan-Ten, atravesaba las murallas
guardadas por guerreros negros armados de lanzas, y después de muchísimos
peligros y de darme con la cabeza en las patas de la mesa de caoba que ocupaba
el centro de la alfombra, llegaba a los aposentos de la reina de Saba y me
quedaba dormido como una oruga sobre la representación de un triclinio.
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Tal como sucedía con la página
137 del Cuaderno, este pasaje conecta, por un lado, con
la totalidad de Rayuela, y por el otro, con la figura y las enseñanzas de Gurdjieff. Por el lado de Rayuela, este fragmento constituye
nuevamente –¡cómo no!– una ékfrasis, es decir, una descripción metafórica del
libro entero: la ciudad de Ofir representa la obra misma en su totalidad; el pequeño
Ossip, a su vez, es un trasunto del lector activo y cómplice; el río Shan-Ten representa el sentido manifiesto de la obra (es decir, la novela);
las murallas y sus guardianes son los «Capítulos prescindibles» que
obstaculizan el devenir normal de la narración y señalan, a la vez, la existencia
del sentido oculto; los peligros que afronta el niño y los golpes que sufre en su periplo representan
las enormes dificultades que afronta la correcta interpretación
del texto; y los aposentos de la reina de Saba no son sino el sentido final de la obra, su trasfondo textual escondido, el Rayuela
insólito.
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Por lo que respecta a Gurdjieff,
el vínculo se manifiesta en tres modos distintos. Primero tenemos la exótica ambientación
del fragmento; este parlamento de Gregorovius presenta el mismo contexto étnico y geográfico en que se sitúan mayoritariamente los capítulos del Belcebú y la propia biografía de
su autor Y esta ambientación, donde se aúnan la Europa Oriental y el propio Oriente, es
la misma, también, que aparece en la «ficha» de Gregorovius, en el
capítulo 65, donde se cita –con errata incluida– el nombre de Gurdjieff. Se pone de manifiesto, así, que Ossip es el principal encargado de aportar los elementos de sentido relacionados con
el Maestro de Danzas.
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En segundo lugar tenemos esa
alfombra con el plano de la ciudad de Ofir, que constituye un claro
exponente de aquellas otras alfombras con mensaje oculto que
aparecen en la página 137 del Cuaderno, y que ya sabemos inspiradas en los
libros de Ouspensky y Gurdjieff. Como tal exponente, ofrece una dualidad de
planos de sentido: en lo aparente (para el lector pasivo, para el no iniciado)
constituye meramente el escenario de un recuerdo de infancia del personaje; en
lo profundo (para el lector activo y cómplice, para el iniciado), transporta un
mensaje encriptado que apunta a la doble naturaleza
textual de Rayuela.
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Y por último está la misma pregunta de la Maga: «¿Por qué París es una metáfora?». Puesto que las explicaciones de Gregorovius apuntan siempre hacia Rayuela, la pregunta se convierte en ¿Por qué Cortázar habla en metáforas? ¿Por qué oculta algo tras una fachada? La pregunta es por qué, no de qué: interesa saber la razón de esa ocultación, no el contenido de la misma. Y eso es precisamente lo que Gregorovius acaba siempre respondiendo: se habla en metáforas para que el lector activo busque, para que el lector activo encuentre. Y esto tiene una relación muy estrecha con las enseñanzas de Gurdjieff, pero esta relación se verá más clara en otro pasaje de Rayuela; mejor atravesemos el puente imaginario que se levanta entre la alfombra del capítulo 26 y aquella otra que aparece en el capítulo 26.
