Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

10 de enero de 2011

Vía positiva (2): EL CUENTO MÁS ABURRIDO DE JULIO CORTÁZAR


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(Primera parte)
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Julio Cortázar publicó varios libros de cuentos; su producción en ese género es vasta, incluyendo decenas de relatos, y también es, en general, excelente. El escritor ostenta por ello una merecida fama como cuentista, previa incluso al éxito de su mejor libro, Rayuela. A propósito de esto, en una charla con Carles Álvarez Garriga, el editor de los Papeles inesperados me expresó hace pocos meses su perplejidad ante el hecho de que no existiera ninguna recopilación de los mejores cuentos de Cortázar. Espero que él mismo saque adelante ese proyecto, y me gustará ver qué cuentos serán sus elegidos (por mi parte, si tuviera que elegir sólo uno, me quedaría con Verano). Por otro lado, esa posible selección da por sentado que no todos los cuentos del autor argentino tienen la misma calidad, ni el mismo encanto; y en efecto, sería justo decir que los hay excelentes, que también los hay buenos, y que también hay alguno más bien regular (si los hubo malos, ya se ocupó el propio autor de descartarlos en su momento). Yo voy a romper aquí una lanza a favor del que podría ser elegido quizás el peor cuento publicado por el escritor argentino.
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Y es que entre los cuentos menos agraciados de nuestro autor, hay uno que merece ser considerado, además, y por derecho propio, como su cuento más aburrido. Y digo “por derecho propio” porque el relato en cuestión recibió esa calificación directamente de Cortázar, que lo describió en su mismo encabezamiento como una “crónica algo tediosa”; lo cual me exime a mí de toda responsabilidad en la valoración. De ese encabezamiento, no nos quedemos sólo con lo de ‘tediosa’, sino también con lo de ‘crónica’, pues efectivamente su forma es más bien la descripción de una acción antes que un relato. Apenas hay diálogos, algunos párrafos son interminables, casi todo está narrado en un contumaz pretérito indefinido… Todo ello repercute claramente en su atractivo narrativo. A la sazón, sus veinte páginas resultan a todas luces excesivas para una acción bien escasa, y cuyo interés es más bien discutible. Así pues, acción escasa, poco interés, estilo cargante, y lo que quizás sea lo más significativo: ninguna audacia literaria; son motivos de peso para considerarlo el peor cuento de Cortázar. Me estoy refiriendo al segundo relato de Octaedro, publicado en 1974, y que lleva por título “Los pasos en las huellas”.
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Tras anunciar la calidad tediosa del cuento, ese encabezamiento suyo prosigue de este modo: “estilo de ejercicio más que ejercicio de estilo de un, digamos, Henry James que hubiera tomado mate en cualquier patio porteño”. Con eso de “estilo de ejercicio”, el autor describe nuevamente lo que vamos a encontrar en el texto: algo que más bien parece el resultado de una redacción escolar; y de este modo se incide nuevamente en una calidad narrativa escasa. Pero todavía falta lo peor: esa remisión a Henry James. No se trata de una remisión al azar; en realidad, ese “digamos” es sólo para despistar. Porque el argumento del cuento tiene grandes concordancias con una novela breve del escritor norteamericano, The Aspern Papers, de la que Cortázar saca el motivo de arranque y también algunos detalles; y yo diría, incluso, lo del carácter tedioso, aunque sobre esto último quizá pensaría distinto si hubiera leído primero a James. Así pues, “Los pasos…” no es tan sólo un relato aburrido; ¡además, ni siquiera es original!
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Hacia el final de su libro Conversaciones con Julio Cortázar, de 1978, Ernesto González Bermejo hace un repaso con nuestro autor de los cuentos que forman Octaedro. Los repasan todos, uno por uno; pero no hablan de “Los pasos…” ¿Por qué esa excepción? ¿Por qué ese agravio comparativo a uno de los relatos del libro, y sólo a ése? ¿Quizás se olvidaron de él? Y si fue eso, ¿por qué motivo? ¿No es esto lo que pasa cuando algo nos aburre? ¿Quizá Cortázar se avergonzaba de ese cuento? Unos años más tarde, Evelyn Picón Garfield dedicó un artículo entero al mismo volumen (“Octaedro: ocho caras del desespero”, incluido en Julio Cortázar. La isla final, de 1983); y entre las veintiuna páginas del artículo, “Los pasos…” merece tan sólo medio párrafo. ¡Apenas media página para tratar del cuento! Y no es ni un comentario, sino únicamente un breve resumen de su argumento; para colmo, mal hecho, pues tergiversa lo que en él se explica. Da toda la impresión de que Picón hubiera leído apresuradamente el relato, sin llegar a comprenderlo del todo, y de que no se hubiese tomado la molestia de releerlo.
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Esos dos ejemplos son bien sintomáticos de que “Los pasos…” parece ser un cuento de Cortázar destinado al sistemático descuido por parte de sus lectores. Quizás a ustedes les haya pasado lo mismo; lo leyeron algún día (¿entero?) y después han olvidado su contenido. Así pues, voy a refrescarles la memoria, resumiéndoles el argumento, puesto que luego quiero hablarles del mismo con profusión. Un resumen que resultará un poco largo, al contrario del de Picón, para hacerle justicia al contenido. Y creo poder decir que el mío será un resumen bien hecho, pues prácticamente devendrá tan tedioso como el mismo cuento:
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Resumen de “Los pasos en las huellas”
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Empecemos por el protagonista: se trata de un profesor e investigador literario que se llama Jorge Fraga (¡Se llama como yo! ¡Vaya sorpresa!). A sus cuarenta años, Fraga decide emprender la revisión de la figura de Claudio Romero, un encumbrado poeta argentino, ya muerto, y cuya figura, a juicio de Fraga, ha sido mal comprendida. El poeta Romero es celebrado por encima de todo por su Oda a tu nombre doble, su obra cumbre, poema amoroso que, antes de que Fraga emprendiera su estudio, se vinculaba exclusivamente con una mujer de clase alta llamada Irene Paz, a quien el poeta había pretendido sin éxito. Siguiendo la pista de una información vaga y conocida casi al azar, Jorge Fraga descubre la existencia de otra mujer en la vida del poeta: esta vez de clase humilde, una tal Susana Márquez. Esta nueva figura, totalmente desconocida hasta ese momento, permite contemplar la Oda de Romero bajo otras luces, dotándola de una nueva e insólita complejidad que aumenta exponencialmente su valor literario.
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La publicación del estudio de Fraga (que lleva por título Vida de un poeta argentino) genera en primer término la euforia nacional por el poeta revisitado. Y a la vez, procura también un éxito inmediato para el investigador, a quien como doble recompensa se le conceden el Premio Nacional y la promesa de un puesto diplomático en Europa. Jorge se retira entonces a la quinta de una amiga suya, Ofelia, para preparar con tranquilidad el discurso de recepción del premio. El investigador debería sentirse bien, pues ha satisfecho sus propósitos y sus mayores ambiciones; y sin embargo, no está contento. Fraga sospecha: cree haber puesto sus pasos en unas huellas ya previstas por Claudio Romero, con las cuales el poeta construía una determinada imagen de sí mismo, con el fin de encumbrarlo tras su muerte.
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Movido por esa sospecha, Jorge Fraga decide profundizar en la cuestión, y acude nuevamente a su más importante fuente de información. Entonces realiza nuevos descubrimientos sobre el poeta, pero ahora de un signo escandaloso, pues revelan la actitud tremendamente egoísta, desconsiderada e incluso despótica de Romero hacia Susana Márquez, una mujer inocente e indefensa a la que su amante acaba empujando a la prostitución. Con esto, a Fraga se le desmorona la visión del poeta Romero que él mismo había edificado con su estudio. Y ahora se enfrenta a un dilema: ¿debe dar a conocer esta nueva faceta del poeta o, por el contrario, debe guardar un prudente silencio, para preservar el prestigio de Romero y el suyo propio? A la sazón, cuenta con el problema añadido de haber perdido la documentación que acreditaba sus últimos hallazgos.
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Finalmente, en la propia ceremonia de entrega del Premio Nacional, Jorge Fraga expone todo el asunto, sin pruebas, y a la vez su propia perplejidad. Con lo cual su discurso se muestra como una especie de balbuceo ensimismado, confuso y paradójico, que provoca el repudio de las autoridades allí presentes, y a la vez el regocijo de los jóvenes. Al volver al refugio de la quinta, ya a solas con su amiga Ofelia, y aún conmocionado por los recientes acontecimientos, Jorge Fraga tiene un motivo todavía más importante para sentirse aturdido: parece que Romero hubiera previsto no sólo el éxito, sino también la debacle. Los pasos no estaban trazados para encumbrarlo a él, sino para involucrar a su perseguidor; y el propio Fraga lo había intuido en todo momento.
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De algún modo, la conexión de Fraga con Claudio Romero es tan íntima e intensa que sobrepasa los límites de lo razonable. El primero se niega a aceptar la posibilidad de estar poseído por el segundo; y sin embargo ¿cómo pudo prever él que todo, incluso su fracaso, formaba parte de un plan concebido por Romero? ¿Por qué puso hasta el fin sus pasos en las huellas trazadas por el poeta, aún sabiendo, en el ínterin, que algo no encajaba? Por fin, saliendo de su confusión, Fraga adquiere la certeza de que Romero y él son iguales: son personas de una misma clase, extraña e inusual, que existirá siempre y en todo lugar. Si él ha puesto sus pasos en las huellas del otro, ha sido porque ambos repiten un mismo patrón.
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Tras esta revelación, Fraga advierte que, a pesar del escándalo reciente y del aparente fracaso de sus perentorias ambiciones, en el fondo está todo por decidir; el éxito o el fracaso todavía dependen, en último término, de lo que él mismo decida hacer a partir de ese momento. Sabe lo que debería hacer para recuperar el éxito: sabe lo que sucederá si no lo hace. Y finalmente, deja la elección para más tarde. Fin.
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La piedra en el camino
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Hete aquí el cuento. Considerado en sí mismo, como el texto autónomo que todo cuento pretende ser, “Los pasos en las huellas” responde con justicia a la definición, brindada generosamente por el propio autor, de “crónica algo tediosa”. Ya lo hemos dicho: tanto su argumento como su estilo inducen a considerarlo ya no como uno de los cuentos menos interesantes de Cortázar, sino incluso como una obra de escaso mérito. Me pregunto si, en caso de no estar firmado por quien lo hizo, un editor se hubiera animado a publicarlo. Y esto genera algunas preguntas: ¿Cómo es posible que Cortázar, el gran cuentista, hiciese un cuento tan pesado? ¿Cómo puede ser que un autor tan autoexigente se atreviese a publicarlo? Él mismo dice que es tedioso, y al mismo tiempo delata su fuente de inspiración: ¿Por qué lo incluyó entonces en Octaedro, aún a sabiendas de su escaso interés, de su regular calidad literaria, de su falta de originalidad? Vamos a especular brevemente sobre esos motivos.
