Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

11 de julio de 2011

Vía negativa (3): La palabra jamás mencionada por los críticos de Rayuela

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…la imagen de Romero se confundía con sus invenciones, padecía de una falta de crítica sistemática y hasta de una iconografía satisfactoria. Aparte de artículos parsimoniosamente laudatorios en las revistas de la época, y de un libro cometido por un entusiasta profesor santafesino para quien el lirismo suplía las ideas, no se había intentado la menor indagación de la vida o la obra del poeta. Algunas anécdotas, fotos borrosas; el resto era leyenda para tertulias y panegíricos en antologías de vagos editores.

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Ya conocemos este fragmento, perteneciente al inicio del relato “Los pasos en las huellas” (Octaedro), publicado once años después de Rayuela. En este relato, según la interpretación alegórica que yo mismo proponía unos meses atrás, Julio Cortázar elaboraba un diagnóstico de la recepción de su gran libro entre los lectores y los críticos. El defecto fundamental de esa recepción aparece claramente formulado en la última frase: “algunas anécdotas, fotos borrosas; el resto era leyenda”; o sea, una bienintencionada, pero irreductible, falta de profundidad.

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Aun cuando descartásemos que nuestro escritor tuviera Rayuela en mente al escribir “Los pasos en las huellas”, lo que ese cuento dice sobre la obra de Claudio Romero -denunciando la falta de una mirada satisfactoria sobre la creación de ese poeta ficticio- es algo que podemos transportar igualmente a la figura de Julio Cortázar, vista la bibliografía crítica existente hoy en día sobre su principal libro. Cómo explicar, si no, el fenómeno que vamos a analizar en este artículo, consistente en la sistemática omisión por parte de la crítica de una palabra cuya importancia es capital para comprender la gran obra del escritor argentino. Y ahora no estoy hablando de ese «entusiasmo» que vengo preconizando desde hace algún tiempo; ahora se trata de algo que pertenece a la estructura de Rayuela tanto si lo leemos en su versión entusiasta –o sea, como «libro insólito»- como si lo leemos en su lectura común –o sea, como novela-. Se trata de algo que aparece en la misma superficie de Rayuela, por más que luego también penetre las distintas capas que conforman el fondo de la obra; y que lo hace no sólo de un modo oscuro y ambiguo -que también, como es usual en Cortázar-, sino además de un modo relevante, evidente, incluso ostentoso.

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A pesar de todo ello, ninguno de los críticos de esa obra ha llegado a captarlo en sus debidas formas. Cuando alguno se ha aproximado a la cuestión, lo ha hecho siempre desde una perspectiva parcial o incompleta; y la prueba definitiva de esto es que nunca, jamás, se ha sacado a colación el término en concreto que expresa la cuestión con la mayor propiedad. Hay una palabra, una en particular, que nunca han usado los críticos de Rayuela, a pesar de que el libro la está pidiendo a gritos; y eso sólo puede significar que esos críticos no han captado debidamente el importantísimo uso de ese recurso literario en la obra de Cortázar. Es decir: definitivamente, no han leído Rayuela con la sensibilidad, la profundidad y el rigor que esta obra requería. Son estos el lugar y el momento adecuados para ir en busca de esa palabra jamás mentada por los críticos de Rayuela.

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Retorno a unas hojas secas

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Tomemos como punto de partida algo bien conocido por mis lectores: el inicio del capítulo 84, cuya laboriosa exégesis realizamos en el artículo del mes pasado. Ahí encontrábamos a Horacio Oliveira paseando por el Quai des Célestins, recogiendo unas fascinantes hojas secas en el suelo, y pegándolas a una lámpara en su habitación. Al lugar acudía primero Gregorovius, el esotérico, quien no prestaba atención alguna a la composición plástica de su amigo; y al día siguiente –o unos días después- se presentaba Etienne, el pintor, que en seguida quedaba arrebatado por los detalles de ese ready-made que yo titulé «Hojas secas con lámpara». Tras relatar este breve episodio, el propio Horacio lo resumía en abstracto con su comentario (“una situación, dos versiones…”), y seguidamente se ponía a meditar -en lo que podíamos interpretar como un disimulado apóstrofe al lector- sobre tantas cosas fascinantes que quizá permanecen ajenas a la propia mirada.

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Ya vimos, al realizar la exégesis de este fragmento, que su contenido se prestaba fácilmente a una correspondencia analógica con el contexto general en que se insertaba; o sea, Rayuela. Y aunque en su momento enfocamos la cuestión desde la perspectiva de nuestra Teoría del Entusiasmo, ello no resultaba estrictamente necesario; para establecer esa relación analógica entre la parte y el todo no hacía falta entrar en la cuestión de una obra que pueda leerse desde dos estados de conciencia distintos. Podemos prescindir del estado privilegiado del flâneur; podemos prescindir también del hecho de que Etienne se entusiasme con las hojas; e incluso podemos prescindir de esa meditación de Horacio que le lleva a pensar en unos misteriosos “estados excepcionales”. Dejemos a un lado todas mis temerarias afirmaciones con respecto al fenómeno de «las dos conciencias», y centrémonos tan sólo en el hecho plasmado literalmente en el fragmento, a saber: la contemplación de un mismo objeto con dos miradas distintas, la primera pasiva y la segunda activa. ¿No es esto motivo suficiente como para sostener la posible relación de ese fragmento con la doble textualidad de Rayuela? Es decir, como una obra con dos posibilidades de lectura, una de corrido y otra salteada, que es la forma simplista y limitada en que se ha entendido hasta hoy toda referencia a una doble recepción del libro. También desde esta perspectiva las reacciones de Etienne y Ossip ante la lámpara de Horacio se prestan, respectivamente, a una correlación equivalente y proporcional con el lector activo y el lector pasivo de Rayuela.

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Y ahora viene la pregunta: ¿Es esto una casualidad? ¿Resulta puramente azaroso que la «conversación llamada “Hojas secas en lámpara”» muestre cierta similitud estructural con la «conversación llamada Rayuela», incluso contemplando ambas en su aspecto más superficial? Si éste fuera un caso único, quizás; pero el inicio del cap. 84 es tan sólo un ejemplo de un recurso expresivo usado con profusión en Rayuela -con formidable profusión, de hecho-, cuyo nombre nadie ha mentado hasta hoy a propósito de ese libro. ¡Ni siquiera lo mencioné yo mismo al realizar la exégesis de dicho fragmento! Aunque yo tenía una razón: estaba esperando este momento. Pero antes de mencionar definitivamente la palabra en cuestión, y postergando todavía un poquito más la entrada del término en el mundo cortazariano, pongamos este primer ejemplo en relación con un segundo caso, también ya conocido por mis lectores:

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Retorno a una interlineación

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Con el inicio del capítulo 84 y sus hojas secas sucede prácticamente lo mismo que con el capítulo 34 de Rayuela. De ello hablamos hace ya varios meses, en el artículo titulado “El affaire Galdós”, pero sin duda recordarán ustedes el asunto sin necesidad de releer mi artículo: se trata de ese capítulo de Rayuela en el que las líneas pares reproducen el pensamiento de Horacio, y las líneas impares el fragmento de una novela (Lo prohibido) que el personaje va leyendo tras encontrarla al lado de la cama vacía de la Maga. Ahí también teníamos algo que en principio sólo formaba parte de un pequeño segmento del libro (las líneas intercaladas de un libro de Galdós) pero que al mirarlo bien (tal como hiciera el crítico Randolph F. Pope) ponía al descubierto las amplias correspondencias existentes entre los argumentos novelísticos de Rayuela y de Lo prohibido. Esta semblanza argumental se basa, a grosso modo, en la peripecia de un protagonista masculino sumido en una misteriosa búsqueda; en la primera parte del libro, este personaje renuncia al amor que le une a una mujer muy especial, con la que jugaba a encontrarse azarosamente por las calles de una gran ciudad; y en la segunda parte, desplazado a otra ciudad, cree ver la reencarnación de ese amor perdido en la figura de una segunda mujer, fiel esposa de un amigo, que le rechaza.

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Así pues, tenemos por un lado un capítulo, el 34, en el que se produce la interlineación entre dos microtextos pertenecientes a Cortázar y a Galdós; y por el otro lado tenemos los macrotextos respectivos de cada fragmento, Rayuela y a Lo prohibido, que presentan fuertes correspondencias argumentales entre sí. La interlineación del capítulo apunta, de modo figurado, a la imbricación de los argumentos novelísticos: nuevamente, tal como sucedía en el caso del capítulo 84, se presenta una relación de equivalencia entre la parte y el todo. ¿Se trata de otra casualidad? Tanto para el capítulo 34 como para el 84, la relación entre los fragmentos y el texto global en que se insertan es la misma: se trata de la analogía, es decir, de una correspondencia equivalente y proporcional entre los elementos que integran dos conjuntos distintos. Sin duda alguna, la analogía, procedimiento de lo más versátil y proteico, está en la base de los dos casos; pero de ella hemos hablado ya en otros momentos, y también lo han hecho otros críticos de Rayuela antes de nosotros. No es esta palabra, demasiado genérica, la que nosotros estamos buscando: falta concretar qué clase concreta de analogía es la que tenemos ahí.

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La clave está en la identificación de la parte con el todo: aquello que podemos expresar con la fórmula: [(a+b+c) = (A+B+C)]. En esta clase de analogía, los fragmentos se constituyen a la vez como metáforas y como descripciones del texto del que forman parte. De este modo, la parte señala, subraya, retrata o aísla, metafóricamente, uno o varios aspectos pertenecientes al todo. Es una autodescripción metafórica del todo a través de sus partes; es un «describirse-comparándose». Rayuela no sólo hace gala de este recurso en su texto, si no que incluso alude al mismo en diversos momentos del mismo. Sin mentarlo directamente, habla de él de forma implícita; por ejemplo, en el capítulo 145, mediante la transcripción de un extracto del Ferdydurke de Witold Gombrowitz:

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Una cita:

«Esas, pues, son las fundamentales, capitales y filosóficas razones que me indujeron a edificar la obra sobre la base de partes sueltas –conceptuando la obra como una partícula de la obra (…) Pero si alguien me hiciese tal objeción: que esta parcial concepción mía no es, en verdad, ninguna concepción, sino una mofa, chanza, fisga y engaño, y que yo, en vez de sujetarme a las severas reglas y cánones del Arte, estoy intentando burlarlas por medio de irresponsables chungas, zumbas y muecas, contestaría que sí, que es cierto, que justamente tales son mis propósitos (…)»

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Este texto de Gombrowitz no es únicamente una remisión al uso de metáforas que hablan de la propia obra; ¡la propia cita incorpora, a su vez, e inmediatamente, otra de esas metáforas! Pues Cortázar, mediante el texto del Ferdydurke, está retratando de forma indirecta el carácter abiertamente iconoclasta de su propia obra, y su pretensión de trascender con ella el arte de su tiempo. ¡Sí, tales son sus propósitos! Y en el capítulo 109 encontramos otra metáfora más, en la misma línea autodescriptiva, edificada esta vez sobre la idea de que Rayuela es un álbum de fotos (la cursiva es mía):

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En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía, es decir que no podemos aprehender la acción sino tan sólo sus fragmentos eleáticamente recortados. (…) Morelli pensaba que la vivencia de esas fotos, que procuraba presentar con toda la acuidad posible, debía poner al lector en condiciones de aventurarse, de participar casi en el destino de sus personajes. (…) El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura.

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Las mentadas “incoherencias narrativas” de Morelli, como todos sabemos, no son otra cosa que Rayuela; no supone mucho esfuerzo extraer de ahí, por lo tanto, que el texto de ese libro no se identifica con la continuidad lineal de su argumento (no es cine), sino que en el fondo es una sucesión de fragmentos fijos (es, por el contrario, fotografía). Es decir: los distintos fragmentos discretos que componen Rayuela (episodios, capítulos, citas) no son propiamente secuencias narrativas del argumento lineal del libro, sino figuras aisladas que remiten insistentemente a un solo contenido fijo. Resultado: un álbum fotográfico elaborado con las distintas tomas de un mismo y único paisaje. Y eso es algo que sucede, nos dice Morelli, “con toda la acuidad posible”: ¡Ahí queda dicho! La fórmula resultante de esta ubicuidad descriptivo-comparativa es: [(A+B+C) = (a+b+c) / (a+b+c) / (a+b+c) /… et caetera].

