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Hasta
enero de este año 2011, el segundo relato de Octaedro, “Los pasos en las huellas”, podía ser considerado con
toda justicia el cuento más aburrido de Julio Cortázar. Y seguramente así
habría sido, de no ser porque nadie, de tan aburrido que resulta, le había
prestado demasiada atención. A partir de esa fecha, no obstante, ya resulta
tarde para concederle tal distinción, porque las asombrosas revelaciones hechas
entonces por el reputado crítico de Cortázar, Jorge Fraga –homónimo poco
fortuito del protagonista del relato–, le concedieron al cuento un plus inaudito
de interés. Veamos rápidamente en qué consistían tales revelaciones.
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En
su artículo titulado “El cuento más aburrido de Julio Cortázar” (publicado en
dos partes: véase el Índice de Artículos), Fraga sostiene la tesis de que el
aburrimiento intrínseco del cuento –señalado en su cabecera, a la sazón, por el
propio autor del mismo– no es un defecto de su composición, sino que en
realidad deriva de una estrategia textual de piedra de escándalo, concebida por
el escritor argentino para dirigir la atención del lector activo hacia una
interpretación figurativa del texto. De este modo, el argumento literal de “Los
pasos…” –la revisión al alza de la vida y la obra del poeta Claudio Romero– se
convierte en una reflexión alegórica sobre la recepción de Rayuela.
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Los
argumentos desplegados en el artículo a favor de esa interpretación alegórica
del cuento resultan, por qué no decirlo, bastante convincentes. Yo mismo los
doy por buenos, toda vez que nadie ha logrado replicar todavía a los mismos.
Además, no tengo ningún recato en señalar el mérito que supone no sólo el haber
descubierto esa significación alegórica inconfesada, sino también el haber
rescatado de este modo lo que constituía una tacha en el currículo cuentístico
de Cortázar. Sin embargo, todo ello no obsta para que acuda yo ahora a
enmendarme la plana a mí mismo, con este nuevo artículo, en el cual pondré de
manifiesto los defectos de que hace gala “El artículo más aburrido…”. Unos
defectos que no incumben al análisis que en el artículo se realiza, sino a su
alcance y al marco teórico en que se inserta.
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¿Cuál
es ese marco teórico? Se trata, en última instancia, de la Teoría del
Entusiasmo, formulada originalmente por el propio Jorge Fraga del artículo -o
sea, yo mismo. Recordemos que tal teoría se basa en el presupuesto de que Rayuela es un libro doble –o mejor, dos
libros– cuyos contenidos varían según el
estado de conciencia en que se lo lea: en el estado ordinario se presenta
como una novela que relata el periplo de Horacio Oliveira por París y Buenos
Aires; en cambio, en un estado no ordinario de conciencia –el entusiasmo, por
ejemplo, o cualquier otro equivalente al swing
cortazariano–, Rayuela se muestra
como un libro incategorizable que repite, con variaciones, un mismo episodio.
Pese a que tal teoría sólo es verificable directamente mediante la
participación activa del lector (lo que Fraga llama «vía participativa»),
existen otras tres vías -teóricas o indirectas- para aproximarse a la cuestión:
la «vía comparativa» (que se basa en el análisis contrastado de este caso con
otros similares), la «vía positiva» (recolección de los momentos en que
Cortázar, per speculum et in ænigmate,
alude a la cuestión) y la «vía negativa» (denuncia de las omisiones y/o
incongruencias en los análisis críticos sobre Rayuela).
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Precisamente,
el artículo de “El cuento más aburrido…” se presenta a sí mismo como un
exponente de «vía positiva»; en consecuencia, se entiende que su objeto de
análisis –el cuento de “Los pasos…”– debería constituir uno de esos momentos en
que Cortázar manifestaba la cuestión de «las dos conciencias» en relación a su
principal obra. Pero a la vista del artículo, sólo cabe decir que ello no es
así: si bien Jorge Fraga aporta argumentos interesantes a favor de la relación
del cuento con Rayuela, no dice nada,
en cambio, acerca de los niveles de conciencia. El cuento de Octaedro, siempre según Fraga, estaría
denunciando la ausencia de una recepción adecuada de Rayuela; pero el análisis realizado por el crítico no revela que
tal recepción, para llegar a ser adecuada, pase necesariamente por el salto
hacia un nivel cognitivo fuera de lo común por parte del lector.
