Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

12 de septiembre de 2010

Casuística (3): "La marsellesa" según Zweig

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Leí La Piedra Lunar de Wilkie Collins en los días anteriores a un viaje que hice a Madrid para consultar la Biblioteca Cortázar de la Fundación Juan March. El grueso ejemplar que conseguí en aquel momento en la biblioteca, de tapa dura, resultaba demasiado voluminoso para mi apretada bolsa de viaje, de modo que decidí terminar su lectura antes de salir, y me dije que ya compraría cualquier otro libro en Madrid para amenizar las horas de vuelo y de espera en los aeropuertos.

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Esa previsión tuve felices consecuencias para mi investigación. Al llegar a la capital española resonaban todavía en mi mente los ecos del inesperado hallazgo realizado en el libro de Collins: nuevos y valiosos testimonios para mi teoría del entusiasmo aplicada a Rayuela -cf. Casuística (2)-, que se sumaban al otro testimonio con que ya contaba, el de Carlos Castaneda -cf. Casuística (1)-. Pero nada permitía prever que el libro que allí acabé comprando, en una feria de libros de ocasión, y de forma completamente azarosa, iba a suministrarme un testimonio igualmente inesperado y todavía más valioso. Casi puedo decir que se me apareció, entre las cajas repletas, como un desafío, como un llamado, al que respondí de buena gana: se trataba de los Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas, de Stefan Zweig (Barcelona, Acantilado, 2002).

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El quinto momento estelar escogido por Zweig en su selección es el origen del himno nacional francés: la crónica de la gestación y de la recepción de esta pieza musical constituye el capítulo que lleva por título “El genio de una noche. ‘La marsellesa’, 25 de abril de 1792”. Este capítulo, del que voy a transcribir diversos fragmentos a continuación, constituye, en efecto, un nuevo testimonio que avala mi hipótesis. Pero todavía hay más: esa deliciosa crónica del escritor austriaco, publicada en 1927, sobre los hechos relacionados con la ‘doble recepción’ del himno compuesto por Rouget de Lisle, adquirió inmediatamente ante mis ojos el aspecto de una sorprendente prefiguración de la “doble recepción” de Rayuela, aspecto que yo estaba investigando en la elaboración de mi Expediente Amarillo y del que estos Elementos para una Teoría del Entusiasmo son una consecuencia. Ante la evidencia, sólo cabe esta posibilidad: Zweig, a principios del siglo XX, tuvo una anticipación de Rayuela, de su condición de libro doble, así como de mi Expediente Amarillo, y escribió una alegoría profética sobre todo ello sobre la base de la composición de La marsellesa. La realidad no deja de sorprendernos. Veámoslo sobre el terreno:

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Momento 1: La gestación de una obra

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Tras una breve introducción al contexto general de la Francia de la época, Zweig empieza definitivamente su crónica dándonos a conocer los personajes y la situación. Estamos en Estrasburgo, año 1792:

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Así, el burgomaestre Dietrich, sin darle importancia, como pidiendo un favor a un conocido, pregunta al capitán Rouget –que sin derecho alguno se ha ennoblecido a sí mismo y se hace llamar Rouget de Lisle- si no querría aprovechar tan patriótico pretexto y componer algo para las tropas que han de partir, un canto de guerra para el ejército del Rin que al día siguiente marchará contra el enemigo.

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Rouget, un hombre discreto, insignificante, que nunca se consideró un gran compositor –sus versos jamás se editaron y sus óperas fueron rechazadas-, sabe que no le cuesta nada escribir versos de circunstancia. Para dar gusto al funcionario y al buen amigo, se declara dispuesto. Sí, lo va a intentar.

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El ambiente original que sirve de contexto para la composición de la obra, por tanto, es el de una pequeña y provinciana élite funcionarial y militar. Sin embargo, lo que acontecerá esa noche, la del 25 de abril, supera con creces los límites de ese contexto: la súbita aparición del genio.

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Medio inconsciente, escribe las dos primeras líneas (...).

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Allons, enfants de la patrie,

Le jour de gloire est arrivé!