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No está de más recordar ahora lo que dice el capítulo 4: “Morelli (…) pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmo se unieran en una visión aniquilante”. En el fondo no estamos hablando tan sólo de los capítulos 34, 84, 145 y 109, sino que nos enfrentamos a algo que se extiende como una plaga por toda la textualidad de Rayuela. Forma parte estructural del estilo de ese libro, hasta el punto que la correspondencia metafórica entre el microtexto y el macrotexto, ese «describirse-comparándose», es precisamente la norma de esta obra de Cortázar. Lo tenemos en las hojas secas del cap. 34; lo tenemos en la intercalación de Lo prohibido en el capítulo 84; lo tenemos también en la celebérrima y archicitada frase de “París es una enorme metáfora”; lo tenemos en la discusión del cap. 9 sobre Klee y Mondrian; lo tenemos en la célebre discada de jazz, que ocupa 20 capítulos enteros; lo tenemos en el jazz mismo, citado ubicuamente en el texto del libro; lo tenemos en el concierto de Berthe Trépat…

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Lo tenemos, incluso, en la contraposición entre el mate y el café con leche del capítulo 41, de la que los propios personajes nos confiesan:

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-Oh, sí –dijo Talita, mirándolo en los ojos-. Es verdad que te parecés a Manú. Los dos saben hablar tan bien del café con leche y del mate, y uno acaba por darse cuenta de que el café con leche y el mate, en realidad...

-Exacto –dijo Oliveira-. En realidad.

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¡Exacto! ¡”En realidad”! ¡En cursiva, en el original! Hay que estar atento las veces -que no son pocas- en que el texto de Rayuela dice cosas tales como “en realidad” o “en el fondo”, pues en su mayoría son ocasiones que desvelan lo que hay más allá de la fachada; y más, cuando el propio Cortázar lo subraya, como es el caso ahora propuesto.

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Pero no nos fijemos tan sólo en la variedad de motivos temáticos sobre los que se construye este recurso; también debemos prestar atención a la variedad de estructuras narrativas y textuales que quedan implicadas en su uso. Por un lado; podemos encontrarlo tanto en un parlamento teórico de Morelli, como en un diálogo entre personajes, como en un comentario de estos sobre cualquier cosa, como en una cita libresca de las muchas que sazonan el texto. Por el otro lado; cualquier segmento menor que la totalidad le sirve a Cortázar para edificar una nueva metáfora de esa misma totalidad: así pues, lo tenemos en una sola frase; lo tenemos en un párrafo; lo tenemos en un capítulo entero; lo tenemos en un conjunto de capítulos… Y lo tenemos, también, en una novela entera: la que está formada por la secuencia de los capítulos 1 a 56 de Rayuela, leyendo de corrido. Es decir, que el libro para lectores pasivos también es -en el fondo- una metáfora autodescriptiva del libro completo de Rayuela –lo que yo llamo el Rayuela insólito-. “Con toda la acuidad posible” significa, por lo tanto, que la analogía entre las partes y el todo está por todos lados y también en todas las formas posibles. Y esto, el hecho de que Rayuela esté extraordinariamente poblada por metáforas que vinculan la parte con el todo, no necesita del entusiasmo para comprobarse: sólo hace falta mirar bien.

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Cada una de esas metáforas diseminadas por el texto es como un esquema o un mapa de Rayuela. Ese es el centro de tal enorme despliegue metafórico, un mismo todo para cada una de las partes. ¿Cómo es posible que los críticos no se hayan dado cuenta de esto? ¿Cómo es posible que no hayan sido capaces de aislar debidamente ese recurso ni en una sola de sus manifestaciones? ¿Cómo es posible que los críticos de Rayuela no hayan mencionado nunca, en ninguna ocasión, para ninguna de las innumerables irrupciones de las que hace gala el texto, la palabra ékfrasis?

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El comentario de Julio Cortázar

a la Oda a una urna griega de John Keats

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Hoy, 11 de julio del año 2011, prácticamente 48 años después de que Rayuela saliera a la luz, por primera vez uno de sus críticos menciona abiertamente el término ékfrasis a propósito del mayor libro de Cortázar. ¿Cómo ha sido posible tan dilatada demora? A usted no le pregunto, señor Yurkievich, príncipe de la autocomplacencia, nombrado albacea de Cortázar por alguna extraña ironía del destino. Pero a usted sí, señor Alazraki: ¿No debería haber salido este término, inexcusablemente, en unas aproximaciones a Cortázar? Y a usted también, señora Barrenechea: ¿No percibió siquiera una sola vez este asunto, ni en el texto, ni en el pre-texto? Aunque cabe señalar que tampoco lo vieron los críticos que para mí mejor leyeron a Cortázar, Luís Harss y Graciela de Sola, quienes nunca sacaron a colación esa dichosa palabra, ni nada que se le pareciera.

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Quizás debería ponerme ahora a elaborar una definición del término «ékfrasis», que significa propiamente «descripción» y que históricamente se ha aplicado sobre todo al retrato verbal de obras plásticas dentro de un texto literario. Se trata de un concepto teórico de larga tradición en la crítica de textos, cuya precisa acepción depende en gran medida del momento historiográfico en que nos situemos. Sin embargo, voy a dejar su definición para más adelante. Aquí voy a centrarme en cómo se presenta particularmente la cuestión dentro de la obra de Cortázar, analizándola en los propios términos que propone el autor argentino, tal como es mi divisa y mi costumbre. Y para saber cuál es el significado y el sentido que tiene la ékfrasis para nuestro escritor debemos remontarnos a unos cuantos años antes de que emprendiese la redacción de Rayuela.

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En 1946 Julio Cortázar publicó un artículo titulado “La urna griega en la poesía de John Keats”. En el mismo, tras una introducción general a la literatura romántica inglesa, el autor se centra en el análisis de una de las mejores odas de su amado Keats, la que da nombre al artículo. Este análisis se añadió luego al extenso volumen Imagen de John Keats acabado en 1952 (aunque publicado póstumamente, en 1996); y cabe señalar que la palabra «ékfrasis» no aparece mencionada en todo ese libro, ni siquiera en el artículo sobre la urna. No obstante, la oda a Una urna griega, donde el poeta inglés realiza la descripción detallada de las imágenes grabadas en el friso de una urna antigua, es uno de los ejemplos históricamente más característicos del asunto, y quizá el ejemplo más importante de su uso en toda la literatura moderna.

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La descripción de las imágenes grabadas en la urna constituye el principal motivo temático -así como el núcleo estructural- del poema de Keats. En su análisis de esta ékfrasis, Cortázar no sólo demuestra su capacidad para identificar e interpretar correctamente el uso de este recurso, sino que además elabora un pequeño recorrido histórico, una exposición elemental sobre su uso en distintas épocas de la literatura, añadiendo incluso alguna consideración sobre su análisis por parte de distintos teóricos de prestigio. Al leer el artículo, por lo tanto, quedará probado que a esas alturas –es decir, más de una década antes de iniciarse la composición de Rayuela- el escritor argentino conocía a la perfección en qué consiste la descripción ekfrástica, y no sólo a través de su lectura del poema de Keats, sino también por su amplia formación en teoría literaria.

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Podemos pensar que el doble hecho de que Cortázar no mencione ahí la palabreja en cuestión, a la vez que demuestra su dominio del tema, encaja con su explícita voluntad de rendir su homenaje a John Keats en un estilo dialógico alejado de todo academicismo. Y también encaja con la actitud de alguien que no era sobre todo un crítico, no lo olvidemos; si no antes de ello un narrador, y también antes de aquello un poeta. Así pues, no cabe acusar a Cortázar de omisión a este respecto; pero la falta de esa misma palabra en la bibliografía crítica sobre Cortázar (y no sólo para Rayuela, sino para los trabajos de Cortázar sobre Keats: ¿Dónde está la palabra ékfrasis, señor F. J. Cruz Pérez, en su artículo titulado “Julio Cortázar, lector de John Keats” de Cuadernos Hispanoamericanos, nº 555?) es ya un delito de lesa majestad. Ha llegado el momento de redimir ese delito.

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Ya en 1946, Cortázar sabía perfectamente de qué hablaba. Por un lado, situado ante el poema de Keats, que como hemos dicho es prácticamente en su totalidad la descripción verbal de una obra de arte plástico, el escritor activa en seguida los referentes adecuados: los grandes poetas antiguos griegos. Sucesivamente, Cortázar alude a la descripción de las armas de Aquiles el Pelida por parte de Homero, en la Ilíada; en segundo lugar, a la descripción del escudo de Hércules por Hesíodo, en el Aspis; y por último, a la descripción por Teócrito, en el Idilio, de los relieves de un vaso. Y para acreditar sus observaciones sobre esos tres precedentes, el propio Cortázar alude en nota al pie a un estudio canónico del tema, y que figura como una de sus principales referencias teóricas: el Laocoonte de G. E. Lessing, de 1766.

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Por otro lado, Cortázar no sólo demuestra conocer los antecedentes más señalados, sino que además deja fuera de toda duda algo mucho más importante: su perfecta familiaridad con el principio fundamental que constituye la esencia de la ékfrasis. El siguiente fragmento es la prueba de ello (las cursivas son mías, y la paginación remite a Imagen de John Keats, Alfaguara, 1996):

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hay otra complacencia, y ésta del más puro “more poetico”: la que emana siempre de la transposición estética, de la correspondencia analógica entre artes disímiles en su forma expresiva. El paso de lo pictórico a lo verbal, la inserción de valores musicales y plásticos en el poema, la sorda y mantenida sospecha de que sólo exteriormente se aíslan y categorizan las artes del hombre, halla en estas descripciones de arcaica génesis su más punzante testimonio. (p. 284)

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Prácticamente tenemos aquí dos definiciones del recurso, brindadas generosamente por el propio escritor: En primer lugar, dice Cortázar, la ékfrasis es la descripción de una obra de arte establecida mediante una correspondencia analógica con carácter sinestésico o transartístico. Ello se corresponde con la fórmula [(a+b+c) = (d+e+f)], donde (a+b+c) pertenece a una clase de arte, y (d+e+f) a otra. En segundo lugar, Cortázar añade luego una observación (que él llama “sospecha”) acerca de lo que supone toda categorización extrínseca al propio medio creativo, como si el «desde fuera» -por decirlo así- fuera el único medio realmente válido que tiene un arte para hablar de sí mismo. Esto equivale a decir que lo artístico no puede traducirse fielmente al lenguaje ordinario, si no tan sólo expresarse a través de otra forma artística. En otras palabras: Sólo el arte puede dar cuenta cabal del arte (¿a qué célebre Teoría me recuerda esto…?).

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Todo ello apunta al establecimiento de una identidad profunda entre dos fenómenos, no a pesar de su pertenencia a distintos ámbitos creativos, sino justamente al contrario, basándose en las virtualidades expresivas subyacentes en esa misma diversidad. Como se ve, la analogía transartística es la enjundia de la ékfrasis, el corazón de la misma; como lo es también, en consecuencia, del hermoso poema de Keats. Siendo así, ¿cómo se le iba a escapar este recurso a nuestro autor? ¿Cómo no iba a percibirlo Cortázar como uno de los más importantes mecanismos metaforizantes de los que dispone un escritor? ¿Y cómo no íbamos a encontrar su presencia, ni que fuera algún rastro de la misma, en Rayuela, libro analógico, sinestésico y transartístico donde los haya?

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Una vez visto el dominio que Cortázar tiene de la cuestión, vayamos ahora a algo quizá más importante. El escritor ya ha aludido a las tres ékfrasis antiguas más célebres, las de Homero, Hesíodo y Teócrito; pero si ha mencionado estos tres referentes no ha sido por el afán didáctico de ponernos en antecedentes –más bien parece dar por sentado que ya debemos conocerlos-, sino como parte orgánica del análisis de la oda de Keats. Si alude a ellos es, primeramente, para subrayar los puntos en común entre esos poetas antiguos y el poeta moderno en el uso de la ékfrasis; pero sobre todo, en segundo lugar, para señalar luego las importantes diferencias entre los primeros y el segundo. Unas diferencias que, a la postre, delatan la existencia de una evolución histórica de ese mismo uso. Este progreso de la ékfrasis hacia su destino final empezaba ya a detectarse en la misma Antigüedad;

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Si el escudo de Aquiles abunda en agitación y vida cotidiana, y el de Heracles es como la petrificación todavía palpitante de un grito de guerra, el vaso de Teócrito muestra ya claramente ese simplificar en vista de la armonía serena, reducción de una escena a las solas líneas que le confieren hermosura. La urna de Keats se va despojando de movimiento desde la notación inicial hasta la soledad vacía del pueblo abandonado. Una línea de purificación temática opera a partir del escudo hasta su moderna, casi inesperada resonancia en la Oda. (pp. 283-284)

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Cortázar está dándonos ya aquí, en 1946, las claves para la comprensión del peculiar aspecto que cobrará el uso de la correspondencia analógica transartística en su principal obra: Rayuela será un paso adelante en la línea continua de esa “purificación temática” que se incrementa progresivamente, a partir de Teócrito, hasta llegar a la obra de Keats. Pero ¿en qué consiste exactamente esa “purificación”? Dejemos que sea el propio Cortázar de 1946 quien nos explique esto, aunque la cita sea un poco larga:

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Si oídas melodías son dulces, más lo son las no oídas

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Nunca alcanzó la poesía griega a expresar de este modo casi inefable la catarsis artística; los órdenes poéticos logrados por negación, abstractivamente, son conquista contemporánea y producto del enrarecimiento en la temática y la actitud del poeta. Con todo –y esto nos acerca a la analogía más extraordinaria entre la Oda y el espíritu griego que la informa- ¿no es atinado sospechar que la frecuente complacencia de los poetas helénicos en la descripción de escudos y de vasos nace de una oscura intuición de dicho tránsito catártico? El tema principia con Homero en su plástico relato del escudo del Pelida; descripción que debió parecer capital pues se la interpela quebrando la acción en su momento más dramático, desplazando el escenario épico para demorarse en las escenas que Hefesto martilla sobre el caliente bronce. ¿Y sólo por influencia suspende Hesíodo la inminencia del combate entre Heracles y Cicno y nos conduce sinuosamente por los panoramas abigarrados que pueblan el escudo del héroe? ¿Y hay sólo reflejo lejano en el cariñoso pormenor con que Teócrito describe el vaso que ha de premiar al bucoliasta de su primer idilio?

