Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

1 de agosto de 2011

"Dialéctica y entusiasmo", por Omar (2ª)

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DIALÉCTICA Y ENTUSIASMO

Por “Omar”. Parte II, segmento 1

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Con la lectura del capítulo 84 de Rayuela nos presentas, Jorge, un magnifico ejemplo del carácter fenoménico de la experiencia. Cuando digo carácter fenoménico estoy tratando de reunir, en torno a una sola noción -la de fenómeno- los dos aspectos antes señalados en tu Teoría del Entusiasmo (que, insisto, comparte con la Dialéctica): la conciencia de la separación y la posibilidad de salvar el abismo entre el sujeto y el objeto a través del conocimiento.

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Entra Ossip en la habitación y ni se fija en las hojas secas que Oliveira ha pegado en la pantalla de una lámpara. Esto quiere decir que no hay aquí ni sujeto ni objeto de la experiencia. Pero, aún significa algo más: se trata de la constatación de que el pensamiento y el ser no se encuentran inmediatamente dispuestos el uno de cara al otro, que las cosas pueden ser vistas o no, y que, antes de entrar a valorar la certeza de un conocimiento, o su verdad, debe darse una condición previa en la que acontece toda posible experiencia: el fenómeno -que podríamos describir como la luz que posibilita el encuentro entre dos entidades comprometidas por un vínculo de ser.

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La ambigüedad del fenómeno radica en que, al mismo tiempo en que posibilita esta relación de ente a ente, en que muestra un objeto tendido en el campo de visión de un sujeto, al vaciar el espacio intermedio les revela también su diferencia, la distancia que los separa. En una sola irrupción el fenómeno activa, por tanto, los principios de identidad y diferencia. Conviene no olvidar esta ambigüedad, ni tampoco el esfuerzo dialéctico de Hegel por sintetizar ambos principios en un absoluto, pues se corre el riesgo de menospreciar la ambición de su lógica. Pero en realidad deberíamos volver sobre esto más adelante…

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Siguiendo con el capítulo 84, a continuación entra en la habitación Etienne, quien repara al instante en las hojas adheridas a la lámpara. Aquí, sí que se produce fenómeno. ¡Y de qué manera! Etienne se entusiasma y comienza una rápida asociación de ideas que le lleva de Durero a las nervaduras, etcétera. O lo que es lo mismo, se produce una experiencia, o modulación de ser, que afecta tanto al significado de las hojas dispuestas por Oliveira, como a la propia interioridad de Etienne.

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Me gustaría, Jorge, que me permitieses imaginar un tercer invitado a la habitación de Oliveira: un Sr. Jovellanos para el cual las hojas también se encuentren a la luz del fenómeno, es decir, un tipo capaz de extraer experiencia de ellas. No me negarás que oponer un sentido -el que sea- a la total ausencia del mismo es una manera un tanto injusta de monopolizar la razón, aunque sea por simple falta de competencia. Si la disyuntiva acerca del verdadero significado de las hojas (y por ende de Rayuela) se plantea entre las opciones de ser o no-ser, es decir, Etienne u Ossip, la decisión se toma prácticamente sola. No es un juego demasiado limpio, creo. Pero si el Sr. Jovellanos expusiera claramente una opinión acerca de las hojas, por ejemplo, si llevado por la inercia de la costumbre dijera que “son un puñado de hojas viejas pegadas a una lámpara”, al menos tendríamos la posibilidad de entrar en un debate acerca de cuál de las dos proposiciones, si la de Ettiene o la del Sr. Jovellanos, se encuentra más cerca de la verdad, cosa que con Ossip era imposible hacer.

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Pues bien, en esta disputa, resulta que los dos tienen razón. O, al menos, sus razones. En términos de evidencia la opinión del Sr. Jovellanos es impecable: las hojas secas pegadas a la lámpara, por más pegadas a la lámpara que se encuentren, no dejan de ser hojas secas. Si alguien lo desease, el Sr. Jovellanos podría describirlas minuciosamente, decirle a qué árbol pertenecen, su estado exacto de putrefacción, y le explicaría, además, a qué modelo de lámpara estaban sujetas y el efecto de la luz sobre su transparencia. En resumen, que el ajuste entre su proposición y lo que cualquier observador llamado al fenómeno por la controversia, pudiese constatar mediante sus sentidos, sería de una precisión y una concordancia encomiables. Y sin embargo, Ettiene, en la medida en que sintoniza con las razones profundas del productor del objeto, es decir, en la medida en que entiende que el objeto es, por encima de todo, un poema, y tiende a reconocerle un mensaje secreto, se encuentra quizás más próximo a la verdad.

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¿Cómo puede haber tal discrepancia y al mismo tiempo razón de ambas partes? ¿Será que la realidad no se entrega por entero de una sola vez? Pero entonces eso significaría que nos encontramos en una relación escéptica frente al propio conocimiento, algo así como si le reconociésemos multitud de facetas, distintos grados, y naturalmente también la posibilidad del error.

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Parte II, segmento 2

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Hasta aquí he pretendido mostrar lo que entiendo que constituye una comunidad ontológica entre la Dialéctica y tu Teoría del Entusiasmo fundamentada en tres conceptos: conciencia de la separación, carácter mediador del conocimiento, y condición fenoménica de la experiencia.

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Visto a partir de esta comunidad fundamental, oponer Entusiasmo y Dialéctica no tiene demasiado sentido, puesto que el entusiasmo sería, por así decirlo, un modo específico de producción del conocimiento, no la cancelación (ni la confirmación tampoco) del proceso dialéctico en sí. En pocas palabras, el entusiasmo correspondería a lo que la dialéctica llama una unidad sintética, o lo que es lo mismo, una de las figuras en las que el sujeto consigue vencer provisionalmente la separación original frente al objeto de su experiencia para procurarse un cierto grado de comprensión respecto a él.

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Podría, claro está, oponerse el conocimiento entusiasta a otras formas sintéticas ganadas, por ejemplo, mediante el conocimiento común sobre las cosas, el racional-científico, o el escepticismo radical, entendido éste como una suspensión o retención momentánea del juicio capaz de abrir su peculiar horizonte de comprensión. Pero, en cualquier caso, todas estas formas conservarían (si es que admitimos su carácter sintético), además de su propia cuota de verdad, la marca de la dialéctica, al reservarle precisamente a ella la tarea de articular el paso progresivo entre las distintas variantes de la experiencia.

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La tesis hegeliana de que no es posible dar una verdadera definición del objeto en una sola proposición aislada nos permite entender la amplitud de miras con la que la dialéctica se aproxima al fenómeno (y que no es gratuita, sino una respuesta a su ambigüedad fundamental). Su pretensión última es elaborar la historia real del objeto a partir de sus negaciones, ya que únicamente esa historia de aproximaciones, distanciamientos y reconciliaciones, explica su realidad:

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La definición tiene que expresar, pues, el movimiento en el cual un ser mantiene su identidad a través de la negación de sus condiciones. (…) La definición real de una planta, por ejemplo, debe mostrar a la planta constituyéndose a sí misma a través de la destrucción de la semilla que se convierte en retoño y la destrucción del retoño para convertirse en flor[1].