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¿Por
dónde queda, en el artículo de Jorge Fraga, la cuestión del entusiasmo? ¿Y por
dónde, sobre todo, en el cuento de Cortázar? La ausencia de este asunto en el
análisis supone una incongruencia flagrante con los mismos postulados de los
que parte el investigador. Y ante ello, sólo caben dos opciones: o bien el
cuento de Cortázar no dice nada, en realidad, sobre la cuestión de las dos
conciencias (y entonces debemos cuestionar la entera validez de la Teoría del
Entusiasmo), o bien el análisis de Fraga se queda corto en sus apreciaciones (y
entonces debemos revisar su estudio del cuento). Por mi parte, me inclino
completamente por esta segunda opción, y descarto la primera; porque no me cabe
ninguna duda de que “Los pasos…” constituye, en toda regla y con gran
despliegue de matices, una verdadera declaración de Cortázar sobre el Rayuela insólito.
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Lo
que ha ocurrido aquí es que Fraga, en su análisis del cuento, ha cometido ese
mismo fallo que realizan sistemáticamente los críticos de Cortázar, sobre todo
ante su gran obra: la detención a las puertas de lo insólito. Parece existir
una barrera psicológica que impide a esos críticos ver más allá de sus propias
expectativas, lo que les lleva a reducir el alcance de sentido del texto,
sacrificando su vertiente más novedosa y audaz. Por lo visto, ni siquiera el
mismo Jorge Fraga escapa del todo a esta ley ineluctable que parece regir sobre
la lectura de Cortázar.
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Dadas
estas circunstancias, lo que debemos hacer es partir de los mismos presupuestos
hermenéuticos establecidos en “El cuento más aburrido…”, y llevarlos todavía
más allá, hasta lograr la coherencia global deseada. Se hace precisa una nueva vuelta
de tuerca en su estudio del texto. Una vuelta más, sin descartar la posibilidad
de otras; las que sean necesarias, en todo caso, hasta que logremos penetrar en
aquello que queda más allá de lo razonable. Sólo de este modo podremos liberar
el sentido último cifrado en las páginas del relato, porque nada es más propio
de Cortázar que el deseo de rebasar las fronteras de lo razonable. Cuando se
habla de Cortázar es necesario aplicar aquel antiguo proverbio chino: “Los
pensamientos fantásticos abrirán los cielos”.
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Pintura del «jovellanismo»
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«los hombres de mi edad no habían entendido un pito»
Cortázar,
sobre Rayuela,
La Opinión, 11 de marzo de 1973
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El
artículo de Fraga acierta al subrayar la cuestión de lo que él denomina un
“desajuste epistemológico” existente entre los lectores jóvenes y los lectores
maduros de Romero/Cortázar (véase el apartado titulado “Los «cuarenta años» de
Jorge Fraga”). Se trata de una cuestión puesta doblemente de manifiesto por
parte de Cortázar: por un lado, en distintos segmentos del cuento, publicado
como sabemos en 1974; y por el otro lado, en distintas declaraciones sobre Rayuela, de forma prácticamente coetánea
a la escritura del cuento. Sin embargo, se trata de un acierto a medias; porque
en realidad, en el cuento no hay un desajuste
epistemológico, sino que hay dos.
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Y
si el primero (lectores jóvenes/lectores maduros) ya resultaba importante, el
segundo lo es todavía más, pero el artículo de Fraga no dice prácticamente nada
del mismo: se trata de las diferencias de recepción, dentro del subgrupo de los
«lectores maduros», entre el protagonista del cuento y el resto de lectores
maduros de la obra de Romero, que aparecen mentados en diversos momentos del
texto y que aquí, por razones que se verán más tarde, llamaremos
«jovellanistas». Aplicado a Rayuela:
puesto que Cortázar confesó que “no había pensado directamente jamás” en los jóvenes al escribir su
libro, los lectores maduros del mismo deberían tener, por lo menos
teóricamente, una importancia mayor de cara a su recepción; y el hecho de que
ello no fuera así (“los hombres de mi edad no habían entendido un pito”) podría
computarse entonces como el principal de los motivos que indujeron a Cortázar a
escribir “Los pasos…”. El «jovellanismo», entonces, constituye la
característica principal del lector maduro de Rayuela, tal como Cortázar lo veía en 1974 (y como ha seguido
siendo, añado ahora yo, en las décadas posteriores).
