Julio Cortázar publicó varios libros de cuentos; su producción en ese género es vasta, incluyendo decenas de relatos, y también es, en general, excelente. El escritor ostenta por ello una merecida fama como cuentista, previa incluso al éxito de su mejor libro, Rayuela. A propósito de esto, en una charla con Carles Álvarez Garriga, el editor de los Papeles inesperados me expresó hace pocos meses su perplejidad ante el hecho de que no existiera ninguna recopilación de los mejores cuentos de Cortázar. Espero que él mismo saque adelante ese proyecto, y me gustará ver qué cuentos serán sus elegidos (por mi parte, si tuviera que elegir sólo uno, me quedaría con Verano). Por otro lado, esa posible selección da por sentado que no todos los cuentos del autor argentino tienen la misma calidad, ni el mismo encanto; y en efecto, sería justo decir que los hay excelentes, que también los hay buenos, y que también hay alguno más bien regular (si los hubo malos, ya se ocupó el propio autor de descartarlos en su momento). Yo voy a romper aquí una lanza a favor del que podría ser elegido quizás el peor cuento publicado por el escritor argentino.
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Y es que entre los cuentos menos agraciados de nuestro autor, hay uno que merece ser considerado, además, y por derecho propio, como su cuento más aburrido. Y digo “por derecho propio” porque el relato en cuestión recibió esa calificación directamente de Cortázar, que lo describió en su mismo encabezamiento como una “crónica algo tediosa”; lo cual me exime a mí de toda responsabilidad en la valoración. De ese encabezamiento, no nos quedemos sólo con lo de ‘tediosa’, sino también con lo de ‘crónica’, pues efectivamente su forma es más bien la descripción de una acción antes que un relato. Apenas hay diálogos, algunos párrafos son interminables, casi todo está narrado en un contumaz pretérito indefinido… Todo ello repercute claramente en su atractivo narrativo. A la sazón, sus veinte páginas resultan a todas luces excesivas para una acción bien escasa, y cuyo interés es más bien discutible. Así pues, acción escasa, poco interés, estilo cargante, y lo que quizás sea lo más significativo: ninguna audacia literaria; son motivos de peso para considerarlo el peor cuento de Cortázar. Me estoy refiriendo al segundo relato de Octaedro, publicado en 1974, y que lleva por título “Los pasos en las huellas”.
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Tras anunciar la calidad tediosa del cuento, ese encabezamiento suyo prosigue de este modo: “estilo de ejercicio más que ejercicio de estilo de un, digamos, Henry James que hubiera tomado mate en cualquier patio porteño”. Con eso de “estilo de ejercicio”, el autor describe nuevamente lo que vamos a encontrar en el texto: algo que más bien parece el resultado de una redacción escolar; y de este modo se incide nuevamente en una calidad narrativa escasa. Pero todavía falta lo peor: esa remisión a Henry James. No se trata de una remisión al azar; en realidad, ese “digamos” es sólo para despistar. Porque el argumento del cuento tiene grandes concordancias con una novela breve del escritor norteamericano, The AspernPapers, de la que Cortázar saca el motivo de arranque y también algunos detalles; y yo diría, incluso, lo del carácter tedioso, aunque sobre esto último quizá pensaría distinto si hubiera leído primero a James. Así pues, “Los pasos…” no es tan sólo un relato aburrido; ¡además, ni siquiera es original!
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Hacia el final de su libro Conversaciones con Julio Cortázar, de 1978, Ernesto González Bermejo hace un repaso con nuestro autor de los cuentos que forman Octaedro. Los repasan todos, uno por uno; pero no hablan de “Los pasos…” ¿Por qué esa excepción? ¿Por qué ese agravio comparativo a uno de los relatos del libro, y sólo a ése? ¿Quizás se olvidaron de él? Y si fue eso, ¿por qué motivo? ¿No es esto lo que pasa cuando algo nos aburre? ¿Quizá Cortázar se avergonzaba de ese cuento? Unos años más tarde, Evelyn Picón Garfield dedicó un artículo entero al mismo volumen (“Octaedro: ocho caras del desespero”, incluido en Julio Cortázar. La isla final, de 1983); y entre las veintiuna páginas del artículo, “Los pasos…” merece tan sólo medio párrafo. ¡Apenas media página para tratar del cuento! Y no es ni un comentario, sino únicamente un breve resumen de su argumento; para colmo, mal hecho, pues tergiversa lo que en él se explica. Da toda la impresión de que Picón hubiera leído apresuradamente el relato, sin llegar a comprenderlo del todo, y de que no se hubiese tomado la molestia de releerlo.