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Parte II, segmento 3

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Retornemos por un instante a la habitación del capítulo 84 de Rayuela. Veamos si somos capaces de reconstruir la progresión dialéctica mediante la cual el conocimiento trata de proporcionarse un sentido acerca de las hojas secas pegadas a la lámpara por Oliveira. Reencontrémonos nosotros también con la ambigüedad del fenómeno…

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Entra Ossip en la habitación. Se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Ossip no nos entrega la medida de una experiencia (que sólo acontece a la luz del fenómeno), pues en él no hay distancia, pero tampoco proximidad. No hay conocimiento. Con Ossip, para ser precisos, no pasa nada.

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Supongamos que tras Ossip entrase el Sr. Jovellanos en la habitación. Mira la lámpara, las hojas secas, y voilà... ¿Una obra de arte? ¿Un poema? Nada de eso; un puñado de hojas secas –tantas-, probablemente de tal árbol, en tal estado de putrefacción, sobre las cuales la luz de la lámpara produce un curioso efecto, dejando ver un rastro como de polvo viejo detrás. Pero de las tierras profundas, nada de nada…

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Digamos que la experiencia del señor Jovellanos es el resultado de la aplicación del sentido común: la comprensión de las hojas secas por medio de la conciencia ordinaria. Se trata, pues, de una apercepción del objeto llevada a cabo por el sujeto, una síntesis en la que dicho objeto parece acomodarse, de acuerdo a sus cantidades y cualidades, a su substancia y a sus accidentes, a nociones de género y especie, entorno a un núcleo inteligible para la conciencia, hasta resultar la proposición: hojas secas de tal árbol en tal cantidad dispuestas sobre tal lámpara.

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Creo que este pensamiento es ya digno de llamarse conocimiento. E incluso, en la medida en que asegura un cierto saber sobre la realidad, en que lo hace posible para una comunidad de hablantes, en que se asienta sobre determinadas reglas de concordancia entre la proposición y el estado de cosas dado, en que puede ser predicado, posee su propia evidencia. Las hojas secas comparecen ahora duplicadas para la conciencia del sujeto, con su conjunto de rasgos propios ordenados por concordancia con el objeto. Ya encontramos aquí una identidad que anula el carácter radicalmente exterior del objeto, y que, sin violentarlo, es decir, sin pedirle que renuncie a su identidad y a su reserva en-sí-mismo, lo vincula, la vez, a un para-sí del sujeto. El Sr. Jovellanos lo ha hecho suyo, se lo ha apropiado. Y sin embargo el objeto sigue ahí, absuelto, listo para la experiencia de algún otro visitante.

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Sin negarle al Sr. Jovellanos el logro de haber alcanzado una cierta unidad de conocimiento, sería de estúpidos pensar que su proposición “hojas secas pegadas a una lámpara” ha agotado la profundidad del objeto. La ambigüedad del fenómeno nos permite, o bien cuestionar la evidencia jovellanista –suponiéndole al objeto algo así como un trasfondo todavía inalcanzado, una interioridad o esencia oculta, que se opondría a su apariencia de meras “hojas secas”-, o bien argumentando que el para-sí del Sr. Jovellanos nada tiene que ver con el nuestro. Sea como fuere, al introducir una nueva posibilidad de conocimiento se intuye la aparición de un nuevo criterio de verdad, y con ello, la proposición jovellanista aparece bajo las sospechas del escepticismo: si no entrega la esencia total de objeto, o bien deja no es cierta –es decir, se convierte en falsa-, o bien, se limita a poseer la verdad tan sólo en un determinado grado.

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La dialéctica optará por esta segunda convicción. Y operará para, sin perder lo ganado por el Sr. Jovellanos, sino al contrario, utilizándolo como palanca de lanzamiento o tesis, ascender hacia grados cada vez más altos de conocimiento.

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Parte II, segmento 4

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Hemos visto al Sr. Jovellanos constituir una unidad sintética a partir de su experiencia fundada en un modo de conocimiento guiado por el sentido común. Hemos llamado al grado de verdad alcanzado por él en este proceso dialéctico evidencia. La evidencia se fundaba en la concordancia entre cierta proposición y la estructura sensible del objeto, y ésta, a su vez, en una operación del entendimiento llamada representación. Así el sujeto pasaría a poseer un doble, una especie de réplica de la realidad de carácter interno, permitiéndole salvar (momentáneamente) la separación originaria, pero respetando la identidad del objeto consigo mismo. La palabra “hojas” y las hojas que vemos en la habitación de Oliveira pegadas a la lámpara mantienen una cierta comunidad formal que hace el vínculo seguro y proporciona un conocimiento fiable.

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Ahora bien, después de un par de días entra en la habitación Etienne, y todavía con la boina en la mano, levanta la lámpara, estudia las hojas y se entusiasma: dónde el Sr. Jovellanos no veía nada más que un puñado de hojas secas, Etienne es capaz de desencadenar una cascada de asociaciones que le permite proveer al objeto de un nuevo sentido imprevisto que guarda relación con Durero, las nervaduras, etcétera…

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Sólo al abrir una nueva distancia entre la mera fisicidad de las hojas y una estructura profunda velada tras las apariencias, pueden las evidencias del Sr. Jovellanos ser contestadas. Para esta nueva forma de conocimiento, la verdad del objeto ya no depende de una correcta descripción de su realidad corpórea, sino de penetrar lo más adentro posible en aquellos rasgos que permiten aprehender la esencia oculta del objeto.

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Llamemos a esta segunda experiencia de las hojas -la de Etienne- conocimiento entusiasta. Inmediatamente vemos cómo este modo de conocimiento se opone a la experiencia cotidiana acerca de la realidad. Podríamos decir incluso que la impugna, o que al menos interpone un límite negativo a su capacidad de emitir predicados sobre ella. Su gran descubrimiento (a saber: que las cosas no poseen únicamente una entidad visible, sino que aún hay algo detrás de la apariencia formal de los objetos, una esencia no perceptible inmediatamente por los sentidos capaz de proporcionar su propio grado de claridad acerca de ellos) sacude la conciencia ordinaria en su tranquila relación de evidencia con las cosas, le muestra un tope infranqueable, o, mejor dicho, una piedra de escándalo para su actividad.

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Asistimos, pues, a partir de un état second de conciencia, a otro modo de conocimiento y a un nuevo desdoblamiento que surge a luz del fenómeno: a la exterioridad del objeto le ha crecido un fondo, por así decirlo, de espíritu… fondo desconocido e inaprensible para el conocimiento ordinario.

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Paralelamente, el propio sujeto queda también desdoblado en un cuerpo con sus facultades sensibles y un espíritu capaz de alcanzar la realidad invisible haciendo valer sus propios recursos. Huelga decir que este nuevo desdoble no facilita la labor del conocimiento. Sin embargo, una vez descubierto, resulta ya imposible hablar de una verdad fundada únicamente en criterios materiales.

