Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

11 de agosto de 2010

Casuística (2): La Piedra Lunar

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La Piedra Lunar

(The moonstone, Wilkie Collins, 1868)

Trad. de José C. Vales

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Formulemos, de nuevo, el punto de partida: Cortázar confiesa escribir Rayuela bajo un particular estado de conciencia, que él denomina swing. Ahora, 47 años después de su publicación, descubro una lectura de ese libro que difiere radicalmente de la lectura común (véase el Expediente Amarillo), y me pregunto si ese swing no tendrá algo que ver con la percepción de esa nueva lectura. Ésta es mi hipótesis: hay en Rayuela dos libros distintos, uno común, el otro extraordinario, y para leer este último debemos swinguear, balancearnos, cortazarear. En mis propios términos: debemos entusiasmarnos.

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¿Acaso resulta esto tan extraño? Desde que concebí esta hipótesis he ido recolectando una casuística ilustrativa sobre la cuestión. El primer caso lo expuse ya en el anterior artículo de este blog, titulado Las dos conciencias en Castaneda. El segundo caso me lo proporcionó, casualmente, La Piedra Lunar de Wilkie Collins.

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Antes de entrar en el análisis de este segundo caso quisiera consignar, por curioso, cómo llegué a esa novela. Cortázar remite a ella en una carta que escribe a su amigo Jean Barnabé en 1960; es la carta que yo he bautizado como “la carta delatora”, por cuanto en ella Cortázar alude abierta y directamente, por primera y única vez, a esa otra lectura de Rayuela que yo postulo, y según la cual este libro, al modo de La Piedra Lunar, dice el propio Cortázar, repite y modifica un mismo episodio. Así pues, emprendí la lectura de la novela de Collins con el propósito de contrastarla con el libro de Cortázar y comprender mejor el sentido de esas declaraciones; y ahí encontré, además de lo que ya buscaba (la repetición de un episodio), un regalo inesperado, en la forma de nuevos elementos para aportar a mi incipiente teoría del entusiasmo. Y es que la clave argumental del libro de Collins, fundando lo que llegaría a ser un tópico en las novelas policíacas, es como una paráfrasis de mi propia hipótesis: para llegar a descubrir al criminal, el investigador, a su vez, debe ponerse a su altura; debe criminalizar. Este hallazgo sobre el texto de La Piedra Lunar fue para mí una feliz casualidad; para Cortázar debió tener un alcance mayor, probablemente, con relación a la composición de Rayuela. Pero este otro alcance lo comentaremos en otro artículo, más adelante; por el momento, aquí nos limitaremos a detallar el valor del libro de Collins como caso ilustrativo de la teoría del entusiasmo.

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(Último aviso: La piedra lunar es una novela policíaca, y lo que voy a exponer en Casuística (2) a propósito de ese libro desvela aspectos importantes de su trama. Así pues, si no lo han hecho ya, les recomiendo que se lean esa estupenda novela antes de continuar conmigo. Este paréntesis les servirá de punto de lectura de mi artículo para cuando vuelvan.)

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Vamos allá: La cuestión de las alteraciones de la conciencia es precisamente la clave del argumento de La piedra lunar; en particular, las alteraciones derivadas de la ingestión de sustancias químicas. Collins conocía el asunto de primera mano; debido a sus problemas de reumatismo, con fuertes dolores que le postraban en la cama durante días, consumía opio con fines analgésicos. Es probable que su experiencia con esa droga le inspirase el argumento de su novela; en cualquier caso, la clave de los hechos sujetos a investigación en su libro –a saber: el robo y la desaparición de un diamante- está precisamente en el opio, ya que el autor material del robo –el personaje central del libro, el joven Franklin Blake- ha actuado durante la noche de autos bajo los efectos del láudano, tomado por él sin saberlo, de una forma completamente fortuita. Una vez han pasado esos efectos, Blake es absolutamente incapaz de recordar sus actos; su propia sorpresa ante el robo es completamente honesta, y hasta tal punto es así que se convierte en el más ahincado investigador del delito.

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Así pues, el ladrón lo es sin tener él mismo constancia de ello. Y ahora viene lo que más nos interesa aquí: un año más tarde, para llegar a elucidar lo que pasó la noche del robo, Blake acepta someterse a un experimento. Tal experimento consiste en repetir la ingestión de láudano, en unas circunstancias lo más similares posible a las de la noche de autos: la misma dosis, la misma hora, el mismo lugar, los mismos actos previos y las mismas condiciones mentales previas. Reproducido ese contexto, y nuevamente bajo los efectos del láudano, Blake repite de forma casi exacta los mismos gestos y la misma conducta con los que se había manejado para sustraer el diamante, y que, como ya hemos dicho, permanecían totalmente desconocidos para él en el estado de conciencia normal.

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En otros términos: el estado alterado de conciencia creado por el opio en la psique de Blake actuó como un registro cognitivo independiente, inasequible para el estado de conciencia ordinario. Para acceder otra vez a ese registro, Blake debía someterse a las mismas condiciones que permitieron generarlo en su momento: sólo así logra recuperar la memoria depositada ahí. En suma: para llegar a recordar su acto opiáceo, Blake debe opiacear de nuevo.