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Convendría más bien preguntarse: ¿qué especial prestigio tiene el describir algo que ya es una descripción? Las razones que mueven a Keats a concebir una urna y asomar líricamente a su friso, ¿no coincidirán estéticamente con las razones homéricas y hesiódicas? ¿No hallarán tales poetas un especial deleite en esas razones, no atisbarán acaso una más pura posibilidad estética?

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Ante todo, la descripción de escudos y vasos (reales o imaginados) implica posibilidad de ser poéticamente fiel sin incurrir en eliminaciones simplificantes, trasladar al verbo un elemento visual, plástico, sin aditamentos extrapoéticos y adventicios; porque el forjador del escudo y el ceramista del vaso han practicado ya una primera eliminación y transferido sólo valores dominantes de paisaje y acción a puros esquemas. Se está ante una obra de arte con todo lo que ello supone de parcelación, síntesis, elección y ajuste. (pp. 282-283)

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La ékfrasis, para Cortázar, por cuanto es –históricamente- la descripción verbal y poética no de cualquier cosa, sino precisamente de una obra de arte, viene a ser como arte elevado al cuadrado, como poesía elevada al cuadrado: “una más pura posibilidad estética”. La ékfrasis es descripción, sí, pero no se trata en absoluto de la descripción usada en la novela realista, tan denostada por Cortázar; sino de algo muy distinto, muy alejado de la mera representación. Se trata de algo profundamente poético, que puede llegar, incluso, a producir una catarsis. Ahí podría medirse la distancia que separa a la ékfrasis de una descripción realista, que normalmente provoca sólo bostezos. ¡La “catarsis artística”! ¿No será esta catarsis algo parecido a nuestro «entusiasmo»? Pero no vayamos tan lejos todavía; quedémonos tan sólo con que, sea lo que sea lo que conlleva la ékfrasis, se trata de algo lo suficientemente importante como para suspender la acción de un poema épico en sus mismos inicios, tal como señala Cortázar para los casos de Homero y Hesíodo; o para llegar a constituir, poco más tarde y hasta siglos después, el motivo principal del poema, como el escritor observa en los casos de Teócrito y de Keats.

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Por otro lado: ¿A qué se referirá Cortázar con eso de “los órdenes poéticos logrados por negación, abstractivamente”? Fijémonos en que a esos órdenes se llega plenamente en la época contemporánea -por más que ya se intuyeran en las obras de los clásicos-, y que esa plenitud es una consecuencia del progresivo “enrarecimiento en la temática y la actitud del poeta”. El autor está aludiendo ahí a la idea de un paulatino ensimismamiento artístico, que halla su grado extremo en la literatura moderna, y particularmente en la obra de un poeta extremo: “Tal vez no se haya señalado suficientemente el progresivo ingreso en la poesía moderna de los “órdenes negativos” que alcanzarán su más alto sentido en la poesía de Stéphane Mallarmé” (p. 286). Aquí tenemos otra de las claves fundamentales de la concepción cortazariana del asunto: para nuestro escritor, la ékfrasis, desde la Antigüedad y hasta la literatura contemporánea, ha sido un campo poético privilegiado en el que se puede observar claramente el aumento exponencial del carácter volcado hacia sí mismo («ensimismado») del arte.

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En Homero la ékfrasis era arte elevado al cuadrado, y en Keats ya es arte al cubo, y en Cortázar será… Pero antes: ¿Cuál es el locus de esa evolución, dónde resulta posible constatarla? Pues precisamente en la audibilidad del referente original de la ékfrasis, tal como delata el verso de Keats señalado por Cortázar: Si oídas melodías son dulces… ¡Las melodías no oídas -ahí queda dicho, por el propio John Keats, y repetido por Cortázar- son las más dulces! Es decir, puesto que se trata de la literatura: lo no dicho (lo no escrito) es «más dulce» que lo dicho (lo escrito). La evolución histórica de la ékfrasis se constata por lo tanto en la visibilidad -en los textos escritos- de la metáfora ekfrástica: el primer término de la misma, el auténtico referente, tiende a desaparecer de la vista. Éste es el pensamiento que subyace al proceso hacia la abstracción: si A es B, ¿para qué decir A, si ya mostramos B? O, mejor todavía: si (a+b+c) es (A+B+C), ¿para qué decir (A+B+C), si ya mostramos (a+b+c)?

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En los antecedentes más antiguos, el referente del poema era visible, muy por encima de la metáfora que lo describía y que tan sólo constituía una breve “ilustración” del primero. Y en Keats el referente sigue siendo todavía visible, pero está ya reducido a la mínima expresión, frente a su maximizada ilustración:

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Frente a las imágenes del friso, el poeta no ha querido contentarse con la mera descripción poética de los valores plásticos allí concertados. La Oda íntegra es una tentativa de trascenderlos, de conocer líricamente los valores esenciales subyacentes.

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De ese descenso al mundo ajeno y encogido del friso, retorna Keats con el resumen que dirán los dos últimos versos del poema:

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La belleza es verdad y la verdad belleza...

Nada más se sabe en este mundo, y no más hace falta.

(p. 287)

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En esos dos versos finales se dice, se hace por fin visible, toda la intención del poema de Keats. De este modo, mientras que la descripción ekfrástica de la urna ocupa prácticamente todo el poema (sus cinco estrofas: cuarenta y ocho versos), aquello que constituye el verdadero centro de sentido de la oda, y de lo que la urna es tan sólo ilustración y desarrollo, apenas ocupa dos simples líneas. Dos meros versos frente a cuarenta y ocho: en este cómputo se corrobora cómo la ékfrasis, a lo largo de los siglos, ha ido adquiriendo una presencia cada vez mayor en el poema, invirtiendo las tornas en detrimento de la presencia efectiva del tema de la obra, que en la modernidad deviene prácticamente virtual.

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Pero la verdadera intención del poema, en todo caso, todavía se dice en Keats. En cambio, en Rayuela la negatividad está llevada a su extremo; definitivamente, la poesía y el arte se elevan a la enésima potencia en la obra de Cortázar. No podría ser de otro modo; si en Keats ya es poesía al cubo, ¿cómo no iba a ir todavía más allá un escritor que tenía por lema Ne profiter jamais de l’élan acquis? Cortázar lleva la ékfrasis a su extremo, a su punto evolutivo máximo, al escribir un libro en el que todo el texto está en orden negativo, en el que todo el contenido es pura abstracción. Rayuela es como una Ilíada en la que sólo aparecen por doquier las armas de Aquiles el Pelida, y en la que ha desaparecido el poema épico del que esas mismas armas son metáfora.

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Capítulo 97: “Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas”. En Rayuela, el verdadero referente del texto (“despedida, grito, muerte”) se mimetiza absolutamente con las innumerables ékfrasis que lo describen (dibujo en la pared, caña de pescar, trío para mandolinas), de tal modo que no aparece formulado explícitamente nunca, ni siquiera en una sola línea de su texto (e igualmente, no aparecerá formulado en ninguna declaración posterior de Cortázar, como muy bien se cuidó él mismo de evitar). La gran obra de Cortázar es por lo tanto un libro escrito enteramente en modo ekfrástico: ahí, definitivamente, las más dulces melodías son las que no se oyen nunca. Lo que los dos versos sobre la belleza y la verdad son para el poema de Keats, su núcleo vital de sentido, son algo impronunciado en el libro de Cortázar, y es el propio lector –el lector activo y cómplice- quien debe llegar a formularlo. Aunque sea una tarea de lo más difícil: “Terrible tarea la de chapotear en un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna, por decirlo escolásticamente”, dice Horacio en el capítulo 125.

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En su salto hacia delante, en su ir-más-allá-de-Keats, Cortázar no sólo expandirá las metáforas autorrefenciales por todo el texto de su libro, sino que también amplificará el procedimiento de la ékfrasis –que en el poeta inglés todavía es descripción de una obra plástica- tomando cualquier elemento como motivo, sea del ámbito que sea, sin limitarse a una sujeción a lo plástico, incluso sin atender siquiera a una sujeción del objeto a lo artístico. En Rayuela lo artístico, lo estético y lo poético sufren un desplazamiento: desde el dominio temático se trasladan al dominio performativo del sujeto creador. Lo artístico, lo estético y lo poético no estarán necesariamente en los objetos –aunque el objeto artístico siga manteniendo siempre un cierto privilegio-, sino en el gesto, en la mirada y en la intención del escritor al elegirlos. Valga como ejemplo algo tan alejado del arte como pueden ser el mate y el café con leche: a los que tan sólo hace falta mirarlos bien (como sucedía con las hojas secas recogidas por Horacio en el capítulo 84) para percibir en ellos algo más allá de su mera materialidad y que pueda ponerse en relación con el texto en que aparecen (con respecto al café con leche y el mate, les dejo a ustedes la tarea). Ese «mirar bien» es lo que importa. Es decir; la mirada analógica -“esa aptitud para aprehender la relaciones”- es lo que importa. Una analogía que es prerrogativa de todo sujeto que vive enteramente instalado en el “more poetico”.

En consecuencia, la ékfrasis se definirá en Rayuela, definitivamente, como la descripción, el comentario o incluso la mera mención poéticos de un objeto (que no la descripción, comentario o mención de todo objeto estético) que se usa como metáfora descriptiva de la propia obra. Y de este modo, Cortázar lleva a su culminación lo que ya anunciaba en 1946:

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Si el poeta es siempre “algún otro”, su poesía tiende a ser igualmente “desde otra cosa”, a encerrar multiformes visiones de la realidad en la recreación especialísima del verbo. Pues que la poesía –Keats lo supo harto bien- está más capacitada que las artes plásticas para tomar en préstamo elementos estéticos esencialmente ajenos, ya que en última instancia el valor final de la concreción será el poético y sólo él. Mientras vemos a la pintura degenerar rápidamente cuando se tiñe de compromisos poéticos (prerrafaelismo, surrealismo) y la música tornarse “de programa” apenas rehúye su propia esfera sonora, el valor poesía opera siempre como reductor a sus propias valencias. (p. 284)

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De esto, formulado en 1946, a la idea de un libro cuyo texto se presentase enteramente como otra cosa había tan solo un paso. Y ese paso lo dio Cortázar definitivamente diecisiete años después, con Rayuela. ¿Cómo no vieron esto los críticos del libro? Ya no me refiero al uso o al mero conocimiento de la palabra «ékfrasis», en concreto, sino a la simple detección de la correspondencia analógica entre Rayuela y sus partes, presente en el texto de una forma absolutamente ubicua. Lo más cerca que han estado nunca de tratar esta cuestión ha sido al considerar las semejanzas entre el jazz y la poética de Rayuela, sobre la base de una vaga equiparación entre la improvisación propia del jazz y la «libertad» (palabra fetiche) estructural, o el aparente desprendimiento formal (¿?), que ostenta Rayuela. Y quizá algunos lo hayan intuido también a propósito del concierto de Berthe Trépat; pero estas relaciones han sido siempre señaladas sin profundizar debidamente en ello, sin realizar una exégesis atenta a los detalles, ni rigurosa en sus términos. ¿Acaso se ha apuntado, siquiera, que el jazz en Rayuela sea algo homologable a la urna griega en el poema de John Keats?

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Puente tendido hacia Rayuela:

el “Cuaderno de Bitácora”

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Cortázar pudo aprender todo lo necesario sobre la ékfrasis en su estudio sobre Keats. Pero quizás entre “La urna griega en la poesía de John Keats” y la publicación de Rayuela pasara demasiado tiempo. Tiempo y acontecimientos; pues son precisamente los años del primer y del segundo -y definitivo- viajes de Cortázar a París, los años de conocer a Edith Arón (inspiración para la Maga); de casarse y convivir con Aurora Bernárdez, etcétera. En ese importante lapso de tiempo se dio el salto del Cortázar aparentemente provinciano al Cortázar cosmopolita; quizás tanto tiempo y tanto cambio en la vida del escritor llevaran a los críticos a creer que lo que tan intensamente afectaba al escritor en 1946 había dejado de interesarle en 1963.