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Mediante el surgimiento de esta contradicción progresa la dialéctica hacia unidades sintéticas cada vez más elevadas. Y es que, en principio, el único predicado que puede atribuírsele a la recién descubierta realidad espiritual es la de ser una especie de negativo de la realidad material sobre la que se fundaban todas las tesis de la experiencia ordinaria. Invertir el argumento para convertir esa anti-materia recién descubierta, ese no-ser-sensible, en un ser espiritual con todos los derechos, y en última instancia en el ser por excelencia (a partir del vaciado de la percepción común de toda su pretensión de poseer una verdad absoluta, condenando a la experiencia ordinaria a vagar por un mundo de apariencias) es, así mismo, el resultado de una de las operaciones dialécticas por antonomasia: el trocado del ser en nada y de la nada en ser. Pero sobre éste asunto también tendríamos que volver más adelante…

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En cualquier caso, lo cierto es que la Teoría del Entusiasmo también comparte con la Dialéctica la creencia en una realidad suprasensible oculta bajo la realidad sensible evidente. Así mismo, también toma esta segunda realidad por el fundamento, la tierra profunda de la que surge toda verdad: el primer principio –o proto-arjé- que predica su propio logos, aquel que permite reunir la multiplicidad de la experiencia en un saber unitario. Su modo de conocimiento también jerarquiza en grados: opone, a la percepción, el entendimiento cotidiano sobre las cosas, y a éste la autocerteza, y a éste último la razón, y a éste, el saber absoluto. En consecuencia, pretende penetrar la realidad externa, la apariencia superficial, para alcanzar, en su estructura interna, la más elevada esencia del ser.

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La Dialéctica, tras remontarse gradualmente, tras reconstruir la historia de cada ente a través de una progresión minuciosa por sus negaciones, aspira a alcanzar lo Absoluto. Pero ¿no es acaso hablar de Absoluto, de aquello que permanece incondicionadamente ab-suelto, hablar precisamente de trascendencia? ¿Cuando relees, Jorge, el entusiasmo como en-thous-iasmus (es decir, “el-Dios-dentro-de-nosotros”) no estás hablando de traer -en síntesis- la transcendencia a la inmanencia? Pero entonces estás hablando con Hegel, y por tanto, con la Dialéctica. Lo que en sus primeros escritos teológicos él expresa en términos casi místicos a propósito del amor –un doble proceso en el que el yo se pierde y encuentra a sí mismo, la expresión suprema del desdoblamiento que se afana por recobrar la unidad, el tener la propia conciencia de sí pero en el otro[2]-, ¿no es otra forma, llevada a sus propios conceptos, de expresar el “desatino controlado” del que tú nos hablabas?

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Parte II, segmento 5

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Ya lo he apuntado con anterioridad: para que el Entusiasmo se sustrajese verdaderamente a la Dialéctica tendría que ser capaz de abrir un fondo de transcendencia no-englobable por movimiento dialéctico alguno.

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Entiendo que para alcanzar este propósito hay tres vías; dos de ellas extremadamente arduas, que deben conducir, en último término, a un espacio abierto, lejano a todo reduccionismo, que no pretenda alcanzar puerto seguro en otra unidad sintética, sino dejar la vía abierta. El primer trayecto es fenoménico. El segundo, lógico. El tercero, me lo reservo. Sólo lo apuntaré, quizás, al final de este escrito…

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Sobre la vía fenoménica, que es la que vengo explorando hasta ahora, cabría decir que el entusiasmo ya ha encontrado trascendencia al abrir tras la realidad sensible (como hemos visto al profundizar en el entusiasmo de Etienne a partir de las hojas secas) un reverso espiritual que limita -en el doble sentido: negativo y positivo, frontera y paso…- el conocimiento cotidiano ganado mediante la evidencia.

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No nos hemos prodigado en analizar el modo de conocimiento entusiasta, pero baste mencionar que no sólo posee un carácter negativo o de crítica hacia las evidencias de la conciencia ordinaria… también consigue una proximidad –o unidad sintética- capaz de restañar la herida que separa el pensar del ser: también es apropiación de la realidad. Lo que ocurre es que, en lugar de hacer valer, como sucedía con la conciencia ordinaria, la concordancia entre la proposición y la estructura física de los objetos, emplea la analogía para penetrar tras la mera relación formal (un mecanismo de apropiación mucho más complejo que la representación, pues no sólo tiene en cuenta la relación de concordancia entre la proposición de un sujeto y la substancialidad de su objeto, sino que se ofrece como vehículo mediador entre sus interioridades respectivas, apelando -como muy bien describes tú, Jorge- a la semejanza de las relaciones, más que a la cualidad formal de los términos).

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La dialéctica hegeliana también entiende que esta operación del conocimiento se encuentra en un grado más elevado de saber que el entendimiento cotidiano, pues la conciencia, en su movimiento dialéctico de autocomprensión de las relaciones que articulan el paso de lo visible a lo invisible, supera la fase representadora. O, dicho de otra manera: a pesar de la nueva distancia abierta entre exterioridad e interioridad, entre realidad sensible y realidad suprasensible, el conocimiento entusiasta y su certeza se encuentran, paradójicamente, mucho más cerca de la verdad, y el sujeto mucho más próximo a la profundidad real de su objeto, que la conciencia ordinaria y sus evidencias; esto es así porque el entusiasmo no se conforma ya con poseer una réplica interior más o menos ajustada al carácter material del objeto, sino que aspira a encontrar la razón subyacente a ese conjunto de relaciones abstractas que, a través de las sucesivas negaciones inherentes al propio objeto, lo mantienen reunido y siendo, por así decirlo, lo que es: el logos en su sentido eminente.

Así, la evidencia pasaría ahora a la fase de la certeza, estrechando aún más el cerco que lleva de la separación total hacia la proximidad absoluta. Es decir, que ahora ambos, sujeto y objeto, se encuentran a la luz amplificada y casi vertiginosa de un ser en pleno proceso de constitución, que muestra no sólo la obra acabada, sino el proceso, no sólo la finitud y el perfil del hecho, sino la infinitud de posibilidades que se intuyen en su mutuo encuentro. La mera identidad tautológica ganada por la evidencia –que las hojas secas, hojas secas son- resulta de una pobreza abrumadora a su lado. Las hojas secas son lo que vemos, indudablemente, pero dicha constatación, la ganancia de una concordancia entre los modos de la percepción y las condiciones formales del objeto, que a la conciencia ordinaria le parecía un enorme logro, o mejor dicho, un logro tranquilizador, para el hombre entusiasta sólo expresa una nueva posibilidad más alta: el hecho de que las hojas desplieguen todo lo que potencialmente son.

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Lo que descubrimos así, en la experiencia entusiasta de un Etienne, es en el fondo una excedencia: que las cosas son más de lo que parecen, que de hecho son más de lo que son. Pero esta nueva proximidad no nos permite saber si el entusiasmo es algo así como una especie de elevación interior mediante la cual el sujeto alcanza el objeto en su ser, o es el objeto el que produce un arrebato en el sujeto al revelar su fondo oculto, y en consecuencia, la posibilidad de una relación más íntima: una relación de ser a ser. Y no lo podemos saber porque ambos se encuentran ahora reunidos en la certeza de una cierta complicidad de profundidades, y en este sentido el entusiasmo se basta a sí mismo, como sucede en ciertas etapas del amor, en que es Él mismo el que ama (Horacio dixit), y la dualidad entre los amantes casi desaparece.

