Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

11 de junio de 2012

Un ta’wil poético: la lectura activa de Rayuela (1)

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Vale la pena abundar en la comparativa entre la mayor obra de Cortázar, Rayuela, y la hermenéutica espiritual islámica, el ta’wil, tal como la describe el francés Henry Corbin en sus obras. En el contexto de la cultura occidental moderna, Rayuela –en la versión que propone la Teoría del Entusiasmo– es algo tan extraño, tan insólito, como lo es también el ta’wil; quizá su comparación nos sirva, pues, para iluminarlos mutuamente, facilitando así el acceso a lo desconocido. En su propio contexto –el sufismo, el chiísmo, la espiritualidad irania–, el ta’wil cuenta con una tradición de siglos, con unos referentes de prestigio, con un firme marco de creencias, que constituyen conjuntamente el hábitat adecuado para su preservación. La Modernidad no cuenta con nada de ello, más bien al contrario: sus elecciones a lo largo de la historia, tal como señala Corbin en diversos momentos, insisten en la renuncia o la eliminación de los elementos gnoseológicos –gnósticos, concretamente– que permitirían la supervivencia occidental de los fenómenos que aquí nos interesan.

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Nuestra comparativa debe salvar este obstáculo; asimismo, para no caer en la caricatura, debe salvar también las distancias entre un autor como Cortázar y los espirituales de los que nos habla Corbin. Esto último puede lograrse hablando de un ta’wil «poético» para el caso de Cortázar, en contraste con el ta’wil absolutamente «espiritual» de los autores tratados por Corbin. Esta distinción preserva el núcleo que nos interesa: la capacidad de un texto para operar una «ruptura de nivel» en la conciencia de su hermeneuta. Lo que se presenta entonces es una diferencia de alcance: el ta’wil espiritual llega mucho más lejos que el poético.

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Es verosímil que un ta’wil nos pueda llevar tan lejos como proponen sus planteamientos metafísicos de salida; y en el caso de Cortázar, que por supuesto nunca deja de ser un autor occidental, esta metafísica es claramente de un alcance muy limitado. En este sentido, puede aplicarse a Rayuela lo que Leopolodo Azancot dijo en una ocasión a propósito del poeta Juan Eduardo Cirlot y su ciclo de poesía mística:

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Desgraciadamente, el camino se interrumpió bruscamente aquí: Cirlot se mostró incapaz de trasladar su experiencia en el tiempo al ámbito de lo intemporal y eterno, del éxtasis místico; Bronwyn fue perdiendo entidad, desdibujándose, hasta convertirse en un sueño. Como testimonio de su existencia, de la pasión que la hizo posible, sólo quedaban poemas, una suma de libros: el ciclo de Bronwyn. Cirlot, que, para servirme de una distinción hecha por Sohrawardî, el gran teósofo iraní del siglo XII, quizá había alcanzado la perfección en teosofía práctica, pero no en teosofía especulativa –a causa de su agnosticismo–, no pudo alcanzar lo que Mollâ Sadrâ, representante mayor de los teósofos místicos, llamaba el Mundo espiritual de las puras Inteligencias, viéndose condenado a permanecer, cuando mucho, en el mundo psico-espiritual del Alma, o mundo de la conciencia imaginativa: en el misterioso y desazonador mundus imaginalis (introducción a Poesia de J. E. Cirlot (1966-1972), Madrid, Editora Nacional, 1974, pp. 24-25)

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Como vemos, Azancot, citando a Sohrawardî y Mollâ Sadrâ y aludiendo al mundo de lo imaginal, está acusando recibo de su propia lectura de Corbin; esta conexión nos sugiere, desde otro ángulo, que las analogías entre el Ciclo de Bronwyn y Rayuela darían para mucho... Pero atengámonos al hilo que veníamos siguiendo; Azancot propone que fue el agnosticismo de Cirlot la causa de que su poesía no llegase finalmente a la cumbre. Corolario; los presupuestos metafísicos iniciales condicionan fatalmente los horizontes máximos a los que se llega. Lo mismo cabe aplicar a Cortázar; desgtraciadamente, su camino se interrumpió bruscamente tras escribir Rayuela. Si bien me resisto a hablar de agnosticismo en este caso, no me cabe duda que la de Cortázar era una metafísica muy rudimentaria. En consecuencia, el ta’wil poético al que nos incita Rayuela resulta también limitado; pero en todo caso, más vale tener una «ruptura de nivel» rudimentaria, creo yo, antes que no tener ninguna. Y uno siempre puede partir de ello para apuntar a unos horizontes más lejanos; a pesar de su precariedad, el ta’wil poético de Rayuela puede devenir un nacimiento espiritual, y, una vez el alma ya se ha puesto en movimiento, quién sabe hasta dónde va a llegar.

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Una vez ya hemos esbozado las distancias que separan al genuino ta’wil espiritual del espurio ta’wil poético, podemos volver a juntarlos. Y decir, para empezar, que esta distinción entre poético y espiritual es tan sólo una cuestión de proporciones; el ta’wil de los espirituales de Corbin tiene también algo de poético, y la lectura entusiasta de Rayuela tiene también mucho de espiritual. A partir de aquí, y a caballo del pensamiento analógico, los escritos de Corbin sobre el ta’wil vienen a constituir para nosotros un magnífico comentario avant-la-lettre de la obra de Cortázar.

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Los textos que vamos a transcribir en esta nueva sección pertenecen a La imaginación creadora en el sufismo de Ibn Arabî, publicado originariamente por Flammarion en 1958, y editado en español por la editorial Destino, Barcelona, 1993, en traducción de María Tabuyo y Agustín López. Ya vimos que Cortázar disponía de un ejemplar del original en francés en su biblioteca personal, desde 1961, aunque la falta de cualquier subrayado o anotación nos indujeron a descartar que lo leyera. No obstante, ya hemos visto extractos del libro de Corbin que Cortázar leyó sin duda alguna –la Terre céleste... –, así como pasajes de esa otra obra que tal vez leyera –el Avicena–; así pues, con el propósito de no repetirlos, acudiremos ahora a lo que dice La imaginación creadora sobre el ta’wil.

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Las siguientes líneas forman parte de la Introducción, páginas 41-42:

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La recurrencia de las teofanías, la perpetuación de su misterio, no implica una realidad eclesial ni un magisterio dogmático, sino la virtud del Libro revelado como «cifra» de un Verbo eterno, siempre capaz de producir nuevas creaciones (…). Ésta es también la idea shiíta del ta’wil, la exégesis espiritual esotérica que percibe y transmuta todos los datos materiales, las cosas y los hechos, en símbolos y los «reconduce» a las Personas simbolizadas.