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Por un lado, cabría pensar que fuese un cuento primerizo, fruto de la inexperiencia del autor, y recuperado más tarde para cuadrar el círculo de Octaedro. Por otro lado, cabría atribuir su publicación a una decisión precipitada. Pero es justamente lo contrario, tanto para lo primero como para lo segundo; se trata de un escrito de madurez, y su publicación pudo ser largamente meditada.
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¿Primerizo? La primera vez que el escritor alude a este cuento suyo –o por lo menos a uno con el mismo título- es en octubre de 1962, en una carta a Manuel Antín (no hay ninguna mención anterior a esa fecha). Que yo sepa, no se ha conservado ese cuento de 1962; y si bien no hay motivos para creer que fuese exactamente el mismo, podemos pensar que se trataba de una versión primitiva suya. En todo caso, aun cuando de este modo pudiéramos retrasar la génesis del cuento más de una década, se trataría igualmente de un escrito elaborado en plena etapa de madurez vital y literaria de su autor; el texto habría sido escrito poco después de concluir la escritura de Rayuela, y cuando Cortázar ya tenía consolidada su justa fama de cuentista. Así pues, de primerizo nada.
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¿Precipitado, entonces? Si lo tenía en mente desde 1962, más de diez años antes de publicarlo, no cabe hablar de precipitación alguna; sólo que, en ese caso, lo tedioso del relato tendría aún más pecado, pues Cortázar no logró dotarlo de mayor vigor ni siquiera tras ese largo lapso de incubación. Pero aun cuando el de 1962 no fuera el mismo relato de 1974, sospechar precipitación resulta absurdo en un escritor como Cortázar, siempre exigente consigo mismo y siempre muy consciente de lo que daba a publicar. Esta segunda especulación no encaja para nada con la maestría de ese escritor, ni con una personalidad que ni en sus comienzos tuvo prisa alguna por publicar sus obras.
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Pero sí cabe esta otra opción: la de que Cortázar, maestro cuentista, lo publicase no a pesar de ser aburrido, sino justamente porque era aburrido. El hecho de que Cortázar subrayase tanto lo tedioso del relato como la remisión a James, en el mismo encabezamiento de su texto, resulta algo realmente insólito en la producción cuentística del autor; y eso debería inducirnos a preguntar si ese aburrimiento y esa falta de originalidad no forman parte estructural del sentido del cuento. De ser así, ese encabezamiento no estaría destinado a disculpar o atenuar los defectos del relato, sino precisamente a destacarlos. De ese modo, el declarado “estilo de ejercicio” de “Los pasos…” sería algo tan inusual en la producción cuentística del autor argentino que nos obligaría a aplicar un utillaje igualmente inusual para su interpretación.
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¿Y cuál puede ser ese inusual utillaje interpretativo? Yo tengo un propuesta: Tal vez ese tedio que el relato provoca responda en el fondo a una estrategia de ‘piedra de escándalo’, perfectamente calculada por el autor. A saber: algo que detiene el curso normal de la interpretación de un texto y que obliga al lector a buscarle un sentido más alto. Esto es lo que sucede con una estrategia textual de este tipo: vamos por un camino, tan tranquilamente, y nos encontramos con una enorme piedra que bloquea el paso; si queremos seguir por nuestro camino, deberemos salvar ese obstáculo por arriba, elevándonos sobre la piedra. Y esto, lo de elevarnos, es precisamente lo que pretendía quien puso la piedra ahí, con el fin de ofrecernos una visión más amplia del camino.
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Ahora sustituyamos los términos: la excelencia en la producción cuentística de Cortázar es el camino; los prominentes defectos de “Los pasos…” son la piedra que lo interrumpe; quien los dispuso ahí es el propio autor del texto, Cortázar; y quien debe elevarse son los lectores (los lectores de Cortázar, no sólo del cuento), o sea, nosotros. Dicho esto, quedaría tan sólo un elemento por despejar: arriba. ¿Y dónde es arriba? ¿Hacia dónde quiere Cortázar que nos elevemos nosotros, los lectores del cuento, para verlo mejor?
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“Los pasos…” y Rayuela
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Siguiendo la estrategia de piedra de escándalo, el lector de “Los pasos…” debería inferir que el sentido del cuento no está en su inmediatez literal, sino en una interpretación figurativa del contenido. De este modo, ese texto sería algo así como un relato alegórico, en el cual deberíamos sustituir sus elementos literales por otros referentes, los verdaderos, que no se encuentran explicitados en el cuento, y que pueden apuntar a cualquier lugar situado en la obra entera de su autor. ¿Cuál puede ser esa “verdadera referencia”? Digámoslo de otro modo: ¿cuál puede ser la referencia de un cuento que habla del estudio en profundidad de la mayor obra de un eminente escritor, a la postre argentino? ¿No resulta esto sospechoso? Esa historia sobre Claudio Romero y su Oda a tu nombre doble, ¿no estará en realidad hablando del propio Cortázar, y de su mayor obra, Rayuela?
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Ya me imagino la reacción de los “filólogos” ante esta especulación mía. “Todo eso –dirán- configura una interpretación muy esforzada –por no decir forzada, directamente- del segundo relato de Octaedro. Falta demostrar, en primer lugar, que su calidad tediosa sea una piedra de escándalo; y después, que esa piedra apunte hacia Rayuela. ¿Por qué deberíamos, para sortearla, elevarnos hasta Rayuela, y no hasta otro lado?” Para la primera objeción no tengo respuesta; allá se queden ellos con un relato mediocre del escritor argentino. Pero para la segunda dispongo de algunos argumentos a mi favor.
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Por un lado: esta dependencia del cuento con respecto a Rayuela podría ser otra razón, más convincente que la del escaso interés del cuento, por la cual Cortázar no hablara de este último en sus conversaciones con González Bermejo. Ahí callaron tanto González Bermejo como Cortázar, pero podemos pensar que el silencio de Cortázar al respecto es cualitativamente distinto al de su contertulio; si el callar de éste último obedece seguramente a la displicencia, el de aquél obedece, por contra, al cálculo, a la voluntad de mantener corrido el velo que cubre el sentido del cuento. Me imagino la situación: González Bermejo diciendo para sí: “Mejor no saco a colación “Los pasos…”, pues prefiero no decirle que no me gusta nada”; y a su vez, Cortázar pensando en sus adentros, pero por motivos distintos: “¡Vaya suerte que no lo mencione!”. El calculado silencio de Cortázar estaría motivado por la misma razón que indujo al escritor a no hablar nunca de la enorme importancia de Lo prohibido en Rayuela: en ambos casos, tanto para Lo prohibido como para “Los pasos…”, el reconocimiento último de la cuestión no puede ser explicitado, sino que debe quedar siempre en manos de la capacidad del lector para realizar esa atribución. Estaríamos hablando, por tanto, de aspectos inconfesados relacionados con los contenidos de la obra principal del escritor.
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Pero sobre todo, más allá de este alambicado argumento sobre el silencio de Cortázar, “Los pasos…” nos lleva hasta Rayuela por lo que el propio cuento nos revela: la aquiescencia global de su argumento con la forma y con la poética que nutren la gran obra de Cortázar. Consideradas en su conjunto, las piezas encajan, y éste es el principal argumento a favor de la interpretación alegórica: El poeta Claudio Romero puede ser un trasunto de Morelli. Y su poema principal, la Oda a tu nombre doble, sería entonces una alusión disimulada a la obra del viejo escritor, Rayuela, que precisamente tiene una doble forma de decirse y de leerse; lo que en el cuento es “la poesía” sería “la novela” en Rayuela: es decir, la obra. La mujer aristócrata del cuento, Irene Paz, la que para todos era la musa inspiradora y el destinatario de esa gran obra, puede ser un trasunto de la literatura de prestigio, fuente de reconocimiento universal y de privilegios, a la que Rayuela se opone. Y la otra mujer, Susana Márquez, el verdadero amor de Romero, desconocido y oculto, a quien realmente iba destinada su Oda, representaría entonces otro tipo de literatura, marginada de la gran tradición, pero mucho más honesta: una literatura que antepone al éxito social, al prestigio y a los privilegios de la otra, el cumplimiento de una misión íntima, personal y profunda: aquella a la que Rayuela quiere dar cumplimiento. Pero esta otra literatura, en el cuento, acaba siendo traicionada y llevada a la prostitución por Romero; y eso puede significar que, en el fondo, Cortázar temió –o constató, según la fecha en que datemos el cuento- que el éxito reservado a la gran obra de Morelli acabase por convertirla definitivamente en lo contrario de lo que su autor pretendía: una novela más, en vez de un libro audaz e insólito. Una fuente de reconocimiento y prestigio, en vez de una obra profunda y personal. Una infusión de té verde, en vez de una ingesta de peyote
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Con todo esto, “Los pasos…” sería entonces una reflexión, en modo alegórico, sobre la ausencia de una lectura satisfactoria de Rayuela. Y en ese contexto, Jorge Fraga sería una sustitución, por vía de ficción, de un lector ideal de Rayuela que en 1962 debió parecerle bastante improbable a Cortázar, y que en 1974, definitivamente, no aparecía por ninguna parte. En 1962, el cuento debió concebirse como una instrucción paratextual dirigida a orientar al lector cómplice de Rayuela; en 1974, el relato aparecía definitivamente como un lamento originado por la inexistencia de un lector capaz de penetrar en la dificultad del libro. Lo tedioso del cuento se mantendría intacto mientras ese lector no apareciese; y ese mal cuento, en el contexto de la creación de un excelente cuentista, debería ser el escándalo que llamase la atención –una llamada oscura, en la línea de mi Cortázar- sobre esa ausencia. De este modo, el aburrimiento que provoca “Los pasos…” sería la puerta de acceso a una reflexión alegórica de Cortázar sobre la lectura que sus lectores reales no han realizado de su gran obra, a saber: una lectura capaz de reconocer lo inconfesado.
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Mi especulación tiene un primer mérito evidente: por un lado, salva a Julio Cortázar de haber escrito un cuento de lo más aburrido, permitiendo preservar intacta su justa fama como escritor de cuentos. Habrá que buscar en otro lado el cuento más aburrido de este autor, pues “Los pasos…” ya ha perdido su ventaja en este concurso. Pero en todo caso, por el otro lado, no era ése mi principal objetivo, sino que se trata de profundizar en el sentido de este cuento, con el propósito de convertirlo en un nuevo caso a añadir a mi “vía positiva”, por la que pretendo mostrar las ocasiones en que Cortázar dijo, a su manera, que Rayuela es un libro distinto al que hasta hoy se ha considerado. En este sentido, apenas he empezado con este cuento; todavía me queda mucho por decir sobre el mismo. Pero esto me llevaría a un artículo demasiado largo: les emplazo, por tanto, a continuar con este asunto en la próxima sesión, en la Segunda Parte de “El cuento más aburrido de Julio Cortázar”. Mientras tanto, tienen tiempo de releerse el cuento y hallar por sí mismos, si no es que nunca las hubo, nuevas pruebas a favor de su interpretación alegórica. ¡Salud!
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7 de enero de 2011