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Como ya hemos dicho, Wilkie Collins conocía sin duda las alteraciones de la conciencia procuradas por la ingestión de opio. Resulta factible, además, visto el argumento de su libro, que hubiera meditado sobre el hecho de que el opio conduce cada vez a unos mismos paisajes psíquicos, cuya actualización resulta, sin embargo, prácticamente imposible desde el estado de conciencia ordinario. Y también resulta factible, por ende, que previera ciertos reparos críticos a esta comprensión, a la que él había accedido por su propia experiencia, por parte de los lectores que nunca hubieran consumido opio, o que no hubieran profundizado en sus efectos.

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Esto último, lo de que Collins previera ciertos reparos, se deduce por el hecho de que en la propia novela procura aducir algunos testimonios médicos para refrendar el giro inusitado de su argumento. A su vez, esos testimonios que el escritor inglés aduce nos sirven a nosotros para refrendar nuestra hipótesis; el celo de Collins repercute a favor mío, desplegando el ‘caso Collins’ en tres casos distintos.

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Vamos a analizar unos fragmentos de la novela en los que se trasluce todo lo que queremos exponer aquí. Collins divide su novela en dos partes: la Primera Época, que contiene el relato largo y pormenorizado de Gabriel Betteredge, mayordomo de la casa; y la Segunda Época, que recopila ocho narraciones distintas de los hechos según diversos testigos; nuestros fragmentos pertenecen a la Tercera Narración de esta segunda parte, ‘a cargo de Franklin Blake’, y transcriben el diálogo que este joven sostiene con el personaje que descubrió las extrañas circunstancias psico-físicas en que se produjo el robo, el doctor Ezra Jennings.

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Jennings le pregunta a Blake lo siguiente:

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-¿Cree usted, como yo, que actuó bajo los efectos del láudano la noche del cumpleaños de lady Verinder?

-Desconozco absolutamente cuáles son los efectos del láudano, y no me atrevería a dar una opinión al respecto –le respondí-. Sólo puedo aceptar lo que usted me diga y asumir que está en lo cierto.

-Muy bien. La siguiente cuestión es ésta: usted está convencido y y yo también lo estoy, ¿cómo podremos convencer a los demás?

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Ésta es precisamente la cuestión, también para mí: ¿Cómo puedo convencer a los lectores de Rayuela de que ese libro es dos libros, según el estado psíquico en que se lo lea? Parece que Collins, previendo esa dificultad, se propuso ahorrarme el esfuerzo:

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-No crea que voy a cansarlo con una lección de psicología –me dijo-. Pero para ser justo con usted y conmigo mismo, creo que debo demostrarle que no le estoy pidiendo que ensayemos este experimento porque se trate de una teoría de mi propia invención. Hay autoridades reconocidas en la materia y teorías contrastadas que avalan mi posición. Concédame usted cinco minutos de atención y me comprometo a demostrarle que la ciencia acepta lo que yo le propongo, por fantástica que pueda parecerle mi proposición.

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Cabe advertir que Collins va a usar aquí su habilidad de escritor para apoyar su argumentación. Para empezar, hay una ligera manipulación en la valoración de las fuentes y en las conclusiones que de ellas se derivan: por ejemplo, esa afirmación de que ‘la ciencia lo acepta’, a la luz de los testimonios que se van a mostrar, resulta demasiado fuerte.

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-En este libro, en primer lugar, se expone el principio filosófico en el cual me baso, descrito nada menos que por el doctor Carpenter. Léalo usted mismo.

Y me entregó el trozo de papel que servía de señalador en el libro. Allí estaban escritas las siguientes palabras: “Parece que hay fundamentos para creer que toda impresión sensorial que ha sido alguna vez recogida por la conciencia queda registrada, por así decirlo, en el cerebro y es susceptible de ser reproducida cierto tiempo después, aunque la mente no tenga conciencia de ella”.

-¿Lo ha comprendido?

-Perfectamente.

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Esa pregunta directa de Jennings (‘¿Lo ha comprendido?’) es en realidad un disimulado apóstrofe al lector, con el doble propósito de envolverlo en la respuesta (‘Perfectamente’) y de conducirlo a una aceptación implícita de las tesis sugeridas por el primero. Este mismo recurso, tanto a través de preguntas como de formas imperativas de los verbos, se repite a lo largo de todo el diálogo entre Blake y Jennings: allí donde Jennings dice ‘usted’, y donde Blake dice ‘yo’, podemos leer perfectamente ‘señor lector’, o sea, nosotros. (Cabe señalar que Cortázar utiliza un recurso equivalente en muchos diálogos de Rayuela, dirigiéndose implicitamente al lector con el estilo directo con que unos personajes se dirigen a otros: quizá lo tomase de Collins.) El propósito persuasivo de Collins continúa, por tanto, a caballo de las palabras y los gestos de Ezra Jennings:

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Empujó entonces el libro abierto sobre la mesa, hacia mí, y me señaló un pasaje subrayado con lápiz.