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Esos dos ejemplos son bien sintomáticos de que “Los pasos…” parece ser un cuento de Cortázar destinado al sistemático descuido por parte de sus lectores. Quizás a ustedes les haya pasado lo mismo; lo leyeron algún día (¿entero?) y después han olvidado su contenido. Así pues, voy a refrescarles la memoria, resumiéndoles el argumento, puesto que luego quiero hablarles del mismo con profusión. Un resumen que resultará un poco largo, al contrario del de Picón, para hacerle justicia al contenido. Y creo poder decir que el mío será un resumen bien hecho, pues prácticamente devendrá tan tedioso como el mismo cuento:
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Resumen de “Los pasos en las huellas”
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Empecemos por el protagonista: se trata de un profesor e investigador literario que se llama Jorge Fraga (¡Se llama como yo! ¡Vaya sorpresa!). A sus cuarenta años, Fraga decide emprender la revisión de la figura de Claudio Romero, un encumbrado poeta argentino, ya muerto, y cuya figura, a juicio de Fraga, ha sido mal comprendida. El poeta Romero es celebrado por encima de todo por su Oda a tu nombre doble, su obra cumbre, poema amoroso que, antes de que Fraga emprendiera su estudio, se vinculaba exclusivamente con una mujer de clase alta llamada Irene Paz, a quien el poeta había pretendido sin éxito. Siguiendo la pista de una información vaga y conocida casi al azar, Jorge Fraga descubre la existencia de otra mujer en la vida del poeta: esta vez de clase humilde, una tal Susana Márquez. Esta nueva figura, totalmente desconocida hasta ese momento, permite contemplar la Oda de Romero bajo otras luces, dotándola de una nueva e insólita complejidad que aumenta exponencialmente su valor literario.
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La publicación del estudio de Fraga (que lleva por título Vida de un poeta argentino) genera en primer término la euforia nacional por el poeta revisitado. Y a la vez, procura también un éxito inmediato para el investigador, a quien como doble recompensa se le conceden el Premio Nacional y la promesa de un puesto diplomático en Europa. Jorge se retira entonces a la quinta de una amiga suya, Ofelia, para preparar con tranquilidad el discurso de recepción del premio. El investigador debería sentirse bien, pues ha satisfecho sus propósitos y sus mayores ambiciones; y sin embargo, no está contento. Fraga sospecha: cree haber puesto sus pasos en unas huellas ya previstas por Claudio Romero, con las cuales el poeta construía una determinada imagen de sí mismo, con el fin de encumbrarlo tras su muerte.
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Movido por esa sospecha, Jorge Fraga decide profundizar en la cuestión, y acude nuevamente a su más importante fuente de información. Entonces realiza nuevos descubrimientos sobre el poeta, pero ahora de un signo escandaloso, pues revelan la actitud tremendamente egoísta, desconsiderada e incluso despótica de Romero hacia Susana Márquez, una mujer inocente e indefensa a la que su amante acaba empujando a la prostitución. Con esto, a Fraga se le desmorona la visión del poeta Romero que él mismo había edificado con su estudio. Y ahora se enfrenta a un dilema: ¿debe dar a conocer esta nueva faceta del poeta o, por el contrario, debe guardar un prudente silencio, para preservar el prestigio de Romero y el suyo propio? A la sazón, cuenta con el problema añadido de haber perdido la documentación que acreditaba sus últimos hallazgos.
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Finalmente, en la propia ceremonia de entrega del Premio Nacional, Jorge Fraga expone todo el asunto, sin pruebas, y a la vez su propia perplejidad. Con lo cual su discurso se muestra como una especie de balbuceo ensimismado, confuso y paradójico, que provoca el repudio de las autoridades allí presentes, y a la vez el regocijo de los jóvenes. Al volver al refugio de la quinta, ya a solas con su amiga Ofelia, y aún conmocionado por los recientes acontecimientos, Jorge Fraga tiene un motivo todavía más importante para sentirse aturdido: parece que Romero hubiera previsto no sólo el éxito, sino también la debacle. Los pasos no estaban trazados para encumbrarlo a él, sino para involucrar a su perseguidor; y el propio Fraga lo había intuido en todo momento.