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Efectivamente, ahí, en el capítulo 84, está todo ya dicho: Ossip, la in-Diferencia; Etienne, y el Entusiasmo. Toda una metafísica, amen del anhelo de una búsqueda antropofánica. Oliveira abre el espíritu, Ossip lo desdeña, pero Etienne recoge el guante y repara, en su exaltación, en la apertura de la excedencia, comulgando con la certeza de una comunidad fundada en ese algo más que Ossip no ve y que el Sr. Jovellanos desdeña: Durero, las nervaduras, etcétera…

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Entonces las hojas secas ya no son sólo lo que parecen, sino otra cosa: un poema, un puente vivo de hombre a hombre. Y esto revela, en un especie de enajenación, que la realidad tiene otro lado, su negación implícita, y un más allá de sutileza al margen del rigor de lo cotidiano, de su aridez cósica de naturaleza muerta, y que hay hombres que sufren y gozan por alcanzar a ver esa no-substancia, aún líquida y brillante -como de oro- bajo las huellas nobles de tierras profundas, en el trasfondo de unas simples hojas viejas pegadas sobre una lámpara.

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Y aún con todo ¿ha de ser necesariamente esta nueva unidad sintética, la comunidad de profundidades entre sujeto y objeto alcanzada a la luz de la certeza, en plena constitución –y superior, por ello, a la evidencia en grado- la última fase del conocimiento? ¿Qué nos indica que no pueda surgir de esta reconciliación un nuevo antagonismo que separe abruptamente a los dos amantes? ¿Qué inmuniza al entusiasmo contra el error o una nueva retracción de la esencia? ¿Qué nos asegura que no está ya germinando en su seno su propia crítica y su negación?

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Parte II, segmento 6

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El capítulo 83 de Rayuela es relevante por lo que respecta a la ambigua relación que se da entre materia y espíritu. En él vemos hasta qué punto la exaltación del descubrimiento de un reverso espiritual, y la posibilidad de obrar en él un vínculo entre profundidades, también puede localizarse en un momento autocrítico:

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La invención del alma por el hombre se insinúa cada vez que surge el sentimiento del cuerpo como parásito, como gusano adherido al yo…

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Pensamiento existencialista -es decir, fenomenológico- que remite a Camus, a Merlau-Ponty, a Levinas, pero que, aquejado de un fuerte escepticismo, sobre todo remite a la nausea de Sartre.

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Trago la sopa. (…) Palpo con los dedos y siento el bulto, el removerse de la comida ahí dentro…

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Identidad total entre el yo y el cuerpo. Pero identidad que es cualquier cosa menos gozosa y que, por eso mismo, produce una especie de asombro asqueado:

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Y yo soy eso, un saco con comida dentro…

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Frase que suena más clara puesta entre signos, los que sea -de exclamación primero, y luego de interrogación: “¡Y yo soy eso!” “¿Lo soy?”. De ahí la protesta que le sigue:

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No, yo no soy eso

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Entonces nace el alma, también entre signos –primero de interrogación, y luego de exclamación, por el camino inverso de una enojé fenomenológica…

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Lo espiritual vuelve a emerger como antitesis, bajo su aspecto de negación: “¡No, yo no soy eso!”. Existencialmente hablando, yo soy la necesidad de desembarazarme precisamente de eso (¡Vomita! ¡Defeca!). Pensamiento dramático. Pensamiento dialéctico. El alma es porque rechaza el dolor del cuerpo, el anhelo puro de poner distancia:

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Si supiera dibujar mostraría alegóricamente el dolor ahuyentando al alma del cuerpo…

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Pero esa distancia no está hecha, en su dramatismo, para durar. Los opuestos han de luchar, deben ser acallados por el hierro, o sobrepasados, o reconciliados, lo que sea:

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Ahora que (seamos honestos por una vez)

sí, yo soy eso…

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En la identidad entre el yo y el cuerpo surge una contradicción –la negativa del alma-, y, en consecuencia, una diferencia. Pero en esa distancia también hay contradicción, puesto que el dolor ataca con un arma doble:

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Hace sentir como nunca el divorcio entre mi yo y mi cuerpo (…) y a la vez me acerca mi cuerpo, me lo pone como dolor.

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Todo este viaje de la conciencia a partir de la experiencia del dolor, de la identidad a la diferencia, para retornar de esta última a la identidad y probablemente de esta a la diferencia, es toda una aventura dialéctica. Incluso se nos muestran las mediaciones:

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“Yo soy también eso”. O un escaloncito más: Yo soy en eso”.

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Que Horacio termine aceptando el carácter de entelequia del alma –“su falsedad, su invención consoladora”- no prueba nada más que la desgracia de un desenlace, el sentido inexorable que indican las mediaciones…

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Bien podría haber seguido otro sendero –yo no soy sólo eso… yo no soy sólo en eso…- con otro puerto de llegada, a través, en vez del dolor, del éxtasis. Entonces, quizás podría haber alcanzado a trocar en positivo toda la negatividad del alma, como Rimbaud, que no sólo no era eso, sino que era incluso un otro.

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La sentencia con la que termina el capítulo 83 –todo es falso: meros modos de un complejo cuya unidad está en no tenerla- es frase ejemplar de un escéptico, frase que no dice nada precisamente porque querer abarcarlo todo: si la unidad del cuerpo y el alma está precisamente en no tenerla, o bien, no hay unidad porque alma y cuerpo son lo mismo (una voluntad, que diría Nietzsche), o bien, porque es imposible reconciliarlos (o lo uno o lo otro, que diría Kierkegaard). Siendo el cuerpo tan pesado, tan innegable, tan substancial, al final nos quedamos supongo que a regañadientes con el cuerpo. Heráclito y/o Parménides…

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Una pequeña travesura sin valor hermenéutico alguno: ¿y si sustituyéramos en este capítulo el dolor por el entusiasmo y la dicotomía cuerpo/alma por la de novela/libro insólito?

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[1] Cf. Ibid, p. 76.

[2] Cf. Cassirer, op. cit, p. 352.

"Dialéctica y entusiasmo", por Omar (3ª)

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DIALÉCTICA Y ENTUSIASMO

Por “Omar”. Parte III, segmento 1

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Hegel pretende haber encontrado la llave maestra -el MÉTODO con mayúsculas- para progresar a niveles cada vez más altos de conocimiento. Su obra aspira a

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conducir el entendimiento humano del dominio de la experiencia diaria al del verdadero conocimiento filosófico, a la verdad absoluta (…) no es la experiencia del sentido común, sino una experiencia que ha sido sacudida en su seguridad, abrumada por el sentimiento de no poseer toda la verdad…[1]

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la distinción entre entendimiento y razón es la misma que entre sentido común y pensamiento especulativo (…) las operaciones del entendimiento dividen así el mundo en innumerables polaridades y Hegel utiliza la expresión reflexión aislada para caracterizar la manera como el entendimiento forma y conecta sus conceptos polares (…) pero el aislamiento y la oposición no son, sin embargo, un estado último. El mundo no puede permanecer como un complejo de cosas fijas y dispares. Es necesario captar y realizar en la razón la unidad que subyace tras los antagonismos, sublimarlos en una verdadera unidad (…) el sentido común confunde la apariencia accidental de las cosas con su esencia, y persiste en creer que hay una identidad inmediata de esencia y existencia (…) sólo el pensamiento especulativo es capaz de trascender los mecanismos distorsionantes del estado dado del ser…[2]

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La dialéctica comienza cuando el entendimiento humano se da cuenta de su incapacidad para captar adecuadamente algo a partir de sus formas dadas cualitativas y cuantitativas (…) comienza con el mundo tal y como lo ve el sentido común…[3]

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Al igual que sucede con la dialéctica hegeliana, la Teoría del Entusiasmo también se apoya en la convicción de que la forma de la realidad inmediata no es la realidad última[4]. Comparten, pues, Razón y Entusiasmo, al menos un primer criterio: la desconfianza fundamental respecto a la autoridad del hecho, lo que Hegel llama “la porción libre” de todo saber filosófico.