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¡Craso error, si fue ése el caso! Lo que sucedió fue justamente lo contrario: en ese lapso de tiempo, Cortázar absorbió la idea de ékfrasis que había analizado en Keats y profundizó en ella como nadie había hecho hasta el momento, hasta llevarla a un extremo radical, hasta la culminación lógica de esa evolución detectada por él -o quizás inventada, que a efectos prácticos es lo mismo-. Resultado: Rayuela. Y si es necesaria una demostración documental de estas afirmaciones, ahí están precisamente los «apuntes» de Cortázar sobre el libro: su célebre “Cuaderno de Bitácora”, que el escritor regaló a Ana María Barrenechea y que ella publicó en 1983. Este documento constituye una verdadera joya para el crítico de Rayuela, pues ahí pueden clarificarse ciertos aspectos que se presentan de un modo más o menos oscuro en el texto definitivo. Éste es precisamente el caso, y de una forma particularmente prominente, de la ékfrasis.

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Véase sino lo que dice la p. 61 de este “Cuaderno”:

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/Monsieur Bobo/

(...)

Personaje ambiguo y misterioso.

Posa de censor

Crítica del libro (por supuesto, a propósito de otro)

M. Bobo se queja de la dificultad, de los “pasajes confusos”, de que la novela ya no es lo que era.

Oliveira le hace una comparación con el dodecafonismo. Crítica a fondo contra el lector-hembra, que exige lo premasticado.

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Aquí monsieur Bobo (personaje del “Cuaderno” que no llegó a ser en Rayuela, y que quería ser un correlato narrativo del lector pasivo) habla acerca “del libro”. ¿Qué otro libro puede ser, sino Rayuela mismo? Tal personaje tenía encomendada la misión de hacer del mismo una crítica; la cual se haría -se subraya- “a propósito de otro”. ¿No hubiera sido ya esto –o sea, la descripción de la propia obra mediante el pretendido comentario de otra- un claro ejemplo de ékfrasis típicamente cortazariana? Pero no pasemos por alto que ello, además, se da “por supuesto”; es decir, como algo que ya constituye un hábito para Cortázar. A saber: lo de hablar de Rayuela mediante cualquier otra cosa. Así pues, siempre oscuramente, siempre mediante esos “pasajes confusos” que pueden provocar la queja de los monsieurs Bobo (“la novela ya no es lo que era”), el texto de Rayuela habla continuamente de sí mismo. Ya sea mediante otros libros (las innumerables citas de otros libros que pueblan el texto de Rayuela); ya sea mediante cualquier otro ámbito artístico (el dodecafonismo que cita Oliveira a continuación, por ejemplo) ya sea mediante cualquier objet trouvé que Cortázar tenga a bien elevar a la calidad de representamen analógico de su obra (tal como unas hojas secas pegadas a una lámpara).

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Otra más; página 53 del “Cuaderno”:

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Oliveira piensa (en la jazz session):

La vida, como un comentario de otra cosa que no alcanzamos y que está ahí, al alcance del salto que no damos. La vida, un ballet sobre un tema histórico, o una historia sobre un hecho vivido, o un hecho vivido sobre un hecho real. La vida, fotografía del númeno, la vida, posesión en las tinieblas (¿mujer, monstruo?), la vida, proxeneta de la muerte, espléndida baraja, tarot de olvidadas claves que unas manos gotosas rebajan a un triste solitario.

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¿Por qué pensará Horacio eso en plena jazz session? ¿No será porque la jazz session –la célebre “discada” que ocupa 20 capítulos enteros- es precisamente “el comentario de otra cosa que no alcanzamos”? ¿Y por qué no lo alcanzamos, si no es porque no se halla presente? Y esto mismo, ¿no es precisamente a lo que apunta el “Cuaderno” seis páginas antes, al decir que el jazz es “un intercesor”? Página 47: Sí, el jazz es lo mismo; para mí es también el intercesor”. ¡Intercesores! Eso es lo que son todos esos motivos temáticos usados por Cortázar. Intercesores entre el plano temático superficial de Rayuela y su intención profunda; metáforas mediadoras entre la descripción, siempre visible, y lo descrito, siempre invisible.

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Entre las múltiples páginas del “Cuaderno” en las que encontramos alusiones al tema de la ékfrasis, la 59 es seguramente la más jugosa y significativa de todas. Esta página empieza con este verso del Amers de Saint-John Perse: “Tu est là, mon amour, et je n’ai lieu qu’en toi”. ¡Una auténtica miniatura ekfrástica! El verso de Perse «describe» en micro lo que Rayuela despliega en macro: el libro de Cortázar (“je”) no tiene otro lugar que sus motivos (“toi”). Sólo un poeta podía saber –y de antemano, como hizo Perse- que al auténtico libro de Rayuela nunca se le ve su verdadero rostro, y que tan sólo lo conocemos por los rostros múltiples de sus intercesores.

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La página 59, a continuación, nos ofrece un fragmento ya conocido por nosotros:

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Oliveira analiza el placer de la comunicación. Lo que significa estar entre seres afines y decir, p. ej.: “El retablo de Isenheim”. La Maga, que no entiende, se queda perpleja y furiosa (contra ella misma). Para Oliveira y su interlocutor, el signo “retablo de Isenheim”, configura la coexistencia y la evocación de

Grûnewald / Colmar / Olores / Alsacia / El Cristo de Holbein / Todos los Cristos verdes.

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Para poner este pasaje en relación con la ékfrasis, sencillamente invirtamos la situación que en él se describe: ¿Qué sucedería si Horacio eliminase el referente principal, para dejar a la vista únicamente la serie de sus connotaciones sinestésicas? De este modo obtendríamos: “Grûnewald / Colmar / Olores / Alsacia / El Cristo de Holbein / Todos los Cristos verdes”. Esta serie de connotaciones sería como una circunferencia con un centro invisible; cada uno de los términos transcritos, pertenecientes a distintos ámbitos de la realidad, valdría únicamente en función de su común remisión al mismo referente, que constituiría la verdadera realidad comunicativa. Mediante la adición de esos elementos dispares, y su asociación reiterativa con una misma idea subyacente, un interlocutor afín podría llegar a inferir finalmente “el retablo de Isenheim”. De modo que, frente a un aparente caos narrativo, y en el mismo sitio donde la Maga o cualquier otro no verían más que una sucesión absurda y libertina de elementos dispares -“un texto desaliñado, desanudado, incongruente” (cap. 79 de Rayuela)-, alguien como Etienne llegaría captar, por el contrario, la auténtica realidad comunicativa impronunciada.

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Poco más abajo, esa página 59 continúa:

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Gran soliloquio de Horacio

Razones del absurdo:

1) ¿Una realidad?

Macana

La vecina de al lado ve otra realidad.

Los dos que entran en la misma pieza.

2) Pero hay que conformarse (a partir de) con la realidad que nos toca o que fabricamos.

3) De ahí que tendamos a olvidar las otras.

Nos creemos el omphalos.

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Este fragmento es como una pequeña variante del episodio de las hojas secas del cap. 84. Uno y su vecina -como sucedía con Etienne y Ossip- se conforman con la realidad que les toca (o que se fabrican) y olvidan las otras: lo mismo les sucede al lector activo y al lector pasivo de Rayuela, ese libro que es dos realidades distintas a la vez. Dice el fragmento: “Razones del absurdo”; ¿cuál será ese absurdo? ¿No será el de la superficie de Rayuela? A saber; un absurdo que lo es mientras no somos capaces de ver el fenómeno en cuestión como otra realidad. Y en ese caso, para lograr ver el libro de otra manera deberíamos dejar de mirarnos el ombligo; es decir, salirnos de nosotros mismos, trascendernos (por ejemplo mediante el entusiasmo, digo yo), para cumplir con los requisitos que nos permitan captar el auténtico referente de la sarta de asociaciones que es, en otro plano, el texto de Rayuela. Aquí termina la página 59.

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Pero el “Cuaderno” todavía nos reserva algunas perlas más. En la página 93, por ejemplo:

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¡ojo!

Propongo: Todo el Discu-libro, sin remisión. Pero en un solo bloque. El que no lo vea será meritoriamente ciego.

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¿Qué será eso del «Disculibro», que también aparece en otras muchas páginas del “Cuaderno”? La interpretación que de este término dio en su momento Ana María Barrenechea, identificándolo con los “capítulos prescindibles”, resulta a todas luces insatisfactoria (¿acaso alguien propuso otra?), y en cambio encaja muy bien con la idea que estamos desplegando aquí, la de un texto ekfrástico en su totalidad, en cuyo tejido el lector debe descubrir de qué se está hablando en realidad. Por otro lado: ¿A que se refiere Cortázar con lo de “sin remisión”? No sé de nadie que haya sugerido una respuesta a esta pregunta; pero encaja perfectamente con mi visión. Y también: ¿Por qué será ciego –y meritoriamente, por ende- quien no lo vea? Silencio absoluto. Nadie se ha atrevido hasta ahora a afrontar todas estas cuestiones, aunque no había que ir muy lejos para hallar la solución:

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Página 68 del “Cuaderno”:

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Lo que importa es esa aptitud para aprehender las relaciones: esta mesa y mi amor de antaño, esa mosca y un tío oficinista...

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Página 70 del “Cuaderno”:

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No tenés suficiente fantasía. No te tirás a fondo en la analogía.

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Página 74 del “Cuaderno”:

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la dimensión poética (esa maravillosa entrega a los textos, a los cuadros poéticos, /al jazz/ a los azares de la calle, a las suertes mágicas, al modo surreal de vida)

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Todas estas páginas del Cuaderno, con las demás que hemos visto a lo largo de este apartado, dan cuenta cabal del mismo fenómeno: el hecho de que las ékfrasis se encuentran diseminadas por todas partes en Rayuela. ¿Acaso puede caber alguna duda? ¿Hacia dónde miraban los críticos para no verlas?

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La palabra jamás mentada y el Rayuela insólito

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Ese valor trascendente que Shelley alaba bajo distintos nombres en su poesía –presencia de lo divino en lo terreno- es razón no dicha de todo el arte griego y esperanza no personificada en la poesía de John Keats. ¿Hacía falta nombrarla cuando su presencia empapaba cada verso?

Julio Cortázar, “La urna griega…”

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Cortázar sembró de ékfrasis todo el texto de su principal libro. Tal como he afirmado al principio del artículo, no resulta necesario apelar a la Teoría del Entusiasmo para comprobar esta cuestión; pero ese marco interpretativo resulta esencial para llegar a comprender algunas cuestiones de importancia relacionadas con todo este asunto. Por ejemplo: ¿cómo puede sostenerse que la novela Rayuela (capítulos 1 a 56, de corrido) sea una ékfrasis de la obra en su totalidad (capítulos hasta el 155, salteados)? ¿Cómo podría obedecer esto a la idea de esa «categorización extrínseca» que Cortázar sugiere para definir la ékfrasis? Esto solo puede responderse aceptando que el «segundo libro» de Rayuela no es una novela, tal como todos han dicho hasta ahora, sino otra clase de libro. Solo se entiende aceptando que el segundo libro de Rayuela es un libro distinto a una novela, y también distinto a cualquier otro libro de los que aparecen citados en Rayuela: por el contrario, es algo absolutamente nuevo, un libro completamente insólito. Un libro que trasciende el marco cultural de su tiempo y que se inserta, en cambio, en el flujo de una tradición mucho más amplia, que da cabida a lo trascendente y que le profesa veneración.

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El silencio de Cortázar con respecto a la falta de comprensión de su libro (un silencio relativo, como he tratado de demostrar en mis artículos de «vía positiva») constituye otro problema que se solventa satisfactoriamente desde la Teoría del Entusiasmo. ¿Cómo explicar esta reserva del autor desde la comprensión común del libro? Resulta difícil encontrar una respuesta convincente; más fácil resulta mirar para otro lado y esquivar las alusiones que figuran por doquier, tal como han venido haciendo los críticos del libro hasta ahora. En cambio, desde la Teoría del Entusiamo, se entiende que el silencio de Cortázar es algo necesario para preservar las condiciones de posibilidad de la lectura que el escritor deseaba obtener de «su» lector. La mera detección de las ékfrasis, así como su resolución a través de una inversión del analogismo, constituyen dos de los resortes mediante los cuales el lector activo y cómplice puede llegar al entusiasmo, ese estado desde el cual el texto de Rayuela se contempla como repetición de un episodio. ¡Qué genialidad la de Cortázar! ¿No les parece maravilloso?

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Esa razón que inducía a Cortázar al silencio es la misma por la que yo no voy a tratar con mayor profundidad la cuestión de las ékfrasis de Rayuela. Más allá de lo que ya he desvelado en este artículo, que es mucho (incluso demasiado, a mi juicio), he dejado de señalar gran número de ékfrasis rayuelísticas, cuya detección y resolución dependen de la competencia interpretativa de los lectores activos y cómplices del libro, y que son para ellos condiciones de posibilidad de acceso al Rayuela insólito.