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Varias veces leí en Corbin esta noción del Libro revelado como «cifra», sin entenderlo. Hasta que leí el Rayuela insólito; y ahí comprendí cabalmente. El texto revelado, el texto inspirado, constituye la cifra de una comunicación, de un trasvase entre distintos niveles del ser; en virtud de ello su exégesis, su ta’wil, su desciframiento, constituye la re-actualización de esa comunicación, de ese mismo trasvase. El exégeta del texto, como su autor hiciera previamente, pero en un sentido inverso, puede operar la misma «ruptura de nivel» que lo generara; el texto se convierte de este modo en una escalera de Jacob.

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Inmediatamente continúa Corbin:

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Toda apariencia, todo elemento exotérico (zâhir) tiene un sentido esotérico (bâtin); el «Libro descendido del cielo», el Corán, limitado a la letra aparente, perece en la opacidad y servidumbre de la religión legalista. El preciso hacer aflorar, en la transparencia de las profundidades, el sentido esotérico.

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Aquí, el autor francés usa con toda la intención el verbo ‘perecer’: el libro revelado, si es limitado a su sentido literal, muere; la vida de lo escrito reside propiamente en el sentido espiritual. Con esta misma intención habla Cortázar de Rayuela como de un libro vivo. Y la vida de Rayuela se halla igualmente cifrada en la existencia de un zâhir y un bâtin de sus componentes textuales.

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Y por lo mismo habla Cortázar de sí mismo, en tanto «autor» de Rayuela, en los términos en que lo hace: como shamán (cap. 82), como maestro zen (cap. 95). Porque la relación entre el autor de un texto de este tipo y su lector no es la misma que se establece entre el autor y el lector de una novela occidental. Aquí lo que importa es la «ruptura de nivel», y ello confiere un propósito espiritual a los actos del uno y del otro:

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Y éste es el ministerio del Imam, el «guía espiritual», aunque se encuentre, como en esta época del mundo, en la «Gran Ocultación» Su «magisterio» es un magisterio iniciático; la iniciación al ta’wil es nacimiento espiritual (wilâdat rûhânîya). Porque aquí, como ocurre con todos aquellos que lo han practicado en el Cristianismo sin confundir el sentido espiritual con la alegoría, el ta’wil permite el acceso a un mundo nuevo, a un plano superior del ser.

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1 de junio de 2012

Teoría del Entusiasmo y Biblioteca Cortázar (8). Henry Corbin

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«ce corps-là reste cependant invisible aux Terrestres, aux gens de ce monde, à cause de l’opacité qui enténèbre leurs yeux de chair et qui leur interdit de voir ce qui n’est pas de même espèce qu’eux-mêmes»

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Señales y anotaciones manuscritas realizadas por JC en sus libros de lectura apuntan a los temas y presupuestos desplegados por la TdelE.

Seguimos ese rastro tras las paredes de la Fundación March en Madrid

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Terre céleste et corps de résurrection,

de Henry Corbin

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Ocho meses atrás, en un artículo en el que comparaba Rayuela con el libro de Henry Corbin que lleva por título Avicena y el relato visionario, expuse lo siguiente:

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En mi opinión, la lectura del primer capítulo del Avicena de Corbin, con la noción central de Ta’wil o exégesis espiritual, tan bella y extraordinaria, ilumina más sobre Rayuela que todo lo que hayan escrito los críticos de Cortázar hasta ahora.

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Sigo suscribiendo estas líneas. En el momento de redactarlas me basaba en la analogía que se puede establecer entre el Ta’wil –la hermenéutica espiritual islámica, tal como se la describe en el libro del estudioso francés–, y la particular lectura de Rayuela que se propugna desde la Teoría del Entusiasmo. Se podía aplicar a mi artículo, entonces, lo que el propio Corbin dijo en cierta ocasión:

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Es probable que las experiencias de los Espirituales de Irán nos sugieran a cada uno de nosotros algunas comparaciones con determinados hechos espirituales conocidos en otras latitudes (Cuerpo espiritual, p. 127)

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En función del carácter estrictamente comparativo de mi artículo, me sentí obligado a hacer esta aclaración:

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no se trata, por lo tanto, de conocer cuál fue la relación de Cortázar con el Avicena o con cualquier otra obra del erudito francés, si es que la hubo; ni se trata tampoco de averiguar si el autor de Rayuela pudo tener algún conocimiento, por alguna otra vía, de esos mismos relatos avicenianos tratados por Corbin, cosa todavía más improbable que la anterior…

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En esto, sin embargo, debo rectificar. Pues ahora, a diferencia de entonces, dispongo de constancia documental de que Cortázar leyó por lo menos una obra de Henry Corbin antes de terminar Rayuela. No es el Avicena, ciertamente, pero en ella también se habla del Ta’wil, que es lo que finalmente nos interesa. Se trata del libro que lleva por título Terre céleste et corps de résurrection: de l'Iran Mazdéen à l'Iran Shîite, publicado en París por Buchet-Chastel en 1961. La Fundación March conserva un ejemplar del mismo, subrayado y anotado por Cortázar desde el inicio hasta el final. Y la habitual signatura manuscrita del autor de Rayuela nos informa del año de su adquisición, que es el mismo de su publicación. Una reseña del libro aparece en el número de enero-junio de 1961 de los Archives de Sciencies Sociales des Religions; la obra de Corbin salió, por tanto, a principios de año, mientras que la escritura de Rayuela no terminó hasta mediados del año siguiente. Hubo tiempo suficiente, pues, para que la lectura de la Terre céleste ejerciera su influjo sobre la mayor obra de Cortázar.

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Cortázar, lector de Corbin

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(En la segunda edición, de 1978, la Terre céleste cambió su título por Corps spirituel et Terre céleste. De l’Iran mazdéen à l’Iran shîite, sin otras modificaciones en el texto más allá de un segundo prólogo del autor. De ahí proviene el título de la versión española, Cuerpo espiritual y Tierra celeste, editada por Siruela. En mi trabajo combinaré transcripciones del ejemplar original de la Biblioteca Cortázar, Terre céleste…, en francés y con los subrayados del escritor, junto con otras provenientes de la versión en español –Cuerpo espiritual…, trad. de Ana Cristina Crespo, 2006 (2ª) – que puedo consultar tranquilamente desde mi escritorio.)

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En la Terre céleste se hace referencia a una edición parisina, de 1954, del Avicena. Cortázar la subrayó: ¿quizá concibió la posibilidad de leer ese libro más adelante? ¿O tal vez ya lo había leído antes? No podemos saberlo, al no constar ningún Avicena en el catálogo de la Biblioteca; como sí consta, por el contrario, otra obra de Corbin, L’imagination créatrice dans le soufisme d’Ibn Arabî, en edición de Flammarion, fechada en París en 1958. Ahí también aparece el Ta’wil, para variar, y de un modo más amplio que en la Terre céleste; pero en ese otro volumen no hay ni un solo subrayado ni ninguna anotación por parte de Cortázar, más allá de la signatura que señala el mismo año de adquisición que en el caso anterior, 1961. Siendo así, nada permite deducir que el escritor leyera, también, esta obra sobre Ibn Arabî.