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2. El
coagulante
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En el capítulo 46 encontramos nuevamente una alfombra que también podemos relacionar con las del Cuaderno y con las de Gurdjieff. Aquí asistimos a otro diálogo, ahora con Horacio y Traveler
como interlocutores. Traveler acaba de declarar su apetencia para escuchar, cualquier
día de esos, las aventuras que Oliveira ha vivido en París, y éste último responde lo
siguiente [transcribo tal como se presenta el texto en la edición de Archivos,
con el añadido de cierto elemento borrado
del Manuscrito de Austin, que también nos interesa]:
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–Sabés, todo está tan en el aire. Cualquier cosa que dijera sería como un
pedazo del dibujo de la alfombra. Falta el coagulante, por llamarlo de alguna
maneraf: zás, todo se ordena en su justo sitio y te nace un precioso
cristal con todas sus facetas. Lo malo –dijo Oliveira mirándose las uñas– es
que a lo mejor ya se coaguló y no me di cuenta, me quedé atrás como los viejos
que oyen hablar de cibernética y mueven despacito la cabeza pensando en que ya
va a ser la hora de la sopa de fideos finos.
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[f: /eso que otros llaman la cristalización/]
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En el
apartado anterior se ha visto que el lúdico recorrido del pequeño Ossip por la alfombra y la alocada búsqueda de
Horacio por París eran equivalentes e intercambiables; ahora obtenemos la
plena confirmación de ello, firmada por el propio Horacio. Sus diversas aventuras del pasado, nos dice, son como distintos pedazos de la alfombra; en mi opinión, no puede caber duda de que Horacio se refiere a la misma ‘afalkana’ descrita por Ossip. Aunque aquí, por alguna razón, no se llega como antes hasta los aposentos de la Reina de Saba: el centro de sentido del dibujo permanece ahora inaccesible. A Horacio le falta un elemento misterioso, que él denomina como coagulante.
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Este enigmático nombre, por muy sugerente que sea, apenas nos dice nada. Pero Oliveira nos da una pista: este coagulante parece ser incompatible con cierto tipo de relato. La declaración de impotencia de Horacio, su incapacidad para tejer una alfombra entera, parece basarse en la imposibilidad de transmitir el mensaje como un mero relato de sus aventuras (léase novela). Este asunto es particularmente oscuro, y para elucidarlo tendremos que apoyarnos en otros capítulos del libro.
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El capítulo 125, por ejemplo, dice algo muy parecido: «el encuentro no cuaja. Hay carne, papas y puerros, pero no hay puchero». Aunque por aquí tampoco avanzamos mucho, que digamos: «puchero» no resulta más informativo que «coagulante». Mejor vayamos al capítulo 52; ahí, en clara continuidad con lo que Horacio afirma en el 46, hallamos lo siguiente (la cursiva, en el original):
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Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler (...) Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la inteligencia o la información
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Al parecer, ese «coagulante» del que hablaba antes Horacio, o su equivalente «puchero» que ha aparecido después, guardan relación con esos «niveles» que se mencionan ahora. Pero ¿niveles de qué? Sólo se nos dice lo que no son (ni inteligencia ni información), pero no se suelta prenda en positivo sobre su naturaleza. De este modo permanecemos en un terreno vago y abstracto, tremendamente escurridizo; resulta obvio que Cortázar no quiso ponerlo fácil. Pero tarde o temprano, en algún rincón u otro de esa inmensa alfombra que es Rayuela, acaba apareciendo una versión menos oscura de sus asuntos. En efecto, lo que ahora nos interesa aparece también, con un aspecto mucho más manejable, en el célebre capítulo 97, que ya hemos analizado en otra ocasión. Ahí se habla en cierto momento de una diferencia entre lo aparente y lo real («Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared...»), para concluir después con esta pregunta: «¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?». Aquí aparece, por fin, el dato que buscábamos: el «coagulante» del capítulo 46, el «puchero» del 125, y la «diferencia insalvable» del 52 remiten todos ellos, en última instancia, a un problema de niveles de conciencia.
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Esto es precisamente lo que distingue al lector pasivo del lector activo: el primero, se mantiene continuamente en los márgenes de lo conocido, volviendo siempre a su cómoda «sopa de fideos finos»; sólo el segundo es capaz de «descentrarse» para tirarse de cabeza en la «cibernética», es decir en lo nuevo, lo insólito. Ese «coagulante» solicitado por el protagonista de la obra es en el fondo una operación cognitiva que debe realizar el lector activo para ponerse a la altura de lo que experimentó previamente el escritor. Es lo que Cortázar, en otro momento, denomina swing; lo que Mircea Eliade llama ruptura de nivel; o lo que en mi Teoría se denomina entusiasmo. It don't mean a thing if ain't got that swing, reza la canción.
