Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

25 de noviembre de 2010

Apócrifas morellianas (3) Una teoría del antientusiasmo

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Anotado por Morelli en un papel amarillo:

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Leo el Euforión de Antoni Marí, y encuentro por doquier los antecedentes teóricos, la ilustre prosapia –complementaria de una versapia igualmente ilustre- de mi propia tarea: Ficino, Shaftesbury, “Dorval”. Etcétera. Y sin embargo, ninguno de ellos parece tener en cuenta a mi lector, a esa otra mano que se ofrece, del otro lado del puente, a un encuentro con la mía. Así las cosas el genio, el furor, diríase destinado a ser únicamente el resultado de un exclusivo intercambio del creador con su daimon… Pero no, ahí está, aunque sea en negativo; mi lector logró colarse por el lugar más inesperado, en la contra-teoría del entusiasmo (o teoría del anti-entusiasmo) del clasicismo francés:

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El genio, por lo que tiene de excepcional, no podía ser admitido por la estética clásica, basada en la preeminencia de la Razón contra el sentimiento, en la absoluta autoridad de la Razón general -de la que podían participar, indistintamente, todos los individuos-; y también en la certeza absoluta de que todo era comunicable a todo el mundo. Todos los fenómenos de la vida interior y exterior debían ser juzgados bajo el patrón de una Razón General accesible de la misma forma a cada uno. Desde esta perspectiva, se negaba explícitamente toda subjetividad, todo conocimiento relacionado con la intimidad subjetiva y con la realidad interior, personal, irreductible a unas leyes universales comunes a todos los hombres. El genio era sinónimo de la presencia del impulso caótico del pensamiento agreste que no había sido dominado por la preceptiva de la razón.