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¿No debería presentar la Teoría del Entusiasmo un argumento absoluto, más que una prueba convincente, para, habiendo superado un primer escollo de pensamiento ordinario sobre Rayuela, postularse ahora como la única vía para sustraerla a su realidad inmediata, la única vía que permitiría el acceso al segundo libro en su verdad?

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¿No cabría la posibilidad de que el entusiasmo admitiese nuevas formas de escepticismo en su seno, que, sin reducir a la nada sus logros, permitiesen seguir profundizando en el sentido oculto de Rayuela por otros medios? De ser así, y para no resultar al final más hegelianos que Hegel, tal vez el entusiasmo debería dejarse mediar un poco…

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Pero esto significaría asumir una posición en un desarrollo dialéctico más largo, que nos antecede y que por lo demás nos supera. ¿Estamos dispuestos a admitir que esa certeza, más cierta que cualquier evidencia, sobre la que precisamente descansaba la ley de nuestro corazón (la que aspira a imponer progresivamente el cuño de sus reglas a la marcha del universo, pues no implica la ligereza del propio placer, sino la seriedad de un alto fin[5]) pudiese verse sobresaltada por nuevas contradicciones? ¿Somos capaces de inclinar la cabeza con humildad para volver a aceptar la separación entre el pensamiento y el ser que ya creíamos superada por nuestro conocimiento?

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Parte III, segmento 2

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Si Oliveira, tal y como yo sospecho, pretende encarnar de algún modo una antropofanía del hombre, y no sólo una rama torcida del pensamiento dialéctico, del devenir fatídico de la cultura occidental y su empobrecimiento paulatino, un tipo de la antropología a superar, entonces no hay que tomar la medida de su humanidad sólo por el alcance de sus éxitos o de sus fracasos, sino en la pintura al completo.

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Horacio no es sólo hombre cuando mediante el entusiasmo arranca una figura a la realidad, o cuando llevado por la exaltación se postula a sí mismo como poeta o chamán. Horacio es el hombre que abarca una humanidad de amplio espectro: incluso en la figura de Ossip, en su alergia para con el fenómeno central de las hojas secas, es capaz de admitir algo así como un reverso, una especie de absolución…

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Ossip no vio las hojas secas en la lámpara simplemente porque su límite está más acá de lo que significaba esa lámpara. Etienne las vio perfectamente, pero en cambio su límite no le dejó ver que yo estaba amargo y sin saber qué hacer por lo de la Pola. Ossip se dio inmediatamente cuenta, y me lo hizo notar. Así vamos todos.

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Hablando de descentramiento: ¿y si el centro de este capítulo, en lugar de las hojas secas, fuese la amargura de Oliveira por lo de la Maga? Entonces Ossip pasaría a ser el qué ve, y Etienne el ciego…

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Lo planteaste tú, Jorge, siguiendo a Morelli: ¿quién está dispuesto a desplazarse, a descentrarse, a descubrirse? Pero si dicho movimiento nos saca del lado de acá sólo para proporcionarnos otro centro, quizás en un hipotético lado de allá, un poco más lejos cada vez, pero que nos impide también al final movernos alrededor de la infinita ambigüedad del fenómeno, ¿qué hemos ganado al desaforarnos? ¡Que el miedo al relativismo no nos paralice precisamente a nosotros, los inquietos, como el miedo al fundamentalismo paraliza a los hombres sin fe!

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Que esta inquietud, la ambición de exceder el pensamiento jovellanista -la misma que te sacó a ti Jorge del centro, de la representación ordinaria y su capacidad para predicar evidencias, del pensamiento común y la conciencia habitual sobre la realidad, para alcanzar, por la vía del entusiasmo, una nueva proximidad y una certeza aún más resplandeciente bajo la forma de la otra Rayuela- no cese. Que estos logros no cieguen, digo, por un exceso de luminosidad, la presencia de un fundamento en constante retracción. La humanidad del hombre es también defectiva…

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Quizás aquí, Horacio el Oscuro, chamán del entusiasmo, también tenga algo que decir, como Heráclito, como le parafraseó Heidegger: que a la naturaleza –es decir, al ser- también le gusta ocultarse

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Y por eso Oliveira está amargo. Por lo de la Maga. Por la indiferencia de Ossip. Pero también por el entusiasmo de Etienne… Porque nada restaña de una vez para siempre la herida. Y eso también es ser humano: no ver, no entender, no comprender, no participar, fracasar y recalar en el escepticismo de tanto en tanto, pero con la misma intensidad con la que uno se deja arrastrar por el entusiasmo.

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Oliveira posee su dignidad aún cuando a menudo se ponga en la piel del hombre desgraciado, aquel que supo entender demasiado bien Hegel, para quien la conciencia de la separación es más grande que para ningún otro, pues también él intuye que

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existe un algo verdadero e inmutable; lo que ocurre es que este algo verdadero representa siempre, para él, un más allá. El anhelo religioso se proyecta sobre este más allá; pero, aunque lo ve ante sí, se abre entre él y la conciencia, con mucha mayor fuerza, un abismo insondable y permanente. La conciencia de la vida, de su existencia y de los actos es solamente el dolor acerca de esta existencia y de estos actos[6]

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Llámalo escepticismo, o, si lo prefieres, ex-theo-siasmus: “el Dios fuera de nosotros”. Pero no lo desprecies como si fuese una forma más baja de humanidad, ni le reproches que pueda devenir en inmanentismo, en materialismo, o en la simple y llana aquiescencia de un así vamos todos, pues también forma parte de la aventura, una aventura que –Horacio dixit- resulta tanto más dialéctica cuando se formula desde la conciencia de saber lo que soy porque estoy exactamente sabiendo lo que no soy (“eso que ignoraré luego astutamente”), y que implica reapropiarse desde lo que nos es absolutamente ajeno, observándonos a partir de la exterioridad radical, o andar con “el límite por fuera”…

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Parte III, segmento 3

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Si aceptamos que el entusiasmo consigue identificar al lector activo con una cierta profundidad oculta de Rayuela, podemos pensar que, 1) o bien hay infinidad de caras ocultas de Rayuela que se podrían llegar a alcanzar por infinidad de medios activos, o 2) que sólo el entusiasmo nos lleva a ascender a ese otro nivel más alto de comprensión a través de una suerte de ruptura.

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Para sostener esta segunda opinión sin caer en manos de la dialéctica habría que asegurar muy mucho el terreno desde el que se pretende dar el salto. Y es que, a menos que se consiga probar la absoluta heterogeneidad del libro insólito respecto a la novela, llegando a desgarrar incluso el recurso a la analogía, que en cierta medida aún es producto de la dialéctica (exactamente en la medida en que la analogía -que sigue siendo una logía, no lo olvidemos- no se produce sobre el vacío, sino negando una tesis representativa previa surgida del entendimiento común), el libro insólito permanecerá debiendo su nacimiento a un acto de negación aplicado sobre la novela: en otras palabras, que seguirá siendo, antes de poder alcanzar cualquier esencia propia, un reverso, una antitesis, una no-novela.