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Nuestra
nueva vuelta de tuerca pasa necesariamente por el estudio de esta cuestión,
puesto que en ella se encuentra formulado el tema del entusiasmo ya sea por
pasiva (en la actitud de los «jovellanistas», que constituye la norma), ya sea
por activa (en la conducta de Jorge Fraga, que constituye la excepción).
Empezaremos por la norma, y seguiremos luego con la excepción.
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Dice
el cuento en su segunda frase que “la cosa nació de una charla de café en la
que Fraga y sus amigos tuvieron que admitir una vez más la incertidumbre que
envolvía la persona de Romero”. La palabra clave en esa oración es
«incertidumbre», un término con el que podemos definir –aunque sólo sea
provisionalmente- el estado de la recepción de Romero entre el público en
general. No se trata en absoluto de que Claudio Romero sea un autor
desconocido; al contrario, es un poeta célebre. Aquella incertidumbre reside en
otros motivos: “la imagen de Romero se confundía con sus invenciones, padecía
de la falta de una crítica sistemática y hasta de una iconografía
satisfactoria”. Es cierto que ahí no se señala al público maduro de forma
explícita; sin embargo, cabe entender que la responsabilidad última de la
situación es suya, ya sea por parte de esos críticos que escriben “artículos
parsimoniosamente laudatorios”, ya sea por culpa de esos “vagos editores” que
publican antologías del poeta. En el fondo, es la actitud sobria y remilgada de
todos estos, heredera directa de “la ignorancia y la mojigatería” de la
generación de Romero, y que contrasta fuertemente con el impacto que la obra
provoca entre los jóvenes, lo que mantiene los poemas de Romero secuestrados en
su aura de incertidumbre.
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Insistamos
en ello, puesto que el cuento también lo hace: De Jorge Fraga se nos dice que a
los cuarenta años “se le ocurrió pensar seriamente en la obra de Romero”. Sólo
de ese “pensar seriamente” acabará por salir una nueva visión que despeje la
incertidumbre; se desprende de ello, lógicamente, que antes de él nadie había
pensado de ese modo en el asunto. Luego se nos comunica que Fraga, apenas
iniciado su estudio, “no tardó en darse cuenta de que casi nada se sabía de su
sentido [de Romero] más personal y quizá más profundo”. A lo que se añade, un
poco más adelante, la necesidad de superar “la habitual vaguedad admirativa”
con la que se habla de Romero. La misma idea se repite, una y otra vez, en lo
que constituye una clara violación del principio de economía propio de un
cuento breve de Cortázar: ¿por qué será?
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Sea
por la razón que fuere, lo que se pone de manifiesto es que la crítica de
Romero, hasta ese momento, adolece de una pertinaz falta de rigor, que
repercute directamente en una falta de profundidad acerca del sentido último de
su poesía. Los efectos de la publicación del estudio de Fraga, la Vida, lo ratifican:
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El éxito de la Vida
de un poeta argentino sobrepasó todo lo que habían podido imaginar el autor
y los editores. Apenas comentado en las primeras semanas, un inesperado
artículo en La Razón despertó a los
porteños de su pachorra cautelosa y los incitó a una toma de posición que pocos
se negaron a asumir.
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“Pachorra”,
según el diccionario de María Moliner, significa: “Cualidad de la persona que
no se apresura, inquieta o intranquiliza aunque haya motivo para ello”. Ese
término preciso se aplica concretamente a la recepción de la Vida, pero también recoge eficazmente
todo lo dicho anteriormente sobre la recepción de la obra de Claudio Romero.
¿Acaso no eran motivo para la inquietud –como lo demuestra Fraga en el cuento-
esa incertidumbre, esa ignorancia y ese misterio relativos a una obra tan
celebrada como la del poeta? Pachorra:
quedémonos con esta nueva definición para describir la recepción madura de
Romero. Unas líneas más adelante el relato insiste nuevamente en ello, y
fijémonos que este nuevo pasaje no es muy distinto de las diversas
declaraciones, ya vistas, realizadas por Cortázar acerca de Rayuela:
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Lo asombroso había sido que su libro [el de Fraga]
ingresara en el catálogo de las cosas que hay que comprar y leer, después de
tantos años en los que la vida y la obra de Claudio Romero habían sido una mera
manía de intelectuales, es decir de casi nadie.