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9 de noviembre de 2010

Vía positiva (1) EXÉGESIS DEL CAP. 97


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En el cap. 82 de Rayuela, Cortázar/Morelli se tacha a sí mismo de “pobre shamán blanco”, y con esta forma tan sintética está expresando precisamente lo que constituye mi hipótesis: el autor pretendía que su libro provocase en la mente de su lector activo una alteración de la conciencia, lo que Mircea Eliade denominaba una ‘ruptura de nivel’. En consecuencia, es como si en esa declaración Cortázar se postulara a sí mismo como “don Julio”, un chamán equivalente, avant-la-lettre, al don Juan de Castaneda. Un shamán, bien; y blanco, de acuerdo; pero ¿por qué ese conmiserativo pobre? Sólo al final de este artículo estaremos en condiciones de contestar a esa pregunta.
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El capítulo 97, de una forma menos sintética que en el capítulo 82, constituye otro de los momentos de Rayuela en los que se plantea el mismo tema. De forma positiva, pero también, y como siempre, con una relativa oscuridad. El siguiente párrafo constituye la entrada y el primer período de ese capítulo:
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A Gregorovius, agente de fuerzas heteróclitas, le había interesado una nota de Morelli: “Internarse en una realidad o en un modo posible de la realidad, y sentir cómo aquello que en una primera instancia parecía el absurdo más desaforado, llega a valer, a articularse con otras formas absurdas o no, hasta que del tejido divergente (con relación al dibujo estereotipado de cada día) surge y se define un dibujo coherente que sólo por comparación temerosa con aquél parecerá insensato o delirante o incomprensible. Sin embargo, ¿no peco por exceso de confianza? Negarse a hacer psicologías y osar al mismo tiempo poner a un lector –a un cierto lector, es verdad- en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales... Ese lector carecerá de todo puente, de toda ligazón intermedia, de toda articulación causal. Las cosas en bruto: conductas, resultantes, rupturas, catástrofes, irrisiones. Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?”
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Como en tantas ocasiones me sucede frente a otros fragmentos de Rayuela, yo me pregunto qué deben pensar los “filólogos” al leer páginas como ésta, cómo las interpretan. En mi opinión, cuando no eluden, directamente, hacer esta interpretación, apuntan generalmente hacia lo excéntrico y lo gratuito; es decir, hacia “lo absurdo”. O bien a “la libertad” –como hace, por ejemplo, Saúl Yurkievich, príncipe de la crítica “filológica” del libro-, en una acepción vaga y lírica del término que permite explicar todas las inconveniencias del texto, y que en el fondo no deja de ser un eufemismo para “lo absurdo”. Ambos términos, “absurdo” y “libertad”, se han convertido para la crítica cortazariana en conceptos-fetiche que permiten eludir, sin afrontarlos, los desafíos que plantea la oscuridad del libro de Cortázar. Las prevenciones del propio autor no sirven; él mismo nos advierte de que debajo de lo aparentemente absurdo y delirante hay un dibujo coherente, pero eso acaba por no constar en acta. Aunque por este camino me estoy yendo hacia la “vía negativa”, y no es éste el lugar.
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Para mí, el punto de fuga del libro es el entusiasmo. Por más que enigmáticas y oscuras (o, precisamente, por enigmáticas y oscuras, pues esa misma oscuridad es un acicate para el entusiasmo) estas líneas de Morelli encajan perfectamente con mi hipótesis. ¿De qué se habla, si no, en ellas? De internarse, sin ningún puente, en un modo posible de la realidad, absurdo en primera instancia, hasta que defina un dibujo coherente, pero todo ello tan sólo cuando uno está dispuesto a desaforarse... ¿Qué otra cosa está haciendo aquí Cortázar, sino describir ese oficio de chamán al que alude en el capítulo 82? Un oficio que, en este capítulo 97, no está puesto en práctica; este breve texto es tan sólo una clase teórica. La clase práctica, el verdadero ejercicio de extrañamiento, el verdadero viaje a otra dimensión de la conciencia, se produce a través de la lectura de Rayuela -o, mejor, como confiesa unas líneas más adelante, de alguna de sus partes-.
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Morelli declara: su obra habla de “despedida, grito y muerte”, que es el verdadero contenido; no obstante, lo que se ve en ella es “un dibujo en la pared”, “una caña de pescar”, “un trío para mandolinas”. Esa obra, pues, tiene una doble naturaleza: por un lado tiene un contenido vivencial, que constituye el alma y la fuerza del libro, y por el otro lado tiene una fachada, que muestra y al mismo tiempo oculta ese contenido vivencial. Ahí encontramos expresado, en términos morellianos, el quid de la misma cuestión que Cortázar ya planteaba en su “Carta delatora” de 1960: Rayuela tiene en su interior algo distinto (la repetición de un episodio, que es también la crónica de una locura) a lo que constituye su fachada (una historia lineal). Ahora, añadido a eso, Morelli nos facilita un dato fundamental: la forma de acceder desde una dimensión a la otra del sentido de Rayuela, el salto que permite pasar de un trío para mandolinas hacia la muerte, es un desaforarse, un excentrarse; un cambio de estado de conciencia. Una locura equivalente a la que vivió su autor al escribir el libro. Un ponerse a la altura del swing de Morelli; en términos fraguianos, un entusiasmarse.
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Todo eso se dirige únicamente “a un cierto lector, es verdad”. Esa salvedad que se hace en el texto es de lo más significativa; no se dirige al lector en general, sino tan sólo a aquél capaz de dejarse llevar por el entusiasmo. Un poco más abajo de lo transcrito arriba, y como continuación y acabamiento de ese mismo período, Morelli prosigue:
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“Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.”
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La cosa no se expresa en ningún momento con claridad, ni antes ni después. Ese “algo de lo que escribo”; ¿a qué se refiere exactamente? Ese “debería contribuir a...”; ¿acaso se puede decir algo más vagamente? Y antes: “un modo posible de la realidad”; elusivo a más no poder. Etcétera: el tono general del capítulo –como el de todo Rayuela, en el fondo- es de una ambigüedad y una falta de concreción exasperantes. Así pues, ciertamente, hay en todo ello algo oscuro; pero, para compensar, insiste. Pocas líneas más arriba ha dicho lo mismo; ahora vuelve a ello, lo repite. De este modo, de entre ese magma de ambigüedad surge un poco de tierra firme, algo concreto, a saber: por encima de todo, se trata de que cierto lector cambie, de que acceda a ‘otro estado’, a través de la lectura del libro. Está claro que está oscuro; pero en esa oscuridad hay algo que arroja un poco de luz.
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Volvamos de nuevo al capítulo, ahora un poco más atrás. Entre esas dos repeticiones de lo mismo, Morelli incluye un período algo distinto. Hasta este momento, en este capítulo se ha hablado de “lectores”, y por lo tanto se entiende que Morelli se dedica a la escritura: pero no se ha hecho referencia alguna a la novela como género. El nuevo período hace mención expresa a la cuestión:
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“Las formas exteriores de la novela, pero sus héroes siguen siendo los avatares de Tristán, de Jane Eyre, de Lafcadio, de Leopold Bloom, gente de la calle, de la casa, de la alcoba. Para un héroe como Ulrich (more Musil) o Molloy (more Beckett) hay quinientos Darley (more Durrell). Por lo que me toca...”
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“Por lo que le toca” se refiere al aspecto novelístico de su escritura. Cabe decir, pues, que las ambiciones de Morelli guardan relación con la novela: lo cual sería una perogrullada, una verdad sabida por todos, si no fuera porque “guardan relación” no significa lo mismo que “incumben exclusivamente”, y en eso no parecen haber caído todos, por no decir ninguno. El asunto es: en la obra de Morelli -o sea la de Cortázar con Rayuela- escritura y novela no coinciden exactamente. “Las formas exteriores de la novela...”; se repite aquí la idea de una doble naturaleza del libro. Podemos entender que el dibujo en la pared, la caña de pescar y el trío para mandolinas, en tanto que formas exteriores, en tanto que fachada, conforman una novela. En cambio, la despedida, el grito y la muerte se dicen desde otras formas, desde un más allá de la novela. Así pues, la tarea escritural de Morelli trasciende, en último término, los límites propios de ese género.
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Insistamos en ello, pues es importante. Tal como Morelli sostiene en este capítulo, su tarea excede las pretensiones de un Lawrence Durrell; eso, para los conocedores de Cortázar, se da por supuesto. Pero a ese primer nombre le añade, para también trascenderlos, los de Samuel Beckett y Robert Musil. Durrell, Becket, Musil: los tres son novelistas, sí, pero no ostentan el mismo rango para Cortázar/Morelli. El primero es un ejemplo ilustrativo de ‘novela rollo’; y los de este tipo, como señala, son multitud. Los dos últimos, en cambio, son miembros eminentes de la línea prospectiva de la novela, la que más valora el escritor argentino; y estos, en cambio, son una minoría. Para Cortázar, Beckett y Musil son la punta de lanza del género en esa época; con ellos, y con los pocos que son como ellos, la novela está expresando todo lo que puede expresar a mediados del siglo XX. Por tanto, si el propósito de Morelli va más allá de esos tres ejemplos, no sólo del primero sino también de los otros dos, sólo puede ser porque también va más allá de la novela como género.
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¿Y qué puede significar ‘ir más allá de la novela’? Eso es lo que este capítulo 97 está tratando de decirnos: lo que diferencia la obra de Morelli/Cortázar de la de un Beckett o un Musil es que sólo en la primera se convoca al lector a emprender un vuelo mágico con el autor, su chamán. Un vuelo mágico, o sea: el entusiasmo entendido en su sentido etimológico de estar poseído por el dios. El lector real de Rayuela está invitado a ser el protagonista de su trama, que es el acceso a otro estado de conciencia; y eso significa sencillamente que Rayuela no es una novela, más allá de sus formas exteriores. Y es que un chamán, por más blanco que sea, no escribe novelas: escribe, cuando lo hace, otro tipo de libros. Libros oscuros, aparentemente absurdos, incomprensibles: iniciáticos. El Rayuela insólito es un libro iniciático. Y con esto ya casi estamos en condiciones de responder a la pregunta inicial sobre por qué Cortázar es un pobre chamán; sólo falta un pasito más. Volvamos una vez más al capítulo 97.
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Con ese último período visto más arriba, la transcripción por Gregorovius de la cita de Morelli ya ha concluido. Pero el capítulo, ahora de la mano de Cortázar, todavía continúa dos líneas más:
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Pese a la tácita confesión de derrota de la última frase, Ronald encontraba en esta nota una presunción que le desagradaba.
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En su última frase, Morelli se preguntaba si “alguna vez” conseguiría su propósito; no lo daba por hecho, en absoluto, más bien al contrario. A su vez, en esta coda del capítulo, Cortázar subraya que en ese “alguna vez” se encuentra la “confesión de una derrota”. Aquí tenemos otra repetición, o sea, otra luz en la oscuridad. Lo que doblemente se está señalando ahora, por parte de Morelli y de Cortázar, es que la recepción entusiasta de su libro es una cosa altamente improbable, y que el tremendo esfuerzo creativo vertido ahí por su autor puede estar abocado al fracaso comunicativo. Y es que, definitivamente, el Rayuela insólito es un libro difícil y oscuro, por más que los luminosos destellos de su fachada atraigan y encandilen a todo tipo de lectores. En ese libro hay más, mucho más, de lo que hasta ahora se ha visto; detrás de su fachada hay un edificio vasto y espléndido. Pero quizás ese edificio, sumido como está en la oscuridad, no llegue a verlo nadie.
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Y esa es, por fin, la razón de que Morelli se considere a sí mismo un “pobre” chamán: probablemente, se trate de un chamán sin seguidores. Este chamán es pobre por cuanto no puede transmitir a nadie su conocimiento de las rutas del alma, aquellas que él ha sondeado como un pionero en sus transportes rítmicos hacia un más allá de la novela. El viaje que don Julio propone quizá sea un vuelo al que nadie, finalmente, vaya a acceder. El lector cómplice de Rayuela debería ser como el Carlos Castaneda de don Juan Matus, capaz de saltar a lo desconocido; y un don Julio sin su Castaneda, sin su aprendiz/reportero, ¿dónde queda? Nadie lo sabrá nunca, porque nadie habrá dejado constancia escrita de ese viaje. De esta forma, el Rayuela insólito, el libro que va más allá de una novela, quedará en cambio, y quizá para siempre, como la extravagante novela Rayuela, aprisionada dentro de los límites del género. Y de este modo, pese al esfuerzo de Cortázar, los lectores del siglo XX, y del XXI, no habrán superado ese marco literario heredado del siglo XIX.
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El Rayuela insólito e iniciático es como el peyote; la novela de Rayuela, como un té verde. El té verde es estimulante, excitante incluso; pero nunca hasta el punto de transportarnos a otra dimensión de nuestra conciencia. No es una sustancia que se toma en medio del desierto, de lo desconocido; sino una bebida caliente que se sorbe en el sillón de la propia casa, disfrutando del confort de lo conocido. Don Julio, pobre chamán blanco, sospecha que ése sea el destino último de su obra, lo teme: té verde para todos, peyote para nadie. Y con ello el chamán Don Julio –Morelli-, acaba siendo derrotado finalmente por el novelista Julio Cortázar. A día de hoy, cuarenta y siete años después de la publicación de Rayuela, se puede confirmar esa derrota como algo consumado.
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Pero la derrota del chamán no es inapelable; por fin hay un lector que efectivamente se ha descentrado, que ha caído en la cuenta del entusiasmo, que ha visto el edificio tras la fachada, y que ha vuelto para explicarlo. Ese improbable “alguna vez” que Morelli señalaba ha acontecido finalmente. Un lector, uno por lo menos, ha visto en Rayuela la despedida, el grito y la muerte, y está dejando testimonio de ello. Este lector es François Mireur, Ezra Jennings y Carlos Castaneda en uno solo: Jorge Fraga. Él es el pobre y solitario aprendiz de un pobre chamán blanco.
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Quizá haya aquí una presunción que desagrade a muchos; sin embargo, por lo que le toca, Jorge Fraga tiene la esperanza de que alguna vez pueda compartir esa misma presunción con alguien. Para eso está escribiendo este blog. Y con eso, me despido ya por hoy. ¡Hasta la próxima jornada!
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15 de octubre de 2010

