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DIALÉCTICA Y ENTUSIASMO
Por “Omar”. Parte II, segmento 1
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Con la lectura del capítulo 84 de Rayuela nos presentas, Jorge, un magnifico ejemplo del carácter fenoménico de la experiencia. Cuando digo carácter fenoménico estoy tratando de reunir, en torno a una sola noción -la de fenómeno- los dos aspectos antes señalados en tu Teoría del Entusiasmo (que, insisto, comparte con la Dialéctica): la conciencia de la separación y la posibilidad de salvar el abismo entre el sujeto y el objeto a través del conocimiento.
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Entra Ossip en la habitación y ni se fija en las hojas secas que Oliveira ha pegado en la pantalla de una lámpara. Esto quiere decir que no hay aquí ni sujeto ni objeto de la experiencia. Pero, aún significa algo más: se trata de la constatación de que el pensamiento y el ser no se encuentran inmediatamente dispuestos el uno de cara al otro, que las cosas pueden ser vistas o no, y que, antes de entrar a valorar la certeza de un conocimiento, o su verdad, debe darse una condición previa en la que acontece toda posible experiencia: el fenómeno -que podríamos describir como la luz que posibilita el encuentro entre dos entidades comprometidas por un vínculo de ser.
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La ambigüedad del fenómeno radica en que, al mismo tiempo en que posibilita esta relación de ente a ente, en que muestra un objeto tendido en el campo de visión de un sujeto, al vaciar el espacio intermedio les revela también su diferencia, la distancia que los separa. En una sola irrupción el fenómeno activa, por tanto, los principios de identidad y diferencia. Conviene no olvidar esta ambigüedad, ni tampoco el esfuerzo dialéctico de Hegel por sintetizar ambos principios en un absoluto, pues se corre el riesgo de menospreciar la ambición de su lógica. Pero en realidad deberíamos volver sobre esto más adelante…
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Siguiendo con el capítulo 84, a continuación entra en la habitación Etienne, quien repara al instante en las hojas adheridas a la lámpara. Aquí, sí que se produce fenómeno. ¡Y de qué manera! Etienne se entusiasma y comienza una rápida asociación de ideas que le lleva de Durero a las nervaduras, etcétera. O lo que es lo mismo, se produce una experiencia, o modulación de ser, que afecta tanto al significado de las hojas dispuestas por Oliveira, como a la propia interioridad de Etienne.
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Me gustaría, Jorge, que me permitieses imaginar un tercer invitado a la habitación de Oliveira: un Sr. Jovellanos para el cual las hojas también se encuentren a la luz del fenómeno, es decir, un tipo capaz de extraer experiencia de ellas. No me negarás que oponer un sentido -el que sea- a la total ausencia del mismo es una manera un tanto injusta de monopolizar la razón, aunque sea por simple falta de competencia. Si la disyuntiva acerca del verdadero significado de las hojas (y por ende de Rayuela) se plantea entre las opciones de ser o no-ser, es decir, Etienne u Ossip, la decisión se toma prácticamente sola. No es un juego demasiado limpio, creo. Pero si el Sr. Jovellanos expusiera claramente una opinión acerca de las hojas, por ejemplo, si llevado por la inercia de la costumbre dijera que “son un puñado de hojas viejas pegadas a una lámpara”, al menos tendríamos la posibilidad de entrar en un debate acerca de cuál de las dos proposiciones, si la de Ettiene o la del Sr. Jovellanos, se encuentra más cerca de la verdad, cosa que con Ossip era imposible hacer.