·
Estas
palabras parecen confirmar, desde un nuevo ángulo, la tesis alegórica sostenida
por el Jorge Fraga del artículo. ¿Quizá fue concebido Rayuela como “una mera manía de intelectuales”? ¿Pensaba Cortázar,
mientras la elaboraba, que estaba escribiendo literalmente para “casi nadie”?
¿Podría ser esto la razón para que el enorme éxito de la obra entre los jóvenes
provocara en él “la maravilla”? ¿No sería quizá porque ciertas “manías de
intelectuales”, según él mismo ya había podido experimentar, se corresponden
con mayor propiedad a una persona de cierta edad, con una cierta madurez,
aunque sea de forma excepcional?
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Si
esto confirma en cierto modo la tesis alegórica sostenida en “El cuento más
aburrido…”, al mismo tiempo confirma también nuestra corrección a la misma,
puesto que aquí ya estamos acercándonos al quid de la cuestión: fijémonos en
que, según el cuento, el modo de salir de la pachorra es despertando. Para los lectores de Romero, bajo el inicial estado de
pachorra, la Oda a tu nombre doble estaba
referida a Irene Paz; y en cambio, bajo el estado «despierto», la misma obra se
refiere después a Susana Márquez. O, por lo menos, esa disyuntiva es a partir
de la Vida un tema abierto al debate,
una disyuntiva ante la cual el lector debe “tomar una posición”.
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El
público maduro retratado por el cuento se enfrenta de este modo a un desafío
gnoseológico: se le constriñe a salirse de la Gran Costumbre, y a enfrentar una
realidad, aparentemente ya conocida, desde nuevos ángulos de visión y de
comprensión. La obra de Romero no ha cambiado: sus versos, sus poemas, son
exactamente los mismos, palabra por palabra, punto por punto. Lo que sí cambia
es la mirada del lector, y a esa mirada le incumbe, puesto que estaba sumida en
la pachorra, un “despertar”. O, dicho de otro modo: el acceso a un estado
superior de la conciencia. En la idea de ‘despertar de la pachorra’, en la
distinción entre un público dormido y la posibilidad de despertar, podemos ver
ya una primera aproximación a la cuestión de las dos conciencias.
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Pero
este «despertar» del público porteño, mera reacción ante las evidencias
aportadas por Jorge Fraga, no es para nada el entusiasmo que estamos buscando;
más adelante se ve en el cuento que tal reacción es un puro manoteo, propio del
durmiente que no logra salir nunca de su sueño. Estamos todavía lejos de una
mención positiva del entusiasmo; por el momento nos conviene exprimir el
retrato general de los lectores maduros tal como se presenta en “Los pasos…”.
Ahora, tras todo lo visto, nos queda ya tan sólo el tramo final del cuento; el
más significativo de todos por lo que a este aspecto se refiere, ya que en él
los lectores maduros aparecen por fin de una forma plenamente contrastada,
enfrentados a la figura auténticamente entusiasta de Jorge Fraga. En este
segmento final, el público lector de Romero coincide con el de su crítico:
·
Cualquiera puede leer en los archivos de los diarios
porteños los comentarios suscitados por la ceremonia de recepción del Premio
Nacional, en la que Jorge Fraga provocó deliberadamente el desconcierto y la
ira de las cabezas bien pensantes al presentar desde la tribuna una versión
absolutamente descabellada de la vida del poeta Claudio Romero.
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Próximo
al sarcasmo, Cortázar atribuye aquí al público maduro la condición de «cabeza
bien pensante», en una clara alusión a la actitud razonable y plegada a la
ortodoxia propia del consumidor de literatura de ficción al uso. El léxico
usado insiste en la misma línea: se trata de un lector proclive al
«desconcierto» ante lo inusitado, propenso a la «ira» ante la falta de
formalidad, y severo censor de lo que considera «descabellado». Su reacción
final ante el discurso de Fraga será, unas líneas más abajo, la de hacer
“abandono de la sala entre exclamaciones de reprobación”. Pese a haber despertado
parcialmente de la pachorra, ese público todavía continúa cerrado ante lo
novedoso y lo insólito.