Apócrifas morellianas (2)

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Cap. 86b

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Los del Club, con dos excepciones, sostenían que era más fácil entender a Morelli por sus citas que por sus meandros personales. Por su parte, Gregorovius consideró demasiado transparentes estas dos citas de Platón, halladas entre las notas del viejo:

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Sócrates.- Dices muy bien. Pero dime también esto –pues yo ciertamente, debido a mi rapto de inspiración, no me acuerdo en absoluto-, ¿definí yo el amor al principio de mi discurso?

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Sócrates.- Pero hay un tercer estado de posesión y de locura procedente de las Musas que, al apoderarse de un alma tierna y virginal, la despierta y la llena de un báquico transporte tanto en los cantos como en los restantes géneros poéticos, y que, celebrando lo mil hechos de los antiguos, educa a la posteridad. Pues aquél que sin la locura de las Musas llegue a las puertas de la poesía convencido de que por los recursos del arte habrá de ser un poeta eminente, será uno imperfecto, y su creación poética, la de un hombre cuerdo, quedará oscurecida por la de los enloquecidos.

Tantos son, y aún más, los bellos efectos que te puedo enumerar de la locura que procede de los dioses. De suerte que no temamos el hecho en sí de la locura, y ningún razonamiento nos confunda, amedrentándonos con la afirmación de que se debe preferir como amigo al cuerdo y no al perturbado. Antes bien, que se lleve tal argumento el premio de la victoria, si además de eso prueba que no es en beneficio del amante y del amado como es enviado por los dioses el amor. Pero es lo contrario lo que por nuestra parte hemos de demostrar: que es con vistas a la mayor felicidad de ambos como les es otorgada por parte de los dioses locura semejante. En cuanto a la demostración, si no será convincente para los hombres hábiles, lo será, en cambio, para los sabios.

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Fedro

10 de octubre de 2010

Casuística (4): Rayuela

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En los artículos anteriores de este blog hemos expuesto la casuística sobre el fenómeno que hemos denominado “las dos conciencias”, y que podemos formular así: ciertos estados no ordinarios de conciencia funcionan como compartimientos cognitivos independientes, y sus contenidos cabales no son recuperables desde el estado de conciencia ordinario. En Casuística (1) hemos visto esta circunstancia en el relato del aprendizaje de la brujería por parte de Carlos Castaneda; en Casuística (2), en el argumento de La piedra lunar de Wilkie Collins; y en Casuística (3), en el relato de la recepción de “La marsellesa” tal como lo refiere el escritor austríaco Stefan Zweig. Cada uno de esos casos tiene su idiosincracia: incumbe a ciertos individuos (a esto le llamaremos alcance) y se somete a distintos expedientes de generación de los “segundos estados” (a saber: por inducción, ya sea natural o artificial, o de forma espontánea). Veamos cómo se concretan estas variables particularmente:

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En Castaneda, el asunto de las ‘dos conciencias’ pertenece al ámbito del aprendizaje de los brujos toltecas: su dominio es una de las maestrías que deben adquirir los sujetos para alcanzar la condición de brujo. Aquí el acceso a la “segunda conciencia” (la “conciencia acrecentada” o “segunda atención”) se logra para el sujeto –una persona real- mediante un procedimiento únicamente conocido y manejado por los brujos: una manipulación realizada sobre el cuerpo energético del brujo por parte de su líder o nagual. Se trata, por tanto, y hasta que el individuo no adquiere la maestría del asunto para sí mismo, de un estado inducido, e inducido de forma natural, y su alcance se mantiene dentro del exclusivo círculo de los brujos toltecas. Para quien no pertenece a ese círculo –lo que incluye al propio lector de Castaneda-, el asunto es en el fondo es diletantismo, o mera especulación.

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En La piedra lunar de Wilkie Collins el tema forma parte del argumento de la novela policíaca, configurando un giro inusitado del mismo, y por tanto debe situarse en el universo ficcional generado por el novelista. Aquí el sujeto –Franklin Blake, un personaje ficticio- vive su episodio de “segunda conciencia” (intoxicación por opio) como resultado de la ingestión de sustancias psicoactivas; es un estado también inducido, como en el anterior caso, pero ahora artificialmente. Por cuanto el sujeto es un personaje ficticio, aquí deberíamos decir que no existe un alcance real o efectivo de la cuestión (excepto por lo que pueda incumbir al propio autor del libro, en la medida en que éste hubiera vivido la experiencia de la que habla; de esto ya hablamos al analizar los extractos del libro). En todo caso, para el lector de esta novela el asunto se mantiene siempre dentro de los límites del disfrute intelectual y estético; el lector asiste como mero espectador al relato de una alteración de conciencia que no lo incluye. Así pues, en última instancia, como en el caso anterior, es diletantismo.