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De algún modo, la conexión de Fraga con Claudio Romero es tan íntima e intensa que sobrepasa los límites de lo razonable. El primero se niega a aceptar la posibilidad de estar poseído por el segundo; y sin embargo ¿cómo pudo prever él que todo, incluso su fracaso, formaba parte de un plan concebido por Romero? ¿Por qué puso hasta el fin sus pasos en las huellas trazadas por el poeta, aún sabiendo, en el ínterin, que algo no encajaba? Por fin, saliendo de su confusión, Fraga adquiere la certeza de que Romero y él son iguales: son personas de una misma clase, extraña e inusual, que existirá siempre y en todo lugar. Si él ha puesto sus pasos en las huellas del otro, ha sido porque ambos repiten un mismo patrón.
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Tras esta revelación, Fraga advierte que, a pesar del escándalo reciente y del aparente fracaso de sus perentorias ambiciones, en el fondo está todo por decidir; el éxito o el fracaso todavía dependen, en último término, de lo que él mismo decida hacer a partir de ese momento. Sabe lo que debería hacer para recuperar el éxito: sabe lo que sucederá si no lo hace. Y finalmente, deja la elección para más tarde. Fin.
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La piedra en el camino
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Hete aquí el cuento. Considerado en sí mismo, como el texto autónomo que todo cuento pretende ser, “Los pasos en las huellas” responde con justicia a la definición, brindada generosamente por el propio autor, de “crónica algo tediosa”. Ya lo hemos dicho: tanto su argumento como su estilo inducen a considerarlo ya no como uno de los cuentos menos interesantes de Cortázar, sino incluso como una obra de escaso mérito. Me pregunto si, en caso de no estar firmado por quien lo hizo, un editor se hubiera animado a publicarlo. Y esto genera algunas preguntas: ¿Cómo es posible que Cortázar, el gran cuentista, hiciese un cuento tan pesado? ¿Cómo puede ser que un autor tan autoexigente se atreviese a publicarlo? Él mismo dice que es tedioso, y al mismo tiempo delata su fuente de inspiración: ¿Por qué lo incluyó entonces en Octaedro, aún a sabiendas de su escaso interés, de su regular calidad literaria, de su falta de originalidad? Vamos a especular brevemente sobre esos motivos.
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Por un lado, cabría pensar que fuese un cuento primerizo, fruto de la inexperiencia del autor, y recuperado más tarde para cuadrar el círculo de Octaedro. Por otro lado, cabría atribuir su publicación a una decisión precipitada. Pero es justamente lo contrario, tanto para lo primero como para lo segundo; se trata de un escrito de madurez, y su publicación pudo ser largamente meditada.
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¿Primerizo? La primera vez que el escritor alude a este cuento suyo –o por lo menos a uno con el mismo título- es en octubre de 1962, en una carta a Manuel Antín (no hay ninguna mención anterior a esa fecha). Que yo sepa, no se ha conservado ese cuento de 1962; y si bien no hay motivos para creer que fuese exactamente el mismo, podemos pensar que se trataba de una versión primitiva suya. En todo caso, aun cuando de este modo pudiéramos retrasar la génesis del cuento más de una década, se trataría igualmente de un escrito elaborado en plena etapa de madurez vital y literaria de su autor; el texto habría sido escrito poco después de concluir la escritura de Rayuela, y cuando Cortázar ya tenía consolidada su justa fama de cuentista. Así pues, de primerizo nada.
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¿Precipitado, entonces? Si lo tenía en mente desde 1962, más de diez años antes de publicarlo, no cabe hablar de precipitación alguna; sólo que, en ese caso, lo tedioso del relato tendría aún más pecado, pues Cortázar no logró dotarlo de mayor vigor ni siquiera tras ese largo lapso de incubación. Pero aun cuando el de 1962 no fuera el mismo relato de 1974, sospechar precipitación resulta absurdo en un escritor como Cortázar, siempre exigente consigo mismo y siempre muy consciente de lo que daba a publicar. Esta segunda especulación no encaja para nada con la maestría de ese escritor, ni con una personalidad que ni en sus comienzos tuvo prisa alguna por publicar sus obras.