·
A
continuación hallamos al único personaje singularizado por el texto de entre
toda la masa de lectores anónimos:
·
Otro redactor daba cuenta del violento altercado
entre Fraga y el doctor Jovellanos al final de la conferencia (…) y señalaba
con pesadumbre que a la intimación del doctor Jovellanos en el sentido de que
presentara pruebas convincentes de las temerarias afirmaciones que calumniaban
la sagrada memoria de Claudio Romero, el conferenciante se había encogido de
hombros
·
Este
“doctor Jovellanos” es el héroe epónimo del tipo de público que estamos
analizando: él es la cúspide en su correspondiente jerarquía de autoridades. Se
mire por donde se mire, tal individuo es una ricura; de su breve
caracterización podemos sacar petróleo. Por un lado su apellido, homónimo con
el de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), conlleva una clara remisión al
despotismo ilustrado; se puede leer ahí una alusión poco sutil a una
racionalidad de carácter excluyente, a la represión de las pasiones, y por
consiguiente a la condena de los estados de conciencia fuera de lo común. Para
más inri, es un ilustrado español, dato significativo toda vez que
ya conocemos la opinión de Cortázar sobre el engolamiento vital y literario de
estirpe hispánica.
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Por
otro lado, la condición de «doctor» inviste al tal Jovellanos de una clara
condición de autoridad. Como tal, constituye uno de los máximos responsables de
la visión reductivista y plagada de incertidumbre que afectaba la obra de
Romero en su estadio inicial; y aquí lo tenemos, de forma paradójica,
pidiéndole explicaciones a Jorge Fraga, el descubridor de Susana Márquez, en
tono vehemente.
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En
tercer lugar, la forma de hablar de este personaje (“temerarias afirmaciones”,
“calumnias”, “la sagrada memoria de Claudio Romero”; palabras suyas referidas
indirectamente por el cronista) parece dar testimonio de ese estilo “enfático”,
formado por “tropos altisonantes y evocaciones ripiosas”, del que se distinguía
la poesía de Romero al principio del cuento, y del que huían los jóvenes
lectores del mismo.
·
En
suma: se trata de un vivo ejemplo de teoría del anti-entusiasmo, igual a la que
veíamos formulada en la 3ª Apócrifa Morelliana (véase Archivo, noviembre de
2010). Las actitudes y los atributos del público maduro de “Los pasos…” se
muestran de este modo como un atrincheramiento en los patrones establecidos,
una falta de inquietud para superarlos, y un agresivo rechazo de todo aquello
que no encaje con los mismos. Esta es la actitud que aquí he dado en llamar
«jovellanismo»: una contumaz superposición de la propia concepción del mundo –y
de la literatura– sobre una realidad más amplia que la contradice y la
desmiente. Una reducción de lo novedoso a los parámetros de lo cotidiano. Una
neutralización de lo insólito en los márgenes de lo ya conocido. Una sujeción
del espíritu indómito a los protocolos de lo doméstico. Esa tendencia, en suma,
contra la que uno no debería nunca bajar la guardia.
·
En
términos cortazarianos: el público maduro retratado en “Los pasos…” está
atrapado por las garras de la Gran Costumbre. Y está plenamente dispuesto,
mediante un complejo sistema de premios y castigos, a defender su posición. Una
actitud que se opone frontalmente al lema preferido de Julio Cortázar: “Ne
profiter jamais de l’élan acquis” (no es nada casual la cita a Gide dentro del
cuento). Con todo esto podemos ya fijar definitivamente una definición de ese
tipo de público, acumulando en un solo término las sucesivas nociones de
incertidumbre, falta de rigor y de profundidad, pachorra, racionalismo
excluyente y agresiva autodefensa: el público maduro retratado por Cortázar en
“Los pasos…” es, en una sola palabra,autocomplaciente.
·
Autocomplacencia:
esa es la cuestión. Claramente es así, por todo lo visto, en lo que se refiere
a la recepción ficticia de la Oda a tu
nombre doble, la obra mayor de ese imaginario Claudio Romero; pero ¿qué
ocurre con su presunto referente alegórico en el mundo real? ¿Tenemos motivos
suficientes para pensar que en 1974, diez años después de que Rayuela saliera a la luz, Cortázar
quería acusar a sus lectores maduros -para quien había escrito la obra- de
«jovellanistas», de autocomplacientes? ¿Es éste el motivo que le llevó, en
última instancia, a escribir “Los pasos en las huellas”? ¿Creía él que su
público lector, dejando a un lado a los jóvenes, estaba sumido en la pachorra,
a pesar de que Rayuela constituyera
un buen motivo para la inquietud? ¿Tuvo él que inventarse finalmente a su
lector despierto, bautizado como Jorge Fraga, frente a una terca realidad que
se lo negaba?