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En el caso de ‘La marsellesa’ el asunto de “las dos conciencias” es un fenómeno en el que participan, de forma involuntaria e imprevista, el creador de la canción y algunos de sus receptores. Los sujetos acceden a la “segunda conciencia” (la inspiración) por vía del arrebato, ya sea creativo, en el caso de Rouget de Lisle, ya sea por la actitud entusiasta con que interpretan la canción, como lo hace Mireur. Por tanto, ya no es propiamente un estado inducido, sino generado en el sujeto de forma espontánea; en función de su predisposición, eso sí, y sobre la base material de una partitura, de una canción (su ritmo, su melodía, sus armonías...). En consecuencia, el alcance que adquiere este caso puede llegar hasta cualquiera de nosotros, según nuestra propia predisposición, en la medida en que esa canción logre arrebatarnos también a cada uno. Esta predisposición es un asunto clave; por supuesto, podemos escuchar “La Marsellesa” con mera complacencia, tal como hicieron los primerísimos receptores de la obra: cómodamente sentados en el sillón de nuestra casa, y sin sentir para nada ese arrebato. De ese mismo modo podemos leer el episodio de los Momentos estelares de la humanidad o La piedra lunar de Collins y disfrutar de ellos en el mismo sentido meramente esteticista. Pero en este caso tenemos “La Marsellesa” ahí, como una realidad a la que todos tenemos acceso, y podemos experimentar con ella: podemos cantarla con entusiasmo y ver como la propia canción nos levanta del sillón y nos saca a la calle con ágiles pasos y el corazón encendido, bien dispuestos a la lucha. Ya no se trata entonces de mera especulación, sino de la posibilidad real de enervarnos con la canción, o sea, de participar en el arrebato.

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Ahora, en este nuevo capítulo de la serie, quiero agregar el título de Rayuela a esta exigua lista, en tanto que caso número 4, y también, como los otros tres, con una idiosincracia que lo hace distinto a los demás: se trata ahora de un caso que implica al autor del libro y también a su lector activo, mediante una inducción premeditada y calculada por el autor. Los sujetos implicados acceden aquí a la “segunda conciencia” mediante unos expedientes de actividad determinados: el autor –Cortázar- accedía a su célebre swing, a su trance creativo, mediante sus propios procedimientos de inmersión –¿rituales de composición?- en el proceso de escritura; a su vez, el lector de Rayuela –el lector cómplice- puede acceder al estado de entusiasmo en función de su participación, en la medida en que se involucre en el juego textual tramado por el autor en las páginas del libro. La versión salteada de la obra es un artefacto textual concebido con ese propósito; inducir la conciencia del lector a un état second. En otras palabras; Rayuela es, sobre todo, dos libros: un libro para leer en el estado normal de conciencia, y otro libro, insólito, para leer en un estado de conciencia arrebatado.

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Aunque estemos tratando de un libro como en el caso de Collins, aquí el asunto es muy distinto, puesto que ya no se trata de un episodio que el sujeto deba contemplar desde la distancia. El alcance de este caso no se inscribe en el ámbito del universo ficcional de la obra, sino en el ámbito de las relaciones reales entre el sujeto real que escribe y el sujeto real que lee. Así pues, frente al carácter intraliterario del libro de Collins, el asunto de las “dos conciencias” en el libro de Cortázar se sitúa en un plano extraliterario o ‘comunicativo’. Al lector de este último libro no se le pide, como en el caso de Collins, que asista como espectador a un episodio ficticio de alteración de la conciencia; sino que, por el contrario, se le invita a vivir, a través del libro, su propio episodio. Ya no se trata de dilentantismo, sino –y vehementemente- de todo lo contrario. Lo cual guarda una estrecha relación con el carácter de libro vivo que, según sostiene su autor, tiene Rayuela.

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El requisito de participación que Cortázar solicita del lector cómplice aproxima este caso al de La Marsellesa, por cuanto se trata de dejarse arrebatar por el sustrato material de la obra de arte; se precisa, por tanto, de una determinada predisposición. Por otro lado, el carácter inducido de este nuevo caso lo emparenta con el de Castaneda, pues ya no se trata de algo que surge –o no- de forma espontánea, como en el caso de la canción de Rouget de Lisle, sino que se genera en aras de procedimientos relativos a la maestría literaria de Cortázar. Y es que el escritor asume aquí para su lector las mismas funciones inductoras que ejerce el brujo tolteca para quien sea su aprendiz.

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Cortázar induce al lector cómplice de Rayuela a un estado no ordinario de conciencia. Esto es, precisamente, lo que lleva al autor argentino a tildarse a sí mismo de “pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon”: ¡en el cap. 82, o sea, nuestro “texto matriz”, el mismo capítulo del swing! Esa función chamánica de Cortázar es condición necesaria para que el lector del libro llegue efectivamente a ese ‘segundo estado’; necesaria, efectivamente, pero no suficiente. Insistimos: se precisa también, sine qua non, de la participación activa del lector. Lo que nos permite decir, parafraseando a la inversa el poema del Cid, que Cortázar sería un buen señor si tuviese un buen vasallo.

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En el cap. 79 se nos dice (la cursiva es del propio Cortázar):

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Posibilidad tercera: la de hacer del lector un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo: sólo vale la materia en gestación, la inmediatez vivencial

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Y es ahí mismo, justo a continuación, donde Cortázar habla de ese lector cómplice como mon semblable, mon frère; su igual, aquél capaz de vivir la misma experiencia –el arrebato- por la que pasa el novelista.

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Volvamos a formular la cuestión, aunando ahora todos los elementos: desde su propio estado no ordinario de conciencia (el swing, el “balanceo rítmico”) Cortázar concibió Rayuela (eso sí, en su versión salteada) como un artefacto textual dirigido a generar un estado no ordinario de conciencia en su lector cómplice, un estado desde el cual el libro revelase unos contenidos distintos a los que muestra la versión para “lectores pasivos”. La “Carta delatora” (véase la web www.expedienteamarillo.com) nos revela cuál es la diferencia final de contenidos entre una versión y otra: en el estado ordinario de conciencia, tenemos un libro con un argumento lineal; en el estado de conciencia alterado nos enfrentamos, en cambio, a un libro en el que se repite -con variaciones, como en una pieza de jazz- un mismo episodio. Se trata por tanto, en ese segundo libro, y para decirlo todavía de otro modo, de una comunicación de loco a loco, de la que queda excluído quien no logre participar de esa locura. Es en estos términos que Rayuela deviene un nuevo caso –desconocido y estupendo caso- para ilustrar el fenómeno de “las dos conciencias”.