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Pues bien, en esta disputa, resulta que los dos tienen razón. O, al menos, sus razones. En términos de evidencia la opinión del Sr. Jovellanos es impecable: las hojas secas pegadas a la lámpara, por más pegadas a la lámpara que se encuentren, no dejan de ser hojas secas. Si alguien lo desease, el Sr. Jovellanos podría describirlas minuciosamente, decirle a qué árbol pertenecen, su estado exacto de putrefacción, y le explicaría, además, a qué modelo de lámpara estaban sujetas y el efecto de la luz sobre su transparencia. En resumen, que el ajuste entre su proposición y lo que cualquier observador llamado al fenómeno por la controversia, pudiese constatar mediante sus sentidos, sería de una precisión y una concordancia encomiables. Y sin embargo, Ettiene, en la medida en que sintoniza con las razones profundas del productor del objeto, es decir, en la medida en que entiende que el objeto es, por encima de todo, un poema, y tiende a reconocerle un mensaje secreto, se encuentra quizás más próximo a la verdad.
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¿Cómo puede haber tal discrepancia y al mismo tiempo razón de ambas partes? ¿Será que la realidad no se entrega por entero de una sola vez? Pero entonces eso significaría que nos encontramos en una relación escéptica frente al propio conocimiento, algo así como si le reconociésemos multitud de facetas, distintos grados, y naturalmente también la posibilidad del error.
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Parte II, segmento 2
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Hasta aquí he pretendido mostrar lo que entiendo que constituye una comunidad ontológica entre la Dialéctica y tu Teoría del Entusiasmo fundamentada en tres conceptos: conciencia de la separación, carácter mediador del conocimiento, y condición fenoménica de la experiencia.
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Visto a partir de esta comunidad fundamental, oponer Entusiasmo y Dialéctica no tiene demasiado sentido, puesto que el entusiasmo sería, por así decirlo, un modo específico de producción del conocimiento, no la cancelación (ni la confirmación tampoco) del proceso dialéctico en sí. En pocas palabras, el entusiasmo correspondería a lo que la dialéctica llama una unidad sintética, o lo que es lo mismo, una de las figuras en las que el sujeto consigue vencer provisionalmente la separación original frente al objeto de su experiencia para procurarse un cierto grado de comprensión respecto a él.
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Podría, claro está, oponerse el conocimiento entusiasta a otras formas sintéticas ganadas, por ejemplo, mediante el conocimiento común sobre las cosas, el racional-científico, o el escepticismo radical, entendido éste como una suspensión o retención momentánea del juicio capaz de abrir su peculiar horizonte de comprensión. Pero, en cualquier caso, todas estas formas conservarían (si es que admitimos su carácter sintético), además de su propia cuota de verdad, la marca de la dialéctica, al reservarle precisamente a ella la tarea de articular el paso progresivo entre las distintas variantes de la experiencia.
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La tesis hegeliana de que no es posible dar una verdadera definición del objeto en una sola proposición aislada nos permite entender la amplitud de miras con la que la dialéctica se aproxima al fenómeno (y que no es gratuita, sino una respuesta a su ambigüedad fundamental). Su pretensión última es elaborar la historia real del objeto a partir de sus negaciones, ya que únicamente esa historia de aproximaciones, distanciamientos y reconciliaciones, explica su realidad:
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La definición tiene que expresar, pues, el movimiento en el cual un ser mantiene su identidad a través de la negación de sus condiciones. (…) La definición real de una planta, por ejemplo, debe mostrar a la planta constituyéndose a sí misma a través de la destrucción de la semilla que se convierte en retoño y la destrucción del retoño para convertirse en flor[1].
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Parte II, segmento 3
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Retornemos por un instante a la habitación del capítulo 84 de Rayuela. Veamos si somos capaces de reconstruir la progresión dialéctica mediante la cual el conocimiento trata de proporcionarse un sentido acerca de las hojas secas pegadas a la lámpara por Oliveira. Reencontrémonos nosotros también con la ambigüedad del fenómeno…
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Entra Ossip en la habitación. Se queda dos horas y ni siquiera mira la lámpara. Ossip no nos entrega la medida de una experiencia (que sólo acontece a la luz del fenómeno), pues en él no hay distancia, pero tampoco proximidad. No hay conocimiento. Con Ossip, para ser precisos, no pasa nada.