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Pero quizás esa sea posibilidad no le fuese tan ajena a Cortázar, que consintió en imaginar a través de Morelli una repulsa parcial -puesto que se apoya en la palabra- contra la literatura: esto es, la anti-novela. Y pensó en usarla como se usa un revolver para defender la paz, cambiándola de signo (convirtiendo lo negativo en positivo, tal como hace la dialéctica). Por eso, quizás, jugando a imaginar también una antítesis para la proximidad entusiasta de Etienne, nada nos impide suponer a un escéptico radical (¿por qué no Horacio?), que a modo de contrapunto se opusiera –superando a su modo la forma inmediata de la realidad, sólo que por el antemargen- a la certeza que pretende haber traspasado definitivamente las apariencias para abrazar la verdad absoluta.

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Este escéptico encarnaría, a modo de contra-posición, el punto de mayor elasticidad del sistema, la máxima conciencia de la separación: el principio de diferencia. Y así, abriendo y cerrando la horquilla, entre la proximidad y la distancia, entre la participación y la autocrítica, como se suele decir, se escribe la historia. Y todos los centros que se van ganando entremedias sólo son tierras de paso en este baile interminable de los principios opuestos, siendo lo bueno, y simultáneamente lo malo, que ninguno de los dos principios podrá descansar del todo mientras sienta la irreductibilidad del otro acechándole, limitándolo con su razón de ser. Y así, en resumidas cuentas, es como la Dialéctica se mantiene en su esencia dinámica: un combate a muerte librado en el interior de una historia de amor eterna. Por eso cuando Oliveira piensa en estados excepcionales, aquellos que se distancian del centro, de la manera habitual de ver las cosas, sigue pensando en pares opuestos, y dice:

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Es muy simple, toda exaltación o depresión me empuja a un estado propició a

lo llamaré paravisiones

es decir (lo malo es eso, decirlo)

una aptitud instantánea para salirme, para de pronto desde fuera aprehenderme, o de dentro pero en otro plano,

como si yo fuera alguien que me está mirando

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Y lo dice así, a su pesar: toda exaltación, pero igualmente toda depresión. Como si el entusiasmo tuviera su reino y su paravisión, y del otro lado, con sus mismos derechos, la tristeza del hombre desgraciado, que también posee su propio reino y su modo específico de paravisión…

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Parte III, segmento 4

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Hasta aquí he venido moviéndome alrededor de la ambigüedad del fenómeno de las “hojas secas” para conducir el capítulo 84 a un diálogo con la Fenomenología de Hegel. He tratado, así mismo, de imaginar la posibilidad de que Rayuela fuese efectivamente dos libros: una novela de un lado, y un libro insólito del otro, cuyo valor extraordinario vendría precedido del hecho de ganar su ser por negación; es decir: a partir de su carácter de no-novela… Pero esto significaría que tu Teoría del Entusiasmo progresa también, quizás a su pesar, dialécticamente, pues, en cuanto medio de paso de la Rayuela-novela a la Rayuela-insólita, alcanzar una unidad sintética sólo sería posible coordinando motivos a uno y otro lado del margen.

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Por ejemplo, ¿deberíamos suponer que entre la realidad más o menos lineal de la novela y el carácter de repetición de un mismo episodio del libro insólito se produce una mediación por parte del entusiasmo, que, sin perder la narratividad de la novela, se afana primero en negarla para a continuación englobarla en un movimiento más alto (la repetición)? De ser así, nada nos impide suponer que detrás del entusiasmo pueda surgir un nuevo estadio de conciencia aún más elevado, y ¿por qué no iba a ser la razón, o el saber absoluto que se sabe a sí mismo? ¿Es la pretensión de tu hermenéutica seguir ascendiendo o ya ha tocado techo? ¿No es dialéctico el contraponer una vía negativa a una positiva para llegar a una vía de participación sintética? ¿Se trata, metodológicamente hablando, de una triada dialéctica? ¿Será la analogía el medio a través del cual tu entusiasmo garantiza el paso de un libro al otro? ¿Por qué no habría entonces de admitir ella misma otros medios?

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En este punto eres tremendamente ambiguo, Jorge: a veces pareces tratar de articular dialécticamente dos niveles cuya diferencia es meramente cualitativa, y a veces pareces afirmar que el libro insólito es de una naturaleza tan heterogénea que alcanzarlo requiere de un salto mortal. En dicho salto, la novela poseería sentido sólo en la medida en que sirve esotéricamente para un juego de ocultación del libro insólito; es decir, en calidad de mera apariencia, reservándole así al segundo libro el monopolio de todo sentido, que por cierto sería ganado de golpe y como por revelación…

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Pero hasta este esoterismo tiene algo de dialéctico. Se torna gnóstico de tanto en tanto, oscila entre la revelación y su desmentido: la necesidad de un paulatino, por así decirlo, develamiento. Parece querer progresar capa a capa. Y esa es la trampa de la dialéctica (o su gloria): que nunca rechaza de antemano una vía hacia la experiencia, que siempre le encuentra un lugar de acomodo en el seno de su sistema, pero lo hace con argumentos, buscándole antecedentes y consecuencia a cada paso, sacándole a cualquier verdad revelada sus propias contradicciones internas para obligarla a retornar sobre sus huellas, al mundo fantasmagórico de las apariencias que ya creía superado, y así exigirle un nuevo esfuerzo andando la vía negativa. También hay una dialéctica mística que busca en la paradoja la revocación del sistema porque se encuentra atrapado en sus causas, viviendo sin vivir en sí…

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Finalmente, en el transcurso de este pequeño paseo alrededor del fenómeno, he cobrado consciencia de la grandeza del adversario: de los antiguos griegos a Hegel nos encontramos en presencia de uno de lo más imponente árboles que hayan surgido en suelos de la cultura occidental, sino el más grande. Puede que sus frutos estén un poco resecos, pero su robustez, la nobleza de sus materiales, aún merecen un respeto. Y eso he pretendido: honrarlo. Oriente tiene sus propias reliquias, su sabiduría, y su grandeza, indudablemente. Pero no hay abanicazo en el hocico de ningún venerable maestro zen que consiga hacerme olvidar que bajo ese árbol se han cobijado -en sus penurias, pero también en sus gozos- los huesos de mis antepasados.

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Ahora bien, honrarlo quiere decir también presentar resistencia. Jamás he tratado de negar que Rayuela buscase la luz más allá de las sombras de la dialéctica: tirarlo por la ventana todo, y la ventana también. Correlativamente, la Teoría del Entusiasmo se hace eco de esta necesidad (a menudo desesperada) por encontrar una vía abierta, una salida franca del laberinto, una ruptura con las inercias acostumbradas por el pensamiento dual. En este sentido, y sólo en este sentido, por el momento, creo que es muy justo hablar de una Rayuela en lucha con la dialéctica. Lo que ocurre es que no estoy tan convencido de poder encontrar un solo argumento en favor de que su éxodo le lleve a la libertad en vez de a una nueva trampa. Más bien, de feuille en aiguille, la veo luchar con algunos de sus espectros. Y a veces pega, y a veces encaja. Y así vamos todos…

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Claro que si se le niega una esencia propia a la novela, si se la convierte en mera carcasa para dejar toda pulpa jugosa, toda verdad, del lado del libro insólito, y se rechaza que a cada entusiasmo le sigue una desesperación y a la inversa, entonces Morelli, agente de fuerzas heteróclitas, no escucha la voz de Ronald que lo considera de una presunción desagradable[7]… Esto podría parecer una crítica frontal contra la Teoría del Entusiasmo, pero no lo es. Y no lo es porque entiendo que tú, Jorge, no soslayas la ambigüedad sobre la que da vueltas el swing de Cortázar, ni trampeas la realidad múltiple de la obra para ajustarla a tu teoría.