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¿Por qué resulta tan importante, a fin de cuentas, el Ta’wil y el hecho de que Cortázar lo conociera? Para la interpretación común de Rayuela, no hay razón alguna para destacarlo. Para la Teoría del Entusiasmo, por el contrario, tiene una gran relevancia; pues Cortázar pudo inspirarse en ello para concebir el proyecto –inaudito en la literatura moderna occidental– de un libro invisible a la mirada común, oculto tras la apariencia exterior de una novela, y al que el lector debía acceder mediante un «excentramiento» de su conciencia. Todo ello se encuentra sintetizado en un célebre pasaje del cap. 97, cuya exégesis ya se ha visto en este blog:

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Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?

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La lectura de Corbin no guarda ninguna relación con los contenidos del Rayuela insólito; pero sí está directamente vinculada con la ocultación definitiva de esos mismos contenidos. La «carta delatora», esa carta de Cortázar a Jean Barnabé en la que describe su nueva obra como «repetición de un episodio» y «crónica de una locura» (véase mi web www.expedienteamarillo.com), es del 30 de mayo de 1960. Ya nunca más habló Cortázar de Rayuela en los mismos términos en que lo hizo en esa carta; esa locura de la que Rayuela es crónica, ese episodio repetido de modos diversos, se convirtió en un secreto rigurosamente protegido, en un texto oculto. Para preservarlo, para no dar ninguna pista definitiva sobre el mismo, Cortázar evitó hacer mención alguna al Ta’wil, o al mismo Corbin, dentro de su libro. En última instancia, Rayuela puede deber su carácter más audaz y controvertido a los Espirituales iranios, por la feliz mediación de Henry Corbin. ¿Acaso guarda relación con ello la página 93 del «Cuaderno de Bitácora», cuando dice: «Propongo: Todo el Discu-libro, sin remisión. Pero en un solo bloque. El que no lo vea será meritoriamente ciego»?

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1. La Tierra mística de Hûrqalyâ

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Terre céleste et corps de résurrection trata fundamentalmente de lo que Henry Corbin denomina mundus imaginalis, el mundo de lo imaginal, y que recibe otros nombres por parte de los espirituales que él estudia: âlam al-mitâl, que sería la forma árabe del término; «octavo clima», que define su localización más allá de los primeros «siete climas» que componen en su conjunto la realidad terrestre; o también «Tierra de Hûrqalyâ», que toma el nombre de la principal ciudad que hay en la peculiar geografía de ese mundo. También se la nombra como «Tierra de las visiones» o incluso, según uno de los autores citados por Corbin, como «la tumba». En todos los casos se trata de lo mismo: de esa «tierra celeste» que forma la primera parte del título del libro, un mundo de Formas de luz que en la cosmología de los gnósticos iranios constituye un mundo intermedio –un barzaj, intermundo– entre lo Inteligible y lo Sensible, entre el plano de lo absoluto divino y el de lo terrenal perecedero.

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En principio, el mundus imaginalis constituye algo ajeno a la visión occidental del mundo. Quizá no fuera así en otros momentos de la historia de Occidente, pero en la época moderna constituye definitivamente un «continente perdido», tal como sugiere el propio Corbin. El autor advierte sobre las dificultades que ello puede entrañar (y que yo extiendo, oportunista, sobre mi propio trabajo):

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La «Tierra de Hûrgalyâ» es inaccesible tanto a las abstracciones racionales como a las materializaciones empíricas (...) No es perceptible con los ojos de carne del cuerpo perecedero, sino con los sentidos del cuerpo espiritual o cuerpo sutil, que nuestros autores designan como los «sentidos del más allá», los «sentidos hûrqalyâ». Todo lo que proponen aquí nuestros autores va tal vez a contracorriente de las modas de pensamiento de nuestra época, y corre el riesgo de no ser comprendido en absoluto. (Cuerpo espiritual, p. 16)

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A Cortázar le fascinó el asunto, por lo que podemos juzgar a partir de sus subrayados y anotaciones. Podemos entender sus motivos desde el mismo Prólogo del libro:

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Es la «Tierra de las visiones», la Tierra que ofrece su verdad a las apercepciones visionarias (…) el mundo donde «tienen lugar» los acontecimientos espirituales reales, pero reales de una realidad que no es la del mundo físico, ni la que cuentan las crónicas y con la que se «hace la historia», porque aquí el acontecimiento trasciende toda materialización histórica (Cuerpo espiritual, p.16)

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Al ser la «Tierra de las visiones», Cortázar pudo ver en este mundus imaginalis algo así como una «justificación» de la realidad ontológica de sus propias vislumbres de una realidad otra. De este modo él mismo, así como esos otros autores visionarios que él admirada (Rimbaud, Nerval, Artaud...) no vivían en un mundo de pura fantasía, tal como podían juzgar equivocadamente sus coetáneos. Lo que sucede en realidad es que esos voyants tuvieron acceso privilegiado a una dimensión olvidada de lo real:

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Es un mundo «externo», que no es el mundo físico, un mundo que nos enseña que se puede salir del espacio sensible sin salir sin embargo de sus límites, y que hay que salir del tiempo homogéneo de la cronología para entrar en el tiempo cualitativo que es la historia del alma (íd.)

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Cortázar –y también esos otros autores– disponía seguramente del órgano de percepción adecuado para ver, ni que fuera precariamente, la Tierra de Hûrqalyâ: ese «œil d’outremonde» citado por Corbin en la p. 135 de la Terre céleste, doblemente subrayado por Cortázar, quien además añade con lápiz en el lateral «el tercer ojo». El ojo común, el que permite percibir las cosas físicas, no sirve para ver ese otro mundo:

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Mais si nous disons qu’il y a un corps qui surexiste «dans la tombe» [aquí la tumba es un equivalente metafórico de Hûrqalyâ], ce corps-là reste cependant invisible aux Terrestres, aux gens de ce monde, à cause de l’opacité quie enténèbre leurs yeux de chair et qui leur interdit de voir ce qui n’est pas de même espèce qu’eux-mêmes (de un texto del cheikh Ahmad Ahsâ’î, p. 286)

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Los ojos de la carne resultan insensibles a la luz que conforma el mundo sutil de lo imaginal. Con esto se describe la misma situación perceptiva –el mismo estado de conciencia– que vuelve invisible el Rayuela insólito a los que leen la obra de Cortázar como si fuera una novela. Y es que el Rayuela insólito no fue escrito para «los ojos de la carne», sino que fue escrito en y para el mundo de Hûrqalyâ.