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Prefiero mantener el grueso de mi aportación en el plano de una interpelación directa a los críticos de Rayuela. Sigo preguntándoles: ¿Cómo es posible? No sirve la excusa de que el término «ékfrasis» sería aplicable únicamente a la descripción verbal de una obra plástica: ¡Eso es puro jovellanismo! ¡Mera autocomplacencia! Aquí se ha demostrado que la concepción cortazariana de ékfrasis puede colegirse perfectamente a partir de “La urna griega en la poesía de John Keats” (publicada en un lejano 1946) y hasta el “Cuaderno de Bitácora” (publicado en 1983). Ningún crítico de Cortázar que se precie de serlo podía desconocer estos documentos tan importantes; y, por supuesto, ninguno pudo dejar de leerse Rayuela. Díganme entonces, ¿cómo es posible que ninguno de esos críticos haya mencionado nunca, a propósito del libro, la palabra ékfrasis?

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Mi respuesta -mi j’accuse- es ésta:

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…la imagen de Cortázar se confundía con sus invenciones, padecía de una falta de crítica sistemática y hasta de una iconografía satisfactoria. Aparte de artículos parsimoniosamente laudatorios en las revistas de la época, y de un libro cometido por un entusiasta profesor santafesino para quien el lirismo suplía las ideas, no se había intentado la menor indagación de la vida o la obra del escritor. Algunas anécdotas, fotos borrosas; el resto era leyenda para tertulias y panegíricos en antologías de vagos editores.

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1 de julio de 2011

Apócrifas morellianas (9)

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Lo que tengo que contar es tan extraordinario que debo tomar ciertas precauciones. Para enseñar anatomía, se recurre a esquemas convencionales –más que a fotografías- que difieren desde cualquier punto de vista del objeto por estudiar, salvo en el hecho de que determinadas relaciones –ésas precisamente que constituyen el objeto por conocer- permanecen. Eso mismo he hecho yo aquí.

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René Daumal, El monte análogo.

Novela de aventuras alpinas no euclidianas

y simbólicamente auténticas

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11 de junio de 2011

Vía positiva (3): Exégesis del capítulo 84

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Rayuela es sobre todo dos libros: una novela, por un lado, y un libro insólito, por el otro. Esto ya lo he dicho en otras muchas ocasiones, pero lo repetiré hasta que se libere la luz ahogada ahí por la costumbre. Porque hasta hoy tanto los lectores como los críticos de la obra han tergiversado este asunto, leyendo por un lado una novela y, por el otro, otra novela. Y de este modo el libro insólito, que no es para nada una novela, ha quedado desatendido. Pero esta contingencia no proviene de una falta de inteligencia de lectores y críticos. Aquí interviene en realidad un elemento inusitado, cuya consideración resultaba impensable para el receptor de literatura de ficción en la segunda mitad del siglo XX, pero que justamente por ello formaba parte del proyecto cortazariano de dinamitación de las premisas cognitivas y espirituales de la literatura de su tiempo. Ese elemento es el entusiasmo, entendido como un salto del nivel de conciencia, como el acceso a un modo más elevado del ser. Se entiende así que, mientras que la novela Rayuela tiene su residencia en el mundo de lo cotidiano, el Rayuela insólito habita por el contrario en ese otro nivel elevado de la conciencia, eternamente deseoso del lector que logre acceder al mismo.

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Cortázar delató una sola vez, en una carta de 1960, cuál es el contenido de ese libro insólito –a saber: la repetición de un episodio-, para callarlo luego, delegando para siempre en sus lectores la tarea de descubrirlo por sí mismos. En consecuencia, el único método realmente válido para corroborar mis aseveraciones es llevar a cabo una lectura entusiasta de Rayuela; lo que yo he dado en llamar «vía participativa», y que constituye el núcleo de mi Teoría del Entusiasmo. No obstante, cabría esperar que Cortázar ofreciera a sus lectores alguna indicación, alguna señal que apuntase expresamente a la necesidad de cambiar de nivel frente al texto de su mayor obra. Dicho de otro modo; cabría esperar la existencia de unas «instrucciones para leer Rayuela bajo un estado alterado de conciencia»: y efectivamente las hay, y muchas. Cortázar dispuso diversas de esas indicaciones, ya fuera en el libro o en otros textos suyos, lo que nos permite ahora establecer -sin la perentoria necesidad de entusiasmarnos- una «vía positiva» que dé noticia de ese misterioso segundo libro.

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Esas indicaciones, por cierto, nunca son transparentes; siempre exigen un determinado esfuerzo de interpretación por parte del lector, una extracción más o menos ardua de lo implícito a partir de lo explícito. Pero la firme voluntad de elucidación de esas señales, más las dificultades que esta tarea presenta, son justamente las condiciones que permiten al lector entrar en la predisposición mental necesaria para acceder finalmente al entusiasmo. Así lo dispuso don Julio Florencio Cortázar, el “pobre shamán con calzoncillos de nylon”. Con anterioridad hemos satisfecho aquí dos expedientes de «vía positiva»: por un lado, la exégesis del capítulo 97 (donde Morelli nos preguntaba “¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?”); y, por el otro lado, la interpretación alegórica del cuento “Los pasos en las huellas” (donde la Oda a tu nombre doble cambiaba una musa –la del prestigio- por otra –la de la participación-). En esta nueva entrega vamos a realizar una tercera exégesis, volviendo de nuevo al texto de Rayuela, y centrándonos ahora en los primeros compases del capítulo 84, que se inicia de esta manera:

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Vagando por el Quai des Célestins piso unas hojas secas y cuando levanto una y la miro bien la veo llena de polvo de oro viejo, con por debajo unas tierras profundas como el perfume musgoso que se me pega en la mano. Por todo eso traigo las hojas secas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de una lámpara.

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Quien así habla es Horacio Oliveira; esta vez será el protagonista del argumento del libro quien nos va a mostrar, en primera persona, la cuestión de los niveles de conciencia. Quizá sea ésta la razón de que este nuevo fragmento contenga el caso más claro de «vía positiva» de todos los que hay en Rayuela: en vez de una abstrusa exposición teórica -more Morelli-, Horacio nos ofrece primeramente un ejemplo práctico del asunto, como veremos enseguida; y luego, además, nos va a mostrar el hilo de sus propias reflexiones sobre el tema, de modo que no quepa lugar para la duda. El episodio en cuestión queda referido en estas breves líneas:

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Viene Ossip, se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Al otro día aparece Etienne, y todavía con la boina en la mano, Dis donc, c’est épatant, ça!, y levanta la lámpara, estudia las hojas, se entusiasma. Durero, las nervaduras, etcétera.

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El ejemplo está perfectamente claro: Se parte de un sustrato material único (una lámpara con hojas secas) del que resultan dos realidades distintas (una simple lámpara, por un lado, y una obra de arte, por el otro) en función del nivel de conciencia de los sujetos (la indiferencia de Ossip, por un lado, y el entusiasmo de Etienne, por el otro). Los respectivos estados de conciencia de Ossip y de Etienne les conducen a percibir dos realidades distintas. En otras palabras: El entusiasmo conduce al sujeto a una descripción otra del mundo, a un mundo otro. Ahí está formulada -C’est épatant, ça!- toda mi Teoría del Entusiasmo.

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Horacio pega las hojas secas a la lámpara; y de este modo la luz de la bombilla resalta y llama la atención sobre sus características plásticas (el polvo de oro viejo y las tierras profundas). Este gesto «iluminador» del personaje es un trasunto del gesto de Cortázar al poner ante nuestros ojos todo el episodio; porque aquí el escritor está hablando en realidad, más allá de unas hojas secas, de otra cosa. En el fondo, este breve episodio consignado al inicio del capítulo 84 arroja su luz sobre un asunto que nos incumbe a nosotros como lectores del libro: esas hojas pegadas a una pantalla son un correlato analógico de las páginas que forman Rayuela. Unas páginas ante las que el lector real “queda invitado a elegir” –tal como reza el “Tablero de dirección”- entre comportarse como el indiferente Ossip o actuar como el entusiasta Etienne.

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-¡Anda ya! -me dice un jovellanista que va leyendo estas líneas, por encima de mi hombro, a medida que las escribo- ¡Ahora pretendes que comulguemos con ruedas de molino!

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-En absoluto; usted no se entera de la historia –le replico yo, sin aceptarle el tuteo-. Y le digo más: usted nunca logrará acceder al Rayuela insólito, mientras sea incapaz de lanzarse a fondo en la analogía.

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¡La analogía! Esta es la clave que nos permite comprender el episodio de las hojas secas descrito en el capítulo 84 como un comentario autorreferencial de Rayuela sobre su propia doble naturaleza cognitiva. El procedimiento es muy sencillo; se trata de establecer una identidad profunda entre dos conjuntos aparentemente distintos, en función de una correspondencia equivalente y proporcional entre sus términos: (A + B + C) = (D + E + F). En otras palabras: la analogía postula una común identidad entre conjuntos en virtud de la semblanza, pero no tanto entre los meros objetos que los componen, sino sobre todo a partir de las relaciones que se establecen entre ellos. Y eso mismo es lo que voy a poner de manifiesto aquí, para sostener mi interpretación del capítulo 84, viendo cómo el episodio de las hojas secas se corresponde -de forma equivalente y proporcional- con dos perspectivas distintas sobre Rayuela que ya se han visto previamente en las páginas de este blog: por un lado, la «conversación llamada Rayuela», y por el otro, la visión de Cortázar como un chamán que trata de inducir al lector de su obra a un état second.

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1. Conversación llamada “Hojas secas en lámpara”

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Recapitulo brevemente mi artículo del 11 de marzo de 2011:

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Mario Vargas Llosa daba su testimonio en “La trompeta de Deyá” sobre los diálogos privativos que Julio Cortázar sostenía de forma brillante con su primera mujer, Aurora Bernárdez. Esos diálogos eran privativos por dos motivos concurrentes y complementarios: no sólo porque exigían a los interlocutores un elevado nivel de erudición, sino también porque demandaban de los mismos una habilidad inusitada para establecer conexiones entre temas aparentemente diversos, fulgurante capacidad asociativa que según mi visión sólo podía proporcionar el entusiasmo. Al completo, la situación quedaba dibujada por estos dos interlocutores activos, sumidos en su conversación vertiginosa, más un tercer sujeto, mero espectador pasivo, que quedaba impedido de participar en el evento por faltarle los requisitos exigidos -ya fuera la erudición, ya fuera el entusiasmo, ya fueran ambos a la vez-. En el escenario real descrito por Vargas Llosa, este «tercero excluido» era él mismo.

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La misma situación descrita por el escritor peruano se encuentra plasmada de diversos modos en el libro de Cortázar. En primera instancia, el texto entero de Rayuela se halla generosamente surtido por diálogos que se corresponden fielmente con ese mismo esquema dialógico: como interlocutores activos tenemos, en París, a los distintos miembros del Club de la Serpiente; y en Buenos Aires, al triángulo formado por Horacio, Traveler y Talita. Y como espectadores pasivos, en ambas ciudades, encontramos a muy diversos personajes, de los que aquí veremos dos ejemplos. A la sazón, el “Cuaderno de bitácora” de Rayuela nos aporta, en su página 59, lo que podemos considerar el boceto programático de todos esos diálogos:

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Oliveira analiza el placer de la comunicación. Lo que significa estar entre seres afines y decir, p. ej.: “El retablo de Isenheim”. La Maga, que no entiende, se queda perpleja y furiosa (contra ella misma). Para Oliveira y su interlocutor, el signo “retablo de Isenheim”, configura la coexistencia y la evocación de

Grûnewald / Colmar / Olores / Alsacia / El Cristo de Holbein / Todos los Cristos verdes.

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Para seguir con la misma nomenclatura usada en mi anterior artículo, este párrafo vendría a pintarnos la «conversación llamada “Retablo de Isenheim”». En esta ocasión los interlocutores activos son Oliveira y un segundo personaje, en principio anónimo, aunque con toda probabilidad sea uno de los miembros del Club (de hecho, puesto que el tema o motivo principal es pictórico, podemos apostar sin miedo por Etienne). Sea quien sea el segundo interlocutor, entre él y Horacio existe una especial «afinidad», que les permite a ambos ser copartícipes del juego relacional, y que se manifiesta finalmente en la cascada de asociaciones sinestésicas: Grûnewald, Colmar, Olores, etcétera. El tercero excluido, aquí, está encarnado en la figura de la Maga, cuyo impotente enfado da buena cuenta de la distancia cognitiva que la separa de los dos interlocutores activos.