-Ahora –me dijo- lea el relato de un caso que guarda, en mi opinión, una estrecha relación con el suyo y con el experimento que le estoy proponiendo. Tenga en cuenta, señor Blake, antes de comenzar, que estamos hablando ahora de uno de los fisiólogos ingleses más importantes. El libro que tiene usted en las manos es la Fisiología humana del doctor Elliotson y el caso que cita el doctor viene avalado por la autoridad del famoso señor Combe

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Las encarecidas autoridades citadas por Jennings (los doctores Carpenter y Elliotson, el señor Combe) no son ficticias; las oportunas notas del traductor nos ayudan a situarlas:

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William Benjamin Carpenter (1813-1885) fue uno de los fundadores de la neurología comparativa y la psicología moderna. Su principal trabajo son los Principles of General and Comparative Phsysiology (1839).

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El médico inglés John Elliotson (1791-1868) estudió la hipnosis, el mesmerismo y la frenología.

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El fisiólogo y frenólogo Andrew Combe (1797-1847) adquirió notoriedad con sus Observations in Mental Derangement (1831) (...) La frenología fue una doctrina muy popular a finales del siglo XVIII y durante la primera mitad del XIX: explicaba la psicología y la conducta humana humanas de acuerdo con los abultamientos y formas del cráneo.

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Si el anterior pasaje de Carpenter leído por Blake contenía los fundamentos teóricos del asunto, el nuevo pasaje del libro de Elliotson que Jennings le señala al protagonista constituye ahora un caso particular, un ejemplo concreto, con pretendido valor probatorio:

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“El doctor Abel me contó el caso de cierto mozo de almacén, un irlandés que era incapaz de recordar, cuando estaba sobrio, lo que había hecho cuando estaba borracho; sin embargo, al volver a emborracharse, recordaba perfectamente lo que había hecho durante su período de embriaguez anterior. En cierta ocasión, estando borracho, perdió un paquete de cierto valor y en el período posterior de sobriedad no supo dar cuenta del mismo. Cuando se emborrachó otra vez recordó que había dejado el paquete en cierta casa; como el paquete no llevaba dirección, había permanecido a salvo y pudo recuperarlo cuando fue a buscarlo”.

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Y aquí el novelista repite el recurso que ya hemos analizado antes:

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-¿Lo entiende? –me preguntó Ezra Jennings.

-Está muy claro.

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Sin embargo, pese a estar ‘muy claro’, Jennings hace el amago de aquilatar su hipótesis con más pruebas:

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-Como puede ver, no he hablado sin un aval científico solvente –advirtió-Pero si aún no está convencido, no tengo más que ir a esa estantería y así podrá leer todos los pasajes sobre el asunto...

-Estoy plenamente convencido –le dije-, sin necesidad de leer una palabra más.

-En ese caso, podemos ahora volver a la cuestión de su interés personal por este asunto.

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Es cierto que las autoridades citadas por Jennings son reales, y que los pasajes aportados constituyen argumentos a favor de las tesis propuestas: pero resulta a todas luces exagerado hablar de ‘aval científico solvente’. Por un lado, el doctor Carpenter inicia su pasaje diciendo ‘Parece que hay fundamentos para creer...”, lo cual no resulta un dato muy científico, que digamos. Por el otro lado, el pasaje sobre el anónimo irlandés borracho está mediado por tres narradores distintos: Elliotson dice que Combe dice que el doctor Abel conoció el caso de... Finalmente: si realmente hay otros testimonios ‘solventes’ depositados en la estantería de Ezra Jennings, el raudo convencimiento de Franklin Blake nos veda el acceso a ellos; aquí, definitivamente, el autor nos la está jugando. Nos ha mostrado unos testimonios reales pero más bien débiles, discutibles, y es que no dispone de otros, aunque quiera dar la impresión de lo contrario: los que muestra son los más fuertes, sino los únicos, con los que cuenta. En definitiva: no, no hay certeza científica alguna, sino apenas unas pocas especulaciones, y unos escasos testimonios, por más que provengan de reputados investigadores. Franklin Blake se deja convencer en seguida; sin embargo, tan sólo el experimento al que se va a exponer dará la firmeza definitiva a ese convencimiento.

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Dirá usted que lanzo piedras sobre mi propio tejado; tanto el cuestionamiento de la solidez científica de los testimonios aportados por Collins –que, por añadidura, son decimonónicos-, como la delación de sus manipulaciones retóricas, van en detrimento de mi propia hipótesis sobre la doble lectura de Rayuela. En efecto: hasta aquí, a juzgar por lo dicho, podríamos quedarnos únicamente en que en La Piedra Lunar no hay certeza científica, y sí propósito persuasivo vinculado a la economía narrativa de la novela. Pero eso, en mi opinión, no es todo lo que hay, y no es lo principal; también está, en el fondo, la experiencia personal vivida por Wilkie Collins con el opio, y su voluntad de trasladarla al argumento de la novela, avalándola con los pocos comentarios científicos disponibles, y disimulando la escasez de los mismos con su saber hacer literario.