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Este mundo hace una fugaz aparición en el cap. 71 de Rayuela. La mención, y el capítulo entero, demandan una exégesis demorada y atenta que no puede hacerse aquí:

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La tacita de café es blanca, el buen salvaje es marrón, Planck era un alemán formidable. Detrás de todo eso (…) el Paraíso, el otro mundo, la inocencia hollada que oscuramente se busca llorando, la Tierra de Hurqalyâ.

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Sobre el texto de la Terre céleste, Cortázar trazó un círculo alrededor del título del 2º capítulo de la Primera Parte, «La Terre mystique de Hûrqalyâ», lo que da a entender su interés por todo el contenido. Luego subrayó esta explicación de Corbin sobre el mundus imaginalis, donde se repite de otro modo lo dicho previamente en el Prólogo:

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[le «huitième climat»] est le lieu réel de tous les événements psycho-spirituels (visions, charismes, actions thaumaturgiques en rupture avec les lois psysiques de l’espace et du temps), lesquels passent simplement pour imaginaires, c’est-à-dire irréels, si l’on s’enferme dans le dilemme rationnel ne laissant le choix qu’entre les deux termes du dualisme banal, la «matière» ou l’«esprit», correspondant à cet autre: «histoire» ou «mythe» (Térre celeste, p. 133)

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Cortázar no sólo subraya, al leerlo, este pasaje: más adelante, en la última página de relleno del libro, lo señala nuevamente, junto con otras cuatro referencias al mismo tema, englobando al conjunto entero bajo un enfático «Ojo!». Y en esa misma página, un poco más abajo, escribe: «Nâ-Kojâ-Abâd: région qui n’est pas dans un ». Con ello recupera otra información referida a la Tierra de Hûrqalyâ, aportada por Corbin en una nota al pie de la pág. 167:

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Sohrawardî forgea l’expression persane de Nâ-Kojâ-Abâd (région qui n’est pas dans un ); le est désormais involué dans l’âme

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Resulta fácil establecer una conexión entre este mundo imaginal y la literatura cortazariana en general. El carácter no-condicionado de la Tierra de Hûrqalyâ, es decir, su independencia de la contingencia espacio-temporal propia del mundo terrenal, coincide con la percepción de la realidad que tienen –y que buscan– personajes cortazarianos tan emblemáticos como Persio o Johnny Carter, trasuntos declarados del autor. En este sentido, el mundus imaginalis de Corbin debió mostrársele a Cortázar como un espejo en el que reconocerse, antes que como el descubrimiento de algo nuevo. Con el Ta’wil, en cambio, pudo suceder lo contrario, descubriéndole algo realmente nuevo, que devino para él, repentina y oportunamente, un modelo a seguir.

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2. El Ta’wil o hermenéutica espiritual

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La rencontre avec la réalité suprasensible peut se produire par une certaine lecture d’après un texte écrit; elle peut se produire par l’audition d’une voix, sans que celui qui parle soit visible. Tantôt la voix est douce, tantôt elle feut trembler, tantôt elle ressemble à un leger murmure.

(...) Tantôt l’apparition prend une forme humaine, tantôt celle d’une constellation, tantôt celle d’une œuvre d’art (del Livre des Entretiens de Sohrawardî, en Terre céleste, pp. 195-196)

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¿Cómo puede cierta lectura de un libro –o la recepción de una obra de arte–producir el contacto con la realidad suprasensible del mundus imaginalis? La respuesta a esta pregunta constituye asimismo la respuesta a la cuestión que acuciaba a Julio Cortázar desde finales de 1950: ¿cómo dotar de auténtica trascendencia a su escritura? Ya hemos visto en otro lugar que la devaluación de la literatura y del arte occidentales, que hasta ese entonces formaban todo el mundo de Cortázar, fue un efecto derivado de su contacto, por mediación de Fredi Guthmann, con las doctrinas de Ramana Maharshi (cfr. mis artículos sobre «El Almotásim de Rayuela»). La solución a ese problema, la final redención de la literatura y del arte, pudo venirle con la lectura de la Terre céleste, en la forma del Ta’wil.

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Hay una estrecha conexión entre la existencia del mundus imaginalis y la noción de una hermenéutica espiritual:

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[el «mundo de Hûrqalyâ»] es también el mundo en el que se percibe el sentido espiritual de los textos y de los seres, es decir, su dimensión suprasensible, ese sentido que nos aparece a menudo como una extrapolación arbitraria, porque lo confundimos con la alegoría (Cuerpo espiritual, p. 16)

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O sea; la «Tierra de Hûrqalyâ» no constituye tan sólo el lugar (o, mejor dicho, el no-lugar) de las visiones o entrevisiones que puedan tener los diferentes sujetos; también es el no-dónde en el que habita, como Forma imaginal, como acontecimiento espiritual, el sentido espiritual de los textos. Queda implícito que se trata de textos con una doble naturaleza: por un lado la letra, que remite al mundo terrenal, y por el otro el espíritu, que pertenece por derecho propio al mundus imaginalis. Subyace aquí una correspondencia, plenamente asumida por Corbin y sus Espirituales, entre el esquema de una realidad formada por diversos niveles, por un lado, y una textualidad sagrada, compuesta igualmente por diversos planos de sentido. En otras palabras: existe una analogía entre la estructura multidimensional de la realidad y la estructura igualmente multidimensional del texto: «El ta’wîl –dice Corbin– implica la superposición de mundos e intermundos, como base correlativa de la diversidad de sentidos de un mismo texto» (Cuerpo espiritual, p. 81).

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En otro pasaje, Corbin nos obsequia con esta nueva explicación sobre el Ta’wil, que podemos aplicar perfectamente al caso de Rayuela:

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Podemos acceder a esta historia imaginal a través de esa hermenéutica por excelencia que designa la palabra ta’wîl, que literalmente significa «devolver una cosa a su origen», a su arquetipo, a su realidad verdadera. (...) Lo que al simple lector exotérico le parece que es el verdadero sentido, no es más que el relato literal. Lo que se le propone como sentido espiritual le parece que es el sentido metafórico, como «alegoría» que confunde con símbolo. Para el esoterista sin embargo es al revés: el pretendido sentido literal no es en realidad más que una metáfora (mayâz). El sentido verdadero (haqîqa) es el acontecimiento que oculta esta metáfora (Cuerpo espiritual, p. 25)

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El Ta’wil, en tanto actividad exegética que pretende aprehender el sentido espiritual, y en virtud de la analogía entre texto y realidad, se presenta entonces como un método que permite saltar desde un mundo al otro, desde lo terrenal hasta lo imaginal, definiendo así la posibilidad de una auténtica «ruptura de nivel» para la conciencia del intérprete. Dicho de otro modo: un determinado texto (uno que tenga esa doble naturaleza: un texto inspirado) puede constituir un pasaje –uso aquí a posta este término cortazariano– para acceder al intermundo imaginal. No para el autor, quien ya ha tenido esa experiencia al crear al texto; sino para el lector, que puede acceder a ella a través de la exégesis de ese mismo texto. Ese pasaje es en sí mismo, y en ambos casos, un acontecimiento espiritual: y en ello está la clave, precisamente, para dotar con verdadera trascendencia a un texto.