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Ahora podemos observar cómo el episodio relatado por Oliveira al principio del capítulo 84 encaja perfectamente con este mismo esquema. La lámpara con las hojas secas cumple la misma función que cumplía el sintagma “retablo de Isenheim” en el “Cuaderno”: la de tema o motivo inicial de la conversación. Horacio y Etienne son, de nuevo, los dos interlocutores activos, y el resultado de su interacción (“Durero, las nervaduras, etcétera”) es la canónica cascada de asociaciones, claramente homologable a la del boceto (Grûnewald, Colmar, etcétera). Esta vez el tercero excluido no es la Maga si no Ossip, quien, a pesar de pertenecer al Club como los dos primeros, siente poco o ningún interés hacia los motivos plásticos, de modo que no tiene ninguno de los dos requisitos necesarios para participar en la conversación (no sabe de arte plástico, ni siente ningún entusiasmo por el mismo). En suma: Si lo descrito en la página 59 del “Cuaderno” era la «conversación llamada “Retablo de Isenheim”», el inicio del capítulo 84 de Rayuela es la «conversación llamada “Hojas secas en lámpara”».

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Esta recurrencia y reiteración de un mismo esquema constata la validez de la conversación privativa como patrón estructural cortazariano. Este patrón, llamado «conversación privativa», se concreta en primera instancia en distintos fragmentos de su libro, a escala reducida, y en segunda instancia es perfectamente transportable a la «conversación llamada Rayuela», en su escala máxima. De este modo cada conversación parcial se corresponde con el libro en que se integra, generando la analogía: (a+b+c) = (A+B+C). Cortázar nos confirma la vigencia de esta relación fractal en otro pasaje de Rayuela:

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Morelli del que tanto hablaban, al que tanto admiraban, pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmo se unieran en una visión aniquilante. (Cap. 4)

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Sin embargo, esta correspondencia analógica tan sólo funciona para Rayuela cuando contemplamos el libro desde la perspectiva de la Teoría del Entusiasmo, pues es la única aproximación que establece una diferencia realmente substancial entre los dos libros que conforman la obra. Bajo esta premisa –y sólo con ella- todo encaja: El motivo inicial de la conversación (tal como la lámpara con las hojas secas) es el texto entero de Rayuela. Los dos interlocutores activos son, por un lado, el autor del libro (tal como Horacio) y, por el otro lado, el lector activo y cómplice (tal como Etienne). El tercero excluido (tal como Ossip) es el lector pasivo, que no consigue ir más allá del nivel superficial de la conversación -o sea: de la novela que lleva por título Rayuela-. Y el contenido real de la conversación privativa entre los dos cómplices (tal como la cadena de asociaciones derivadas del motivo inicial: “Durero, las nervaduras, etcétera”) es el Rayuela insólito, que sólo ve quien está embargado por el entusiasmo.

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En suma: el libro insólito viene a ser una vertiginosa cadena de asociaciones a la que el lector pasivo y novelizante de Rayuela no tiene acceso ninguno. O también: el Rayuela insólito es el auténtico tema de una conversación típicamente cortazariana, que tan solo se completa efectivamente cuando la vasta erudición del lector activo se ve centuplicada por la mediación del entusiasmo. ¡Sólo la lectura total de un auténtico entusiasta puede resultar equivalente a esa “visión aniquilante”, fusión de los textos micro y macro, a la que aspiraba Morelli! Así pues, resulta totalmente legítimo afirmar que la «conversación llamada “Hojas secas en lámpara”» se halla en perfecta analogía -correspondencia equivalente y proporcional, semblanza de relaciones- con la «conversación llamada Rayuela». Y es de este modo que esas hojas secas encontradas por Horacio pueden ser, perfectamente, un correlato metafórico de las páginas dispuestas por Cortázar en Rayuela. Todavía por encima de mi hombro, pero ahora un poco encogido, mi jovellanista guarda un enfurruñado silencio.

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2. Don Horacio Oliveira, «el Oscuro»; chamán

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El mismo episodio de las hojas secas sirve también como caso ilustrativo de lo que aquí se ha dado en llamar «las dos conciencias», a saber: la tesis de que cada estado distinto de la conciencia contiene y maneja un corpus distinto de información. Se trata de aquello que Huxley sintetizó en la fórmula: “el conocimiento es una función del ser”, toda vez que un cambio del estado de conciencia es también un cambio en el ser del sujeto. Nótese que tanto el éxito de la comunicación entre Horacio y Etienne en el capítulo 84, así como su fracaso en el mismo caso para Ossip, están en función de la entrada de los dos primeros en un determinado état second, sólo desde el cual la lámpara con hojas secas llega a constituir para ambos una obra de arte.

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Pero aunque los dos interlocutores activos participen igualmente de ese état second, cada uno ha llegado al mismo por caminos distintos; mientras que Horacio lo ha hecho de forma espontánea (a través de un ritual de paso que enseguida vamos a analizar), en cambio Etienne ha llegado al mismo de una forma inducida. Cuando Etienne cambia de nivel es debido, hasta cierto punto, a la mediación intencionada de Horacio; este último, al pegar las hojas en la lámpara, ha generado las condiciones para que su amigo pintor pueda acceder al mismo estado de conciencia que él había vivido previamente. Por lo tanto, Horacio actúa para Etienne en este episodio como el indio don Juan Matus actuaba para Carlos Castaneda, al someterlo intencionadamente a la posibilidad de un encuentro con el espíritu. Con ello, tenemos aquí a don Horacio Oliveira el Oscuro, el brujo de la calle Tombe Issoire, pobre shamán con canadiense mojada.

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Como tal chamán, Horacio posee la maestría de cambiar sus niveles de conciencia. Eso es lo que se desprende de las reflexiones que el propio personaje realiza a propósito del episodio de las hojas secas, en la inmediata continuación del capítulo 84:

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Una misma situación y dos versiones... Me quedo pensando en todas las hojas que no veré yo, el juntador de hojas secas, en tanta cosa que habrá en el aire y que no ven estos ojos, pobres murciélagos de novelas y cines y flores disecadas. Por todos lados habrá lámparas, habrá hojas que no veré.

Y así, de feuille en aiguille, pienso en esos estados excepcionales en que por un instante se adivinan las hojas y las lámparas invisibles...

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En el primer párrafo de estas reflexiones, hablando de todo aquello que no ve, Horacio confiesa vivir de forma habitual en el estado ordinario de conciencia. Sin embargo, en el siguiente párrafo nos declara, hablando de lo que sí ve, que logra acceder momentáneamente a otros estados distintos del habitual. El episodio por él consignado es la prueba fehaciente de ello: ¿Acaso no responde a un «estado excepcional» de su conciencia el momento en que se agacha a recoger esas hojas secas en el Quai des Célestins? ¿No es él el primero en «adivinar por un instante las hojas y las lámparas invisibles», las mismas que luego provocan el entusiasmo de Etienne? Siendo así, ¿de qué modo logra acceder Horacio a esos estados excepcionales? ¿Cuál es su ritual de paso al état second?

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La respuesta está expresada de la forma más escueta al principio de su crónica: “Vagando por el Quai…”. Ese solitario vagar de Horacio es, precisamente, su ritual de paso. Oliveira no está yendo a ningún sitio, su caminar es un puro deambular sin propósito: su andar consiste, dicho sea en sus debidos términos, en una deriva. Nuestro personaje se halla de este modo convertido en flâneur, el paseante ocioso del París baudeleriano. A partir de estas condiciones iniciales, la sucesión de los acontecimientos descritos por Horacio dibuja una situación típicamente surrealista: el encuentro, de honda repercusión estética, con un objeto hallado al azar.

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La deriva de Horacio le ha conducido, seguramente a lomos de su cadencia paseante particular -de su ritmo-, a un «estado privilegiado», a ese estado de trance en el que súbita y misteriosamente se dispara la sensibilidad del sujeto y fructifica su creatividad. “Por todo eso” –es decir, por el paseo y por el impacto estético que en su cauce ha tenido lugar- “traigo las hojas secas a mi pieza y las sujeto en la pantalla de una lámpara”. En aras del état second de Horacio, lo que al principio era un simple manojo de hojas secas en el muelle se ha convertido no sólo en algo nuevo, si no sobre todo en un objeto de categoría gnoseológica superior: un objet trouvé, un ready-made de clara estirpe duchampiana. Lo que había sido un objeto de lo más cotidiano y sin ningún valor, se ha transformado de repente en una obra de fuerte carácter artístico, tan intenso que llega a conmover el espíritu de un hombre.

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Más allá de esto, fijémonos también en que Horacio, una vez dispuesto el escenario, y adoptando lo que podríamos llamar una actitud filosófica de distanciamiento y contemplación, se limita simplemente a observar las reacciones de sus dos amigos, sin intervenir en su proceso de recepción. Horacio deja el espacio necesario para que surja en los otros la indiferencia o el entusiasmo, según su respectiva predisposición. Es más que una mayéutica: el Oscuro no les señala nada, no dirige la atención de ninguno de ellos hacia el objeto; deliberadamente, deja a sus amigos la plena libertad de elegir. Y así, cuando Etienne cambie de nivel lo hará, sí, gracias a la escenografía tramada por Horacio, pero también, e ineludiblemente, en virtud de su participación, cómplice y activa, en el evento. No puede ser de otra manera: un buen aprendiz de chamán debe llegar al salto por sí mismo, si es que se desea para él la misma maestría de aquél que, incluso sin que el aprendiz lo sepa, lo está guiando. Horacio puede poner a sus amigos al alcance del espíritu tantas veces como quiera; pero el espíritu, como es sabido, sopla donde quiere.

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Una vez establecida la precisa caracterización de Horacio como chamán, la traslación analógica de este episodio al dominio más amplio de Rayuela no resulta un problema, pues fácilmente encontramos a lo largo del libro de Cortázar los mismos expedientes que Horacio aplica a sus hojas secas. En primer lugar, la deriva de Horacio por los muelles del Sena es tal como el swing creativo de Cortázar, ese “balanceo rítmico” que le acometía en su escritorio y que le permitía entrar en el trance creativo. De qué si no está hablando el narrador indeterminado del capítulo 82 -nuestro texto matriz- cuando dice:

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Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me lleva a la superficie, conjuga toda esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro.

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En segundo lugar, don Horacio el Oscuro ejerce en el capítulo 84 tal como don Julio Florencio Cortázar en la vida real: tras tener su propia vivencia original del état second, ambos tratan de inducir al mismo a sus interlocutores, por mediación de su obra de fuerte carácter artístico. De qué si no está hablando Morelli, en el capítulo 79, cuando dice (las cursivas, por cierto, son suyas):

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hacer del lector un cómplice, un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo

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En tercer lugar, el gesto horaciano de recoger las hojas y pegarlas en la lámpara es tal como la escritura cortazariana de un texto que pueda leerse desde dos estados distintos de conciencia, ante el cual “el lector queda invitado a elegir” desde su mismo inicio. El lector pasivo de Rayuela se mostrará tan indiferente como Ossip ante las rarezas formales de la obra, y en consecuencia la leerá desde el estado cognitivo ordinario, como si fuera una simple novela. En cambio, la reacción del lector activo y cómplice será –o debería ser- tan entusiasta como la de Etienne; a este otro lector, su predisposición a lo artístico le sitúa en condiciones de elevarse, por mediación del texto, hacia un estado excepcional y privilegiado, desde el cual se puede adivinar el Rayuela insólito. De qué está hablando si no Etienne en el capítulo 99, cuando dice:

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Morelli cree que si los liróforos (...) se abrieran paso a través de las formas petrificadas y periclitadas, (...) harían algo útil por primera vez en su vida. Al acabar con el lector-hembra, o por lo menos al menoscabarlo seriamente, ayudarían a todos los que de alguna manera trabajan para llegar al Yonder. La técnica narrativa de tipos como él no es más que una incitación a salirse de las huellas.

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Y finalmente, la actitud desapegada de Horacio al disponer el evento de tal modo que sus amigos puedan llegar a participar libremente en el mismo, según su vocación, es tal como el silencio de Cortázar con respecto a la existencia del Rayuela insólito. Una vez escrito el libro doble de Rayuela, su lector debe llegar al entusiasmo en virtud de su propia predisposición, como Etienne en el capítulo 84, más allá de todo lo que Cortázar haya dicho o haya dejado de confesar. Qué otra cosa si no pone al descubierto Horacio, en el capítulo 52, cuando piensa (la cursiva en el original):

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Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. (...) Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la inteligencia o la información…

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Se trata, pues, de despertar la sospecha de lo que realmente subyace a la doble posibilidad de lectura de Rayuela: nada que ver con la inteligencia o la información, sino un problema de niveles. ¡Un problema de niveles! ¡Horacio dixit, Rayuela monstrat, Cortázar concepit! ¿No sería esto lo más parecido a una «prueba convincente» para la Teoría del Entusiasmo? ¿Qué podría replicar aquí mi jovellanista hómbrico, de no haberse ido ya, abrumado, hace un buen rato? En todo caso, creo haber dejado claro que los compases iniciales del capítulo 84 se prestan perfectamente a una correspondencia analógica con el texto entero en que se integran, también cuando ponemos en juego el particular rol «chamánico» que ejerce Cortázar como escritor de Rayuela.