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Para quien haya seguido el hilo de nuestro blog desde su inicio, no estamos aportando todavía nada nuevo; todo lo dicho hoy será de algún modo un ya visto. Así es: en su momento expusimos los otros tres casos, manteniendo siempre Rayuela a la vista; y desde el principio insistimos en afirmar que el libro de Cortázar obedece a una lógica hasta cierto punto homologable a los casos referidos por Castaneda, Collins o Zweig. Pero frente a esos otros tres casos, todas esas afirmaciones concernientes a Rayuela se pronunciaron de forma aparentemente gratuita, sin ninguna demostración, sin ningún ejemplo sobre el terreno –o sea, sobre el propio texto del libro-. Hasta ahora no hemos hecho sino el preámbulo a la cuestión central de nuestro discurso, y ahora sería llegado el momento de aportar esos ejemplos. Pero hay un no obstante.

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Nos enfrentamos aquí, llegados a este punto, con un problema, o, mejor, con todo un vasto complejo problemático. Este complejo deriva precisamente de la propia idiosincracia del caso con que ahora tratamos: y es que no se pueden poner ejemplos de Rayuela sin poner al descubierto –y por lo tanto en peligro- los mecanismos textuales previstos por Cortázar para generar en el lector ese estado otro de conciencia. Esos mecanismos son un pasaje al estado otro de conciencia, determinan el acceso al mismo, son ese mismo acceso; son las condiciones de posibilidad que permiten acceder a una cierta locura o excentramiento del lector. Han funcionado por lo menos con un lector: yo mismo. Y ahora se trataría de ver si funcionan en otros casos: el de usted, por ejemplo, que está leyendo estas líneas mías. Pero no se trata de que yo le diga el qué ni el cómo, yo no pinto casi nada aquí: por el contrario, se trataría de que usted acepte a Cortázar como chamán, de que descubra lo que sea por sí mismo, leyendo Rayuela y participando activamente de su juego.

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No hay otra manera. El mismo Julio Cortázar guardó silencio sobre todo este asunto, como un bellaco, durante los veinte años que sobrevivió a la publicación de Rayuela, precisamente con ese mismo propósito: permitir que fueran los lectores de su libro quienes lo descubrieran por sí mismos. Un velo de silencio oculta y protege el otro libro de Rayuela, y filtra a sus posibles lectores, dejando pasar tan sólo a los semblables de Cortázar, a sus frères: los lectores activos, los lectores cómplices. ¿Con qué derecho podemos traicionar nosotros, ahora, ese silencio? Podríamos, sin duda, con los derechos que se autoconcede el filólogo moderno y los métodos que le caracterizan; pero es que Cortázar concibió un libro vivo, cuyos misterios debían escapar a la ávidas garras taxidermísticas de los filólogos modernos. La exégesis del Rayuela insólito debe permanecer, para preservar la idiosincracia del libro, fuera de los cauces de la crítica convencional; y eso incluye los ejemplos, es decir, que los excluye de la discusión. El libro otro de Rayuela se descubre en bloque, o no se descubre. Así pues, no cabe esperar ejemplos, no es esa la vía. Sino esta otra: ¡¡entusiásmense, diablos!!

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Pero, por otro lado, si no podemos poner ejemplos, si no podemos hablar de ello, ¿qué podemos hacer? Callar, desde el principio, y dejar la cuestión en manos de los lectores de Rayuela tal como hizo Cortázar, hubiera sido sin duda lo más prudente. Pero a estas alturas lo de ser prudente ya no tiene cabida, pues ya hemos dicho demasiado. Pero es que me gusta escribir este blog. Así pues, voy a plantear cuáles son las líneas posibles de acción que se me ocurren para poder continuar:

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1) La “vía participativa”:

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Ésta es la primera y más importante, la que permitiría, incluso, prescindir de todas las demás: la que anima al lector a emprender la lectura de Rayuela desde el nuevo prisma que proponemos. Esto es, a nuestro juicio, lo deseable: que el lector acceda a esa lectura otra, al Rayuela insólito, por sí mismo. Ante esta cuestión me encuentro, yo frente a ustedes, en la misma situación en la que se encuentra el doctor Ezra Jennings ante el joven Franklin Blake, en el pasaje que ya analizamos de La Piedra Lunar: ¿cómo puedo yo convencerles de algo que uno mismo ha vivido y a lo que sólo puede accederse por la propia experiencia? Lo mejor es, sin duda, que el otro pase por esa misma experiencia. Ya hemos hecho hincapié en ello anteriormente, tanto en “la Carta Delatora” como en el Expediente Amarillo; y esta consigna ha sido, es y será en todo momento -hasta el hartazgo si cabe- el principal mensaje que queremos lanzar desde nuestro discurso.

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2) La “vía razonante”:

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La segunda línea posible de acción es la de mostrar que una circunstancia tal –la de un libro que se puede leer en dos estados de conciencia distintos- no sólo es posible, sino que, además, concretamente, Cortázar pudo concebirla a partir de la lectura de La piedra lunar de Collins. Que es algo pensable, y también posible, es precisamente lo que hemos querido demostrar con la serie de la Casuística desplegada hasta ahora. El fenómeno de las ‘dos conciencias’ ya ha sido pensado por lo menos por Castaneda, por Collins y por los testimonios que éste último aduce en su libro, y también por Zweig. Es además posible, tal como queda atestiguado por Zweig y por cualquiera que haya tenido constancia del proceso que vivió la partitura de La Marsellesa. Y es incluso experimentable, por añadidura, para cualquiera que haya percibido la diferencia entre escuchar la canción de De Lisle cómodamente sentado en un sofá y elevarse con ella bajo un estado de entusiasmo.

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En cualquier caso, esto es indudable: Cortázar ya conocía el fenómeno en cuestión vía Collins, tal como atestigua su “Carta delatora”. De esto otro, quién sabe: tal vez llegó a conocerlo también vía Zweig, lo cual es cronológicamente posible, pero no hay ninguna constancia documental de ello. Y de lo siguiente sí hay constancia; conoció el asunto todavía una vez más, por una nueva vía que hasta ahora no hemos mentado: la de Pauwels y Bergier y su libro Le matin des magiciens. Este libro fue publicado en 1960, de modo que Cortázar lo leyó en pleno proceso de escritura de Rayuela (eso está claro, puesto que incluyó dos fragmentos del mismo en el capítulo 86). En las páginas de ese libro podemos leer una nueva formulación de nuestra hipótesis:

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...la posesión y el manejo de tales técnicas y conocimientos exige del hombre estructuras mentales distintas de las propias del estado de vigilia ordinario, una situación de la inteligencia y del lenguaje en otro plano, de tal suerte que nada es comunicable al nivel del hombre ordinario.

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Esta segunda vía de acción podría exprimirse todavía más, pero con lo dicho hasta ahora ya cumplo el expediente, según creo.