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Supongamos que tras Ossip entrase el Sr. Jovellanos en la habitación. Mira la lámpara, las hojas secas, y voilà... ¿Una obra de arte? ¿Un poema? Nada de eso; un puñado de hojas secas –tantas-, probablemente de tal árbol, en tal estado de putrefacción, sobre las cuales la luz de la lámpara produce un curioso efecto, dejando ver un rastro como de polvo viejo detrás. Pero de las tierras profundas, nada de nada…
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Digamos que la experiencia del señor Jovellanos es el resultado de la aplicación del sentido común: la comprensión de las hojas secas por medio de la conciencia ordinaria. Se trata, pues, de una apercepción del objeto llevada a cabo por el sujeto, una síntesis en la que dicho objeto parece acomodarse, de acuerdo a sus cantidades y cualidades, a su substancia y a sus accidentes, a nociones de género y especie, entorno a un núcleo inteligible para la conciencia, hasta resultar la proposición: hojas secas de tal árbol en tal cantidad dispuestas sobre tal lámpara.
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Creo que este pensamiento es ya digno de llamarse conocimiento. E incluso, en la medida en que asegura un cierto saber sobre la realidad, en que lo hace posible para una comunidad de hablantes, en que se asienta sobre determinadas reglas de concordancia entre la proposición y el estado de cosas dado, en que puede ser predicado, posee su propia evidencia. Las hojas secas comparecen ahora duplicadas para la conciencia del sujeto, con su conjunto de rasgos propios ordenados por concordancia con el objeto. Ya encontramos aquí una identidad que anula el carácter radicalmente exterior del objeto, y que, sin violentarlo, es decir, sin pedirle que renuncie a su identidad y a su reserva en-sí-mismo, lo vincula, la vez, a un para-sí del sujeto. El Sr. Jovellanos lo ha hecho suyo, se lo ha apropiado. Y sin embargo el objeto sigue ahí, absuelto, listo para la experiencia de algún otro visitante.
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Sin negarle al Sr. Jovellanos el logro de haber alcanzado una cierta unidad de conocimiento, sería de estúpidos pensar que su proposición “hojas secas pegadas a una lámpara” ha agotado la profundidad del objeto. La ambigüedad del fenómeno nos permite, o bien cuestionar la evidencia jovellanista –suponiéndole al objeto algo así como un trasfondo todavía inalcanzado, una interioridad o esencia oculta, que se opondría a su apariencia de meras “hojas secas”-, o bien argumentando que el para-sí del Sr. Jovellanos nada tiene que ver con el nuestro. Sea como fuere, al introducir una nueva posibilidad de conocimiento se intuye la aparición de un nuevo criterio de verdad, y con ello, la proposición jovellanista aparece bajo las sospechas del escepticismo: si no entrega la esencia total de objeto, o bien deja no es cierta –es decir, se convierte en falsa-, o bien, se limita a poseer la verdad tan sólo en un determinado grado.
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La dialéctica optará por esta segunda convicción. Y operará para, sin perder lo ganado por el Sr. Jovellanos, sino al contrario, utilizándolo como palanca de lanzamiento o tesis, ascender hacia grados cada vez más altos de conocimiento.
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Parte II, segmento 4
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Hemos visto al Sr. Jovellanos constituir una unidad sintética a partir de su experiencia fundada en un modo de conocimiento guiado por el sentido común. Hemos llamado al grado de verdad alcanzado por él en este proceso dialéctico evidencia. La evidencia se fundaba en la concordancia entre cierta proposición y la estructura sensible del objeto, y ésta, a su vez, en una operación del entendimiento llamada representación. Así el sujeto pasaría a poseer un doble, una especie de réplica de la realidad de carácter interno, permitiéndole salvar (momentáneamente) la separación originaria, pero respetando la identidad del objeto consigo mismo. La palabra “hojas” y las hojas que vemos en la habitación de Oliveira pegadas a la lámpara mantienen una cierta comunidad formal que hace el vínculo seguro y proporciona un conocimiento fiable.