¡Feliz año nuevo cortazariano!

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Apenas comenzado este nuevo año 2011, leo en el periódico español La Vanguardia un artículo sobre Cortázar, firmado por el escritor y enigmista catalán Màrius Serra (“Cortázar filtrado”, 4 de enero, p. 17). El motor de tal artículo es “el gran placer” que le ha causado a su autor la reciente lectura de las “Cartas a los Jonquières” editadas por Aurora Bernárdez -la Incansable, para suerte nuestra- y por el también catalán Carles Álvarez Garriga.

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Por un lado, y para llevar de buenas a primeras el agua a mi molino, reproduzco aquí el mismo extracto de “los Jonquières” con el que el columnista cierra su artículo: “Todo el mundo tiene allí [se refiere a nuestra Buenos Aires querida, si no me equivoco] su opinión sobre las cosas, pero coincidirás conmigo en que basta opinar sobre una cosa para, en el mismo acto, dejar de verla”. ¡Qué oportuna esta cita, qué adecuada! ¡Cuán cierto es ello, en este momento, aplicado a la lectura de Rayuela, precisamente ahora que estoy yo empeñado en demoler la opinión que del libro se han forjado sus lectores y que les ha impedido verlo! Otra vez Cortázar me sorprendería con su grado de penetración en las tretas de la Gran Costumbre, si no fuera porque ya estoy demasiado habituado a ello.

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Por el otro lado; vamos a “los Jonquières”. Serra no es el primero que confiesa haber quedado gratamente impresionado con el nuevo libro. Algunos amigos míos, buenos conocedores de Cortázar, me han hablado en términos muy parecidos a los que usa el columnista; a la sazón, a ellos –no sé si también al autor del artículo- les ha sorprendido un Cortázar pretendidamente inaudito –lo digo así, para distinguirlo de mi Cortázar insólito- que aparece retratado en esas páginas.

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Por lo que a mí respecta, confieso que la lectura de ese libro no me impresionó demasiado, ni tampoco me sorprendió. Uno de esos amigos míos –precisamente Carles Álvarez- incluso me mandó a donde no quiero decir, y airadamente, por la relativa indiferencia (subrayo lo de relativa) que yo mostré ante esas cartas. Debe creer que yo no reacciono ya ante ninguna otra cosa que no sea ese Rayuela insólito que vengo persiguiendo durante tanto tiempo, y del cual debo reconocer que esa correspondencia recién publicada no aporta ninguna pista firme. No se equivoca del todo, pero él debería convenir conmigo en que la luz de Rayuela, ya sea como novela o como libro insólito, eclipsa cualquier otro aspecto de la obra de Cortázar.

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Confieso también que lo que más llamó mi atención en ese libro, particularmente, no fue ese Cortázar que en algunos momentos le habla tan directa y hondamente a su amigo Eduardo, sino algo muchísimo más prosaico: por encima de todo me impresionó la escalofriante crónica que hace el escritor sobre ese terrible viaje en barco con Aurora, con el suelo de su cabina comunicando directamente con la vecina toilette comunitaria en la que el pasaje de tercera hacía sus necesidades, apuradamente y sin preocuparse demasiado por la puntería. Esto último sucedía, durante largos días, justo al lado de una cabina donde intentaba dormir un escritor que, poco más de diez años atrás, le escribía desde Chivilcoy a su amiga Mercedes Arias lo siguiente,:

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...el hombre del siglo XX –como masa- sigue siendo exactamente tan imbécil y miserable como bajo los Césares y los Alejandros. [Pretendo] sostener que el cristianismo no ha servido para nada, y que nosotros, la minoría culta, alejada del dinero y la ambición, con fines sublimados (arte, poesía, Dios, qué sé yo) haríamos muy bien en permanecer alejados de toda milicia, de toda participación.

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Me pregunto qué pensamientos, qué meditaciones, en ese artista tan sensible, tan capaz de transportarse en un momento dado con la recepción de una obra de arte, debió generar esa forzada familiaridad con la mierda anónima; y me pregunto también hasta qué punto parte de esa vivencia no se encuentra reflejada en los pasajes explícitamente escatológicos de Rayuela –pasajes bastante abundantes, todo hay que decirlo, y a los que con toda justicia quisiera dedicarles un artículo más adelante-.

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Cierto es que yo me se sentí algo encogido ante aquel reproche que me hizo Carles Álvarez. Y durante unos días estuve un poco avergonzado, acomplejado incluso, ante el entusiasmo mostrado por cortazarianos tan ínclitos como él –o como Màrius Serra ahora- ante “los Jonquières”, pensando si no había leído el libro demasiado deprisa, de modo que me hubieran pasado por alto sus contenidos más sensibles e importantes. Ese sentimiento culpable no duró demasiado, pues soy perfectamente consciente de que al fin y al cabo el territorio Cortázar es lo bastante amplio como para aceptar la coexistencia de sensibilidades muy diversas. En todo caso, releyendo hoy el primero de los tres volúmenes de las Cartas publicados hace ya casi diez años por Alfaguara, me doy cuenta de que yo tenía razones más poderosas que el descuido para no sorprenderme ante ese Cortázar inaudito.