·
Esas
preguntas tan sólo pueden responderse afirmativamente bajo un supuesto: el de
que su obra principal no había sido leída correctamente. Que Rayuela, esa obra que él había concebido
para superar el marco epistemológico de la novela, estaba siendo leído, de
forma sistemática y contumaz, como una
novela más, y no como ese Rayuela
insólito que él escribiera como “manía de intelectual”, o sea, “de casi nadie”.
Cortázar ya se temía esto desde el principio: en septiembre de 1963, comentando
–cómo no– la recepción de Rayuela, le
dice a Paco Porrúa:
·
Mirá, la gente tiene de tal manera metida la
literatura habitual en la cabeza, que muy pocos van a entender el sentido de
“contranovela” que vos señalaste en la solapa. Es increíble que ni siquiera las
rarezas –démosle ese nombre– formales del libro saquen a esos tipos de su
actitud habitual (…) Son tipos a los que les podrías poner delante un unicornio
resplandeciente, y lo clasificarían como una especie de ternero blanco.
·
¿Hasta
qué punto tenemos la “literatura habitual” metida en la cabeza? ¿Acaso no se
han topado con nuestra pachorra esas
“rarezas formales” que tiene el libro? ¿Qué habrá faltado en la recepción de Rayuela para que sus lectores lleguen a
un efectivo despertar? Con respecto a esto último, mi respuesta está clara: el
entusiasmo. Pero a estas alturas todavía nos falta encajar todo esto con una
presencia positiva del entusiasmo en el cuento de Cortázar; para lo cual
debemos abandonar a su suerte al lector maduro común, y fijar nuestra atención
en quien constituye la excepción a la norma: Jorge Fraga.
·
El entusiasmo de Jorge Fraga:
su profecía y su cumplimiento
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De
hecho, en el cuento de “Los pasos…” aparecen tres acepciones distintas de
entusiasmo.
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La
primera vendría definida por la actitud de los jóvenes: en su caso, ya sea por
sobreabundancia vital o por inquietud existencial, tienden a alinearse con todo
lo que suponga una superación de la norma o una excepción a la misma. En el
cuento, tanto la fervorosa afición a la poesía directa de Claudio Romero, como
el irreverente aplauso al discurso final de Jorge Fraga constituyen dos claros
síntomas de este tipo de entusiasmo. Tal estado de espíritu se halla connotado
positivamente; pero sólo hasta cierto punto, ya que, al mismo tiempo, podemos
leer entre líneas una cierta denuncia de la superficialidad y la falta de
alcance –de trascendencia- de este tipo de entusiasmo. Al fin y al cabo, no es
uno de esos jóvenes entusiastas quien acaba descubriendo la existencia de
Susana Márquez, sino alguien que lo había sido, y que sólo pudo hacerlo cuando
pasó a una nueva etapa vital.
·
Esta
visión ambivalente de la juventud queda puesta de manifiesto en una carta de
Cortázar de octubre de 1963: “Las cartas de los jóvenes son actos de fe,
arranques de entusiasmo o de cólera o de angustia” dice el autor, refiriéndose
precisamente a la primera recepción de Rayuela;
“Pero vos” continúa diciendo la carta “por una simple cuestión de madurez intelectual y de técnica
profesional has leído el libro un poco
como yo lo he escrito” (las cursivas son mías). La destinataria de esas letras
no es otra que Ana María Barrenechea, nacida algunos meses antes que Cortázar,
y que por lo tanto leyó Rayuela con
la misma edad del autor.