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Ahora bien, después de un par de días entra en la habitación Etienne, y todavía con la boina en la mano, levanta la lámpara, estudia las hojas y se entusiasma: dónde el Sr. Jovellanos no veía nada más que un puñado de hojas secas, Etienne es capaz de desencadenar una cascada de asociaciones que le permite proveer al objeto de un nuevo sentido imprevisto que guarda relación con Durero, las nervaduras, etcétera…
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Sólo al abrir una nueva distancia entre la mera fisicidad de las hojas y una estructura profunda velada tras las apariencias, pueden las evidencias del Sr. Jovellanos ser contestadas. Para esta nueva forma de conocimiento, la verdad del objeto ya no depende de una correcta descripción de su realidad corpórea, sino de penetrar lo más adentro posible en aquellos rasgos que permiten aprehender la esencia oculta del objeto.
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Llamemos a esta segunda experiencia de las hojas -la de Etienne- conocimiento entusiasta. Inmediatamente vemos cómo este modo de conocimiento se opone a la experiencia cotidiana acerca de la realidad. Podríamos decir incluso que la impugna, o que al menos interpone un límite negativo a su capacidad de emitir predicados sobre ella. Su gran descubrimiento (a saber: que las cosas no poseen únicamente una entidad visible, sino que aún hay algo detrás de la apariencia formal de los objetos, una esencia no perceptible inmediatamente por los sentidos capaz de proporcionar su propio grado de claridad acerca de ellos) sacude la conciencia ordinaria en su tranquila relación de evidencia con las cosas, le muestra un tope infranqueable, o, mejor dicho, una piedra de escándalo para su actividad.
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Asistimos, pues, a partir de un état second de conciencia, a otro modo de conocimiento y a un nuevo desdoblamiento que surge a luz del fenómeno: a la exterioridad del objeto le ha crecido un fondo, por así decirlo, de espíritu… fondo desconocido e inaprensible para el conocimiento ordinario.
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Paralelamente, el propio sujeto queda también desdoblado en un cuerpo con sus facultades sensibles y un espíritu capaz de alcanzar la realidad invisible haciendo valer sus propios recursos. Huelga decir que este nuevo desdoble no facilita la labor del conocimiento. Sin embargo, una vez descubierto, resulta ya imposible hablar de una verdad fundada únicamente en criterios materiales.
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Mediante el surgimiento de esta contradicción progresa la dialéctica hacia unidades sintéticas cada vez más elevadas. Y es que, en principio, el único predicado que puede atribuírsele a la recién descubierta realidad espiritual es la de ser una especie de negativo de la realidad material sobre la que se fundaban todas las tesis de la experiencia ordinaria. Invertir el argumento para convertir esa anti-materia recién descubierta, ese no-ser-sensible, en un ser espiritual con todos los derechos, y en última instancia en el ser por excelencia (a partir del vaciado de la percepción común de toda su pretensión de poseer una verdad absoluta, condenando a la experiencia ordinaria a vagar por un mundo de apariencias) es, así mismo, el resultado de una de las operaciones dialécticas por antonomasia: el trocado del ser en nada y de la nada en ser. Pero sobre éste asunto también tendríamos que volver más adelante…
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En cualquier caso, lo cierto es que la Teoría del Entusiasmo también comparte con la Dialéctica la creencia en una realidad suprasensible oculta bajo la realidad sensible evidente. Así mismo, también toma esta segunda realidad por el fundamento, la tierra profunda de la que surge toda verdad: el primer principio –o proto-arjé- que predica su propio logos, aquel que permite reunir la multiplicidad de la experiencia en un saber unitario. Su modo de conocimiento también jerarquiza en grados: opone, a la percepción, el entendimiento cotidiano sobre las cosas, y a éste la autocerteza, y a éste último la razón, y a éste, el saber absoluto. En consecuencia, pretende penetrar la realidad externa, la apariencia superficial, para alcanzar, en su estructura interna, la más elevada esencia del ser.