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Y es que esos tres gruesos volúmenes repletos de cartas contienen varios Cortázar; y para mí uno de ellos es por lo menos tan impresionante y sorprendente como el de “los Jonquières”, y seguramente más trascendente. Me refiero concretamente al Cortázar que traslucen las cartas escritas a Fredi Guthmann, y sobre todo a partir de la fechada el 3 de enero de 1951, en la que se percibe una profunda conmoción causada en Cortázar por una carta de su amigo, inmediatamente anterior y dirigida no personalmente al autor de Los reyes por parte de Fredi, sino a una amiga común llamada Susana. Yo creo que en su momento fueron ésta y las otras cartas a Guthman las que más me impresionaron y las que me mostraron a un Cortázar realmente íntimo e inaudito; y hasta tal punto fue así que ellas provocaron en mí un sentimiento de familiaridad, de ya conocido, al leer más tarde las más fuertes cartas del escritor a Eduardo Jonquières.

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Por supuesto, hay evidentes diferencias temáticas y de tono entre las cartas de Guthmann y las de Eduardo Jonquières, como distintos fueron los vínculos que unían a nuestro autor con uno o con el otro; pero ello no obsta, en mi opinión, para considerar que ambos conjuntos muestran más que ningún otro documento la personalidad y la intimidad de Julio Cortázar –por lo menos, con anterioridad a Rayuela-. Y si las cartas a Fredi suponen, tanto como las de Eduardo Jonquières, un apartado selecto en la correspondencia de nuestro escritor, además merecen un lugar más destacado que estas otras, por cuanto tuvieron una mayor repercusión en su obra; en particular, en Rayuela.

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“Una mayor repercusión en su obra...”; esto, si realmente es así, es una cuestión para la “vía negativa”, pues todavía no se ha realizado un estudio en profundidad sobre la relación de Cortázar con Fredi Guthmann y su importancia en la elaboración del mayor libro de nuestro escritor. Yo no tardaré mucho en emprender esa tarea, pues cada vez noto con más fuerza su necesidad; pero hasta entonces me limito a dejar constancia de ello con estas pocas líneas.

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En todo caso, creo que el artículo de Màrius Serra ha sido una señal de que este año que empieza va a ser un buen año para los amantes de Cortázar. Así pues,

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¡Os deseo a todos un buen año cortazariano!

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11 de diciembre de 2010

Vía negativa (1): EL AFFAIRE GALDÓS



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Galdós en Rayuela: un asunto turbio
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El capítulo 34 de Rayuela transcribe literalmente el fragmento de una novela de Benito Pérez Galdós. La disposición tipográfica de este fragmento es una de las mayores audacias formales del libro: a lo largo de casi todo un capítulo, durante seis o siete páginas, se intercala una línea de la obra de Galdós con una línea de Rayuela. Las líneas impares despliegan la parte galdosiana del texto, y las pares la parte cortazariana. En virtud de este procedimiento, el capítulo quiere mostrar simultáneamente dos caras distintas de un mismo acontecimiento: Horacio Oliveira ha tomado en sus manos el libro de Galdós y lo está ojeando, y nosotros asistimos tanto a lo que él lee como a aquello que piensa mientras lo va leyendo.
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Este capítulo 34 ha generado distintas reacciones entre los críticos. Los comentarios que Horacio hace sobre Galdós son, más que mordaces, directamente insultantes; y esto ha polarizado la crítica en dos posturas diametralmente opuestas, generando lo que yo denomino el affaire Galdós de Rayuela. De un lado, y por decirlo de algún modo, están los ‘cortazarianos’, para quienes las opiniones que en este capítulo se vierten sobre Galdós no plantean problema alguno. Del otro lado están los ‘galdosianos’, quienes reaccionan a la visión que en esas páginas se da del escritor español, y le defienden ante la mala opinión que de él tiene Cortázar. Sin embargo, hay un galdosiano que sostiene una opinión distinta a la de sus colegas; para él, ese presunto ataque a Galdós ha sido malinterpretado, y en realidad es de carácter irónico. Esto es lo que defiende el crítico Randolph D. Pope en su artículo Cgoarltdaozsar: el Galdós intercalado en Cortázar en Rayuela”, publicado en 1987 en el volumen titulado Los ochenta mundos de Cortázar: ensayos, recopilado por Fernando Burgos.
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Según este crítico anglosajón, para ser justos tanto con Galdós como con Cortázar debería entenderse que Rayuela esconde un justificado homenaje a la figura del escritor español. Esa sería la única explicación posible a la “enorme importancia” (Pope dixit) que, en el contexto global del libro de Cortázar, tiene la novela de Galdós a la que pertenece el fragmento transcrito en el cap. 34. La mala interpretación de la ironía cortazariana sería la razón última para que una “clave” fundamental del sentido de Rayuela “haya debido esperar veintitrés años -esa es la distancia que separa el libro de Cortázar del artículo de Pope- antes de ser revelada”; una afirmación asombrosa, en mi opinión.
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Este artículo del galdosiano Randolph D. Pope fue breve y explícitamente replicado por el cortazariano Jaime Alazraki en el marco de una ponencia titulada “España en la obra de Julio Cortázar”, leída en 1992 e incluida dos años más tarde como apartado xvii de su libro Hacia Cortázar: aproximaciones a su obra. El artículo de Pope y su réplica por Alazraki constituyen una pequeña querella literaria dentro del affaire Galdós: pequeña, pero muy significativa, y por esta razón va a ser el objeto de mi análisis. Tan escueta disputa entre especialistas permite contemplar aspectos del libro de Cortázar realmente sorprendentes, que van a serme muy útiles en mi persecución del Rayuela insólito y su complementaria teoría del entusiasmo. Empecemos por el artículo del galdosiano:
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1. Bravo por Pope:

El peso de Lo prohibido en Rayuela
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“El capítulo 34 se ha malentendido rigurosamente”; ésta es una fuerte afirmación por parte de Pope. Pero luego hay otra todavía más valiente: “la evidencia está tan a la vista que ha permanecido imperceptible durante décadas”. Y más tarde añade:
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Al igual que nos parece hoy demasiado simple aceptar la afirmación del prologuista a Don Quijote sobre su voluntad de atacar los libros de caballerías, en la misma forma es ingenuo aceptar la primera reacción de Horacio de rechazo hacia la novela galdosiana.
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Así pues, la presunta ironía que sazona el capítulo 34 no sólo ha engañado a los críticos anteriores, sino que también los ha cegado ante la evidente “complicidad profunda” que hay entre ambos autores. Pope termina su artículo aventurando que
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En algún lugar al final de la Gran Rayuela, estarán sentados en un café Cortázar y Galdós, sonriendo al ver que una clave que ocupa todo el capítulo 34 haya debido esperar veintitrés años antes de ser revelada.
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¿Qué es lo que lleva a este crítico a proferir semejantes alegatos? ¿Qué es lo que sólo él ha visto, a pesar de estar tan a la vista, y que le permite desvelar por fin una “clave” que ha estado oculta durante 23 años? La respuesta está en las siete páginas que forman el artículo: durante las mismas, Pope despliega una prolija y minuciosa comparación entre Rayuela y Lo prohibido. Éste es el título de la novela de Galdós a la que pertenece el fragmento transcrito por Cortázar en el capítulo 34; y, tal como demuestra el crítico anglosajón, esa comparación depara muchas sorpresas. Para mí, lo que dice Pope en el marco de su comparación resulta bien digno de atención…
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Engranemos con Lo prohibido, título que apunta hacia ese paraíso perdido y al cielo entrevisto que también son centrales en Rayuela. La novela de Galdós está dividida en dos partes, y cada una de esas partes se ocupa del amor de José María por una mujer casada, en el primer caso su prima Eloísa, con quien tiene una relación adúltera, pero a quien finalmente abandona, y en el segundo caso con su prima Camila, a quien no consigue conquistar.
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Todo esto empieza en cuanto el protagonista de Lo prohibido llega a Madrid, proveniente de Andalucía, tal como Horacio llega a París proveniente de Buenos Aires. Así pues, como esquema general del argumento, y como estructura global del libro, todo esto coincide con Rayuela. O, por lo menos –y esta salvedad se le olvida hacerla a Pope-, con su versión para lectores pasivos. En todo caso, ambas obras narran historias similares, tanto por lo que se refiere a sus contenidos como a la inanidad de los mismos, pues en ambas apenas pasa nada. Y es en este escenario de pobreza narrativa que cobran gran importancia ciertos detalles:
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Varios capítulos de la primera parte están destinados a contar la gran tertulia de los jueves, en la que se intercambian chismes e ingeniosidades. Durante una de ellas el marido de Eloísa se encuentra agonizante en la misma casa mientras que numerosos invitados cenen opíparamente, aunque algo molestos por la incómoda situación. En la segunda parte, el bebé de Camila, que viene a interrumpir la vida tranquila de José María (pues viven en el mismo edificio), muere luego de siete días de una repugnante enfermedad.
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Así pues, más allá de unas similitudes generales, también hay coincidencia en algunos motivos trascendentales: en primer lugar, esa tertulia de los jueves remite al Club de la Serpiente; por otro lado, la muerte de un personaje en medio de esa tertulia, cuyos participantes le muestran una cierta indiferencia, junto con la posterior enfermedad del bebé, nos remiten a su vez a la muerte de Rocamadour; en tercer lugar, la molestia que ese bebé ajeno le supone a José María es equivalente a la que siente Horacio con respecto al hijo de la Maga; y, por fin, en algún momento ambos hombres comparten igualmente su espacio vital con la madre y con el hijo. Estos detalles, estas coincidencias, ¿serán por casualidad? Es obvio que, en el traslado de una novela a otra, esos motivos se ven protagonizados a veces por personajes distintos, o se hallan dispuestos en partes distintas de la obra; no todo encaja. Pero ello no parece una objeción de peso, ni para Pope ni para mí, ante la enorme dimensión que alcanzan las correspondencias, que no terminan aquí.
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También existen similitudes en cuanto a la caracterización de algunos personajes, y al particular clima intelectual que estos mismos generan. Los dos ejemplos siguientes de Lo prohibido recuerdan de algún modo a Horacio y a Ceferino Pérez:
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El tío confiesa que “experimenta la ansiedad del que busca una base sin encontrarla” (...) [el primo] elabora un trabalenguas para controlar el nivel de reblandecimiento de su cerebro, dibuja un mapa en colores de la situación moral de España y vive sus fantasías en los sueños desdoblándose en muchas personas.
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Y las coincidencias llegan a ser flagrantes cuando se comparan las segundas partes de ambas obras, con los dibujos de sendos tríos amorosos. Nos informa Pope de que “la segunda parte de Lo prohibido cuenta la progresiva fascinación de José María con su prima Camila y el marido de su prima [Constantino]”, y esta relación es perfectamente homologable con la relación de Horacio y la pareja Traveler/Talita, también desplegada en la segunda parte de Rayuela.
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El estar cerca de ellos es suplicio de Tántalo para José María, pero no puede sustraerse de su tentación (...) Lo que les bloquea la entrada tanto a Horacio como a José María es su intelecto. (...) José María se imagina a sí mismo como una serpiente que envidia esa felicidad y desea apropiarse de ella o destruirla. (…)
José María se dice a sí mismo “no estás en tu centro” (...) mientras busca maneras de conquistar a Camila, quien permanece fiel a su marido. Pero José María cree que caerá y la imagina como una mujer atrapada por las telas de una araña (...) Horacio compara su construcción de hilos en la habitación del manicomio con “una tela de araña” (...) que va a atrapar a Traveler
Comienza a desarrollarse una gran amistad entre Constantino y José María (...) [quien] disimula su intento de destruir al contrario haciendo pasar sus agresiones por un juego.
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La tensa relación entre la pareja y el amigo, el deseo de éste por la mujer del otro, el Centro, la telaraña, la amenaza lúdica de un asesinato… Realmente, da toda la impresión de que Cortázar hubiera tomado gran número de los elementos que conforman Lo prohibido y los hubiera dispuesto a su manera en su propio libro. A estas alturas de la comparación, y por si todo esto no fuera suficiente, Pope incluye un detalle definitivo:
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José María juega a hacerse el encontradizo con Camila en las calles de Madrid, a pesar de que puede verla en el edificio en que viven, pues obtiene placer del azar de los encuentros. Muchas veces, luego de horas de espera, se le escucha exclamar: “¡Y aquella tunanta de Camila no aparecía!”.
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¡Encuentros amorosos dejados al azar en el laberinto de una gran ciudad! ”Camila no aparecía”: aquí tenemos el antecedente galdosiano de nuestro famoso “¿Encontraría a la Maga?”. ¿No les parece esto más que sospechoso? ¿No serán ya demasiadas ‘casualidades’ como para sostener alguna teoría de la casualidad? Se podrían añadir más datos: el artículo del crítico anglosajón desarrolla su comparación entre las dos obras, como ya hemos dicho, durante siete páginas, y todas ellas en la misma línea de lo que vamos viendo. Pero nosotros podemos dejarlo aquí; con lo visto ya hemos podido constatar que las coincidencias entre ambas obras son muy numerosas, que afectan a distintos niveles de la estructura de las obras, y que llegan en ocasiones a un grado de concreción muy elevado.
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Las conexiones entre las dos obras hablan por sí mismas. Aún así, alguien podría atreverse a defender la teoría de la casualidad. Pero eso ya no es posible cuando tenemos en cuenta: 1) que un largo fragmento de Lo prohibido se encuentra transcrito literalmente en Rayuela; 2) que esto se hace mediante una disposición tipográfica insólita y bien ostentosa; y 3) que el resultado más evidente de esa disposición es el de entrelazar las palabras de Cortázar con las de Galdós. Ya no puede caber duda: de alguna manera, Cortázar reescribió Lo prohibido en Rayuela. Ésta es la evidencia que Pope fue el primero en ver y que permaneció oculta durante 23 años: el capítulo 34, con su intercalación de líneas, es como un mapa a escala reducida de Rayuela -en su versión para lectores pasivos-, en la que se puede leer entre líneas Lo prohibido de Galdós. Pope tiene razón en esto: Lo prohibido tiene una “enorme importancia” en Rayuela; ¿alguien puede negar esa evidencia?
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2. Bravo por Alazraki:

El valor de Galdós para Cortázar
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Para mí, lo que dice Pope en el marco de su comparación resulta bien digno de atención… por más que luego todo ello le conduzca a conclusiones equivocadas. Curiosa paradoja visual: por un lado, el crítico anglosajón ve lo que nadie había visto, pero por el otro no ve lo que todos los otros sí han visto. Las líneas de Cortázar se entrelazan con las de Galdós, ciertamente, pero sin mezclarse; en el capítulo 34, las líneas pares siguen su propia disposición tipográfica, con total independencia de las impares. De esto último no dice nada Pope, quizá porque no quiere ver lo que ya no es propiamente el signo de una “complicidad profunda”, sino más bien el signo de una profunda aversión, que se verá subrayada sin ninguna sutileza por las duras palabras de Horacio. A pesar de todas las coincidencias, no hay ósmosis entre el texto de Lo prohibido y el de Rayuela: son como el agua y el aceite, elementos no solubles entre sí, y así lo está dando a entender Cortázar en el mismo capítulo 34, a través de las palabras de su personaje Horacio:
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Y las cosas que lee, una novela, mal escrita, para colmo una edición infecta, uno se pregunta cómo puede interesarle algo así. Pensar que se ha pasado horas enteras devorando esta sopa fría y desabrida (...) una lengua hecha de frases preacuñadas para transmitir ideas archipodridas
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Cortázar detestaba a Galdós y su obra. Aunque no fuera por sí mismos, sino por lo que pudieran significar para él; pero los detestaba. Esto es lo que se encarga de subrayar Jaime Alazraki a la hora de comentar el artículo del crítico galdosiano. En tanto que buen conocedor de la obra cortazariana, el crítico hispano pone el énfasis en la forma en que el escritor argentino trata a Galdós, ya no en el capítulo 34, sino en el conjunto de su obra. Atinadamente, este crítico parte no del valor objetivo que pueda tener el novelista español en la historia de la literatura, sino del “punto de vista de Cortázar y de su visión de la literatura”. Y en este contexto no caben las dudas; el comentarista nos pone en la senda con un ejemplo extraído de una obra anterior del escritor:
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Ya en su novela de 1950, El examen, (...) Clara (...) se refiere a una novela de Galdós en unos términos que anticipan a las claras el juicio emitido en Rayuela: “Se acordó de que en quinto grado la señorita Capello le hacía leer pasajes de Marianela. Todo iba tan bien en las primeras páginas, después los bostezos, el lento ahogo que poco a poco le ganaba la garganta y la boca, la señorita Capello con su cara de ángel oyendo en éxtasis, la pausa forzada para contener el bostezo”. Esta opinión temprana y lo radical del tono demuestran que su relación hostil hacia Galdós no fue una irreverencia aislada o un dilettantismo rebuscado sino parte de una visión de la novela en la que la obra de Galdós iba a contrapelo.
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¿Acaso Galdós tiene también una “enorme importancia” en El examen? ¿Para qué iba Cortázar a ironizar ahí sobre él? Para Cortázar, en 1950, Galdós era por lo menos aburrido; ¿quizás cambió después de opinión, en algún momento entre 1950 y 1963? No hay ninguna constancia documental de ello, y en todo caso resulta difícil de sostener cuando, como hace Alazraki, situamos todas esas palabras en el contexto general de la poética de Cortázar; en ningún lugar hay nada que permita pensar a favor de Galdós, como lo hace Pope, más bien todo lo contrario.
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Alazraki señala que el juicio de Cortázar sobre Galdós “es de una sola pieza con una apreciación oblicua de otro novelista del siglo XIX español”, en referencia a una remisión que se hace en el capítulo 13 de Rayuela: “…la condesa de Pardo Bazán –dijo Oliveira, bostezando de nuevo”. Aquí volvemos a encontrar, como en El examen, ostentosas señales de aburrimiento; no se refieren directamente a Galdós, es cierto, pero sí a alguien en gran medida equivalente, pues
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cuando Horacio Oliveira, y Clara en El examen, hablan de Galdós, en realidad hablan de una tradición: la novela del siglo XIX (…) En Rayuela, Cortázar habla de Galdós, pero en realidad habla de toda una sensibilidad y formas de representación de las que Galdós era el exponente hispánico: el realismo europeo.
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En otro momento de Rayuela –y esto lo añado yo, que no Alazraki, pues él está hablando sólo de España - los compañeros de camino de Galdós muestran esta misma cuestión, desde otros perfiles. En el capítulo 31 hay una anticipación del momento en que Horacio leerá las páginas de Galdós: “Sentado en la cama, miró los papeles del cajón de la mesa de luz. (...) Una novela de Galdós, qué idea. Cuando no era Vicki Baum era Roger Martin du Gard”. Aquí Cortázar pone de lado, igualándolos, a Galdós, a Baum y a Martin du Gard; tres ejemplos de lo que Cortázar denomina ‘novela-rollo’. Por cronología, Baum y Du Gard deberían inscribirse en el cómputo de la literatura del siglo XX; pero para Cortázar las novelas de estos autores son del mismo tipo que las de Galdós, pues todas ellas pertenecen a una misma tradición literaria. Y Cortázar, como muy bien anota Alazraki, tuvo, tiene y tendrá una actitud hostil y beligerante frente a esta tradición:
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los que con muy buena voluntad y espíritu conciliatorio buscaron comprender esa “relación antagónica” como “una complicidad profunda” olvidan que toda poética nueva –en este caso la postmodernidad que informa la obra de Cortázar- se funda en una crítica de poéticas anteriores, en una revisión de los valores que la preceden. (…) No podía haber complicidad con esa sensibilidad y con sus modos de expresión. Al contrario, lo que hubo fue confrontación, crítica, ataque.
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Aquí es donde el crítico cortazariano está replicando directamente al artículo de Randolph D. Pope, al que cita explícitamente en una nota al pie. Por lo visto, Alazraki cree que no necesita decir más: su consideración sobre la actitud de Cortázar vale tanto para el capítulo 34 como para el resto del libro de Cortázar. Si hay reescritura de Lo prohibido en Rayuela, no puede ser para mayor gloria de Galdós, sino tan sólo para su mayor escarnio. Si Cortázar y Galdós llegaran a coincidir en un café en el más allá, como Pope sugiere, sería el momento de pasar cuentas, no de prodigar sonrisas. Y ahí termina la cuestión.
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3.Bravo por Jorge Fraga:

Un punto de fuga
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Es cierto que Lo prohibido tiene una “enorme importancia” en Rayuela: los argumentos que esgrime Pope estaban realmente ahí, y nadie los vio excepto él. Pero no es menos cierto que Galdós es un ejemplo de lo que Cortázar más detestaba en literatura; los argumentos que esgrime Alazraki a favor de esta tesis estuvieron ahí durante más de 23 años, y todo el mundo los había visto excepto Pope. ¿Firmamos el empate? Para nada: las conclusiones que extrae Pope a partir de su comparación no se pueden extrapolar en absoluto al resto de la obra de Cortázar, mientras que las de Alazraki sí. En consecuencia: Alazraki gana, en principio, y ahí parece culminar la pequeña querella del affaire Galdós.
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El asunto parece resolverse, por tanto, en favor del cortazariano, y hasta ahora la historia lo ha sancionado así: al final, ese asombroso artículo de Randolph D. Pope, pese a sus afirmaciones tan tremendas, o quizás a causa de ellas, ha tenido un eco de lo más exiguo entre los comentaristas de Rayuela. No obstante, la de Alazraki quizá sea una victoria pírrica, porque resolviendo el asunto del modo en que lo hace quedan muchas cosas por resolver.
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Por un lado: ¿Acaso podemos considerar Lo prohibido como la novela más emblemática de Galdós? ¿No se trata más bien de una obra de poco calado, entre su vasta bibliografía? ¿Por qué Cortázar eligió precisamente ésta? ¿Y por qué eligió precisamente a Galdós, entre la vasta multitud de autores de “novela rollo”? ¿Por qué Galdós y no Pardo Bazán, por poner un ejemplo de valor equivalente? Y también, por otro lado: ¿Por qué en Rayuela la beligerancia del autor no se resuelve con una simple mención, como se hace en El examen? ¿Por qué Cortázar decide vehicular su ataque en la forma en que lo hace? ¿Por qué esa ostentosa intercalación en el capítulo 34, por un lado, y esa escondida reescritura en el conjunto del libro, por el otro? ¿Para qué ostenta lo que también esconde?
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Sin duda, Pope se equivocó en algo; pero quizá se equivocó también Alazraki -y con él la historia- al citar una sola vez, y sólo de pasada, Lo prohibido. En su ponencia, este crítico da la impresión de no haberse leído la novela de Galdós, ni de compartir para nada la idea de que ésta tenga una “enorme importancia” en Rayuela. Para Alazraki, los sorprendentes hallazgos de Pope apenas merecen un displicente aplauso por su “buena voluntad” y su “espíritu conciliatorio”.
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Pero en el affaire todavía hay algo mucho algo mucho más importante, a lo que ni Alazraki ni Pope prestan la debida atención: ¿Por qué Cortázar no hizo nunca mención alguna a esta cuestión? La pequeña querella entre Pope y Alazraki, así como todas las preguntas que se generan en el marco de esta discusión, quizás podrían resolverse a partir de las declaraciones de Cortázar al respecto: sin embargo, no encontraremos ningún documento de Cortázar en el que confiese haber reescrito Lo prohibido en Rayuela. Silencio absoluto. También es cierto que nadie le preguntó; el crítico anglosajón, el único que podía formular alguna pregunta oportuna sobre la cuestión, llegó demasiado tarde para pedirle al escritor una confirmación. Así pues, pese a todos sus errores, Pope tiene un enorme e innegable mérito frente a Alazraki y frente a casi todos los críticos del libro: el de haber visto algo nuevo en Rayuela, algo que es nuevo no sólo por cuanto nadie más lo había visto antes, sino –y sobre todo- porque Cortázar nunca lo había confesado abiertamente.
Este nuevo aspecto de la cuestión es de lo más pertinente de cara a mis propios propósitos, por cuanto contiene cinco elementos que se adaptan como un guante a mi Teoría del Entusiasmo:
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Uno: Pope descubrió algo que estaba oculto en la dificultad y la oscuridad de Rayuela. Algo que ni el propio Cortázar había puesto de manifiesto antes, callando como un bellaco.
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Dos: Fíjense bien en el artículo que Pope escribe sobre ello: su mente establece prolíficas y estupendas asociaciones entre Lo prohibido y Rayuela, unas veces sensatas, otras veces arriesgadas, siempre ocurrentes; su texto se ve adornado aquí y allá con signos de admiración, muestras evidentes de excitación; al principio y al final se profieren afirmaciones atrevidas y desafiantes, casi triunfales… No cabe duda: ¡Pope tomó el peyote de Rayuela! A pesar de su savoir faire como crítico, el tono de su exposición no puede ocultar el entusiasmo que le produjo su hallazgo.
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Tres: Por el contrario, Alazraki sólo es capaz de ver aquello que Cortázar dijo explícitamente. Ningún descubrimiento, ningún salto a lo desconocido, y por lo tanto ningún entusiasmo; sólo certezas documentadas, sólo una académica seguridad en lo mismo y en sí mismo. Su displicencia hacia Pope es todo lo contrario del entusiasmo de este otro; té verde frente a peyote. Alazraki se comporta como un “filólogo” al que sólo se puede convencer con la letra de los textos, como si la literatura creativa fuera matemática. Con esa actitud, ¿cuántas cosas más, de las no dichas expresamente por Cortázar, se le pueden haber escapado? ¿No habrá tal vez alguna por la cual se resuelvan todas las preguntas que aparecen aquí?
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Cuatro: Pope ve algo que estaba escondido, y lo proclama desde el entusiasmo; pero no lo interpreta correctamente, y por eso yerra y no logra ir más allá. Su entusiasmo va acompañado de prejuicios y de precipitación, con lo cual pierde en la inteligencia del fenómeno que investiga. Pope empezó siguiendo el vuelo del chamán don Julio; pero a medio viaje se fue por otro lado, y se estrelló.
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Cinco: El uno por falta de entusiasmo, el otro por exceso del mismo; los dos analistas pierden en capacidad crítica. Tanto en Pope como en Alazraki, el resultado final es prácticamente el mismo: ven lo circunstancial, pero se les escapa lo esencial. Mi diagnóstico para ambos contendientes es unitario: en el fondo, sus omisiones son sintomáticas de una compartida y defectuosa comprensión de Rayuela. La luz negra que emana de ese libro sigue buscando a quién iluminar.
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Este es el corolario de mi análisis del affaire Galdós: quizás haya algo en Rayuela, algún elemento distinto a los ya contemplados, que ni los más señalados críticos han tenido en cuenta, y por lo cual los tres elementos implicados -el evidente peso positivo de Lo prohibido en el libro; su indiscutible valor negativo; el pertinaz silencio de Cortázar al respecto- lleguen a encajar perfectamente. Es un corolario en fuga: en este artículo mío no voy a desvelar cuál es el escenario definitivo en el que se resuelve esa cuestión. Les recuerdo que, en la “vía negativa” de mi particular aproximación entusiasta a Rayuela, tan sólo pretendo poner en evidencia ciertas lagunas existentes en la visión común del libro, y ello para proclamar la necesidad de entenderlo de otra forma. En este sentido, el affaire Galdós es perfecto: constituye el mejor aviso de que una obra plenamente reconocida como Rayuela contiene en su interior un excedente de contenido, no percibido hasta el momento, no declarado nunca por el autor, y sólo recuperable desde un entusiasmo inteligente.
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Y hasta aquí puedo decir. El resto, si es que lo hay, depende de la capacidad que tenga cada lector cómplice de Rayuela para mirar el libro de otra manera. Y es que la ‘vía negativa’ acaba donde empieza la ‘vía participativa’. ¡Hasta la próxima jornada!
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25 de noviembre de 2010