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Pero sí cabe esta otra opción: la de que Cortázar, maestro cuentista, lo publicase no a pesar de ser aburrido, sino justamente porque era aburrido. El hecho de que Cortázar subrayase tanto lo tedioso del relato como la remisión a James, en el mismo encabezamiento de su texto, resulta algo realmente insólito en la producción cuentística del autor; y eso debería inducirnos a preguntar si ese aburrimiento y esa falta de originalidad no forman parte estructural del sentido del cuento. De ser así, ese encabezamiento no estaría destinado a disculpar o atenuar los defectos del relato, sino precisamente a destacarlos. De ese modo, el declarado “estilo de ejercicio” de “Los pasos…” sería algo tan inusual en la producción cuentística del autor argentino que nos obligaría a aplicar un utillaje igualmente inusual para su interpretación.
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¿Y cuál puede ser ese inusual utillaje interpretativo? Yo tengo un propuesta: Tal vez ese tedio que el relato provoca responda en el fondo a una estrategia de ‘piedra de escándalo’, perfectamente calculada por el autor. A saber: algo que detiene el curso normal de la interpretación de un texto y que obliga al lector a buscarle un sentido más alto. Esto es lo que sucede con una estrategia textual de este tipo: vamos por un camino, tan tranquilamente, y nos encontramos con una enorme piedra que bloquea el paso; si queremos seguir por nuestro camino, deberemos salvar ese obstáculo por arriba, elevándonos sobre la piedra. Y esto, lo de elevarnos, es precisamente lo que pretendía quien puso la piedra ahí, con el fin de ofrecernos una visión más amplia del camino.
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Ahora sustituyamos los términos: la excelencia en la producción cuentística de Cortázar es el camino; los prominentes defectos de “Los pasos…” son la piedra que lo interrumpe; quien los dispuso ahí es el propio autor del texto, Cortázar; y quien debe elevarse son los lectores (los lectores de Cortázar, no sólo del cuento), o sea, nosotros. Dicho esto, quedaría tan sólo un elemento por despejar: arriba. ¿Y dónde es arriba? ¿Hacia dónde quiere Cortázar que nos elevemos nosotros, los lectores del cuento, para verlo mejor?
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“Los pasos…” y Rayuela
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Siguiendo la estrategia de piedra de escándalo, el lector de “Los pasos…” debería inferir que el sentido del cuento no está en su inmediatez literal, sino en una interpretación figurativa del contenido. De este modo, ese texto sería algo así como un relato alegórico, en el cual deberíamos sustituir sus elementos literales por otros referentes, los verdaderos, que no se encuentran explicitados en el cuento, y que pueden apuntar a cualquier lugar situado en la obra entera de su autor. ¿Cuál puede ser esa “verdadera referencia”? Digámoslo de otro modo: ¿cuál puede ser la referencia de un cuento que habla del estudio en profundidad de la mayor obra de un eminente escritor, a la postre argentino? ¿No resulta esto sospechoso? Esa historia sobre Claudio Romero y su Oda a tu nombre doble, ¿no estará en realidad hablando del propio Cortázar, y de su mayor obra, Rayuela?
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Ya me imagino la reacción de los “filólogos” ante esta especulación mía. “Todo eso –dirán- configura una interpretación muy esforzada –por no decir forzada, directamente- del segundo relato de Octaedro. Falta demostrar, en primer lugar, que su calidad tediosa sea una piedra de escándalo; y después, que esa piedra apunte hacia Rayuela. ¿Por qué deberíamos, para sortearla, elevarnos hasta Rayuela, y no hasta otro lado?” Para la primera objeción no tengo respuesta; allá se queden ellos con un relato mediocre del escritor argentino. Pero para la segunda dispongo de algunos argumentos a mi favor.