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3) La “vía positiva”:

Hay una tercera línea de acción; que es la de seleccionar ciertos pasajes de Rayuela, o de otros textos de Cortázar, en los que se pueda ver formulada la misma idea que nosotros postulamos. O sea; se trata de ver cómo dice Cortázar lo mismo que estamos afirmando en estas páginas: que Rayuela es un libro concebido para dos estados de conciencia. Estrictamente, esos pasajes no serían propiamente ejemplos de la lectura otra del texto, opción que ya hemos dejado en manos del lector, sino pruebas de que Cortázar tenía la cuestión en mente mientras escribía su obra y de que quiso, por ende, dejar constancia de ello. A esta línea de acción la vamos a denominar “la vía positiva”, por cuanto podremos ver en ella que Cortázar, por más que siempre sea in speculum et in aenigmate, mostró explícitamente su juego. Ya hemos iniciado esta “vía positiva” con anterioridad, sacando a la palestra fragmentos de los capítulos 82 y 79, y en adelante seguiremos comiendo sus frutos; por el momento, como propina, reproducimos aquí lo que dice uno de los dos fragmentos de Le matin des magiciens que se reproducen en el cap. 86:

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[el pensamiento binario] no puede incorporar a su propia estructura la realidad de las estructuras profundas que examina. Para conseguirlo, debería cambiar de estado, sería necesario que otras máquinas que las usuales se pusieran a funcionar en el cerebro, que el razonamiento binario fuese sustituido por una conciencia analógica que asumiera las formas y asimilara los ritmos inconcebibles de esas estructuras profundas...”

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(Por cierto; les sugiero que comprueben a dónde conducen esos puntos suspensivos con los que Cortázar cierra la cita).

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4) La “vía negativa”:

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La cuarta línea de acción será, por contraste con la anterior, “la vía negativa”: en ella se trata de poner de manifiesto cómo la visión “filológica” de Rayuela deja sin respuesta o sin explicación muchos de los componentes de la obra. Y es que la interpretación tradicional del libro no logra dar cuenta cabal de su enorme complejidad: en última instancia, frente a los desafíos aparentemente insolubles que supone el texto, esa crítica acaba recurriendo a los conceptos fetiche del ‘absurdo’ y de la ‘libertad’. Para nosotros, la puesta al descubierto de los ‘agujeros negros’ que tiene la lectura de Rayuela en la visión común que se tiene del libro, o de las carencias, omisiones y contradicciones de la crítica cortazariana al uso, será una vía negativa que nos conducirá a ver la necesidad de implementar una comprensión nueva de la obra, acorde con nuestra hipótesis de un libro que debe leerse fuera de sí. Para ello veremos, en su momento, y por poner el ejemplo más destacable, todo lo relacionado con el affaire Galdós, como llamo yo a la discusión –irresuelta- entre ciertos críticos con respecto al peso y al valor que tiene la presencia de Benito Pérez Galdós y de su obra en el texto de Rayuela.

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Esas son las cuatro vías de acción que yo propongo. La primera, la “vía participativa”, viene a ser como el estribillo de nuestra canción, que repite una y otra vez la frase: “hágaselo usted mismo”, y ahí se queda. De la “vía razonante” y su argumentación sobre el fenómeno de las “dos conciencias” ya hemos dado cuenta en los cuatro artículos de la serie de “Casuística”; podemos dar por liquidado el asunto, aunque quizá añadamos todavía alguna novedad a través de las Apócrifas morellianas quie iremos insertando en las jornadas de este blog. Nos quedan, por tanto, las líneas de acción 3 y 4, la ‘vía positiva’ y la ‘vía negativa’; ellas configuran el programa principal de lo que va a ser este blog. Nos vemos, si así lo desean, en el siguiente artículo.

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12 de septiembre de 2010

Casuística (3): "La marsellesa" según Zweig

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Leí La Piedra Lunar de Wilkie Collins en los días anteriores a un viaje que hice a Madrid para consultar la Biblioteca Cortázar de la Fundación Juan March. El grueso ejemplar que conseguí en aquel momento en la biblioteca, de tapa dura, resultaba demasiado voluminoso para mi apretada bolsa de viaje, de modo que decidí terminar su lectura antes de salir, y me dije que ya compraría cualquier otro libro en Madrid para amenizar las horas de vuelo y de espera en los aeropuertos.

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Esa previsión tuve felices consecuencias para mi investigación. Al llegar a la capital española resonaban todavía en mi mente los ecos del inesperado hallazgo realizado en el libro de Collins: nuevos y valiosos testimonios para mi teoría del entusiasmo aplicada a Rayuela -cf. Casuística (2)-, que se sumaban al otro testimonio con que ya contaba, el de Carlos Castaneda -cf. Casuística (1)-. Pero nada permitía prever que el libro que allí acabé comprando, en una feria de libros de ocasión, y de forma completamente azarosa, iba a suministrarme un testimonio igualmente inesperado y todavía más valioso. Casi puedo decir que se me apareció, entre las cajas repletas, como un desafío, como un llamado, al que respondí de buena gana: se trataba de los Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas, de Stefan Zweig (Barcelona, Acantilado, 2002).

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El quinto momento estelar escogido por Zweig en su selección es el origen del himno nacional francés: la crónica de la gestación y de la recepción de esta pieza musical constituye el capítulo que lleva por título “El genio de una noche. ‘La marsellesa’, 25 de abril de 1792”. Este capítulo, del que voy a transcribir diversos fragmentos a continuación, constituye, en efecto, un nuevo testimonio que avala mi hipótesis. Pero todavía hay más: esa deliciosa crónica del escritor austriaco, publicada en 1927, sobre los hechos relacionados con la ‘doble recepción’ del himno compuesto por Rouget de Lisle, adquirió inmediatamente ante mis ojos el aspecto de una sorprendente prefiguración de la “doble recepción” de Rayuela, aspecto que yo estaba investigando en la elaboración de mi Expediente Amarillo y del que estos Elementos para una Teoría del Entusiasmo son una consecuencia. Ante la evidencia, sólo cabe esta posibilidad: Zweig, a principios del siglo XX, tuvo una anticipación de Rayuela, de su condición de libro doble, así como de mi Expediente Amarillo, y escribió una alegoría profética sobre todo ello sobre la base de la composición de La marsellesa. La realidad no deja de sorprendernos. Veámoslo sobre el terreno:

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Momento 1: La gestación de una obra

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Tras una breve introducción al contexto general de la Francia de la época, Zweig empieza definitivamente su crónica dándonos a conocer los personajes y la situación. Estamos en Estrasburgo, año 1792:

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Así, el burgomaestre Dietrich, sin darle importancia, como pidiendo un favor a un conocido, pregunta al capitán Rouget –que sin derecho alguno se ha ennoblecido a sí mismo y se hace llamar Rouget de Lisle- si no querría aprovechar tan patriótico pretexto y componer algo para las tropas que han de partir, un canto de guerra para el ejército del Rin que al día siguiente marchará contra el enemigo.

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Rouget, un hombre discreto, insignificante, que nunca se consideró un gran compositor –sus versos jamás se editaron y sus óperas fueron rechazadas-, sabe que no le cuesta nada escribir versos de circunstancia. Para dar gusto al funcionario y al buen amigo, se declara dispuesto. Sí, lo va a intentar.