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«Este libro es (…) sobre todo dos libros»: la doble naturaleza textual de Rayuela, como novela y como libro insólito a la vez, está concebida siguiendo el mismo patrón que subyace al Ta’wil. La novela Rayuela, con el periplo de Horacio Oliveira por París y Buenos Aires, constituye el sentido literal y aparente de ese texto, mientras que el Rayuela insólito, repetición de un episodio y crónica de una locura, constituye el sentido verdadero, al que sólo se puede acceder activando el œil d’outremonde, el órgano idiosincrático de la Imaginación activa. Ello confiere una nueva dimensión a la distinción cortazariana entre lector activo y lector pasivo: para el lector pasivo-exotérico, la peripecia de Horacio puede parecer el verdadero sentido; para el lector activo-esotérico, en cambio, es tan sólo una metáfora del sentido espiritual-profundo. De este modo, al ser Rayuela un texto con letra y con espíritu, al modo de los textos sometidos al Ta’wil, su lectura es igualmente capaz de conducir a su lector activo hacia una «ruptura de nivel».

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3. Léxico corbiniano en Rayuela:

«Extrapolación», «Mandala», «Centro» y «Gestalt»

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Antes hemos visto que Corbin hablaba de la alegoría como una «extrapolación arbitraria». El Ta’wil, como hermenéutica de los símbolos, distinta por lo tanto del convencionalismo propio de la alegoría, constituye a su vez una «extrapolación hacia el arquetipo». Ello significa que en el Ta’wil no se trata de sustituir un modo metafórico de la realidad por otro del mismo tipo, sino de desvelar la auténtica naturaleza de esa realidad. Este término, «extrapolación», usado por Corbin en relación con los procedimientos de interpretación textual inherentes al Ta’wil, tuvo su resonancia, con el mismo cometido, en el lenguaje de Cortázar. En el capítulo 18 de Rayuela –es decir, en plena discada– el narrador lo usa para sugerir el carácter figurado del relato literal y la existencia de un trasfondo trascendente:

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Si hubiera sido posible pensar una extrapolación de todo eso, entender el Club, entender Cold Wagon Blues, entender el amor de la Maga, entender cada piolincito saliendo de las cosas y llegando hasta sus dedos, cada títere o cada titiritero, como una epifanía… (Rayuela, cap,. 18)

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Entender el argumento de Rayuela (entero: el Club, el amor de la Maga, las citas…) como una epifanía, por extrapolación… Si esto no describe la posibilidad de aplicar un Ta’wil sobre el texto de Rayuela, se le parece mucho. Pocas dudas pueden caber de que el término «extrapolación» sea usado aquí por influjo de una lectura de Corbin: en la página 87 del «Cuaderno de Bitácora», en lo que podemos considerar un boceto de ese mismo fragmento del cap. 18, Cortázar comenta: «Extrapolación (palabra que no “existe” en español oh, oh!)» (subrayado en el original). Por un lado, podemos reconstruir aquí la atención prestada por Cortázar a la palabra en cuestión, tras hallarla en el libro del islamólogo francés; y también su búsqueda infructuosa en un diccionario de español. Y, al no encontrarla en el ‘cementerio’, tal vez creyese Cortázar ser el primero en usarla en la lengua de Cervantes (yo no puedo decir si se equivocaba o no). Por el otro lado, esa doble interjección que el escritor usa para modular su comentario («oh, oh!»), parece hacerse eco de una situación descrita por Corbin en su libro; «extrapolación» no existe en español del mismo modo que la noción de una hermenéutica espiritual no existe (oh, oh!) para la cultura occidental:

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Es evidente que en Occidente se conoce esta «técnica» [el Ta’wil; es probable que Corbin se esté refiriendo a la anagogía medieval] que enseguida degeneró en técnica artificial, pero por razones ajenas a su propia naturaleza, y que falseaban su uso, tanto porque estaba alejada de la teosofía de la que es correlativa, como porque se vio privada de su espontaneidad por la autoridad de un magisterio externo. En la actualidad, filólogos e historiadores la consideran algo artificial y desdeñable, cuando no insoportable. No creo que haya que discutirlo para tratar de convencer a unos y otros. (...) Si no comprendemos sus resortes, es incomprensible todo el conjunto de hechos espirituales que se desprenden de ella. El ta’wîl es, en definitiva, una percepción armónica: oir un mismo sonido (una misma aleya, un mismo hadiz, e incluso todo un contexto) a distintas alturas. Se escucha o no se escucha, pero no se puede hacer oír a quien no puede oír por sí mismo lo que es capaz de escuchar quien posee ese oído interior (el oído «hurqâlyâno») (Cuerpo espiritual, pp. 81-82)

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Precisamente, Cortázar subrayó parte de este mismo pasaje en su ejemplar de la Terre céleste:

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Si l’on ne comprend pas les ressorts, tout l’ensemble des faits spirituels qui s’y rattachent reste incompréhensible. En définitive il s’agit, avec le ta’wil, d’une perception harmonique: entendre un même son (un même verset, un même hadîth, voire tout un contexte) simultanément à plusieurs hauteurs (pp. 102-103)

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¿Acaso guardan relación con esto los pensamientos de Horacio en el capítulo 52 de Rayuela?

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Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la inteligencia o la información

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La «extrapolación» que se propone en el mayor libro de Cortázar «nada tiene que ver con la inteligencia o la información», como sería el caso de una figuración alegórica; sino que responde a un «problema de niveles» de conciencia, siguiendo por tanto el patrón de una hermenéutica espiritual de los símbolos tal como se describe en la Terre céleste.