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Por un lado: esta dependencia del cuento con respecto a Rayuela podría ser otra razón, más convincente que la del escaso interés del cuento, por la cual Cortázar no hablara de este último en sus conversaciones con González Bermejo. Ahí callaron tanto González Bermejo como Cortázar, pero podemos pensar que el silencio de Cortázar al respecto es cualitativamente distinto al de su contertulio; si el callar de éste último obedece seguramente a la displicencia, el de aquél obedece, por contra, al cálculo, a la voluntad de mantener corrido el velo que cubre el sentido del cuento. Me imagino la situación: González Bermejo diciendo para sí: “Mejor no saco a colación “Los pasos…”, pues prefiero no decirle que no me gusta nada”; y a su vez, Cortázar pensando en sus adentros, pero por motivos distintos: “¡Vaya suerte que no lo mencione!”. El calculado silencio de Cortázar estaría motivado por la misma razón que indujo al escritor a no hablar nunca de la enorme importancia de Lo prohibido en Rayuela: en ambos casos, tanto para Lo prohibido como para “Los pasos…”, el reconocimiento último de la cuestión no puede ser explicitado, sino que debe quedar siempre en manos de la capacidad del lector para realizar esa atribución. Estaríamos hablando, por tanto, de aspectos inconfesados relacionados con los contenidos de la obra principal del escritor.
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Pero sobre todo, más allá de este alambicado argumento sobre el silencio de Cortázar, “Los pasos…” nos lleva hasta Rayuela por lo que el propio cuento nos revela: la aquiescencia global de su argumento con la forma y con la poética que nutren la gran obra de Cortázar. Consideradas en su conjunto, las piezas encajan, y éste es el principal argumento a favor de la interpretación alegórica: El poeta Claudio Romero puede ser un trasunto de Morelli. Y su poema principal, la Oda a tu nombre doble, sería entonces una alusión disimulada a la obra del viejo escritor, Rayuela, que precisamente tiene una doble forma de decirse y de leerse; lo que en el cuento es “la poesía” sería “la novela” en Rayuela: es decir, la obra. La mujer aristócrata del cuento, Irene Paz, la que para todos era la musa inspiradora y el destinatario de esa gran obra, puede ser un trasunto de la literatura de prestigio, fuente de reconocimiento universal y de privilegios, a la que Rayuela se opone. Y la otra mujer, Susana Márquez, el verdadero amor de Romero, desconocido y oculto, a quien realmente iba destinada su Oda, representaría entonces otro tipo de literatura, marginada de la gran tradición, pero mucho más honesta: una literatura que antepone al éxito social, al prestigio y a los privilegios de la otra, el cumplimiento de una misión íntima, personal y profunda: aquella a la que Rayuela quiere dar cumplimiento. Pero esta otra literatura, en el cuento, acaba siendo traicionada y llevada a la prostitución por Romero; y eso puede significar que, en el fondo, Cortázar temió –o constató, según la fecha en que datemos el cuento- que el éxito reservado a la gran obra de Morelli acabase por convertirla definitivamente en lo contrario de lo que su autor pretendía: una novela más, en vez de un libro audaz e insólito. Una fuente de reconocimiento y prestigio, en vez de una obra profunda y personal. Una infusión de té verde, en vez de una ingesta de peyote
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Con todo esto, “Los pasos…” sería entonces una reflexión, en modo alegórico, sobre la ausencia de una lectura satisfactoria de Rayuela. Y en ese contexto, Jorge Fraga sería una sustitución, por vía de ficción, de un lector ideal de Rayuela que en 1962 debió parecerle bastante improbable a Cortázar, y que en 1974, definitivamente, no aparecía por ninguna parte. En 1962, el cuento debió concebirse como una instrucción paratextual dirigida a orientar al lector cómplice de Rayuela; en 1974, el relato aparecía definitivamente como un lamento originado por la inexistencia de un lector capaz de penetrar en la dificultad del libro. Lo tedioso del cuento se mantendría intacto mientras ese lector no apareciese; y ese mal cuento, en el contexto de la creación de un excelente cuentista, debería ser el escándalo que llamase la atención –una llamada oscura, en la línea de mi Cortázar- sobre esa ausencia. De este modo, el aburrimiento que provoca “Los pasos…” sería la puerta de acceso a una reflexión alegórica de Cortázar sobre la lectura que sus lectores reales no han realizado de su gran obra, a saber: una lectura capaz de reconocer lo inconfesado.