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Hablando con propiedad, lo que Cortázar nos está mostrando en el capítulo 46 (así como en el 26, el 125, el 52, el 97, y tantos otros), es la cualidad
iniciática de su obra. El artefacto textual de Rayuela, con su régimen de ocultaciones, con su muro de metáforas nunca desveladas, está concebido para cambiar el estado de conciencia del lector hacia un nivel más elevado, donde los ingredientes narrativos se muestren por fin en su auténtico sentido. Y por aquí es por donde llegamos finalmente a Gurdjieff, pues esta cualidad del libro de Cortázar, inaudita en una obra de arte moderna, obedece en gran parte a la influencia del Maestro de Danzas sobre nuestro escritor. El capítulo 30 del Belcebú establece las bases de un arte auténticamente trascendente basándose precisamente en las virtualidades iniciáticas de las producciones artísticas. De hecho, hay un concepto específico de Gurdjieff para describir este asunto: legominismo. Por supuesto, nada parecido a este extraño término aparece mencionado en Rayuela; y sin embargo, la mejor manera de expresarnos sería decir que el mayor libro de Cortázar funciona exactamente (o mejor: debería
funcionar, si encontrase al lector adecuado) como uno de los legominismos descritos por Gurdfjieff. ¿Por qué Cortázar habla todo el rato en metáforas? Respuesta: Porque constituye un buen método, validado por Gurdjieff, para modificar la conciencia del lector.
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Asimismo, Gurdjieff también es la causa de la supresión del término «cristalización» en el pasaje que ahora tratamos de iluminar. Tal
como ya se ha dicho, en su paso del Manuscrito a la edición definitiva de Rayuela, Cortázar eliminó esa palabra en un claro caso de borrado, tal como entendemos aquí este
término (a saber, la anulación de un elemento textual que alude demasiado
directamente a los contenidos ocultos de la obra). En esta ocasión, la razón del borrado radica en que el verbo «cristalizar»,
con sus diversas variantes léxicas, es usado con una enorme frecuencia en el Belcebú, apareciendo ahí hasta un total de 329
veces (benditos sean los auxiliares de edición de la computadora). Sólo en el capítulo que más nos interesa aquí –el 30–, aparece hasta 15 veces. Así
pues, frente al no comprometido «coagulante», «cristalización» supondría un término marcado, una
conexión demasiado directa con las enseñanzas de Gurdjieff, tal como sucedería con la palabra «legominismo», ésta ya exclusivamente gurdjieffiana. Ésta es la razón de que Cortázar borrase el concepto que figura en el Manuscrito, aunque luego terminase presentándolo igualmente en una versión diluida: «todo se
ordena en su justo sitio y te nace un precioso cristal con todas sus facetas...».
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En síntesis: más allá de su mención nominal en el capítulo 65, el fundador del Cuarto Camino se halla presente por todas partes en Rayuela, por más que sea en un modo deliberadamente diluido y oculto. No tan solo lo encontramos en los fragmentos que acabamos de
ver del capítulo 26 y del capítulo 46, más la página 137 del Cuaderno que
comentamos el otro día. Ninguno de tales fragmentos es un trozo cualquiera,
sino que cada uno a su modo conecta con el sentido y la estructura profundos de la
mayor obra de Cortázar. En consecuencia, a partir de ellos se puede deducir que la presencia
invisible del Maestro de Danzas afecta la totalidad del libro. De tal fuente provienen por lo menos la idea de una doble textualidad y la distinción entre lector activo y lector pasivo. Es decir: lo más característico y lo más
original de la mayor obra de Cortázar.
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Prácticamente se podría decir que Gurdjieff es como el aire que respiran los personajes de Rayuela. Esto es lo que hemos tratado de
argumentar en las tres primeras entregas de esta serie; a partir de ahora, para
completar nuestra investigación nos interesa elucidar cuándo leyó Cortázar a
Gurdjieff, y cuáles pudieron ser los motivos que le indujeron a escribir, a
partir de esa lectura, una obra tan insólita como Rayuela.
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