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Hablando del Ta’wil, y aparte del término «extrapolación», Corbin utiliza otros tres conceptos que le servirán igualmente a Cortázar para describir, metafóricamente, los mecanismos de composición de Rayuela: se trata de «mandala», «centro» y «Gestalt». Para empezar veamos este pasaje de la página 44:

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...la figuration de la Terre aux sept keshvars, comme figuration archétypique, est un instrument de méditation. Elle se présente à la façon d’un mandala. Elle guide une marche de la pensée qui procède non pas par voie syllogistique ou dialectique, mais à la façon du ta’wil, l’exegesis des symboles, exégèse spirituelle qui est reconduction à l’origine, laquelle est le centre, là où précisement se peut occulter et manifester l’occulte

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No es necesario repetir aquí la relevancia de las ideas de mandala y de centro en Rayuela. Bastará con recordar ese famoso pasaje del capítulo 82 : «Así por la escritura me acerco a las Madres, me conecto con el Centro –sea lo que sea. Escribir es dibujar mi mandala…». Ya sabemos que Cortázar se había apropiado de estos dos sustantivos al leer los libros de Eliade, en el 56 (véanse los artículos dedicados al autor de Images et symboles, en esta misma sección); pero Corbin les confiere una dimensión de sentido nueva, relacionada con la idea de una doble textualidad, que encaja como un guante con el rumbo definitivo que habría adquirido el libro de Cortázar. El nuevo sentido no anula al anterior, sino que se le añade, yuxtaponiéndose al mismo. Se hace necesario, entonces, leer entre líneas; la dimensión corbinana del sentido de «mandala» y de «centro» está disimulada (como connotación) tras la acepción eliadiana (que es su denotación), tal como la estructura de un edificio se halla disimulada tras su fachada. Y así, la idea de una metafísica del personaje sirve de coartada para hablar veladamente de una metafísica del texto.

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El otro término que nos falta por ver, Gestalt, aparece hasta tres veces en el libro de Corbin. Y siempre lo hace en relación con una misma idea: la de una reconstrucción de la imagen arquetipal que subyace tras cierta apariencia formal, a la que motiva. O sea; exactamente lo mismo que acontece en el Ta’wil, descrito de este modo en la página 105 de la Terre céleste: «hermeneutique spirituelle, capable de valoriser tous les symboles en les «reconduisant» à l’archétype.» Corbin suele ilustrar esta idea con la metáfora musical, que aquí ya ha aparecido antes, de la progressio armonica:

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se trata, en este modo de pensamiento cíclico, de algo semejante a una percepción armónica. O más bien podemos decir que se trata de la percepción de una estructura constante, igual que una misma melodía puede sonar a alturas distintas. En cada interpretación los elementos melódicos son diferentes, pero la estructura es la misma; es la misma melodía, la misma figura musical, la misma Gestalt (Cuerpo espiritual, p. 96)

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Precisamente este término, y en el mismo sentido de «reconstrucción» de un arquetipo oculto, es usado por Cortázar en el cap. 109 de Rayuela para describir el propósito último de la obra:

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El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran las más importantes, las únicas que realmente contaban (cap. 109)

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Aquí la alusión a una ocultación textual es flagrante. Y de este modo, la noción de Gestalt, tal como Corbin la presenta en su libro, nos aporta una perfecta definición de lo que Rayuela demanda de su lector activo y cómplice –es decir, entusiasta–: reconducir las metáforas del libro (como la de París, por poner solo un ejemplo) al arquetipo (para decirlo en los mismos términos que Corbin) que se halla oculto tras ellas. En Rayuela, como en el Ta’wil, se trata de llevar de vuelta el sentido literal a lo que constituye su primer y último sentido. Ello es: su centro, su origen; aquello que se nombra en el «Cuaderno de Bitácora» con la noción inventada de Disculibro, y que no es otra cosa que el Rayuela insólito, del cual siempre se puede decir : Si l’on ne comprend pas les ressorts, tout l’ensemble des faits spirituels qui s’y rattachent reste incompréhensible

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31 de mayo de 2012

Apócrifas morellianas (26)

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El ritmo provoca una expectación, suscita un anhelar. Si se interrumpe, sentimos un choque. Algo se ha roto. Si continúa, esperamos algo que no acertamos a nombrar. El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga «algo». Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo. Así pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido sino una dirección, un sentido. El ritmo no es medida, sino tiempo original

El ritmo no es medida: es visión del mundo.

Gracias al ritmo percibimos esta universal correspondencia; mejor dicho, esa correspondencia no es sino manifestación del ritmo. Volver al ritmo entraña un cambio de actitud frente a la realidad; y a la inversa: adoptar el principio de analogía, significa regresar al ritmo. Al afirmar los poderes de la versificación acentual frente a los artificios del metro fijo, el poeta romántico proclama el triunfo de la imagen sobre el concepto, y el triunfo de la analogía sobre el pensamiento lógico.

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Octavio Paz, El arco y la lira

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25 de mayo de 2012

Entusiasmosofía (VII)

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Tiempo atrás vimos en este blog el relato de la composición de la Marsellesa, tal como lo cuenta Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad, para ilustrar los mecanismos cognitivos implicados por la cuestión del Rayuela insólito (véase artículo del 12/9/2010). De ese mismo libro de Zweig quiero reproducir ahora, en la sección de Entusiasmosofía, parte del capítulo dedicado a Händel, en el que el escritor austríaco, con la maestría que le es propia, nos muestra un hermoso y emotivo episodio de creación. La Gracia tiene en ello un protagonismo decisivo; he aquí lo que lo hace pertinente para nosotros.

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El capítulo lleva por título «La Resurrección de Georg Friedrich Händel. 21 de agosto de 1741» (Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas , Barcelona, Acantilado, 2002, trad. por Berta Vias Mahou, pp. 95 a 119). Mi selección abarca desde la página 102 hasta la 111; para centrarme en la cuestión de la Gracia, prescindo del primer episodio relatado por Zweig, que describe un fuerte ataque de apoplejía sufrido por Händel unos años antes de lo que viene a continuación, y del que se recuperaría de forma milagrosa. Prescindo también del resto del capítulo (pp. 112-119), que relata la exitosa recepción de El Mesías, su filantrópico destino, y la muerte del compositor. Más allá de mi selección, me abstengo de realizar cualquier comentario para conducir el agua del texto al molino de mi Entusiasmo: el propio Zweig lo hace mucho mejor de lo que yo podría.

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El Mesías de Händel, por Zweig

(extracto)

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En el año 1740 Händel se siente de nuevo un hombre vencido, arruinado, escoria y ceniza del prestigio de otro tiempo. (...) Por primera vez, este hombre colosal se siente cansado. Por primera vez, el espléndido combatiente se ve vencido. Por primera vez, agotada, la sagrada corriente del placer creador, que desde hace treinta y cinco años desbordara fecunda todo un mundo, se paraliza. De nuevo, se ha terminado. De nuevo. Y el desesperado lo sabe o cree saberlo. Se ha terminado para siempre. ¿Para qué me permitió Dios resucitar tras mi enfermedad, si los hombres vuelven a sepultarme?, suspira. Sería mejor que hubiera muerto, en lugar de, como una sombra de mí mismo, vagar por este mundo helado, vacío. Y en su rabia a veces murmura las palabras de aquel que fue colgado en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

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(...) Durante esos meses Händel anda vagando de noche por Londres. Sólo muy tarde se atreve a salir de su casa, pues durante el día los acreedores esperan ante la puerta con los pagarés vencidos, para atraparle. (...) [En ocasiones] se sienta en una taberna. Pero a quien conoce la elevada embriaguez, dichosa y pura, de crear, le repugna el aguardiente de mala calidad. Y a veces, desde el puente clava la vista en el Támesis, en la negra y muda corriente nocturna. Y se pregunta si no sería mejor librarse de todo en un decidido impulso, para no tener que seguir cargando con el fardo de ese vacío, ni con ese horror a la soledad, abandonado por Dios y por los hombres.