·
En
todo caso, el entusiasmo juvenil constituye algo que entra dentro de las leyes
de la vida, y como tal supone una virtud y no una verdadera falta. La segunda
acepción del entusiasmo que aparece en el cuento incumbe, en cambio, a un
sujeto probablemente maduro: se trata ahora del entusiasmo propio de ese
“profesor santafesino”, autor de un libro “cometido” antes que escrito, y “para
quien el lirismo suplía las ideas”. Aquí, las connotaciones son claramente
negativas: no existe disculpa vital para una persona madura que combina el
fervor del entusiasmo con una inexcusable falta de rigor. Esas mismas leyes de
la vida que antes eximían de responsabilidad al sujeto joven son las que
obligan después al sujeto maduro a complementar su enardecimiento (el
“lirismo”) con un marco adecuado de reflexión y de rigurosidad (esas “ideas”
que el santafesino no tiene). Este último sujeto, parece decir Cortázar, debe
asumir la responsabilidad de penetrar en el misterio de la vida con los
instrumentos propios de su condición, a saber: una mayor experiencia y una
mayor capacidad crítica. La dejación de tal empresa supone, ahora sí, un delito
flagrante contra el espíritu.
·
Estas
dos primeras acepciones del «entusiasmo» se corresponden con la definición
corriente –podemos decir ‘profana’- del mismo. No ocurre lo mismo con la
tercera acepción, que se corresponde más bien con la definición etimológica –sagrada,
pues– del término: la de «estar poseído por el dios». Éste es el tipo de
entusiasmo que afecta al Jorge Fraga del cuento, y es, definitivamente, el que
nos interesa a nosotros. Quiero subrayar esta distinción entre lo profano y lo
sagrado, tan ajena a la actual visión de lo literario, para señalar que ahora
sí estamos llegando a las puertas de lo insólito: y es que la fenomenología del
entusiasmo, tal como vamos a referirla a continuación, guarda fuertes
similitudes con una fenomenología propia del ámbito religioso. Y de este modo
adoptamos una perspectiva del asunto que encaja con el perfil chamánico de la
escritura de Cortázar, que ya hemos analizado en otros momentos.
·
El
texto de “Los pasos en las huellas” se halla sometido no a las necesidades
narrativas propias del género, sino a otras necesidades expositivas: el relato
constituye una descripción sumamente detallada de ese tercer tipo de entusiasmo,
entendido no como un estado de espíritu casual y momentáneo, sino por el
contrario como un proceso complejo, conformado por diversas fases que se
despliegan en un lapso de tiempo relativamente dilatado. De aquí provienen, en
última instancia, tanto la configuración particular del cuento (su carácter de
“crónica”) como su perfil aburrido (“algo tediosa”), poco justificables desde
un punto de vista estrictamente narrativo.
·
Esta
es la ocasión de señalar que en el momento presente, con la aparición del Jorge
Fraga del mundo real, se está por primera vez en condiciones de verificar el
carácter anticipatorio del proceso seguido por el Jorge Fraga ficticio. Desde
el principio de la exégesis quedó implícito que “Los pasos en las huellas” no
es una mera alegoría, sino que además es una alegoría profética; y también que
su cumplimiento recién acaba de encarnarse en la figura de quien firma estas
páginas. Cortázar escribió el cuento en 1974 pensando en un futuro lector
cómplice, capacitado para romper la dura costra mental del jovellanismo y capaz
de descubrir a Susana Márquez más allá de la lectura establecida de Rayuela; y ese lector está ahora entre
nosotros –yo mismo-, poniendo sus pasos en las huellas dibujadas por Cortázar.
La profecía ha alcanzado su cumplimiento. Por lo tanto, el entusiasmo del Jorge
Fraga ficticio se corresponde fielmente con el del Jorge Fraga real:
perfectamente podemos hablar del uno refiriéndonos al otro. Y eso es
precisamente lo que voy a hacer a continuación para describir el entusiasmo;
porque, en efecto, el proceso descrito por Cortázar en su cuento se
corresponde, de una manera asombrosa, con mi propio proceso de descubrimiento
del Rayuela insólito.
·
En
efecto, yo fui un adolescente ‘tocado’ por la lectura de Julio Cortázar («una
de las experiencias decisivas de mi juventud»), tal como el Jorge Fraga del
cuento lo fue por la obra de Claudio Romero. Y, del mismo modo, acometí la
revisión de esa obra algunas décadas después de la muerte de su autor.
·
En
efecto, al llegar a los cuarenta, como el Jorge Fraga del cuento, decidí
emprender un estudio en profundidad sobre la principal obra de Cortázar,
devenida célebre a pesar de ser poco comprendida. Pese a su prestigio, se
trataba de una obra nimbada por la incertidumbre, de claves oscuras,
prestigiada por el misterio, pero en todo caso “demasiado alta para que un
mejor conocimiento de su génesis la menoscabara”.