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Efectivamente, Ezra Jennings no va a dar ninguna ‘lección de psicología’, pero no para ahorrársela a su interlocutor, como pretende, sino porque simplemente no puede; sólo hay unas débiles ramas a las que cogerse, por ningún lado se ve el tronco del árbol. Collins lo sabe, y por eso insiste con sus triquiñuelas para persuadir a un lector que probablemente ‘desconoce absolutamente cuáles son los efectos del láudano’, que por tanto no debería ‘atreverse a dar una opinión al respecto’, y al que en suma no le quedaría más remedio que ‘aceptar lo que Collins le diga y asumir que está en lo cierto’, por más ‘fantástico’ que le parezca. Con sus artimañas, no es que Collins quiera hacernos comulgar con ruedas de molino: sino que intenta superar lo que prevé como dificultades derivadas de un asunto complicado. En realidad, por más que se intente racinalizar, argumentar y ejemplificar, la única forma de hacerse cargo plenamente de ese asunto es pasando por la misma experiencia.

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A favor de esta idea podemos aducir el siguiente fragmento del Prefacio a la obra, del propio autor, de 1868:

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Respecto al experimento psicológico que ocupa un lugar destacado en las últimas escenas de La Piedra Lunar, me he dejado guiar una vez más por lo principios citados [antes: señalar la influencia que el carácter de los individuos ejerce sobre las circunstancias]. De acuerdo con la documentación previa –extraída no sólo de los libros, sino también de labios de personas vivas que pueden considerarse verdaderas autoridades en la materia- y respecto al probable desenlace que dicho experimento habría tenido en la realidad, he preferido declinar el privilegio de todo novelista para imaginar lo que podría haber ocurrido y he estructurado mi relato de manera que las acciones fluyan como una consecuencia de lo que en verdad habría ocurrido... cosa que, me permito declarar ante el lector, es lo que realmente ocurre en estas páginas.

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Así pues, Collins confiesa que la principal fuente del experimento es el testimonio de personas vivas; aunque, en mi opinión, aquí está ocultando algo que quizá le acarrease problemas, a saber, que ese testimoniaje proviene en gran parte de sí mismo (¿cómo puede tener tanta seguridad, si no, en lo que ‘habría ocurrido’ realmente?).

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¿Y qué es lo que Collins dice, en definitiva, a partir de su experiencia? El diálogo entre el doctor Ezra Jennings y el joven Franklin Blake muestra las claves. En primer lugar, después de todo el despliegue persuasivo dirigido a convencer a Blake, Jennings expone sucintamente la cuestión:

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En ese estado de intoxicación mental debida al opio, usted podría haber hecho todo eso. (...) Al llegar la mañana, cuando los efectos del opio hubieran desaparecido con el sueño, se despertaría con tanta conciencia de lo que había hecho durante la noche como si hubiera estado en las antípodas.

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Y ahora llegamos a lo que es el núcleo del asunto, tanto para el argumento de La Piedra Lunar como para el caso que nos ocupa en el fondo:

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Si pudiéramos reproducir exactamente las circunstancias que se produjeron hace un año, sería fisiológicamente cierto que llegaríamos a un resultado exactamente igual al de entonces.

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Ésa es, justamente, la tesis: el estado psíquico procurado por una alteración de la conciencia constituye para la conciencia normal un compartimiento cognitivo prácticamente estanco, inaccesible. Parafraseando las palabras de Collins, aplicadas al caso de Rayuela, diríamos: si pudiéramos reproducir en nosotros el estado psíquico en que Cortázar escribió su libro, sería palpablemente cierto que llegaríamos a leerlo como la repetición de un episodio. Mientras no entremos en ese estado (el swing), o alguno aproximado (el entusiasmo, digo yo), el libro de Rayuela se nos muestra con la faz conocida hasta ahora: o sea, como un relato continuo. Me interesa subrayar dos diferencias importantes entre el libro de Cortázar y lo descrito en La Piedra Lunar: por un lado, lo que para el libro de Collins incumbe a un solo individuo –Franklin Blake-, en el caso de Rayuela implica a dos individuos distintos –el autor y su lector-; así pues, el mismo fenómeno está situado en niveles estructurales distintos, con alcances distintos. Por el otro lado, a diferencia del personaje de Collins, que es incapaz de recordar por sí mismo, Cortázar maneja la cuestión a plena conciencia y la incorpora con toda la intención y todo el cálculo a la composición de su libro.

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Pero ambas obras coinciden en algo muy importante: en el fondo, para hacerse cargo cabal del asunto, uno debe pasar por la misma experiencia. Las argucias retóricas de Collins están justificadas: en realidad, se trata de asumir que nos encontramos ante un oscuro misterio de la conciencia que la ciencia todavía no ha llegado a iluminar, pero al que han tenido acceso directo ciertas personas a lo largo de la historia. Esa es la cuestión para Collins, y también para mí. El doble aprendizaje de Carlos Castaneda; el argumento concebido por Wilkie Collins; la reflexión elaborada por el dr. Carpenter; el testimonio aducido por el sr. Combe; el libro doble concebido por Julio Cortázar: no estamos hablando de argumentos científicos, sino de testimonios. Y la única manera de refrendar personalmente esos testimonios, por lo que parece, es experimentando uno mismo.