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Una vez más había estado vagando de noche. Aquel 21 de agosto de 1741 había sido un día de calor insoportable. Como metal fundido, el cielo se cernía sofocante y bochornoso sobre Londres. Al anochecer Händel había salido a respirar un poco de aire en Green Park. Allí, a la sombra insondable de los árboles, donde nadie podía verle, donde nadie podía importunarle, se había sentado, rendido, pues aquel cansancio pesaba sobre él como una enfermedad. Cansancio de hablar, cansancio de vivir. Y, ¿para qué o para quién? Como un borracho, se dirigió hacia su casa (...) movido por un único pensamiento, un único afán. Dormir, dormir, no saber nada más, sólo reposar, descansar, a ser posible para siempre. (...) Por fin estaba en su habitación. Encendió el mechero y prendió la vela sobre el atril. Lo hizo sin pensar, de una manera mecánica, como lo había hecho durante años para sentarse a trabajar. Pues en otro tiempo –un lastimero suspiro escapó involuntario por entre sus labios– de cada uno de sus paseos traía a casa una melodía, un tema. Y a la vuelta siempre los anotaba con precipitación, para no perder durante el sueño lo que se le había ocurrido. Ahora, en cambio, la mesa estaba vacía. No había allí ninguna partitura. La rueda del molino sagrado seguía quieta en la corriente helada. No había nada que empezar. Nada que terminar. La mesa estaba vacía.

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Pero, no. ¡No estaba vacía! ¿No brillaba allí sobre el claro rectángulo un papel, algo blanco? Händel lo cogió. Era un paquete, y vio que tenía algo escrito. Al instante, rompió el sello. Encima había una carta, una carta de Jennens, el poeta que había compuesto para él el texto de Saúl y de Israel en Egipto. Le envía, dice, una nueva composición y espera que, misericordioso, el gran genio de la música, el phoenix musicae, se apiade de sus pobres palabras, y que con sus alas las transporte por el éter de la inmortalidad.

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Händel se estremeció, como rozado por algo desagradable. ¿Acaso Jennens quería burlarse de él, de él, del agonizante, del paralítico? Rasgó la carta, la arrugó y, arrojándola al suelo, la pisoteó.

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–¡Desgraciado! ¡Canalla! –bramó.

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Aquel inoportuno le había alcanzado en su herida más honda, más ardiente, desgarrándole hasta las entrañas, llegando hasta la más acibarada amargura de su alma. Furioso, sopló la vela, tanteó desconcertado hasta su dormitorio y se echó sobre la cama. Las lágrimas acudieron de pronto a sus ojos, y todo su cuerpo tembló con la rabia de su impotencia. ¡Maldito mundo, en el que aún se burlan del desvalido y en el que se atormenta al que sufre! ¿Por qué llamarle a él, al que se le había helado el corazón y al que ya no le quedaban fuerzas? ¿Por qué pedirle una de sus obras, cuando se le había paralizado el alma y sus sentidos no tenían ya vida alguna? Y ahora, a dormir, insensible como un animal. A olvidar. A dejar de ser. Pesadamente, aquel hombre alterado, perdido, se echó sobre su cama.

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Pero no pudo dormir. En él crecía la inquietud, una inquietud revuelta por la cólera, como el mar por una tormenta, una maligna y misteriosa inquietud. Se giró hacia el lado derecho y de nuevo se dio la vuelta hacia el izquierdo, y cada vez estaba más despierto. ¿No debería levantarse y examinar las palabras del texto? Pero, no, ¿qué efecto podía tener ya la palabra sobre él, el muerto? No, ya no había consuelo para él, a quien Dios había dejado caer en el abismo, apartándole de la corriente sagrada de la vida. Y, sin embargo, aún palpitaba en él un impulso, misteriosamente deseoso de saber. Y su impotencia no pudo sustraerse a ella. Händel se levantó, volvió a su gabinete y con las manos temblorosas por la emoción encendió de nuevo la luz. ¿Acaso un milagro no le había librado ya una vez de la parálisis del cuerpo? Tal vez Dios conociera también el remedio y el consuelo para el alma. Händel alzó el candelabro y lo acercó a aquellas hojas. El Mesías, ponía en la primera página. ¡Ah, de nuevo un oratorio! Los últimos habían sido un fracaso. Pero, intranquilo como estaba, volvió la hoja y comenzó a leer.

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Con las primeras palabras se estremeció. «Comfort ye». Así empezaba el texto. ¡Consolaos! Aquella palabra era como un sortilegio. Aquella palabra... No, no era una palabra, sino una respuesta, divina, una llamada angelical desde el cielo cubierto a su abatido corazón. Consolaos. Cómo sonaba aquella palabra creadora, edificante, cómo sacudía el interior de su alma atemorizada. Y apenas leída, apenas barruntada, Händel la oyó convertida en música, suspendida en las notas, convertida en una llamada, en un susurro, en un canto. ¡Qué felicidad! Las puertas se habían abierto. Volvía a sentir, volvía a oír la música.