Apócrifas morellianas (3) Una teoría del antientusiasmo

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Anotado por Morelli en un papel amarillo:

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Leo el Euforión de Antoni Marí, y encuentro por doquier los antecedentes teóricos, la ilustre prosapia –complementaria de una versapia igualmente ilustre- de mi propia tarea: Ficino, Shaftesbury, “Dorval”. Etcétera. Y sin embargo, ninguno de ellos parece tener en cuenta a mi lector, a esa otra mano que se ofrece, del otro lado del puente, a un encuentro con la mía. Así las cosas el genio, el furor, diríase destinado a ser únicamente el resultado de un exclusivo intercambio del creador con su daimon… Pero no, ahí está, aunque sea en negativo; mi lector logró colarse por el lugar más inesperado, en la contra-teoría del entusiasmo (o teoría del anti-entusiasmo) del clasicismo francés:

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El genio, por lo que tiene de excepcional, no podía ser admitido por la estética clásica, basada en la preeminencia de la Razón contra el sentimiento, en la absoluta autoridad de la Razón general -de la que podían participar, indistintamente, todos los individuos-; y también en la certeza absoluta de que todo era comunicable a todo el mundo. Todos los fenómenos de la vida interior y exterior debían ser juzgados bajo el patrón de una Razón General accesible de la misma forma a cada uno. Desde esta perspectiva, se negaba explícitamente toda subjetividad, todo conocimiento relacionado con la intimidad subjetiva y con la realidad interior, personal, irreductible a unas leyes universales comunes a todos los hombres. El genio era sinónimo de la presencia del impulso caótico del pensamiento agreste que no había sido dominado por la preceptiva de la razón.