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Mi especulación tiene un primer mérito evidente: por un lado, salva a Julio Cortázar de haber escrito un cuento de lo más aburrido, permitiendo preservar intacta su justa fama como escritor de cuentos. Habrá que buscar en otro lado el cuento más aburrido de este autor, pues “Los pasos…” ya ha perdido su ventaja en este concurso. Pero en todo caso, por el otro lado, no era ése mi principal objetivo, sino que se trata de profundizar en el sentido de este cuento, con el propósito de convertirlo en un nuevo caso a añadir a mi “vía positiva”, por la que pretendo mostrar las ocasiones en que Cortázar dijo, a su manera, que Rayuela es un libro distinto al que hasta hoy se ha considerado. En este sentido, apenas he empezado con este cuento; todavía me queda mucho por decir sobre el mismo. Pero esto me llevaría a un artículo demasiado largo: les emplazo, por tanto, a continuar con este asunto en la próxima sesión, en la Segunda Parte de “El cuento más aburrido de Julio Cortázar”. Mientras tanto, tienen tiempo de releerse el cuento y hallar por sí mismos, si no es que nunca las hubo, nuevas pruebas a favor de su interpretación alegórica. ¡Salud!
Apenas comenzado este nuevo año 2011, leo en el periódico español La Vanguardia un artículo sobre Cortázar, firmado por el escritor y enigmista catalán Màrius Serra (“Cortázar filtrado”, 4 de enero, p. 17). El motor de tal artículo es “el gran placer” que le ha causado a su autor la reciente lectura de las “Cartas a los Jonquières”editadas por Aurora Bernárdez -la Incansable, para suerte nuestra- y por el también catalán Carles Álvarez Garriga.
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Por un lado, y para llevar de buenas a primeras el agua a mi molino, reproduzco aquí el mismo extracto de “los Jonquières” con el que el columnista cierra su artículo: “Todo el mundo tiene allí [se refiere a nuestra Buenos Aires querida, si no me equivoco] su opinión sobre las cosas, pero coincidirás conmigo en que basta opinar sobre una cosa para, en el mismo acto, dejar de verla”. ¡Qué oportuna esta cita, qué adecuada! ¡Cuán cierto es ello, en este momento, aplicado a la lectura de Rayuela, precisamente ahora que estoy yo empeñado en demoler la opinión que del libro se han forjado sus lectores y que les ha impedido verlo! Otra vez Cortázar me sorprendería con su grado de penetración en las tretas de la Gran Costumbre, si no fuera porque ya estoy demasiado habituado a ello.
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Por el otro lado; vamos a “los Jonquières”. Serra no es el primero que confiesa haber quedado gratamente impresionado con el nuevo libro. Algunos amigos míos, buenos conocedores de Cortázar, me han hablado en términos muy parecidos a los que usa el columnista; a la sazón, a ellos –no sé si también al autor del artículo- les ha sorprendido un Cortázar pretendidamente inaudito –lo digo así, para distinguirlo de mi Cortázar insólito- que aparece retratado en esas páginas.
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Por lo que a mí respecta, confieso que la lectura de ese libro no me impresionó demasiado, ni tampoco me sorprendió. Uno de esos amigos míos –precisamente Carles Álvarez- incluso me mandó a donde no quiero decir, y airadamente, por la relativa indiferencia (subrayo lo de relativa) que yo mostré ante esas cartas. Debe creer que yo no reacciono ya ante ninguna otra cosa que no sea ese Rayuela insólito que vengo persiguiendo durante tanto tiempo, y del cual debo reconocer que esa correspondencia recién publicada no aporta ninguna pista firme. No se equivoca del todo, pero él debería convenir conmigo en que la luz de Rayuela, ya sea como novela o como libro insólito, eclipsa cualquier otro aspecto de la obra de Cortázar.