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La Dialéctica, tras remontarse gradualmente, tras reconstruir la historia de cada ente a través de una progresión minuciosa por sus negaciones, aspira a alcanzar lo Absoluto. Pero ¿no es acaso hablar de Absoluto, de aquello que permanece incondicionadamente ab-suelto, hablar precisamente de trascendencia? ¿Cuando relees, Jorge, el entusiasmo como en-thous-iasmus (es decir, “el-Dios-dentro-de-nosotros”) no estás hablando de traer -en síntesis- la transcendencia a la inmanencia? Pero entonces estás hablando con Hegel, y por tanto, con la Dialéctica. Lo que en sus primeros escritos teológicos él expresa en términos casi místicos a propósito del amor –un doble proceso en el que el yo se pierde y encuentra a sí mismo, la expresión suprema del desdoblamiento que se afana por recobrar la unidad, el tener la propia conciencia de sí pero en el otro[2]-, ¿no es otra forma, llevada a sus propios conceptos, de expresar el “desatino controlado” del que tú nos hablabas?
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Parte II, segmento 5
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Ya lo he apuntado con anterioridad: para que el Entusiasmo se sustrajese verdaderamente a la Dialéctica tendría que ser capaz de abrir un fondo de transcendencia no-englobable por movimiento dialéctico alguno.
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Entiendo que para alcanzar este propósito hay tres vías; dos de ellas extremadamente arduas, que deben conducir, en último término, a un espacio abierto, lejano a todo reduccionismo, que no pretenda alcanzar puerto seguro en otra unidad sintética, sino dejar la vía abierta. El primer trayecto es fenoménico. El segundo, lógico. El tercero, me lo reservo. Sólo lo apuntaré, quizás, al final de este escrito…
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Sobre la vía fenoménica, que es la que vengo explorando hasta ahora, cabría decir que el entusiasmo ya ha encontrado trascendencia al abrir tras la realidad sensible (como hemos visto al profundizar en el entusiasmo de Etienne a partir de las hojas secas) un reverso espiritual que limita -en el doble sentido: negativo y positivo, frontera y paso…- el conocimiento cotidiano ganado mediante la evidencia.
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No nos hemos prodigado en analizar el modo de conocimiento entusiasta, pero baste mencionar que no sólo posee un carácter negativo o de crítica hacia las evidencias de la conciencia ordinaria… también consigue una proximidad –o unidad sintética- capaz de restañar la herida que separa el pensar del ser: también es apropiación de la realidad. Lo que ocurre es que, en lugar de hacer valer, como sucedía con la conciencia ordinaria, la concordancia entre la proposición y la estructura física de los objetos, emplea la analogía para penetrar tras la mera relación formal (un mecanismo de apropiación mucho más complejo que la representación, pues no sólo tiene en cuenta la relación de concordancia entre la proposición de un sujeto y la substancialidad de su objeto, sino que se ofrece como vehículo mediador entre sus interioridades respectivas, apelando -como muy bien describes tú, Jorge- a la semejanza de las relaciones, más que a la cualidad formal de los términos).
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La dialéctica hegeliana también entiende que esta operación del conocimiento se encuentra en un grado más elevado de saber que el entendimiento cotidiano, pues la conciencia, en su movimiento dialéctico de autocomprensión de las relaciones que articulan el paso de lo visible a lo invisible, supera la fase representadora. O, dicho de otra manera: a pesar de la nueva distancia abierta entre exterioridad e interioridad, entre realidad sensible y realidad suprasensible, el conocimiento entusiasta y su certeza se encuentran, paradójicamente, mucho más cerca de la verdad, y el sujeto mucho más próximo a la profundidad real de su objeto, que la conciencia ordinaria y sus evidencias; esto es así porque el entusiasmo no se conforma ya con poseer una réplica interior más o menos ajustada al carácter material del objeto, sino que aspira a encontrar la razón subyacente a ese conjunto de relaciones abstractas que, a través de las sucesivas negaciones inherentes al propio objeto, lo mantienen reunido y siendo, por así decirlo, lo que es: el logos en su sentido eminente.