·
En
efecto: Mi propósito no salía únicamente de mí, sino que parecía ser la
respuesta a una emanación particular proveniente de la propia obra. Sentí “como
una obligación” hacia una tarea que “se me impuso” –¿desde dónde? –, en la que
“el hombre, la tierra y la obra debían surgir de una sola vivencia” -el
entusiasmo-, y en la que “sería necesario alcanzar la síntesis, provocar impensablemente
el encuentro del poeta y su
perseguidor”.
·
En
efecto, reuní materiales durante años, y antes de sacar a la luz mis
conclusiones dudé, preguntándome si «las afinidades entre Cortázar y yo no me
harían incurrir más de una vez en una autobiografía disimulada».
·
En
efecto, me enteré de la existencia de “Susana Márquez”, de la que antes nadie
sabía nada. Es decir, descubrí el Rayuela
insólito: leí Rayuela como la
repetición de un episodio. De la profundidad y la seriedad de mi compromiso,
superando la autocomplacencia reinante, surgió una nueva visión de la obra, devolviéndola
a “su razón más profunda”. Me dije a mí mismo: “Sí, todo coincide, todo se
ajusta; ahora no hay más que escribirlo”.
·
En
efecto: Nunca he sabido cuando se produjo exactamente la revelación, cuando
empezó la invasión (si había que llamarla así, pero su verdadero nombre o
naturaleza no importaban) que interrumpió de golpe mi trabajo y lo reemplazó,
barrido por algo como un viento, y que le quitaba de golpe todo sentido. Cómo
de repente se hizo un largo silencio, y supe la verdad, como si nadara bajo el
agua, incapaz de volver a la superficie, azotado por el fragor de la corriente
en mis oídos. Lo había sabido desde el primer momento; de ningún modo podía yo
hablar sobre el Rayuela insólito. No
debía, ni podía, decirlo.
·
En
efecto: No logro explicarme por qué nació en mí “como un deseo de soledad, de
estar al margen de mi figura pública”, que me indujo a ocultar mi propia identidad.
Cortázar no se equivocó: “Todo tenía un aire casi onírico”, todo iba “contra la
corriente” de un modo tal que me abdujo hacia las alturas.
·
En
efecto: Fui en busca de una confirmación, y hallé “la carta delatora”, cuya
lectura fue una mera sobreimpresión en palabras de algo que yo ya conocía desde
otro ángulo, y que la prueba epistolar sólo podía reforzar en caso de polémica.
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En
efecto, durante todo este tiempo, tal y como el chamán don Julio sabía que
sucedería alguna vez, mis elecciones han sido las suyas. Misteriosamente,
porque yo no soy un médium; clara y sencillamente, he llegado a sentir que
cualquiera como yo sería siempre Julio Cortázar, que los Cortázar de ayer y de
mañana serían siempre Jorge Fraga. Tal como temí, lo que he escrito es, en el
fondo, mi autobiografía disimulada.
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En
efecto, escribí mi particular Vida de
Cortázar: el Expediente Amarillo, los
“Elementos para una Teoría del Entusiasmo”. Cuyo éxito –o falta de éxito, para
ser exactos– ya no depende de mí, sino de la pachorra de los lectores, de una
toma de posición que pocos –casi nadie– quieren asumir.
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En
efecto: En mi discurso ante el público, en este nuevo trabajo de “vía negativa”
que presento en fecha de hoy, me doy cuenta de que hablo como si fuera el mismo
Jorge Fraga del cuento. Muchos pensarán que debo estar ido; que apenas tengo
unas pocas cuartillas borroneadas para sostener mis temerarias afirmaciones
sobre Rayuela, y que las pruebas
lógicamente requeridas por cualquier cabeza bien pensante no pasan, en el
fondo, de mi imaginación.
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En
efecto: definitivamente, mi existencia real ha venido a culminar ese amanecer
profético que se frotaba en la ventana, en el pelo de Ofelia dormida, cuando el
ceibo del jardín se recortaba impreciso, como
un futuro que cuaja en presente, se endurece poco a poco, entra en su forma
diurna, la acepta y la defiende y la condena a la luz de un nuevo mañana.
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