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Las manos le temblaban mientras pasaba una página tras otra. Sí, había sido llamado, invocado. Cada una de aquellas palabras penetraba en él con un poder irresistible. «Thus saith the Lord». Así habló el Señor. ¿Aquellas palabras no eran para él, para él solo? ¿No era aquella la misma mano que le había arrojado al suelo y que después con su gracia le había levantado? «And he shall purify». Él os purificará. Sí, aquello le había sucedido a él. Y de una vez, las tinieblas fueron barridas de su corazón. Irrumpió la claridad y la pureza cristalina de una luz melodiosa. ¿Quién podía haber concedido tal poder reparador a la pluma de Jennens, a aquel poetastro de Gopsall, sino Él, el único que sabía de su desamparo? «That they may offer unto the Lord» Que ofrezcan sacrificios al Señor. Sí, encender una llama de sacrificio que brote del corazón ardiente, que llegue hasta el cielo, para dar respuesta, una respuesta a esa formidable llamada. Aquél «Proclama con fuerza tu palabra» era para él, sólo para él. Ah, proclamar aquello, proclamarlo con la impetuosidad de estremecedoras trompetas, del coro arrebatado, con el estruendo del órgano, y que una vez más, como el primer día, la palabra, el logos sagrado, despierte a los hombres, a todos ellos, a los otros, que aún caminan desesperados por la oscuridad. Pues en verdad «Behold, darkness shall cover the earth», la oscuridad cubre la Tierra. Y ellos aún no conocen la dicha de la redención que en ese instante ha tenido lugar para él. Y apenas lo ha leído, ya bulle en él a borbotones, plenamente formada, la exclamación de gratitud: «Wonderful, counsellor, the mighty God». Consejero admirable, Dios todopoderoso. Sí, ensalzarle, al Altísimo, que conocía el remedio y lo llevó a cabo. A Él, que devolvía la paz al corazón conturbado. «Pues el ángel del Señor se presentó ante ellos». Sí, con alas de plata había descendido hasta su cuarto. Y le había rozado y le había redimido. Cömo no agradecerlo, cómo no dar gritos de alegría y de júbilo con mil voces unidas a la suya propia. Cómo no cantar y glorificarle: «¡Glory to God!».

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Händel inclinó la cabeza sobre las páginas, como bajo una fuerte tormenta. Todo el cansancio había desaparecido. Jamás había sentido así su propia fuerza. Nunca antes había sentido que fluyera de ese modo, sin interrupción, toda aquella alegría creadora. Y una vez más las palabras caían sobre él como chorros de luz cálida y disolvente, cada una dirigida a su corazón, implorando, liberando. «Rejoice.» Regocijaos. Cuando, magnífico, se desató el canto de aquel coro, él levantó la cabeza maquinalmente, y los brazos se estiraron. «Él es el verdadero Redentor.» Sí, quería dar testimonio de ello, como no lo había hecho ningún otro mortal. Y como un rótulo luminoso elevar su testimonio sobre el mundo. Sólo el que ha sufrido mucho conoce la dicha. Sólo el que ha sido puesto a prueba vislumbra la última bondad de la gracia. Y él debe dar fe ante los hombres de la resurrección, por amor al que ha sufrido la muerte. (...) No, Dios no había dejado que su alma permaneciera en la tumba de su desesperación, ni en el infierno de su impotencia. A él, un hombre constreñido, olvidado. No, le había vuelto a llamar, para que llevara a los hombres un mensaje de alegría. «Lift up your heads.» Levantad la cabeza. Aquello, aquel gran mandato de anunciación, brotaba resonando desde su interior. Y de pronto se estremeció, pues allí, escrito por la mano del pobre Jennens, ponía: «The Lord gave the word.»

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Se quedó sin respiración. Había allí una verdad expresada por un hombre cualquiera. El Señor le había concedido la palabra. Le había sido dada desde arriba. «The Lord gave the word.» De Él venía la palabra. De Él, el sonido. De Él, la gracia. Y a Él había de volver. Había que elevarlo hacia Él con la marea del corazón. Cantar un himno de alabanza hacia Él era el deber y el deseo de cualquier creador. Ah, entenderla y retenerla, elevarla y sacudirla, la palabra, extenderla y propagarla, para que fuera tan amplia como la Tierra, para que englobara todo el júbilo de la existencia, para que fuera tan grande como Dios, que la había concedido. Ah, la palabra, mortal y perecedera, reconvertida en eternidad por la belleza y por un entusiasmo sin límites. Y allí estaba escrita, allí sonaba, la palabra que podía ser repetida, transformada hasta el infinito. Allí estaba: «¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! » Sí, había que reunir todas las voces de la Tierra, las claras y las oscuras, la enérgica del hombre, la flexible de la mujer, hincharlas, aumentarlas y modificarlas, enlazarlas y separarlas en rítmicos coros, dejar que ascendieran por la escalera de Jacob de los tonos. (...) ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! Con aquella palabra, con aquella gratitud, crear un grito de júbilo que desde la Tierra resonara de vuelta hasta el Creador de todas las cosas.

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Las lágrimas oscurecieron los ojos de Händel. Tan formidable era la devoción que le oprimía. Aún quedaban páginas por leer, la tercera parte del oratorio. Pero tras aquel «¡Aleluya! ¡Aleluya!» no pudo continuar. Aquel regocijo vocal le colmaba, se tensaba y expandía, y dolía como un fuego líquido que quisiera salir a chorros, desbordarse. Ah, cómo apremiaba, cómo oprimía, pues quería salir de su interior. Quería subir y regresar al cielo. Con precipitación, Händel agarró la pluma. Y trazó unas cuantas notas. Uno tras otro, los signos se formaban con una mágica rapidez. No podía detenerse; como un barco con la vela hinchada por la tempestad siguió adelante, adelante. A su alrededor, la noche guardaba silencio, y una húmeda oscuridad se cernía sobre la gran urbe. Pero en él la luz discurría como un torrente. E imperceptiblemente la habitación resonaba con la música del universo.

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(...) En tres semanas Händel no abandonó la habitación. Cuando le traían la comida, precipitadamente desmenuzaba con la mano izquierda unas cuantas migas de pan, mientras la derecha seguía escribiendo, pues no podía parar, era como si le hubiera sobrevenido una gran borrachera. (...) Durante aquellas semanas Georg Friedrich Händel perdió la noción del tiempo, de las horas. Ya no diferenciaba el día de la noche. Vivía por completo en aquella esfera en la que el tiempo sólo se mide por el ritmo y el compás. Se agitaba arrastrado tan sólo por la corriente que brotaba de sí mismo, cada vez más salvaje, cada vez más apremiante a medida que la obra se acercaba a la sagrada catarata, al final. (...) En toda su vida, jamás le había sobrevenido un arrebato creador como aquél. Jamás había vivido ni experminetado la música de aquel modo.

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Al fin, al cabo de tres semanas –algo inconcebible aún hoy y para siempre–, el 14 de septiembre la obra estaba terminada. La palabra se había hecho música. Inmarchitable, florecía y resonaba lo que hasta entonces sólo era un discurso seco, descarnado. El alma inflamada había realizado el milagro de la voluntad, como en otro tiempo sobre el cuerpo paralizado el de la resurrección. Todo estaba escrito, creado, trazado, desplegado en melodía, en impulso. Sólo faltaba una palabra, la última: «Amén» (...) Y como el aliento divino, su fervor penetró en esas notas finales de su gran oración, que resultaron tan amplias como la Tierra y se llenaron de su plenitud. (...) colmó todas las esferas, como si en aquella triunfal melodía de agradecimiento también cantaran los ángeles, y el techo, con ese eterno «¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!», saltara hecho pedazos sobre él.

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