Así, la evidencia pasaría ahora a la fase de la certeza, estrechando aún más el cerco que lleva de la separación total hacia la proximidad absoluta. Es decir, que ahora ambos, sujeto y objeto, se encuentran a la luz amplificada y casi vertiginosa de un ser en pleno proceso de constitución, que muestra no sólo la obra acabada, sino el proceso, no sólo la finitud y el perfil del hecho, sino la infinitud de posibilidades que se intuyen en su mutuo encuentro. La mera identidad tautológica ganada por la evidencia –que las hojas secas, hojas secas son- resulta de una pobreza abrumadora a su lado. Las hojas secas son lo que vemos, indudablemente, pero dicha constatación, la ganancia de una concordancia entre los modos de la percepción y las condiciones formales del objeto, que a la conciencia ordinaria le parecía un enorme logro, o mejor dicho, un logro tranquilizador, para el hombre entusiasta sólo expresa una nueva posibilidad más alta: el hecho de que las hojas desplieguen todo lo que potencialmente son.
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Lo que descubrimos así, en la experiencia entusiasta de un Etienne, es en el fondo una excedencia: que las cosas son más de lo que parecen, que de hecho son más de lo que son. Pero esta nueva proximidad no nos permite saber si el entusiasmo es algo así como una especie de elevación interior mediante la cual el sujeto alcanza el objeto en su ser, o es el objeto el que produce un arrebato en el sujeto al revelar su fondo oculto, y en consecuencia, la posibilidad de una relación más íntima: una relación de ser a ser. Y no lo podemos saber porque ambos se encuentran ahora reunidos en la certeza de una cierta complicidad de profundidades, y en este sentido el entusiasmo se basta a sí mismo, como sucede en ciertas etapas del amor, en que es Él mismo el que ama (Horacio dixit), y la dualidad entre los amantes casi desaparece.
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Efectivamente, ahí, en el capítulo 84, está todo ya dicho: Ossip, la in-Diferencia; Etienne, y el Entusiasmo. Toda una metafísica, amen del anhelo de una búsqueda antropofánica. Oliveira abre el espíritu, Ossip lo desdeña, pero Etienne recoge el guante y repara, en su exaltación, en la apertura de la excedencia, comulgando con la certeza de una comunidad fundada en ese algo más que Ossip no ve y que el Sr. Jovellanos desdeña: Durero, las nervaduras, etcétera…
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Entonces las hojas secas ya no son sólo lo que parecen, sino otra cosa: un poema, un puente vivo de hombre a hombre. Y esto revela, en un especie de enajenación, que la realidad tiene otro lado, su negación implícita, y un más allá de sutileza al margen del rigor de lo cotidiano, de su aridez cósica de naturaleza muerta, y que hay hombres que sufren y gozan por alcanzar a ver esa no-substancia, aún líquida y brillante -como de oro- bajo las huellas nobles de tierras profundas, en el trasfondo de unas simples hojas viejas pegadas sobre una lámpara.
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Y aún con todo ¿ha de ser necesariamente esta nueva unidad sintética, la comunidad de profundidades entre sujeto y objeto alcanzada a la luz de la certeza, en plena constitución –y superior, por ello, a la evidencia en grado- la última fase del conocimiento? ¿Qué nos indica que no pueda surgir de esta reconciliación un nuevo antagonismo que separe abruptamente a los dos amantes? ¿Qué inmuniza al entusiasmo contra el error o una nueva retracción de la esencia? ¿Qué nos asegura que no está ya germinando en su seno su propia crítica y su negación?