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9 de noviembre de 2010

Vía positiva (1) EXÉGESIS DEL CAP. 97


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En el cap. 82 de Rayuela, Cortázar/Morelli se tacha a sí mismo de “pobre shamán blanco”, y con esta forma tan sintética está expresando precisamente lo que constituye mi hipótesis: el autor pretendía que su libro provocase en la mente de su lector activo una alteración de la conciencia, lo que Mircea Eliade denominaba una ‘ruptura de nivel’. En consecuencia, es como si en esa declaración Cortázar se postulara a sí mismo como “don Julio”, un chamán equivalente, avant-la-lettre, al don Juan de Castaneda. Un shamán, bien; y blanco, de acuerdo; pero ¿por qué ese conmiserativo pobre? Sólo al final de este artículo estaremos en condiciones de contestar a esa pregunta.
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El capítulo 97, de una forma menos sintética que en el capítulo 82, constituye otro de los momentos de Rayuela en los que se plantea el mismo tema. De forma positiva, pero también, y como siempre, con una relativa oscuridad. El siguiente párrafo constituye la entrada y el primer período de ese capítulo:
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A Gregorovius, agente de fuerzas heteróclitas, le había interesado una nota de Morelli: “Internarse en una realidad o en un modo posible de la realidad, y sentir cómo aquello que en una primera instancia parecía el absurdo más desaforado, llega a valer, a articularse con otras formas absurdas o no, hasta que del tejido divergente (con relación al dibujo estereotipado de cada día) surge y se define un dibujo coherente que sólo por comparación temerosa con aquél parecerá insensato o delirante o incomprensible. Sin embargo, ¿no peco por exceso de confianza? Negarse a hacer psicologías y osar al mismo tiempo poner a un lector –a un cierto lector, es verdad- en contacto con un mundo personal, con una vivencia y una meditación personales... Ese lector carecerá de todo puente, de toda ligazón intermedia, de toda articulación causal. Las cosas en bruto: conductas, resultantes, rupturas, catástrofes, irrisiones. Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?”
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Como en tantas ocasiones me sucede frente a otros fragmentos de Rayuela, yo me pregunto qué deben pensar los “filólogos” al leer páginas como ésta, cómo las interpretan. En mi opinión, cuando no eluden, directamente, hacer esta interpretación, apuntan generalmente hacia lo excéntrico y lo gratuito; es decir, hacia “lo absurdo”. O bien a “la libertad” –como hace, por ejemplo, Saúl Yurkievich, príncipe de la crítica “filológica” del libro-, en una acepción vaga y lírica del término que permite explicar todas las inconveniencias del texto, y que en el fondo no deja de ser un eufemismo para “lo absurdo”. Ambos términos, “absurdo” y “libertad”, se han convertido para la crítica cortazariana en conceptos-fetiche que permiten eludir, sin afrontarlos, los desafíos que plantea la oscuridad del libro de Cortázar. Las prevenciones del propio autor no sirven; él mismo nos advierte de que debajo de lo aparentemente absurdo y delirante hay un dibujo coherente, pero eso acaba por no constar en acta. Aunque por este camino me estoy yendo hacia la “vía negativa”, y no es éste el lugar.
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Para mí, el punto de fuga del libro es el entusiasmo. Por más que enigmáticas y oscuras (o, precisamente, por enigmáticas y oscuras, pues esa misma oscuridad es un acicate para el entusiasmo) estas líneas de Morelli encajan perfectamente con mi hipótesis. ¿De qué se habla, si no, en ellas? De internarse, sin ningún puente, en un modo posible de la realidad, absurdo en primera instancia, hasta que defina un dibujo coherente, pero todo ello tan sólo cuando uno está dispuesto a desaforarse... ¿Qué otra cosa está haciendo aquí Cortázar, sino describir ese oficio de chamán al que alude en el capítulo 82? Un oficio que, en este capítulo 97, no está puesto en práctica; este breve texto es tan sólo una clase teórica. La clase práctica, el verdadero ejercicio de extrañamiento, el verdadero viaje a otra dimensión de la conciencia, se produce a través de la lectura de Rayuela -o, mejor, como confiesa unas líneas más adelante, de alguna de sus partes-.
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Morelli declara: su obra habla de “despedida, grito y muerte”, que es el verdadero contenido; no obstante, lo que se ve en ella es “un dibujo en la pared”, “una caña de pescar”, “un trío para mandolinas”. Esa obra, pues, tiene una doble naturaleza: por un lado tiene un contenido vivencial, que constituye el alma y la fuerza del libro, y por el otro lado tiene una fachada, que muestra y al mismo tiempo oculta ese contenido vivencial. Ahí encontramos expresado, en términos morellianos, el quid de la misma cuestión que Cortázar ya planteaba en su “Carta delatora” de 1960: Rayuela tiene en su interior algo distinto (la repetición de un episodio, que es también la crónica de una locura) a lo que constituye su fachada (una historia lineal). Ahora, añadido a eso, Morelli nos facilita un dato fundamental: la forma de acceder desde una dimensión a la otra del sentido de Rayuela, el salto que permite pasar de un trío para mandolinas hacia la muerte, es un desaforarse, un excentrarse; un cambio de estado de conciencia. Una locura equivalente a la que vivió su autor al escribir el libro. Un ponerse a la altura del swing de Morelli; en términos fraguianos, un entusiasmarse.
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Todo eso se dirige únicamente “a un cierto lector, es verdad”. Esa salvedad que se hace en el texto es de lo más significativa; no se dirige al lector en general, sino tan sólo a aquél capaz de dejarse llevar por el entusiasmo. Un poco más abajo de lo transcrito arriba, y como continuación y acabamiento de ese mismo período, Morelli prosigue:
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“Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.”
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La cosa no se expresa en ningún momento con claridad, ni antes ni después. Ese “algo de lo que escribo”; ¿a qué se refiere exactamente? Ese “debería contribuir a...”; ¿acaso se puede decir algo más vagamente? Y antes: “un modo posible de la realidad”; elusivo a más no poder. Etcétera: el tono general del capítulo –como el de todo Rayuela, en el fondo- es de una ambigüedad y una falta de concreción exasperantes. Así pues, ciertamente, hay en todo ello algo oscuro; pero, para compensar, insiste. Pocas líneas más arriba ha dicho lo mismo; ahora vuelve a ello, lo repite. De este modo, de entre ese magma de ambigüedad surge un poco de tierra firme, algo concreto, a saber: por encima de todo, se trata de que cierto lector cambie, de que acceda a ‘otro estado’, a través de la lectura del libro. Está claro que está oscuro; pero en esa oscuridad hay algo que arroja un poco de luz.
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Volvamos de nuevo al capítulo, ahora un poco más atrás. Entre esas dos repeticiones de lo mismo, Morelli incluye un período algo distinto. Hasta este momento, en este capítulo se ha hablado de “lectores”, y por lo tanto se entiende que Morelli se dedica a la escritura: pero no se ha hecho referencia alguna a la novela como género. El nuevo período hace mención expresa a la cuestión:
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“Las formas exteriores de la novela, pero sus héroes siguen siendo los avatares de Tristán, de Jane Eyre, de Lafcadio, de Leopold Bloom, gente de la calle, de la casa, de la alcoba. Para un héroe como Ulrich (more Musil) o Molloy (more Beckett) hay quinientos Darley (more Durrell). Por lo que me toca...”
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“Por lo que le toca” se refiere al aspecto novelístico de su escritura. Cabe decir, pues, que las ambiciones de Morelli guardan relación con la novela: lo cual sería una perogrullada, una verdad sabida por todos, si no fuera porque “guardan relación” no significa lo mismo que “incumben exclusivamente”, y en eso no parecen haber caído todos, por no decir ninguno. El asunto es: en la obra de Morelli -o sea la de Cortázar con Rayuela- escritura y novela no coinciden exactamente. “Las formas exteriores de la novela...”; se repite aquí la idea de una doble naturaleza del libro. Podemos entender que el dibujo en la pared, la caña de pescar y el trío para mandolinas, en tanto que formas exteriores, en tanto que fachada, conforman una novela. En cambio, la despedida, el grito y la muerte se dicen desde otras formas, desde un más allá de la novela. Así pues, la tarea escritural de Morelli trasciende, en último término, los límites propios de ese género.
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Insistamos en ello, pues es importante. Tal como Morelli sostiene en este capítulo, su tarea excede las pretensiones de un Lawrence Durrell; eso, para los conocedores de Cortázar, se da por supuesto. Pero a ese primer nombre le añade, para también trascenderlos, los de Samuel Beckett y Robert Musil. Durrell, Becket, Musil: los tres son novelistas, sí, pero no ostentan el mismo rango para Cortázar/Morelli. El primero es un ejemplo ilustrativo de ‘novela rollo’; y los de este tipo, como señala, son multitud. Los dos últimos, en cambio, son miembros eminentes de la línea prospectiva de la novela, la que más valora el escritor argentino; y estos, en cambio, son una minoría. Para Cortázar, Beckett y Musil son la punta de lanza del género en esa época; con ellos, y con los pocos que son como ellos, la novela está expresando todo lo que puede expresar a mediados del siglo XX. Por tanto, si el propósito de Morelli va más allá de esos tres ejemplos, no sólo del primero sino también de los otros dos, sólo puede ser porque también va más allá de la novela como género.
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¿Y qué puede significar ‘ir más allá de la novela’? Eso es lo que este capítulo 97 está tratando de decirnos: lo que diferencia la obra de Morelli/Cortázar de la de un Beckett o un Musil es que sólo en la primera se convoca al lector a emprender un vuelo mágico con el autor, su chamán. Un vuelo mágico, o sea: el entusiasmo entendido en su sentido etimológico de estar poseído por el dios. El lector real de Rayuela está invitado a ser el protagonista de su trama, que es el acceso a otro estado de conciencia; y eso significa sencillamente que Rayuela no es una novela, más allá de sus formas exteriores. Y es que un chamán, por más blanco que sea, no escribe novelas: escribe, cuando lo hace, otro tipo de libros. Libros oscuros, aparentemente absurdos, incomprensibles: iniciáticos. El Rayuela insólito es un libro iniciático. Y con esto ya casi estamos en condiciones de responder a la pregunta inicial sobre por qué Cortázar es un pobre chamán; sólo falta un pasito más. Volvamos una vez más al capítulo 97.
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Con ese último período visto más arriba, la transcripción por Gregorovius de la cita de Morelli ya ha concluido. Pero el capítulo, ahora de la mano de Cortázar, todavía continúa dos líneas más:
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Pese a la tácita confesión de derrota de la última frase, Ronald encontraba en esta nota una presunción que le desagradaba.
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En su última frase, Morelli se preguntaba si “alguna vez” conseguiría su propósito; no lo daba por hecho, en absoluto, más bien al contrario. A su vez, en esta coda del capítulo, Cortázar subraya que en ese “alguna vez” se encuentra la “confesión de una derrota”. Aquí tenemos otra repetición, o sea, otra luz en la oscuridad. Lo que doblemente se está señalando ahora, por parte de Morelli y de Cortázar, es que la recepción entusiasta de su libro es una cosa altamente improbable, y que el tremendo esfuerzo creativo vertido ahí por su autor puede estar abocado al fracaso comunicativo. Y es que, definitivamente, el Rayuela insólito es un libro difícil y oscuro, por más que los luminosos destellos de su fachada atraigan y encandilen a todo tipo de lectores. En ese libro hay más, mucho más, de lo que hasta ahora se ha visto; detrás de su fachada hay un edificio vasto y espléndido. Pero quizás ese edificio, sumido como está en la oscuridad, no llegue a verlo nadie.
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Y esa es, por fin, la razón de que Morelli se considere a sí mismo un “pobre” chamán: probablemente, se trate de un chamán sin seguidores. Este chamán es pobre por cuanto no puede transmitir a nadie su conocimiento de las rutas del alma, aquellas que él ha sondeado como un pionero en sus transportes rítmicos hacia un más allá de la novela. El viaje que don Julio propone quizá sea un vuelo al que nadie, finalmente, vaya a acceder. El lector cómplice de Rayuela debería ser como el Carlos Castaneda de don Juan Matus, capaz de saltar a lo desconocido; y un don Julio sin su Castaneda, sin su aprendiz/reportero, ¿dónde queda? Nadie lo sabrá nunca, porque nadie habrá dejado constancia escrita de ese viaje. De esta forma, el Rayuela insólito, el libro que va más allá de una novela, quedará en cambio, y quizá para siempre, como la extravagante novela Rayuela, aprisionada dentro de los límites del género. Y de este modo, pese al esfuerzo de Cortázar, los lectores del siglo XX, y del XXI, no habrán superado ese marco literario heredado del siglo XIX.
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El Rayuela insólito e iniciático es como el peyote; la novela de Rayuela, como un té verde. El té verde es estimulante, excitante incluso; pero nunca hasta el punto de transportarnos a otra dimensión de nuestra conciencia. No es una sustancia que se toma en medio del desierto, de lo desconocido; sino una bebida caliente que se sorbe en el sillón de la propia casa, disfrutando del confort de lo conocido. Don Julio, pobre chamán blanco, sospecha que ése sea el destino último de su obra, lo teme: té verde para todos, peyote para nadie. Y con ello el chamán Don Julio –Morelli-, acaba siendo derrotado finalmente por el novelista Julio Cortázar. A día de hoy, cuarenta y siete años después de la publicación de Rayuela, se puede confirmar esa derrota como algo consumado.
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Pero la derrota del chamán no es inapelable; por fin hay un lector que efectivamente se ha descentrado, que ha caído en la cuenta del entusiasmo, que ha visto el edificio tras la fachada, y que ha vuelto para explicarlo. Ese improbable “alguna vez” que Morelli señalaba ha acontecido finalmente. Un lector, uno por lo menos, ha visto en Rayuela la despedida, el grito y la muerte, y está dejando testimonio de ello. Este lector es François Mireur, Ezra Jennings y Carlos Castaneda en uno solo: Jorge Fraga. Él es el pobre y solitario aprendiz de un pobre chamán blanco.
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Quizá haya aquí una presunción que desagrade a muchos; sin embargo, por lo que le toca, Jorge Fraga tiene la esperanza de que alguna vez pueda compartir esa misma presunción con alguien. Para eso está escribiendo este blog. Y con eso, me despido ya por hoy. ¡Hasta la próxima jornada!
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15 de octubre de 2010

Apócrifas morellianas (2)

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Cap. 86b

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Los del Club, con dos excepciones, sostenían que era más fácil entender a Morelli por sus citas que por sus meandros personales. Por su parte, Gregorovius consideró demasiado transparentes estas dos citas de Platón, halladas entre las notas del viejo:

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Sócrates.- Dices muy bien. Pero dime también esto –pues yo ciertamente, debido a mi rapto de inspiración, no me acuerdo en absoluto-, ¿definí yo el amor al principio de mi discurso?

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Sócrates.- Pero hay un tercer estado de posesión y de locura procedente de las Musas que, al apoderarse de un alma tierna y virginal, la despierta y la llena de un báquico transporte tanto en los cantos como en los restantes géneros poéticos, y que, celebrando lo mil hechos de los antiguos, educa a la posteridad. Pues aquél que sin la locura de las Musas llegue a las puertas de la poesía convencido de que por los recursos del arte habrá de ser un poeta eminente, será uno imperfecto, y su creación poética, la de un hombre cuerdo, quedará oscurecida por la de los enloquecidos.

Tantos son, y aún más, los bellos efectos que te puedo enumerar de la locura que procede de los dioses. De suerte que no temamos el hecho en sí de la locura, y ningún razonamiento nos confunda, amedrentándonos con la afirmación de que se debe preferir como amigo al cuerdo y no al perturbado. Antes bien, que se lleve tal argumento el premio de la victoria, si además de eso prueba que no es en beneficio del amante y del amado como es enviado por los dioses el amor. Pero es lo contrario lo que por nuestra parte hemos de demostrar: que es con vistas a la mayor felicidad de ambos como les es otorgada por parte de los dioses locura semejante. En cuanto a la demostración, si no será convincente para los hombres hábiles, lo será, en cambio, para los sabios.

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Fedro