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Estos, los enumerados, son los casos con los que contamos hasta ahora: un pseudo-antropólogo no reconocido; una novela fantasiosa; unos científicos desfasados; un irlandés borracho; y finalmente un servidor, un piantado desconocido que lee Rayuela en una forma enigmática y exclusiva. No es para tirar cohetes, que digamos. Pero no se vayan todavía: yo sí guardo en mi estantería un nuevo testimonio que puede, quizás, convencerles. En la jornada próxima de este blog contemplaremos este nuevo caso, ahora indiscutiblemente histórico: se trata de uno entre los catorce Momentos estelares de la humanidad consignados por Stefan Zweig en el que algunos consideran su mejor libro. No les diré de cuál de esos momentos estelares se trata, en concreto, hasta que llegue el momento de exponerlo (el próximo 11 de septiembre); a ver si ustedes mismos lo descubren. ¡Hasta entonces!

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11 de julio de 2010

Vía comparativa (1): Las dos conciencias en Castaneda


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Rayuela es sobre todo dos libros, dice el Tablero de Dirección. Ahora yo propongo entender eso mismo, tan familiar para los lectores del libro, de un modo insólito, a saber: el primero de esos libros se lee bajo el estado ordinario de conciencia; el segundo, bajo un estado alterado. Según esta idea, al ‘balanceo rítmico’ que anima la creación de Cortázar (cf. cap. 82) le correspondería, en el plano del lector, y para llevar a cabo una comunicación totalmente efectiva, otro estado no ordinario de conciencia: por ejemplo, el entusiasmo. El verdadero ‘lector cómplice’ de Rayuela, el deseado semblabe y frère de Cortázar, capaz de acceder a las insólitas profundidades de sentido de la obra, tiene que ser un lector entusiasta. En abstracto, la idea de fondo sería ésta: los distintos estados de conciencia funcionan como registros cognitivos diferenciados.
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Antes de analizar en profundidad esta cuestión en el seno de Rayuela y de la producción cortazariana, voy a aportar en este blog algunos testimonios para sostener esa idea, y voy a exponerlos en el mismo orden en que se me fueron presentando. Empezaré, por tanto, por el único caso que conocía antes de formularme esa hipótesis: se trata de los libros de Carlos Castaneda, o sea, la docena de volúmenes que forman el ciclo de “las enseñanzas de don Juan”, y que relatan cómo Castaneda se formó como brujo o chamán bajo la directriz de un indio yaqui.
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En esos libros se describe una cuestión que guarda cierto parecido con nuestro asunto, y que aquí llamaremos “las dos conciencias”. Nos centraremos en esa cuestión, dejando aparte toda controversia sobre el carácter real o ficticio de esas crónicas; aún en el caso de que fueran pura ficción, el mero hecho de haber sido concebida en ellas la posibilidad de “las dos conciencias” ya constituye para nosotros un precedente interesante.
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El fenómeno de “las dos conciencias” empieza propiamente en el quinto libro de la serie, El segundo anillo de poder, publicado originalmente en 1977: aquí descubrimos que el largo proceso aprendizaje de Castaneda con su maestro, don Juan, aparentemente ya relatado de forma completa en los cuatro primeros libros, y que ha abarcado un periodo de 13 años, se ha realizado en realidad en distintos estados de conciencia del aprendiz. A partir de que tiene conocimiento de ello, al aprendiz se le plantea un reto ineludible: el de recordar el desconocido conocimiento adquirido en esos otros estados de conciencia. Ese reto constituye en buena parte el argumento de los siguientes libros del ciclo.
El mejor modo de hacerse cargo de ello en estas páginas es acudir a los resúmenes del aprendizaje que el propio Castaneda dispone como prefacio de sus sucesivos libros. De este modo, para empezar, podemos leer el Exordium de El fuego interno, séptimo libro del ciclo, publicado en 1984 (edición en español de Swan, Avantos & Hakeldama, 1987, 3ª):
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En los últimos quince años, he escrito extensos relatos sobre mis relaciones de aprendiz con un brujo indio, don Juan Matus. (...)
La organización total de las enseñanzas de don Juan se basaba en la idea de que el hombre tiene dos tipos de conciencia. Él los nombró el lado derecho y el lado izquierdo, y de acuerdo a ello, dividió su instrucción en enseñanzas para el lado derecho y enseñanzas para el lado izquierdo.
Describió el primero como lo normal de todos nosotros, o el estado de conciencia necesario para desempeñarse en el mundo cotidiano. Dijo que el segundo era algo que no es normal, el lado misterioso del hombre, el estado de conciencia requerido para funcionar como brujo y vidente.
Las enseñanzas para el lado derecho las llevó a cabo en mi estado de conciencia normal. He descrito esas enseñanzas, a detalle, en todos mis relatos. (...)
Me ha tomado casi diez años recordar exactamente lo que ocurrió en las enseñanzas para el lado izquierdo.
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En ese mismo libro, el resumen continúa así (la cursiva es mía):