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Si la tesis que resume todo el bregar de Horacio-Cortázar con la Dialéctica pudiese ser condensada en una sola proposición, sospecho que describiría una contradicción elemental: el éxtasis -¡pero también la depresión!- que le produce tratar de salir pensando del pensamiento. Se trata de un conflicto con el lenguaje librado con sus propias armas (eso es lo malo, decirlo), y que no es a causa de la dialéctica, sino más bien la dialéctica una de sus consecuencias más inmediatas: el hecho de ser hablado por él cuando uno lo que quisiera es hablarlo, y a veces hablarlo cuando uno lo que quisiera es ser hablado por él…

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Ese no encontrar el punto justo, o encontrarlo para perderlo, o perderlo habiéndolo ya encontrado, es el drama de Horacio y, así mismo, el drama de la Dialéctica: su infinita capacidad para descentrarse y reapropiarse casi en el mismo gesto. Por eso la Dialéctica es un árbol con una raíz bicéfala: eleata pero también jónica. Tan dialéctico es el viejo Parménides como el oscuro Heráclito. Y Hegel su corolario: a partir de su lógica, en la que la tesis permenidiana (la absoluta diferencia que indica que el ser es y el no-ser no es) se encuentra con el aforismo heraclitiano (la absoluta identidad de saber que el ser y el no-ser son lo mismo), en el seno un Espíritu Absoluto que se Sabe Incondicionalmente, la Dialéctica ya no puede ser superada fácilmente ni por la vía de una trascendentalismo agónico (como parecen indicar las penurias de Kierkegaard), ni por la de un inmanentismo radical (como hubiese deseado Nietzsche).

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¿Queda, pues, alguna vía más allá de la Dialéctica? ¡Pero tiene que haberla! El hombre no deja de pensar, de hablar, de buscar la salida, no se aquieta, ni se resigna. Y eso lo demuestra, entre otras cosas, tu Teoría del Entusiasmo…

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Su honestidad (y así, con este reconocimiento, Jorge, espero enmendar toda posible sospecha de pretender asestar una puñalada trapera a tu trabajo) radica en el hecho de haberse esforzado también por preservar el misterio, salvaguardar en la sombra lo que aún no puede, o no quiere, o no sabe ser dicho. Mejor callarse, como dicen Roland y Etienne en el capítulo 142, mientras tratan de comprender a la Maga (muy jugoso, por cierto), y conceder un margen de reserva en el que lo santo aún sea posible. Cualquiera que no se de cuenta de que tu Teoría del Entusiasmo ha callado tanto o más de lo que ha dicho es que, a mi modo de ver, no ha entendido nada…

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Parte III, segmento 5

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Apéndice

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¡Una palabra! ¡Una sola palabra, loco! ¡Dialéctica! Esto es un poco como lo de “Quiromántico”: se le puede sacar petróleo…

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Para mí el hecho de mencionar la palabra en el momento adecuado es el don de dones. Nunca dejara de emocionarme, de sorprenderme, de parecerme algo mágico el encontrarla… la haya pronunciado yo o un otro. En ese sentido no hay efectivamente modo de humanidad más digna, para mí, que la del poeta.

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Ahora bien, precisamente con tu hermenéutica de Rayuela nos has mostrado que la palabra adecuada, amén de requerir entusiasmo y de caer como si viniera de fuera –casi del cielo- sobre nosotros, también precisa de un largo proceso de profundización, de sacrificio y escucha abnegada, de paciente trabajo de picapedrero en las simas del autocuestionamiento más radical. En ese sentido la palabra nos pertenece, nos habla desde muy adentro y con voz propia, y no hay modo de humanidad más digna que la del filósofo, que lejos del arrebato y la inspiración, a fin de cuentas, a cada paso comprende que no sabe prácticamente la misa de la media, y aún así sigue intentando expresarse…

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Probablemente cualquier prólogo, cualquier trabajo académico sobre Rayuela, mencione entre sus catálogos y glosas que Cortázar pretendió asestarle un puñetazo cósmico al pensamiento dialéctico, pero sólo cuando la palabra viene simultáneamente desde dentro y desde fuera, cuando se ha alcanzado con entusiasmo e intuición, pero también a través de una constancia del pensamiento, como una especie de testimonio o de confesión de sus penurias y tribulaciones, consigue sonar de viva voz; es decir, no parecer una piedra arrojada ahí sin más razón que la de yacer, sino una auténtica llamada…

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A mí, cuando creo escuchar la palabra, me entran ganas de dar respuesta. Eso es lo que pretendido hacer: dar la talla. Puedo estar de acuerdo o no (aunque casi nunca lo estoy, para ser sinceros, o no completamente, o no hasta la participación), pero lo más importante es que en este proceso, en esta inquietud fundamental y en este agradecimiento, siento que tengo una posibilidad de elegirme, de ser lo que verdaderamente soy, o, si lo deseo, de ser incluso un otro. Esta amplitud que me da la palabra, y que no podría ser viniendo únicamente de fuera, en un discurso que yo me limito a parlar, pero tampoco limitándose a ser una especie de monólogo interior, una cavilación en circuito cerrado, esta versatilidad, digo, que esta hecha de libertad, pero de una libertad distinta a la de los dioses, una libertad difícil, expresa para mí mejor que ningún a otra cosa la humanidad del hombre.

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Y ahora, pasado este instante de fermentación que sirvo gratuitamente a la Causa o al Ministerio de Cultura, en su defecto, para intentar colársela por la escuadra a la generación ni-ni, a ver si lee más libros en vez de ver tanto la tele, para terminar (o para continuar, o para empezar pero por otro camino, según se mire…) me gustaría detallarte someramente, Jorge, los caminos por los que me hubiese gustado avanzar en esta no tan pequeña reflexión sobre la posible salida más allá de los límites de la dialéctica:

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1) Habría, creo yo, que recorrer el árbol de la Dialéctica de arriba abajo. Podría, para esta empresa, tomarse como punto de partida la lógica de Hegel. Con un poco de suerte igual llegamos a hacernos una idea más o menos aproximada de lo que pretendía decir con su última gran síntesis: la Trascendencia en la Inmanencia reunida entorno al Saber de un Espíritu Absoluto que se Sabe a Sí Mismo… Bertrand Rusell solía decir que fue hegeliano hasta que empezó a leer a Hegel y se dio cuenta de los disparates lógicos que sostenía… pero quizás por eso resulte aún más interesante explorar esta vía lógica desde una perspectiva entusiasta, tomándola algo así como ese límite que hay que franquear, y que se basa en la identificación de la diferencia que separa a Parménides de Heráclito. Tela. Me parece a mi que la dialéctica de Hegel se vuelve al final más ló(gi)ca de lo que suponía Cortázar. No sé si llegó a ahorcarse con los cordones de los zapatos pero poco le debió faltar. Me refiero a la lógica, no a Hegel…