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El ambiente original que sirve de contexto para la composición de la obra, por tanto, es el de una pequeña y provinciana élite funcionarial y militar. Sin embargo, lo que acontecerá esa noche, la del 25 de abril, supera con creces los límites de ese contexto: la súbita aparición del genio.

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Medio inconsciente, escribe las dos primeras líneas (...).

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Allons, enfants de la patrie,

Le jour de gloire est arrivé!

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Después se detiene y se queda desconcertado. No suena mal. El principio es bueno. Ahora sólo falta encontrar el ritmo adecuado, la melodía para esas palabras. Saca su violín del armario. Ensaya. Y es milagroso. Ya en los primeros compases el ritmo se ajusta perfectamente a las palabras. A toda prisa sigue escribiendo, ahora ya transportado, ahora ya arrastrado por la fuerza que alienta en él. Y todo se agolpa de una vez. (...) Como bajo un ajeno dictado, Rouget escribe con precipitación, cada vez con mayor precipitación, las palabras, las notas. Le ha sobrevenido un ímpetu que repercute en su alma estrecha y burguesa como ningún otro hasta ahora. Una exaltación, un entusiasmo que no son suyos, un poder mágico, (...) arrastra al pobre diletante muy por encima de sus propios límites y, como un cohete, lo lanza –por un instante, luz y llama resplandeciente- hasta las estrellas. Durante una noche, al capitán Rouget de Lisle se le concede formar parte de los inmortales.

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Ahí está, pues, la creación, con sus misterios. Y hasta aquí, nada que difiera significativamente de cierta fenomenología de la composición. Pero la historia de la Marsellesa sólo ha dado un primer paso: lo que nos interesa en estos momentos está en el destino que le espera a la obra resultante de ese nocturno arrebato creativo.

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Momento 2: el Canto de Guerra para el Ejército del Rin

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El burgomaestre Dietrich, orgulloso de su agradable voz de tenor, se encarga de estudiar a fondo la canción. Y el 26 de abril, la noche de ese mismo día en el que de madrugada se escribieran la letra y la música, se interpreta por primera vez ante un público casual en el salón del burgomaestre.

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Parece ser que los oyentes aplaudieron complacidos, y es muy probable que al autor allí presente no le faltaran toda clase de amables cumplidos. Pero desde luego, los invitados del Hôtel de Broglie, en la plaza Mayor de Estrasburgo, no tuvieron la más mínima idea de que aquella noche una melodía inmortal acababa de batir sus invisibles alas en su presencia. Rara vez comprenden los contemporáneos a primera vista la grandeza de un hombre o la magnitud de una obra.

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Así pues, la primera audición de la obra ante el público resulta simplemente ‘complaciente’. Pero no nos engañemos: esa canción, que a nosotros nos suena exactamente igual que La marsellesa, con su misma partitura, con su misma letra y con su misma melodía, no es todavía La marsellesa, ni siquiera para su propio autor:

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El propio Rouget de Lisle, al que de la noche a la mañana le ha ocurrido ese milagro, desconoce tanto como los demás lo que, sonámbulo y guiado por un genio infiel, ha creado en una sola noche. (...) Con la pequeña altivez de un hombre pequeño intenta sacar provecho de ese pequeño éxito en su pequeño círculo de provincias. Manda hacer copias y se las envía a los generales del ejército del Rin. Entre tanto, siguiendo una orden del burgomaestre y el encargo de las autoridades militares, la banda militar de Estrasburgo ensaya el Canto de guerra para el ejército del Rin. (...) Pero durante el avance de las tropas a ninguno de los generales del ejército del Rin se le ocurre tocar o cantar esa melodía nueva. Y así parece que, como todas las tentativas anteriores de Rouget, el éxito en sociedad del “Allons, enfants de la patrie” no será más que flor de un día, un asunto de provincias que pronto será olvidado.

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La pieza es, pues, el Canto de guerra para el ejército del Rin. Lo es para su autor, y lo es para los primeros receptores de la obra. Y como tal, refiere Zweig, está destinada a un éxito escaso. Para que esa pieza, esa misma pieza, llegue a ser La marsellesa, debe cumplirse un requisito ausente hasta el momento; una condición fundamental, más allá de la felicidad de la composición, y que no llegará hasta dos meses más tarde. El cronista nos prepara para ello (la negrita es mía):

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“A entera satisfacción de toda la concurrencia” [en carta de la mujer del burgomaestre a su hermano, refiriéndole el estreno de la canción]. Hoy esto nos parece de una sorprendente frialdad. Pero esa impresión meramente complacida y ese aplauso meramente tibio son comprensibles, pues en su primera audición La marsellesa no pudo manifestarse en toda su genuina intensidad. La marsellesa no es una pieza de recital para una agradable voz de tenor, tampoco para ser cantada por una sola voz entre romanzas y arias italianas en un salón pequeño-burgués. Un canto que arrastra hasta alcanzar esos palpitantes y elásticos compases de desafío que llaman a los ciudadanos a coger las armas, se dirige a una masa, a una multitud. Y la instrumentación que le corresponde es el sonido de las armas, el resonar de las trompetas, los regimientos en marcha. No estaba pensada para unos oyentes que disfrutaran de ella cómoda e indiferentemente sentados, sino para quienes fueran sus cómplices, para los combatientes. La ejemplar marcha, ese himno triunfal, esa canción de muerte, ese canto a la patria, el himno nacional de todo un pueblo, no es para que lo cante una soprano o un tenor sin acompañamiento, sino para las miles de gargantes de toda una masa. Sólo el entusiasmo, del que en un principio naciera, concedió a la canción de Rouget ese poder enardecedor. La canción aún no ha prendido.

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Momento 3: La Marsellesa

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Pero a la larga, la energía innata de una obra no se puede ocultar ni desoir. Una obra de arte puede olvidarse con el tiempo, puede ser prohibida o rechazada, pero lo esencial acaba siempre por arrebatar la victoria a lo efímero. Durante un mes o dos no se vuelve a saber nada del canto del ejército del Rin. Los ejemplares impresos o manuscritos caen en manos indiferentes. Pero basta que una obra entusiasme de verdad a un solo hombre, pues todo entusiasmo auténtico es de por sí creador.

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(Yo mismo puedo dar fe de esto último, con respecto a La marsellesa: en la adolescencia era para mí un simple himno nacional –y extranjero, por añadidura- sin ninguna relevancia musical. Pero entonces vi el Napoleón de Abel Gance, y ahí, en la secuencia en la que la película entera se eleva, enérgica y sublime, con la música del himno, descubrí la belleza de esa melodía, la riqueza de su composición y el poder enardecedor de su ritmo. Para quién todavía no haya percibido estas cualidades, le recomiendo que vea esa secuencia del film que, si bien no es fiel históricamente, sí lo es en el espíritu de lo que nos está señalando Zweig: es el entusiasmo plasmado por Gance lo que permite oír la inmensidad de la canción.)