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Las enseñanzas para el lado izquierdo me fueron dadas cada vez que yo entraba en un estado único de claridad perceptual que él llamaba conciencia acrecentada. A lo largo de mis años de asociación con don Juan, repetidamente me hizo entrar en tales estados mediante un golpe que me daba con la palma de la mano, en la parte superior de la espalda.
Don Juan me explicó que, en un estado de conciencia acrecentada, la conducta de los aprendices es tan natural como en la vida diaria. Su gran ventaja es que pueden enfocar sus mentes en cualquier cosa con fuerza y claridad descomunales; pero su desventaja está en la imposibilidad de traer al campo de la memoria normal lo que les sucede. Lo que les acontece en tales estados se convierte en parte de sus recuerdos cotidianos sólo a través de un asombroso esfuerzo.
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Esta extrema dificultad de recordar lo acaecido en un régimen de conciencia acrecentada parece algo característico de estas fluctuaciones de la conciencia; podríamos compararlo, en un plano de cosas conocidas para nosotros, con lo difícil que resulta recuperar los sueños desde el estado de vigilia. Unos sueños en los cuales, no lo olvidemos, la conciencia tiene una libertad inusitada, pues no está sometida a las limitaciones espacio-temporales del estado de vigilia. Abundando en esa misma idea, Castaneda refiere lo siguiente en la introducción de El conocimiento silencioso, octavo libro del ciclo, de 1987 (en español por Swan, 1988):
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-A fin de recordar lo que estás percibiendo y entendiendo en estos momentos, necesitarás una vida entera –dijo- porque todo esto forma parte del conocimiento silencioso. En unos breves instantes habrás olvidado todo. Ése es uno de los insondables misterios de la conciencia de ser.
De inmediato, don Juan me hizo cambiar de niveles de conciencia con una fuerte palmada en mi costado izquierdo, en el borde de las costillas. Al instante mi mente volvió a su estado normal. Perdí a tal extremo mi claridad mental que ni siquiera pude recordar el haberla tenido.
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En este mismo texto, un poco más adelante, Castaneda introduce un nuevo elemento de gran importancia para nosotros; los argumentos racionales que la conciencia normal opone, como estrategias de resistencia, a la realidad de esos otros estados de conciencia:
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Me llevó años el poder hacer la conversión crucial de mi memoria de la conciencia acrecentada a la memoria normal. Mi razón y mi sentido común retrasaron esta conversión al estrellarse contra la realidad absurda e inimaginable de la conciencia acrecentada y del conocimiento directo. Por años enteros, el tremendo desajuste cognoscitivo resultante me forzó a buscar desahogo en el no pensar al respecto.
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Así pues, no se trata tan sólo de la dificultad de recordar; ahí interviene, además, la valoración y el juicio que la conciencia normal dispensa hacia esos otros estados: “absurdo”, “inimaginable”, “impensable”. De esta manera, la mente normal llega a liquidar la validez cognoscitiva de esos otros estados: su juicio es implacable. Más arriba, para traer el asunto a un terreno conocido, hablábamos de los sueños; en la misma línea, ahora podríamos hablar, por ejemplo, de cómo la conciencia normal tiende a despreciar sistemáticamente otro tipo de estado no ordinario de conciencia: el enamoramiento. ¿No hay en nosotros una propensión a sonreírse con condescendencia –o sea, con superioridad y escepticismo- ante alguien arrebatado por el amor? Y sin embargo, el enamoramiento provoca cambios valiosos en la conciencia: de repente, uno se vuelve audaz, ocurrente, entra en sintonía con la vida, se llena de luz... Esa sonrisa condescendiente, entonces, ¿no será una mezquina estrategia de la mente ordinaria para defenderse ante un estado superior de la conciencia?
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Volvamos ahora, sobre las enseñanzas de Don Juan, a una cuestión crucial para nuestra hipótesis pre-teórica: en un estado normal de la conciencia, desde el “lado derecho”, resulta extremadamente difícil para Castaneda recordar lo acaecido en el “lado izquierdo”. Sin embargo, no sucede lo mismo al revés: desde el ‘lado izquierdo’, con sus capacidades cognitivas aumentadas, el sujeto es capaz de recordar sus anteriores experiencias, ya sean de un estado de conciencia o del otro. Así pues, cada nivel de conciencia parece tener su propio régimen cognitivo y su propio registro de memoria; pero los recursos de la conciencia normal son limitados, están disminuidos, frente a los de la conciencia acrecentada.
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En la ‘Nota del autor’ que introduce El arte de ensoñar (noveno libro del ciclo, publicado en 1993, edición en español de Seix Barral, 1997, 5ª), Castaneda nuevamente recupera todas estas cuestiones. A efectos prácticos, podemos considerar la “segunda atención” de que se nos habla ahora como equivalente a la “conciencia acrecentada” que ya hemos visto antes:
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El segundo grupo de aprendices era extremadamente compacto. Consistía únicamente de tres miembros (...).