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Así pues, definitivamente, el breve episodio consignado por Horacio al principio del cap. 84 se presenta como un estupendo ejemplo para nuestra “vía positiva”; nos encontramos ante uno de esos momentos en los que el autor de Rayuela puso de manifiesto la necesidad de una dualidad perceptiva por parte de sus lectores, que se correspondiese adecuadamente con la dualidad compositiva de su libro.

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El puñetazo cósmico de Julio Cortázar

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Hilando de feuille en aiguille, hemos visto cómo el episodio consignado al inicio del capítulo 84 constituye una audaz referencia al libro doble de Rayuela tal como se lo entiende desde la Teoría del Entusiasmo. Pero si nos quedásemos aquí, pronto nos veríamos sometidos a un nuevo procedimiento de «vía negativa» para denunciar nuestras omisiones, como ya ha sucedido en alguna otra ocasión; lo que nos obliga a darle a toda la cuestión una nueva vuelta de tuerca. Y es que en el inicio del capítulo 84 hay, efectivamente, un todavía más de sentido, donde se encuentra quizá lo más importante. Una vez establecida su analogía con el conjunto de Rayuela, a través del mismo episodio podemos llegar a ver cuál pudo ser el propósito que movió a Cortázar a escribir una obra disponible simultáneamente en dos estados distintos de la conciencia.

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Esas mismas hojas recogidas por Horacio en el Quai habían oscilado antaño al capricho del viento. Dejémonos llevar momentáneamente por la ensoñación: Verdes y rellenas de savia, henchidas de vida, recibían pocos meses atrás la cálida luz del sol en la cima de los árboles… Pero eso fue en el pasado; porque ahora, en el presente, están muertas y tiradas en el suelo, donde los hombres las pisan. Del mismo modo, las obras literarias de Occidente habían disfrutado antaño de una vida exuberante y feliz; pero eso pertenece al pasado, porque ahora, en el presente, han perdido toda su fuerza, y sirven tan sólo para mullir el caminar sin rumbo de los sujetos. ¡Las obras literarias de Occidente! Si mi jovellanista se burlaba antes de mí, al formular la primera traslación analógica, ¿cómo reaccionarán los demás jovellanistas hómbricos (cada uno tiene el suyo) ante este nuevo desatino de carácter alegórico?

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Pero si es desatino, se trata de lo que don Juan llamaba un desatino controlado, que es prácticamente otra definición de mi entusiasmo. Por la alegoría se llega al fondo último al que remite la fábula de las hojas secas en el muelle del Sena, que por supuesto es el mismo fondo último al que remite el libro entero de Rayuela: el auténtico plano de reflexión en el que se insertaba el erudito y profundo Julio Cortázar cuando concibió su libro. Pero antes de entrar plenamente en ello, acabemos de perfilar la escena, que Cortázar construye mediante un alarde de recursos retóricos obsoletos: Por un lado tenemos al personaje Horacio Oliveira, que aquí se nos presenta como una figuración metonímica de su autor, Julio Cortázar. Por otro lado tenemos el Sena, ese río ancho y caudaloso que fluye por el corazón de París, en pleno centro espiritual de la Europa moderna: ese río es a su vez una figuración metonímica del Occidente. Y por último tenemos ese paisaje de hojas secas decorando los muelles: tópica figuración, también metonímica, del otoño, la estación de la decadencia.

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En síntesis: la escena entera está retratando figuradamente a Cortázar caminando por los márgenes de la tradición literaria de la Modernidad, que está llegando lentamente a su invierno. Esta escena, con su despliegue de mecanismos figurativos, está mostrando prácticamente lo mismo que Morelli nos explica, en forma de tratado teórico, en el capítulo 116:

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Acostumbrarse a emplear la expresión figura en vez de imagen, para evitar confusiones. Sí, todo coincide. Pero no se trata de una vuelta a la Edad Media ni cosa parecida. Error de postular un tiempo histórico absoluto: Hay tiempos diferentes aunque paralelos. En ese sentido, uno de los tiempos de la llamada Edad Media puede coincidir con uno de los tiempos de la llamada Edad Moderna. Y ese tiempo es el percibido y habitado por pintores y escritores que rehúsan apoyarse en la circunstancia, ser “modernos” en el sentido en que lo entienden los contemporáneos, lo que no significa que opten por ser anacrónicos; sencillamente están al margen del tiempo superficial de su época, y desde ese otro tiempo donde todo accede a la condición de figura, donde todo vale como signo y no como tema de descripción, intentan una obra que puede parecer ajena o antagónica a su tiempo y a su historia circundantes

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Para un Cortázar situado, por su sensibilidad, al margen de la cultura dominante de su tiempo, los autores modernos pueden seguir escribiendo estupendas novelas, nuevos y exitosos libros, pero todo ello es, en el fondo, más de lo mismo: en el fondo, la idea de novela, la idea de libro, la misma idea de literatura, hace demasiado tiempo que no cambian: Para él no son más que hojas caídas del árbol: a esas ideas, una vez pasados el vigor de la primavera y el fulgor del verano, el espíritu las ha abandonado, y hoy en día los hombres como él ya no encuentran en ellas alimento para su alma. Los hombres del siglo XX las pisan en el curso de su deriva hacia ninguna parte, o hacia la consunción definitiva: es necesaria ya una renovación, el inicio de un nuevo ciclo. El escritor lo plantea en sus debidos términos en el capítulo 79, nuevamente a través de Morelli, remontándose hasta los orígenes de la cultura occidental:

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Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento dialéctico ha tenido tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos comiendo, son deliciosos, hierven de radioactividad. Y al final del banquete, ¿por qué estamos tan tristes, hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?

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Esta meditación de Morelli se corresponde fielmente con el primer movimiento de Horacio «mirando bien» la hoja seca que acaba de recoger en el capítulo 84. Y todo ello es propiamente la imagen de Cortázar mirando la novela, el libro, la literatura, y viendo en ellos, en primer lugar, ese “polvo de oro viejo”: oro, sí, pero en forma de polvo, y por añadidura viejo… Sobre todo -y paradójicamente- en la idea de novela, puesto que constituye el género literario moderno por antonomasia. Según Cortázar, profundo conocedor de la novela, en mil novecientos cincuenta y pico el género prácticamente ha dado de sí todo cuanto podía dar. No es una opinión espontánea, sino largamente meditada; se remonta por lo menos hasta 1947, cuando escribió el ensayo publicado póstumamente bajo el título “Teoría del túnel”, y cuyo segundo párrafo decía lo siguiente:

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Desde ya: pretender explicarse la fisonomía contemporánea del hecho literario dentro de una línea tradicional donde el Libro, arca de la Alianza, merece un respeto fetichista del que la bibliofilia es signo exterior y la literatura sostén esencial, conduce al desconocimiento y malentendido del entero clima “literario” de nuestros días, malogra el esfuerzo inteligente pero no intuitivo de buena parte de la crítica literaria que se mantiene en las vías seculares por las mismas razones que lo hace la mayoría de los autores de libros.

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La mayoría de los autores de libros… Pero en lo que se refiere a la novela, en particular, podríamos decir la totalidad de los autores. El capítulo 97 de Rayuela, que ya vimos en profundidad en nuestro primer expediente de «vía positiva», es claro y explícito con respecto a esto: En el siglo XX, si por un lado la continuidad del género con respecto al siglo XIX (“more Durrell”) no es más que pura autocomplacencia, tampoco los novelistas más originales e innovadores (“more Musil”, “more Beckett”) han logrado rebasar el marco gnoseológico propio del “pensamiento dialéctico”. Para Cortázar, que sí pretende ir más allá de ese marco, ni tan sólo autores de la talla de Samuel Beckett, Robert Musil o James Joyce (¡ni tan sólo Joyce, señor Lezama Lima!) han conseguido disipar nuestra tremenda tristeza de seres occidentales. El problema está en la misma idea de novela: “Como todas las criaturas de elección del Occidente, la novela se contenta con un orden cerrado” (cap. 79). Para todos los novelistas, ya sean continuistas o innovadores, sigue vigente una misma concepción de lo literario, dentro de cuyos límites han surgido todos sus frutos.

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¿Qué es este “pensamiento dialéctico”? Al principio del capítulo 147 de Rayuela aparece de nuevo el concepto: “¿Qué epifanía [en cursiva en el original] podemos esperar si nos estamos ahogando en la más falsa de las libertades, la dialéctica judeocristiana?”. Podemos dejar de lado lo de “judeocristiana”, del mismo modo que antes podríamos haber dejado de lado a los eleatas, ya que el problema de fondo no está ni en los unos ni en los otros. Pronto veremos que destacados miembros tanto de la filosofía griega clásica como del mundo judeocristiano están del mismo lado de Cortázar. En realidad es la dialéctica, que ya figuraba como responsable del delito en el capítulo 79, a quien tenemos al otro lado del ring; pero la dialéctica elevada, en la Modernidad, a descripción única del mundo. La Dialéctica Absoluta.

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Sin embargo, no termina aquí la profunda meditación de Cortázar. Nuestro autor no sólo establece un diagnóstico hondamente pesimista del estado espiritual al que ha llegado la cultura occidental, sino que también ofrece una solución. No todo está perdido: por debajo del polvo de oro viejo, en un segundo movimiento del pensamiento de Horacio, en esas hojas secas se perciben también “unas tierras profundas”; y ése es el humus donde puede germinar -y tal vez crecer- una nueva y nutritiva idea de la literatura, de la cultura y del hombre. En consecuencia, tal como Horacio lleva las hojas secas a su habitación, y las pega a la lámpara, Cortázar hace lo mismo con la idea moderna de literatura, llevando la novela muerta a su escritorio e invistiéndola con una nueva luz. En el mismo capítulo 79:

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Una tentativa de este orden parte de una repulsa de la literatura; repulsa parcial puesto que se apoya en la palabra, pero que debe velar en cada operación que emprendan autor y lector. Así, usar la novela como se usa un revólver para defender la paz, cambiando su signo. Tomar de la literatura eso que es puente vivo de hombre a hombre

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Es preciso entender esto: Nuestro escritor no convierte la novela en otra novela. De la misma manera que Horacio, con las hojas secas, transformaba un objeto inane en otra cosa -una vibrante obra de arte-, Cortázar convierte un inane género literario en otra cosa -un nuevo y vibrante libro-; y ello lo consigue –y aquí está el quid de la cuestión- por mediación del salto a un nuevo y superior registro cognitivo. Este salto, que para las hojas secas de Horacio se producía desde «lo cotidiano» hasta «lo artístico», para la idea de novela se produce desde «lo dialéctico» a «lo trascendente», o también -usando la antigua terminología de la “Teoría del Túnel”- desde «lo estético» hasta «lo poético».

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Pero digámoslo quizá mejor en términos de Mircea Eliade, que se presenta a estas alturas como un referente idóneo: Cortázar opera una ruptura de nivel sobre las ideas modernas de novela, de libro, y de literatura, ruptura que las lleva desde el plano más cotidiano y extendido de lo profano hasta el plano superior y extraordinario de lo sagrado. Frente a la tradición dialéctica dominante y hegemónica, Cortázar propone para la literatura un estrato cognitivo superior, lo poético, que en su concepción cumple las mismas funciones de lo sagrado. El capítulo 116, que antes hemos dejado inconcluso a posta, continúa del siguiente modo:

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escritores que rehúsan apoyarse en la circunstancia, ser “modernos” en el sentido en que lo entienden los contemporáneos (…) intentan una obra que puede parecer ajena o antagónica a su tiempo y a su historia circundantes y que sin embargo los incluye, los explica, y en último término los orienta hacia una trascendencia en cuyo término está esperando el hombre.

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¿En qué se basa esa trascendencia que Cortázar propone para la entera literatura? ¿En qué consiste exactamente «lo sagrado» cortazariano? El episodio del capítulo 84 es precisamente una magnífica ilustración de esta cuestión: Se trata, en última instancia, de provocar el entusiasmo de todos los Etienne del mundo. Es decir; la nueva obra de arte debe constituir un puente entre la experiencia viva de un état second por parte del autor y la misma vivencia -“agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso” (cap.79)- por parte de cierto tipo de lector. ¿Acaso no es esto como recuperar la idea original de libro –el Libro Original: el libro sagrado-, para recuperar lo que éste nunca debería haber perdido a lo largo de la historia, es decir, la posibilidad real y efectiva de elevar el espíritu de todo hombre que tenga vocación de trascendencia?