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2) Una vez recorrido de arriba abajo el árbol, habría que desandar el camino en sentido inverso: recorrerlo de abajo a arriba. Tendríamos que tomar este trayecto como una suerte de “destrucción” a la manera en que Heidegger entiende este término: una especie de diálogo con la tradición tratando de reconducir sus términos a los nuestros, es decir, a los de la Teoría del Entusiasmo. ¿Que así lo que verdaderamente hacemos es traicionarlos? ¡De ninguna manera! Lo que hacemos es poner de manifiesto su esencia, lo que sucede es que la tradición había olvidado el ser y se había quedado con la carcasa, los entes, incluyendo, claro está, a sus propios autores. Heidegger siempre tiene la razón, y si no, se inventa una etimología. Aquí hay un árbol, aquí hay un río… y el único que es-ahí, en el claro, soy yo. La idea, en esta fase, sería pasar de la identidad ganada en la fase 1) a la diferencia, que de eso va todo este asunto del olvido. La destrucción tendría, a mi humilde entender, dos hitos a superar: Kierkegaard y Nietzsche. Sí, también hay una lectura posible de Rayuela en clave kierkegaardiana y nietzscheana, respectivamente. Y va muy en serio. Sería largo y farragoso explicar los motivos que me han llevado a esta conclusión, pero baste decir, por el momento, que ambos se postularon como los dos más enconados críticos del hegelianismo. Kierkegaard decía que Hegel había construido con su sistema una fastuosa mansión para terminar viviendo en la caseta del perro, y Nietzsche… bueno, Nietzsche le acusó de ser un marica feo y quejumbroso que había hecho un tinglado metafísico para ocultar el miedo que tenía a que la gente supiera que se había hecho un bisoñé usando la cola de una zarigüeya. El centro de las iras de ambos contra el sistema de Hegel reposa en la noción de “devenir”, que era el señuelo conceptual que utilizaba habitualmente Hegel para despistar mientras convertía como un trilero lo negativo en positivo y a la inversa. Nietzsche le replica con su inmanentismo radical tomando el devenir por un “juego” en el que toda multiplicidad es admitida en su diferencia como una posición de fuerza, una voluntad de poder. Así, vagamente aplicado este nuevo sentido de juego, podríamos decir que nietzscheanamente Rayuela es en efecto muchos libros, y que –cómo por otro lado parece indicar Morelli cuando afirma que le da igual que se desordene su novela- no importa cómo lo leamos siempre que encontremos a través de su lectura el gozo de la afirmación, el placer de la danza dionisiaca, incluso en el dolor de la tragedia. Es más complicado, pero bueno, por ahora lo dejo ahí. En cuanto a Kierkegaard, su crítica a la dialéctica tiende a rasgar la identidad contraponiéndole la paradoja de la existencia, es decir, la decisión y el instante del “salto”. Si Nietzsche nos planteaba una multiplicidad de novelas y un juego de azar en su lectura, siempre horizontal, Kierkegaard plantearía dos novelas, o una novela y un libro religioso, separados por un abismo de alteridad, al que se accede saliendo de la esfera estética y yendo a una esfera religiosa. Lo mejor de este planteamiento podría venir del hecho de buscar paralelismos psíquicos entre el Entusiasmo y su Anfaegtelse –palabra danesa que expresa el instante en el que el hombre se encuentra en el umbral de lo divino, y que se traduce alternativamente por inquietud, ataque, tentación, nervaduras, etcétera…-. Lo peor es que le cuesta mucho, al bueno de Sören, dejar de ser dialéctico. Con uno y con otro habría que ser muy cuidadoso, pues, por más admiración que les tenga a ambos, en términos de antropofanía, no podemos olvidar que encumbraron respectivamente a Zarathustra y Abraham; el uno subvirtió la pregunta ¿qué es el hombre? por la de ¿quién es el hombre? (no hace falta advertir de los peligros que entraña señalar a un hombre y convertir a los restantes, con ese mismo gesto, en no-hombres o en sub-hombres), y el otro estuvo a punto de clavarle un cuchillo a su hijo en el gaznate…

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3) Una vez “destruidos” Nietzsche y Kierkegaard, una vez recorrida toda la tradición dialéctica, podríamos, aterrizar, ahora sí, ya directamente en Heidegger (y con esto termina mi aportación): la noción que nos interesa es la de “paso atrás”. La vuelta al lenguaje de los poetas, o dicho de otra manera: el momento en el que el pensamiento y el ser se vuelven a encontrar en la vecindad del claro. Abrir el claro requiere todo el proceso de destrucción, no hay salto que valga. Quiero decir, que no basta con invocar a la Maga, el pensamiento inmediato, el ejemplo de fluidez y espontaneidad de los pájaros o de las truchas, pues el hombre occidental y en particular el lector avisado de Rayuela, al final, y mal que le pese, quizás para su desgracia o su gloria, no sólo entiende, sino que también sabe. En este sentido nuestra referencia seguirá siendo Oliveira. Pero un Horacio que se reencontrará con la Maga, no desde la arrogancia, no desde la condescendencia, no desde la melancólica admiración, sino en la sinceridad de un diálogo que no excluye a nadie, pues es emitido sin contexto, sin medio, hablado quizás al margen del ser. ¿Supone el pensamiento heideggeriano el definitivo abandono de la dialéctica, o en su condición de “paso atrás” tan solo nos retrae hasta el fundamento, la tierra sobre la que creció y la que alimento al árbol, y en esa medida, el paso que lleva más allá de la dialéctica aún sigue estando por dar? Supongo que es tarea para los entusiastas decir una palabra de más al respecto…

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[1] Cf. Marcuse, Herbert. Op. Cit, pp. 96 y 97.

[2] Cf. Ibid, pp. 49, 50 y 51.

[3] Cf. Marcuse, Herbet, op. cit, pp. 70 y 71.

[4] Cf. Ibid, p. 52.

[5] Cf. Cassirer, Enst, op. cit, p. 391.

[6] Cf. Ibid, p. 389.

[7] Otro tanto sucede con Etienne, que ve en Morelli al perfecto occidental (cap. 95): “Cumplida su modesta cosecha de amapolas búdicas, se volvía con las semillas al Quartier Latin. Si la revelación última era lo que quizás lo esperanzaba más, había que reconocer que su libro constituía ante todo una empresa literaria, precisamente porque se proponía como una destrucción de formas (de fórmulas) literarias”.

31 de julio de 2011

entusiasmosofía

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-I-

Teorema del entusiasmo

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Toda persona cuyas potencias se hallen dispuestas mirando hacia arriba tiene más probabilidades de experimentar el entusiasmo –y muchas más de repetirlo- que cualquier otra persona cuyas potencias se hallen dispuestas mirando hacia los lados o no se hallen dispuestas en absoluto.

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21 de julio de 2011

Nueva versión -homeopática- de Rayuela

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Rayuelita

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Tablero de Dirección

Hágaselo usted mismo (o no)

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De todos lados

(Capítulo imprescindible)

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It don’t mean a thing

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