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Confieso también que lo que más llamó mi atención en ese libro, particularmente, no fue ese Cortázar que en algunos momentos le habla tan directa y hondamente a su amigo Eduardo, sino algo muchísimo más prosaico: por encima de todo me impresionó la escalofriante crónica que hace el escritor sobre ese terrible viaje en barco con Aurora, con el suelo de su cabina comunicando directamente con la vecina toilette comunitaria en la que el pasaje de tercera hacía sus necesidades, apuradamente y sin preocuparse demasiado por la puntería. Esto último sucedía, durante largos días, justo al lado de una cabina donde intentaba dormir un escritor que, poco más de diez años atrás, le escribía desde Chivilcoy a su amiga Mercedes Arias lo siguiente,:
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...el hombre del siglo XX –como masa- sigue siendo exactamente tan imbécil y miserable como bajo los Césares y los Alejandros. [Pretendo] sostener que el cristianismo no ha servido para nada, y que nosotros, la minoría culta, alejada del dinero y la ambición, con fines sublimados (arte, poesía, Dios, qué sé yo) haríamos muy bien en permanecer alejados de toda milicia, de toda participación.
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Me pregunto qué pensamientos, qué meditaciones, en ese artista tan sensible, tan capaz de transportarse en un momento dado con la recepción de una obra de arte, debió generar esa forzada familiaridad con la mierda anónima; y me pregunto también hasta qué punto parte de esa vivencia no se encuentra reflejada en los pasajes explícitamente escatológicos de Rayuela –pasajes bastante abundantes, todo hay que decirlo, y a los que con toda justicia quisiera dedicarles un artículo más adelante-.
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Cierto es que yo me se sentí algo encogido ante aquel reproche que me hizo Carles Álvarez. Y durante unos días estuve un poco avergonzado, acomplejado incluso, ante el entusiasmo mostrado por cortazarianos tan ínclitos como él –o como Màrius Serra ahora- ante “los Jonquières”, pensando si no había leído el libro demasiado deprisa, de modo que me hubieran pasado por alto sus contenidos más sensibles e importantes. Ese sentimiento culpable no duró demasiado, pues soy perfectamente consciente de que al fin y al cabo el territorio Cortázar es lo bastante amplio como para aceptar la coexistencia de sensibilidades muy diversas. En todo caso, releyendo hoy el primero de los tres volúmenes de las Cartas publicados hace ya casi diez años por Alfaguara, me doy cuenta de que yo tenía razones más poderosas que el descuido para no sorprenderme ante ese Cortázar inaudito.
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Y es que esos tres gruesos volúmenes repletos de cartas contienen varios Cortázar; y para mí uno de ellos es por lo menos tan impresionante y sorprendente como el de “los Jonquières”, y seguramente más trascendente. Me refiero concretamente al Cortázar que traslucen las cartas escritas a Fredi Guthmann, y sobre todo a partir de la fechada el 3 de enero de 1951, en la que se percibe una profunda conmoción causada en Cortázar por una carta de su amigo, inmediatamente anterior y dirigida no personalmente al autor de Los reyes por parte de Fredi, sino a una amiga común llamada Susana. Yo creo que en su momento fueron ésta y las otras cartas a Guthman las que más me impresionaron y las que me mostraron a un Cortázar realmente íntimo e inaudito; y hasta tal punto fue así que ellas provocaron en mí un sentimiento de familiaridad, de ya conocido, al leer más tarde las más fuertes cartas del escritor a Eduardo Jonquières.
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Por supuesto, hay evidentes diferencias temáticas y de tono entre las cartas de Guthmann y las de Eduardo Jonquières, como distintos fueron los vínculos que unían a nuestro autor con uno o con el otro; pero ello no obsta, en mi opinión, para considerar que ambos conjuntos muestran más que ningún otro documento la personalidad y la intimidad de Julio Cortázar –por lo menos, con anterioridad a Rayuela-. Y si las cartas a Fredi suponen, tanto como las de Eduardo Jonquières, un apartado selecto en la correspondencia de nuestro escritor, además merecen un lugar más destacado que estas otras, por cuanto tuvieron una mayor repercusión en su obra; en particular, en Rayuela.
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“Una mayor repercusión en su obra...”; esto, si realmente es así, es una cuestión para la “vía negativa”, pues todavía no se ha realizado un estudio en profundidad sobre la relación de Cortázar con Fredi Guthmann y su importancia en la elaboración del mayor libro de nuestro escritor. Yo no tardaré mucho en emprender esa tarea, pues cada vez noto con más fuerza su necesidad; pero hasta entonces me limito a dejar constancia de ello con estas pocas líneas.
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En todo caso, creo que el artículo de Màrius Serra ha sido una señal de que este año que empieza va a ser un buen año para los amantes de Cortázar. Así pues,