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La posibilidad real de la trascendencia es el verdadero telón de fondo de esa «conversación llamada Rayuela» que Julio Cortázar sostenía imaginariamente con su amigo –¡y maestro!- Fredi Guthmann, a su vez discípulo de Rahana Maharshi. Y la posibilidad real de la trascendencia es el profundo ámbito de sentido en el que la recepción de Rayuela hubiera podido echar el ancla, de no haberse malinterpretado y reducido –dialécticamente, por supuesto- el mayor texto de nuestro escritor. Fijémonos ahora en ese otro término, tan hermoso, que el propio Cortázar subrayaba en el cap. 147: Epifanía. ¡Qué palabra tan ajena al universo de sentido de la novela moderna! En la Modernidad, la epifanía -la manifestación de lo divino- tan sólo puede pensarse ya desde sus márgenes (en un Quai del Sena, por ejemplo). Por el contrario, la palabra “epifanía” aparece hasta tres veces en Rayuela (dos en el cap. 18, una en el 147), a lo que podemos sumarle las dos apariciones, ambas en el cap. 79, del término cortazariano “antropofanía”. La epi-antropo-fanía: esto es precisamente lo que Cortázar espera lograr con su nueva concepción de lo literario; la manifestación de lo divino que hay en lo humano. Es la trascendencia, el acceso a una dimensión más elevada del Ser, a quien tenemos a este lado del ring, en el lado cortazariano, dispuesta a enfrentarse pugilísticamente con la moderna concepción totalitaria de la dialéctica. ¡La pelea del siglo, con el Campeonato Mundial en juego: la Dialéctica Moderna contra el en-thous-iasmus, contra el-dios-dentro-de-nosotros!

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A este respecto nos interesa el final de ese capítulo 147, donde Cortázar acaba expidiendo su receta milagrosa ante tanta dialéctica moderna:

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Tener el valor de entrar en mitad de las fiestas y poner sobre la cabeza de la relampagueante dueña de casa un hermoso sapo verde, regalo de la noche, y asistir sin horror a la venganza de los lacayos.

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Lo cual quizás podría significar cualquier cosa, si no fuera porque este mismo capítulo 147, pero ahora en el Manuscrito de Austin (una versión primitiva de Rayuela), se nos da la clave de lo que Cortázar entendía por un sapo verde:

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¿Será ya la hora de inventar el verdadero entusiasmo que los inteligentes de la tierra ahogan con razonables sensateces? Platón, San Agustín, Giordano Bruno, Hölderlin: pero [ojo] que esos nombres no sean un programa. No se es platónico sin ir contra Platón. Quememos al nolano, encerremos al cantor del Neckar; y sobre todo arrasemos estas tres menciones por putas, por rameras palabras, por literatura, por historia, por tradición, por alto ejemplo, por tentativa de soborno y de cohecho. Tabla rasa, a empezar de nuevo. Los dioses son otra cosa, nosotros somos los dioses desterrados, no es ninguna novedad. Entre ellos y nosotros, hay la distancia infinita de un espejo, se necesita liquidar el espejo, pero hay que inventar el puñetazo cósmico que lo pulverice, que haga y una la medalla, haga del anverso y del reverso de la medalla una misma realidad. Tarea oscura, en miseria de tantas muertes para encender la primera chispa.

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Aquél misterioso “sapo verde” no es otro que el “verdadero entusiasmo”, ese “regalo de la noche” de los tiempos que arrebatara otrora a Platón (filósofo griego), a San Agustín (autor judeocristiano) y a Giordano Bruno (científico) ¡Y a Hölderlin, el primer poeta moderno que quiso dar, desesperado ante los prosaísmos de su época, un salvador “paso atrás”! Esos cuatro personajes son pruebas históricas de que la dialéctica no tiene por qué negar la trascendencia. ¿Y quién puede ser, en este panorama, la “relampagueante dueña de casa”? No es otra que la concepción moderna ya no de la Novela, ya no del Libro, ya no de la Literatura, sino de la Realidad misma. La reina de las fiestas del Occidente actual es en realidad la Dialéctica Absoluta, “la más falsa de las libertades”, un orden cerrado típico del pensamiento occidental. En términos cortazarianos, la Gran Costumbre.

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Desde la perspectiva de la Teoría del Entusiasmo, la Gran Costumbre denunciada persistentemente por Cortázar consiste en la fatal y sumisa aceptación de que la realidad disponible desde el nivel ordinario de la conciencia constituye la mejor realidad posible, cuando no la única. Porque esa dialéctica moderna que gobierna hegemónicamente todo el Occidente ha intentado reducir la realidad, de forma sistemática e implacable, a un solo plano de manifestación: aquél que puede manejarse desde una concepción totalitaria, excluyente e intrascendente de lo racional, dejando fuera de ese cauce al verdadero entusiasmo, y por lo tanto también al Espíritu. Es esa concepción totalitaria de la dialéctica lo que ha dejado el mundo occidental como un triste paisaje de hojas secas, imponiendo por doquier la sensata y castrante idea de una Realidad Unidimensional. A ese paisaje sembrado de hojas muertas Cortázar opuso la alternativa de una realidad y de una conciencia radicalmente heterogéneas, único paisaje en el que puede existir la posibilidad efectiva de una elevación. Y lo hizo, por supuesto, de una manera no dialéctica: ¡Rayuela no es una obra dialéctica!

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Para romper con esa Gran Costumbre quedó, mi querido Cortázar, tu “puñetazo cósmico”: Rayuela.

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Pero ¿llegaste a creer en algún momento que era ésa la hora de re-inventar el verdadero entusiasmo? ¿Cuál ha sido hasta ahora el resultado de tus altas ambiciones? ¿Cuál ha sido, a fin de cuentas, el destino reservado a tu «Hojas secas en lámpara»? ¿Cómo iba a experimentar tal entusiasmo este público moderno para el que todo lo que existe se limita, al parecer, a un único nivel de realidad? Tu Rayuela insólito, tu libro no-dialéctico ¿no empezó más bien a ahogarse, apenas recién publicado, bajo las razonables y contumaces sensateces de los inteligentes de la tierra?

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¡Casi! Lo que en el fragmento de tu capítulo 84 era “al otro día”, en la realidad histórica de Rayuela han llegado a ser, hasta la aparición de mi Expediente Amarillo en abril del año pasado, cuarenta y siete largos años. Durante todo ese tiempo, en esa gran casa que es la recepción de Rayuela tan sólo se habían presentado cientos de Gregorovius; pero por fin he aparecido, tal que un nuevo Etienne, tal que un Fredi redivivo, dejando atrás todas las novelas del mundo, para completar tu «conversación llamada Rayuela». ¡Prácticamente medio siglo ha pasado antes de que alguien percibiera, por fin, que tu gran obra no es una lámpara doméstica, si no un artilugio textual insólito, concebido conscientemente con el único propósito -C’est épatant, ça!- de permitir a su lector la experiencia de una ruptura de nivel!

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El primer Etienne no ha aparecido hasta ahora, y se ha encontrado en una habitación ya sin Horacio, pues el “pobre shamán con calzoncillos de nylon” descansa apaciblemente y para siempre en Montparnasse. Pero sus hojas siguen ahí, pegadas a la luz de la lámpara, a la vista de todos; sólo hace faltar mirarlas bien. Y quien ahí dice «Etienne» dice todo aquél capaz de ver, donde los demás tan sólo perciben la tan conocida novela, la extraordinaria belleza (“como una flecha de abejas”) del Rayuela insólito. Quien ahí dice «Etienne» dice todo aquél dispuesto a excentrarse, a desaforarse, a descubrirse para llegar por fin a experimentar, por mediación del texto de Cortázar, una verdadera antropofanía. Quien ahí dice «Etienne» dice todo aquél capaz de saltar por encima de la barrera epistemoclina para llegar al territorio de la incognosfera: tal como hiciera en su momento François Mireur; o en el suyo Carlos Castaneda; o en otro momento el protagonista ficticio de “Los pasos en las huellas”; o finalmente, en estos días, yo mismo. ¿Acaso serás tú, amigo lector, el siguiente en esa lista? ¿Quizás haya llegado por fin, hermanos del dos mil once, ahora ya sí, la hora del verdadero entusiasmo?

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Después de tan apasionantes disquisiciones, deseo avanzarles el título de mi próximo artículo (y último de toda la serie), que se colgará en este blog el día 11 de julio del corriente. Se trata del fenomenal, trabajoso y nuncavisto expediente de «vía negativa» titulado:

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La palabra jamás mencionada por los críticos de Rayuela

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Falta exactamente un mes; éste es el tiempo que tienen ustedes para releer toda la crítica del libro de Cortázar y encontrar esa ausente palabra -que describe un procedimiento retórico usado hasta el hartazgo por Cortázar-, antes de que su definitivo desvelamiento por mi parte les haga caer en el típico chasquear de mejilla por decepción ante lo irreparable. Yo ya les habré avisado.

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(Mi jovellanista me pide una pista sobre esa palabra, y yo se la concedo:

El inicio del capítulo 84, mismamente, lo es)

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1 de junio de 2011

Apócrifas morellianas (8)


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Capítulo 95b
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De entre todas las notas de Morelli, Perico prefería ésta (“Por un día, el viejo se levantó poético”, decía):
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De Horacios y Magas están hechos los lagos y mares; pero yo les estoy hablando del océano abierto. ¿Cómo supo von Balthasar lo que iba a pasarle a mi obra, antes incluso de que se publicara?
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Ciertamente, también el espíritu del que contempla, que entra en misteriosa sintonía con el espíritu de lo contemplado, no deja de tener influencia, en cuanto espíritu del individuo o de la época (o incluso como espíritu maligno de ésta última) sobre la vida operante de la belleza; las obras de arte pueden morir cuando son blanco de demasiadas miradas desprovistas de espíritu (…) Pero esto no es más que una enfermedad sin importancia, que puede ser curada mediante la purificación del corazón, sacando de nuevo a la superficie aquello que había sido enterrado
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(Hans Urs von Balthasar, Gloria. Una estética teológica)
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De Horacios y Magas están hechos los lagos y mares; ¡yo estoy hablando del océano inmenso!
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25 de mayo de 2011

EL HALLAZGO DEL SIGLO

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Sorprendente noticia:

Aparece en Italia la página 0 del “Cuaderno de Bitácora” de Rayuela

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Tareas de re-catalogación en el Archivo Leonardiano han permitido descubrir este manuscrito de Julio Cortázar, que no se daba por perdido porque nadie sabía de su existencia. La hoja muestra un inaudito “Mapa de la conciencia humana”, que por primera vez permite contemplar gráficamente las respectivas localizaciones cognitivas tanto de la novela Rayuela como del Rayuela insólito.

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Vinci (Hache).- Albricias en el mundo cortazariano. El hallazgo fortuito de la página 0 del “Cuaderno de Bitácora” de Rayuela ha sorprendido a todo el mundo. La hoja presenta evidentes signos de haber sido arrancada con violencia del cuaderno de la que procede, quizá por el propio autor. Ni siquiera Ana María Barrenechea, receptora en exclusiva del manuscrito original, tenía la menor constancia de este fragmento inicial del mismo, cuyo contenido puede arrojar nuevas luces sobre la génesis de la mayor obra del escritor argentino. Dada la presencia impensada de este papel en los archivos de Leonardo, se podría llegar a creer que el autor de Último Round lo enviara por correo transhistórico al genio de la Italia renacentista. De ser este el caso, se perfilaría aquí la figura de un Cortázar humildemente convencido de estar dando buena cuenta de un resorte fundamental de la mente humana, y deseoso de compartirlo con uno de sus pares.

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Aunque algunos, como el editor de los anteriores Papeles Inesperados, Carles Álvarez Garriga, hayan preferido no hacer de momento ninguna declaración al respecto, la reacción de otros expertos no se ha hecho esperar. Hay quienes ven importantes motivos para dudar de la autenticidad del documento –el grafismo del manuscrito, por ejemplo, difiere ostensiblemente de la caligrafía personalísima e intransferible del ínclito firmante de Rayuela, según señala el doctor Jovellanos, quien llega al extremo de denunciar un apocrifismo flagrante-. Distinta es la postura de un pródigo Jorge Fraga (célebre autor del Expediente Amarillo, y que fue el primero en publicar en su blog, hace apenas unos días, la única imagen hasta ahora disponible de la susodicha hoja) quien confiesa que en otros casos similares él no se hubiera fiado ni de sí mismo, pero que esta vez ese mapa con sus curiosos neologismos encaja perfectamente con sus tesis sobre el Rayuela insólito, y las confirma. “Por esa sencilla razón, aun en el improbable caso de que la página recién hallada no fuera del propio Cortázar sino de alguno de sus mejores epígonos”, declara el reputado crítico, “este asunto resultaría igualmente merecedor de la entera atención del público”. La controversia, pues, está servida. Hasta la aparición de nuevos datos, nosotros mantendremos una prudente cautela. ¡Ciao!

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17 de mayo de 2011

Prefacios (3): Teoría del entusiasmo (versión sintética)

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El conocimiento es una función del ser

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Aldous Huxley, La filosofía perenne

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