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Parte II, segmento 6
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El capítulo 83 de Rayuela es relevante por lo que respecta a la ambigua relación que se da entre materia y espíritu. En él vemos hasta qué punto la exaltación del descubrimiento de un reverso espiritual, y la posibilidad de obrar en él un vínculo entre profundidades, también puede localizarse en un momento autocrítico:
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La invención del alma por el hombre se insinúa cada vez que surge el sentimiento del cuerpo como parásito, como gusano adherido al yo…
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Pensamiento existencialista -es decir, fenomenológico- que remite a Camus, a Merlau-Ponty, a Levinas, pero que, aquejado de un fuerte escepticismo, sobre todo remite a la nausea de Sartre.
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Trago la sopa. (…) Palpo con los dedos y siento el bulto, el removerse de la comida ahí dentro…
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Identidad total entre el yo y el cuerpo. Pero identidad que es cualquier cosa menos gozosa y que, por eso mismo, produce una especie de asombro asqueado:
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Y yo soy eso, un saco con comida dentro…
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Frase que suena más clara puesta entre signos, los que sea -de exclamación primero, y luego de interrogación: “¡Y yo soy eso!” “¿Lo soy?”. De ahí la protesta que le sigue:
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No, yo no soy eso…
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Entonces nace el alma, también entre signos –primero de interrogación, y luego de exclamación, por el camino inverso de una enojé fenomenológica…
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Lo espiritual vuelve a emerger como antitesis, bajo su aspecto de negación: “¡No, yo no soy eso!”. Existencialmente hablando, yo soy la necesidad de desembarazarme precisamente de eso (¡Vomita! ¡Defeca!). Pensamiento dramático. Pensamiento dialéctico. El alma es porque rechaza el dolor del cuerpo, el anhelo puro de poner distancia:
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Si supiera dibujar mostraría alegóricamente el dolor ahuyentando al alma del cuerpo…
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Pero esa distancia no está hecha, en su dramatismo, para durar. Los opuestos han de luchar, deben ser acallados por el hierro, o sobrepasados, o reconciliados, lo que sea:
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Ahora que (seamos honestos por una vez)
sí, yo soy eso…
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En la identidad entre el yo y el cuerpo surge una contradicción –la negativa del alma-, y, en consecuencia, una diferencia. Pero en esa distancia también hay contradicción, puesto que el dolor ataca con un arma doble:
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Hace sentir como nunca el divorcio entre mi yo y mi cuerpo (…) y a la vez me acerca mi cuerpo, me lo pone como dolor.
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Todo este viaje de la conciencia a partir de la experiencia del dolor, de la identidad a la diferencia, para retornar de esta última a la identidad y probablemente de esta a la diferencia, es toda una aventura dialéctica. Incluso se nos muestran las mediaciones:
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“Yo soy también eso”. O un escaloncito más: “Yo soy en eso”.
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Que Horacio termine aceptando el carácter de entelequia del alma –“su falsedad, su invención consoladora”- no prueba nada más que la desgracia de un desenlace, el sentido inexorable que indican las mediaciones…
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Bien podría haber seguido otro sendero –yo no soy sólo eso… yo no soy sólo en eso…- con otro puerto de llegada, a través, en vez del dolor, del éxtasis. Entonces, quizás podría haber alcanzado a trocar en positivo toda la negatividad del alma, como Rimbaud, que no sólo no era eso, sino que era incluso un otro.
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La sentencia con la que termina el capítulo 83 –todo es falso: meros modos de un complejo cuya unidad está en no tenerla- es frase ejemplar de un escéptico, frase que no dice nada precisamente porque querer abarcarlo todo: si la unidad del cuerpo y el alma está precisamente en no tenerla, o bien, no hay unidad porque alma y cuerpo son lo mismo (una voluntad, que diría Nietzsche), o bien, porque es imposible reconciliarlos (o lo uno o lo otro, que diría Kierkegaard). Siendo el cuerpo tan pesado, tan innegable, tan substancial, al final nos quedamos supongo que a regañadientes con el cuerpo. Heráclito y/o Parménides…
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Una pequeña travesura sin valor hermenéutico alguno: ¿y si sustituyéramos en este capítulo el dolor por el entusiasmo y la dicotomía cuerpo/alma por la de novela/libro insólito?
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