Estas tres personas interactuaban entre ellas y conmigo exclusivamente en la segunda atención. En el mundo de la vida cotidiana no teníamos la menor idea los unos de los otros. (...) Hacia el final, cuando don Juan estaba a punto de dejar el mundo, la presión psicológica de su partida empezó a menoscabar, en nosotros cuatro, los rígidos parámetros de la segunda atención. El resultado fue que nuestra interacción irrumpió en el mundo de los asuntos cotidianos y todos nos conocimos, aparentemente, por primera vez.
Ninguno de nosotros estaba consciente de nuestra profunda y ardua interacción en la segunda atención. Puesto que los cuatro estábamos involucrados en estudios académicos, terminamos más que conmocionados al descubrir que ya nos habíamos conocido antes. Por supuesto que esto era, y todavía es, intelectualmente inadmisible para nosotros. Sin embargo sabemos que fue totalmente parte de nuestra experiencia. Al final, nos quedamos con la inquietante certeza de que la psique humana es infinitamente más compleja de lo que nuestro razonamiento académico o mundano nos lo ha hecho creer.
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Una vez le preguntamos a don Juan al unísono que nos sacara de dudas. Dijo que tenía dos posibilidades explicativas. Una era aplacar a nuestra malherida racionalidad diciendo que la segunda atención es un estado de conciencia tan ilusorio como elefantes volando en el cielo, y que todo lo que creíamos haber experimentado en ese estado era simplemente un producto de sugestiones hipnóticas. La otra posibilidad era no explicar pero sí describir la segunda atención de la manera como se les presenta a los brujos ensoñadores: como una incomprensible configuración energética de la conciencia.
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Al comparar esos extraordinarios fenómenos que Castaneda describe en sus crónicas con otros fenómenos conocidos por nosotros (los sueños, el enamoramiento; podríamos añadir, también, los efectos de sustancias enteógenas) tan sólo pretendo poner de manifiesto unos comunes denominadores. Puede decirse que esos estados de conciencia acrecentada que Castaneda describe están en una relación análoga con respecto a la conciencia ordinaria como lo están los otros estados de conciencia que yo he sacado a colación: los sueños, el enamoramiento, los estados inducidos por los enteógenos. Postulo una analogía, una semblanza en las relaciones, que no una identidad de los términos; por un lado, en todos ellos, el ‘segundo estado’ tiene siempre características cognitivas distintas a las del estado de conciencia normal, con unas leyes aparentemente menos restrictivas que las de este último: o sea, mayor libertad. Por el otro lado, siempre resulta difícil ‘recuperar’–ya sea cuantitativa o cualitativamente- la información vigente en el ‘segundo estado’ una vez se ha vuelto a la conciencia ordinaria. Esa irreductibilidad parece indicar que el ‘continente’ de la conciencia ordinaria pueda ser más reducido con respecto a los de los ‘segundos estados’. Castaneda habla de ello, en El don del águila (sexto libro del ciclo, de 1984 -1986 por Swan-) en términos de una diferencia de intensidad, mayor en el segundo estado, y también de una diferencia entre pensamiento lineal y no lineal. Sea como sea, ese segundo estado parece estar preñado de nuevas posibilidades cognitivas.
En síntesis: lo descrito por Castaneda constituye un caso paradigmático de ‘segunda conciencia’. Bajo esta premisa, podríamos trasladar la analogía al caso de Rayuela, reformulando lo dicho al principio del artículo: el estado creativo de Cortázar (que él denomina swing o “balanceo”) sería un estado de ‘conciencia segunda’, y para recuperar la información dispuesta bajo su régimen particular de conciencia (o sea: el segundo libro consignado por el Tablero de Dirección), el lector debería situarse en un nivel de conciencia parecido: el entusiasmo, por decirlo de algún modo.
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Con ese requisito, el segundo libro de Rayuela se muestra como la repetición de un episodio (véase La carta delatora); sin ese requisito, el lector asiste a un texto desaliñado e incongruente, “absurdo”: pero estos atributos del texto, que deberían servir como piedra de escándalo para sugerir la necesidad de ese otro estado de conciencia en el lector, han sido reducidos por la crítica y por los lectores a meros componentes de una novela experimental. La bofetada zen de Cortázar, concebida como mecanismo propiciatorio de una “ruptura de nivel”, se ha quedado en mera agresión a las normas. Y así lo desconocido, la luz nueva que Cortázar quería traer al mundo literario, ha resultado neutralizada en favor de lo conocido.
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Sin embargo, todo esto permanece hasta ahora en un régimen hipotético; no tan sólo la nueva visión de la doble lectura de Rayuela, sino también la propia consideración abstracta del tema. El caso de Castaneda difícilmente tendrá valor probatorio alguno para los escépticos. Próximamente veremos con detenimiento dos nuevos casos en los que se manifiesta la misma cuestión, a cuál más interesante; el de Rayuela será luego considerado como un ‘cuarto caso’ en la serie. Les emplazo a encontrarnos de nuevo, con el siguiente caso, extraído, curiosamente, de La Piedra Lunar de Wilkie Collins, el próximo día 11 de agosto (les recomiendo que entretanto se lean esa estupenda y divertida novela, si es que no lo han hecho ya). ¡Hasta entonces!
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5 de julio de 2010