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Y finalmente llega el momento en que el Canto de guerra para el ejército del Rin se convierte definitivamente en La marsellesa. Faltaba ese requisito fundamental; y un tal Mireur será el encargado de aportarlo:

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En el otro extremo de Francia, en Marsella, el Club de los Amigos de la Constitución ofrece un banquete el 22 de junio para los voluntarios que parten al frente. En la larga mesa se sientan enardecidos quinientos jóvenes con su uniforme nuevo de la Guardia Nacional. En ese círculo vibra exactamente el mismo ánimo que el 25 de abril en Estrasburgo, aunque más ferviente, más impetuoso y más apasionado, gracias al temperamento sureño de los marselleses (...)

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De pronto, en medio del festín, un tal Mireur, estudiante de Medicina en la Universidad de Montpelier, hace sonar su vaso y se levanta. (...) el joven levanta el brazo derecho y entona una canción que ninguno de ellos conoce y de la que nadie sabe cómo ha llegado a sus manos. “Allons, enfants de la patrie.” Y ahora es cuando se enciende la chispa, como si hubiera caído en un polvorín. Un sentimiento y otro, los dos polos, se han tocado.

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Las historias de La Marsellesa y de Rayuela confluyen, aquí, definitivamente. El Rouget de Lisle poseído por el genio el 25 de abril encuentra en Mireur a su semblable y frêre, su auténtico lector cómplice. Mireur responde a la obra desde el entusiasmo, como un eco, como ese espejo escondido en su nombre; sintoniza con ese swing bajo cuyo influjo escribió Rouget su obra, y entonces –sólo entonces- surge ante él -de él- la obra maestra en todo su esplendor. Esa pieza era muchas piezas, pero sobre todo era dos piezas, y el intérprete quedaba emplazado a elegir entre una de las dos posibilidades: la primera era el Canto de guerra del Rin, perentoria, y la segunda La marsellesa, inmortal.

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La profecía se cumple: la doble faz de la canción de De Lisle es la prefiguración de los dos libros de Rayuela; Rouget es la representación profética de Julio Cortázar (excepto por la conciencia que tiene de su creación); y Mireur es la representación profética, escrita por Zweig a principios del siglo XX, ¡de Jorge Fraga! Y el gesto que Mireur hace, haciendo sonar su vaso al levantarse entre sus comensales, es mismamente mi Expediente Amarillo sobre Rayuela. ¡Qué visión la de Zweig, o mejor, la de la propia Historia! A partir de la intervención de Mireur, el entusiasta, el público ya no va a dudar:

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Irresistible, el ritmo desata en ellos una exaltación unánime, arrobada. Estrofa tras estrofa, es aclamado con júbilo. (...) Al día siguiente, la melodía está en miles y cientos de miles de labios. Se difunde en una reimpresión, y cuando el 2 de julio parten los quinientos voluntarios, con ellos avanza ese himno. Por la carretera, cuando se sienten fatigados, cuando su paso se vuelve cansino, basta con que uno entone la canción, y el arrollador movimiento les da ya a todos un renovado impulso. (...) Se ha convertido en su canción. Sin saber que estaba destinado al ejército del Rin, han adoptado ese himno, considerándolo el de su batallón, como el credo por el que han de vivir y morir. Les pertenece, como la bandera. Y en su avance apasionado quieren llevarlo por el mundo.

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La primera gran victoria de La marsellesa –que así se llama pronto el himno de Rouget- se produce en París. (...) Miles y cientos de miles aguardan en las calles, para recibirles solemnemente. Y cuando los marselleses se acercan, quinientos hombres cantando el himno como si lo hicieran con una sola garganta y marcando el paso, la multitud escucha con atención. ¿Qué himno espléndido e irresistible es ése que cantan los marselleses? (...)

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Se extiende como un alud. (...) En uno o dos meses, La marsellesa se ha convertido en la canción del pueblo y de todo el ejército. (...) Y los generales enemigos, que sólo pueden alentar a sus soldados con la vieja receta de la doble ración de aguardiente, ven con horror que no tienen con qué enfrentarse a la fuerza explosiva de ese himno “terrible”.

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Aquí, podríamos pensar que a Zweig se le fue la mano en su previsión profética. Y es que difícilmente el Rayuela ‘marsellés’ llegue a excitar el entusiasmo de toda una masa, de toda una nación. Pero no olvidemos que el régimen alegórico tiene sus trucos; y del mismo modo que los dos meses que median alegóricamente entre El canto de guerra del Rin y La marsellesa se han convertido en los 47 años que median realmente entre las dos lecturas de Rayuela, bien podemos entender que esa nación que va a recibir con júbilo el segundo Rayuela va a ser el despoblado país de los entusiastas.

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¿Fue realmente Zweig un profeta y un visionario? Si así fue, lo fue tanto como la propia Historia, de la que él es cronista. ¿No podría ser, más bien, que Cortázar hubiese leído el quinto de los Momentos estelares de Zweig y quisiera emular lo que en él se cuenta con su propia obra? En mi opinión no se trata ni de lo uno ni de lo otro, pero si hubiera que apostar por una de las dos improbabilidades, prefiero la primera, mucho más poética. De todos modos, lo que realmente nos importa aquí es esto otro: hay un mismo fenómeno y un mismo misterio, relacionados con el entusiasmo, en las historias respectivas de La marsellesa y de Rayuela. Menos controvertible que el de Castaneda, y más ajustado y certero todavía que los tres sacados del libro de Wilkie Collins, el testimonio aportado por Zweig constituye un precedente real para mi hipótesis de que Rayuela conserva en su seno otro libro, un libro latente que espera, para llegar a mostrarse, del entusiasmo del lector. El caso consignado por Zweig en “El genio de una noche” sienta jurisprudencia, a mi parecer, para el ‘caso Rayuela’.

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10 de septiembre de 2010

Apócrifas morellianas (1)

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¡Encanto del amor, quién pudiera pintarte con palabras! Ese convencimiento de que hemos encontrado al ser que la naturaleza nos había reservado, esa aurora súbita que se despliega sobre la vida y que parece desvelarnos su misterio, ese valor desconocido que damos a las menores circunstancias, esas horas rápidas, cuyos detalles escapan a la memoria debido a esa dulzura suya, y que no dejan en nuestra alma sino una leve huella de felicidad, esa alegría juguetona que se mezcla a veces sin razón con el enternecimiento habitual, tanto placer en la presencia, y en la ausencia tanta esperanza, ese desapego de todos los asuntos vulgares, esa superioridad sobre todo lo que nos rodea, esa certeza que de hoy en adelante el mundo no puede llegar donde nosotros vivimos, esa inteligencia mútua que adivina cada pensamiento y que responde a cada emoción, encanto del amor, quien te ha conocido no sabe cómo describirte!

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Benjamin Constant, Adolphe

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