Presentación: De balanceos y entusiasmos

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Cortázar escribía Rayuela poseído por el swing, por ese balanceo rítmico del que habla en el cap. 82; confiesa ahí, incluso, que su escritura tenía sentido tan solo mientras duraba ese balanceo. Quizás deberíamos tener eso en cuenta al leer su libro. Quizás deberíamos, también, considerar ese swing como un estado alterado de conciencia, y preguntarnos si resulta posible entender cabalmente la obra resultante desde el estado de conciencia ordinario.

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¿Y por qué deberíamos hacer todo eso? Básicamente, porque resulta posible leer Rayuela de un modo distinto al que se conoce hasta ahora. En una página web publicada algunos meses atrás, titulada La Carta Delatora, muestro cómo Cortázar describió en un momento dado su mayor creación en unos términos inconciliables con la lectura “oficial” de la misma; después, en el documento denominado Expediente Amarillo, aporto otros argumentos que confirman y amplían esa nueva visión: y con todo ello planteo que las principales claves de sentido del libro no han sido descubiertas hasta hoy, a pesar de tantos lectores, a pesar de tanta literatura crítica.

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En la página 93 del Cuaderno de Bitácora, Cortázar escribe: “El que no lo vea será meritoriamente ciego”. En mi opinión, el autor alude ahí, precisamente, a lo que yo he descubierto ahora. ¿Acaso han estado meritoriamente ciegos esos tantos lectores, esos tantos críticos? Quizás sea así, metafóricamente. Cortázar declaró a Evelyn Picón Garfield: “El jazz me enseñó cierta sensibilidad de swing, de ritmo, en mi estilo de escribir. Para mí las frases tienen un swing, como lo tienen los finales de mis cuentos, un ritmo que es absolutamente necesario para entender el significado del cuento”. El capítulo 82 nos permite transportar esa declaración a Rayuela y aventurar que, para entender su sentido más profundo, hay que tener en cuenta el swing.

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¿Y qué significa ‘tener en cuenta el swing’? Se trata de la convicción de que a ese balanceo que alimentaba la escritura de Rayuela le corresponde, en el plano del lector, y si éste desea llegar a lo profundo de ese texto, una lectura basada en el entusiasmo. El entusiasmo entendido como descentramiento, como estado no ordinario de la conciencia. El entusiasmo entendido como el polo sur cognitivo con el que conecta el swing de Cortázar, el polo norte, y que nos permite acceder magnéticamente a las claves del sentido profundo de Rayuela. El entusiasmo entendido, en definitiva, como el requisito fundamental que Cortázar pide a su lector cómplice.

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No se trata tan sólo de comprender Rayuela de una forma distinta. Se trata, creo yo, de liberar una parte importante de la luz que trajo Julio Cortázar al mundo, una luz que puede iluminarnos a todos, y que permanece aprisionada bajo un enorme malentendido. Este blog, junto con la web de La carta delatora y junto al Expediente Amarillo, constituyen conjuntamente mi intento de liberar esa luz.

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10 de junio de 2010

Prefacios (2): LA LUZ DE LOS GRANDES


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Macaulay negaba la influencia de los grandes hombres sirviéndose de la analogía siguiente:
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El sol ilumina las colinas mientras está todavía en el horizonte, y las mentes privilegiadas descubren la verdad un poco antes de que se manifieste a la multitud. Tal es la magnitud de la superioridad de aquéllos. Son los primeros en captar y reflejar una luz que, sin su ayuda, pronto debe volverse visible para quienes están situados muy por debajo de ellos (“Essay on Dryden”, en Miscellaneous Writings, I, 186)
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Mill defenderá la opinión contraria a Macaulay y enmendará la analogía para hacer más comprensible su parecer:
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Llevando más lejos esta metáfora, se concluiría que si no hubiera existido Newton, el mundo, no sólo habría tenido el sistema newtoniano, sino que lo habría tenido igual de pronto; de la misma manera que el sol habría salido para quienes lo contemplan desde el llano, si no hubiera habido delante de ellos ninguna montaña para recibir antes los primeros rayos [...] Los hombres eminentes no se contentan con la luz que procede de la cima de la colina, ellos escalan hasta la cima y la invocan, y si ninguno hubiera ascendido hasta allí, la luz, en muchos casos, nunca habría iluminado el llano [J. Stuart Mill, A system of Logic, lib. VI, Cap. XI, 3, p. 612]
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Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca,
Tratado de la argumentación
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8 de junio de 2010

Prefacios (1): UNA PERSPECTIVA SUPERIOR



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En lugar de interpretar las grandes obras maestras a la luz de las teorías modernas, debemos criticar las teorías modernas a las luz de esas obras maestras una vez que se haya hecho explícita su voz teórica. (...) Tenemos más que aprender de ellas más de lo que sus autores pueden aprender de nosotros; debemos ser estudiantes en el sentido más literal de la palabra. Nuestros instrumentos conceptuales no llegan al nivel de esas obras; y, en lugar de «aplicar» a ellas nuestras metodologías continuamente cambiantes, deberíamos tratar de despojarnos de nuestras erróneas concepciones para poder alcanzar la perspectiva superior que tales obras ofrecen.
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René Girard, Literatura, mímesis y antropología
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Texto matriz: CAPÍTULO 82 DE 'RAYUELA'




82
Morelliana.

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¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que sólo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me saca a la superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro. Ese balanceo, ese swing en el que se va informando la materia confusa, es para mí la única certidumbre de su necesidad, porque apenas cesa comprendo que no tengo ya nada que decir. Y también es la única recompensa de mi trabajo: sentir que lo que he escrito es como un lomo de gato bajo la caricia, con chispas y un arquearse cadencioso. Así por la escritura bajo al volcán, me acerco a las Madres, me conecto con el Centro –sea lo que sea. Escribir es dibujar mi mandala: tarea de pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon.
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