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Después se detiene y se queda desconcertado. No suena mal. El principio es bueno. Ahora sólo falta encontrar el ritmo adecuado, la melodía para esas palabras. Saca su violín del armario. Ensaya. Y es milagroso. Ya en los primeros compases el ritmo se ajusta perfectamente a las palabras. A toda prisa sigue escribiendo, ahora ya transportado, ahora ya arrastrado por la fuerza que alienta en él. Y todo se agolpa de una vez. (...) Como bajo un ajeno dictado, Rouget escribe con precipitación, cada vez con mayor precipitación, las palabras, las notas. Le ha sobrevenido un ímpetu que repercute en su alma estrecha y burguesa como ningún otro hasta ahora. Una exaltación, un entusiasmo que no son suyos, un poder mágico, (...) arrastra al pobre diletante muy por encima de sus propios límites y, como un cohete, lo lanza –por un instante, luz y llama resplandeciente- hasta las estrellas. Durante una noche, al capitán Rouget de Lisle se le concede formar parte de los inmortales.

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Ahí está, pues, la creación, con sus misterios. Y hasta aquí, nada que difiera significativamente de cierta fenomenología de la composición. Pero la historia de la Marsellesa sólo ha dado un primer paso: lo que nos interesa en estos momentos está en el destino que le espera a la obra resultante de ese nocturno arrebato creativo.

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Momento 2: el Canto de Guerra para el Ejército del Rin

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El burgomaestre Dietrich, orgulloso de su agradable voz de tenor, se encarga de estudiar a fondo la canción. Y el 26 de abril, la noche de ese mismo día en el que de madrugada se escribieran la letra y la música, se interpreta por primera vez ante un público casual en el salón del burgomaestre.

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Parece ser que los oyentes aplaudieron complacidos, y es muy probable que al autor allí presente no le faltaran toda clase de amables cumplidos. Pero desde luego, los invitados del Hôtel de Broglie, en la plaza Mayor de Estrasburgo, no tuvieron la más mínima idea de que aquella noche una melodía inmortal acababa de batir sus invisibles alas en su presencia. Rara vez comprenden los contemporáneos a primera vista la grandeza de un hombre o la magnitud de una obra.

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Así pues, la primera audición de la obra ante el público resulta simplemente ‘complaciente’. Pero no nos engañemos: esa canción, que a nosotros nos suena exactamente igual que La marsellesa, con su misma partitura, con su misma letra y con su misma melodía, no es todavía La marsellesa, ni siquiera para su propio autor:

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El propio Rouget de Lisle, al que de la noche a la mañana le ha ocurrido ese milagro, desconoce tanto como los demás lo que, sonámbulo y guiado por un genio infiel, ha creado en una sola noche. (...) Con la pequeña altivez de un hombre pequeño intenta sacar provecho de ese pequeño éxito en su pequeño círculo de provincias. Manda hacer copias y se las envía a los generales del ejército del Rin. Entre tanto, siguiendo una orden del burgomaestre y el encargo de las autoridades militares, la banda militar de Estrasburgo ensaya el Canto de guerra para el ejército del Rin. (...) Pero durante el avance de las tropas a ninguno de los generales del ejército del Rin se le ocurre tocar o cantar esa melodía nueva. Y así parece que, como todas las tentativas anteriores de Rouget, el éxito en sociedad del “Allons, enfants de la patrie” no será más que flor de un día, un asunto de provincias que pronto será olvidado.

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La pieza es, pues, el Canto de guerra para el ejército del Rin. Lo es para su autor, y lo es para los primeros receptores de la obra. Y como tal, refiere Zweig, está destinada a un éxito escaso. Para que esa pieza, esa misma pieza, llegue a ser La marsellesa, debe cumplirse un requisito ausente hasta el momento; una condición fundamental, más allá de la felicidad de la composición, y que no llegará hasta dos meses más tarde. El cronista nos prepara para ello (la negrita es mía):

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“A entera satisfacción de toda la concurrencia” [en carta de la mujer del burgomaestre a su hermano, refiriéndole el estreno de la canción]. Hoy esto nos parece de una sorprendente frialdad. Pero esa impresión meramente complacida y ese aplauso meramente tibio son comprensibles, pues en su primera audición La marsellesa no pudo manifestarse en toda su genuina intensidad. La marsellesa no es una pieza de recital para una agradable voz de tenor, tampoco para ser cantada por una sola voz entre romanzas y arias italianas en un salón pequeño-burgués. Un canto que arrastra hasta alcanzar esos palpitantes y elásticos compases de desafío que llaman a los ciudadanos a coger las armas, se dirige a una masa, a una multitud. Y la instrumentación que le corresponde es el sonido de las armas, el resonar de las trompetas, los regimientos en marcha. No estaba pensada para unos oyentes que disfrutaran de ella cómoda e indiferentemente sentados, sino para quienes fueran sus cómplices, para los combatientes. La ejemplar marcha, ese himno triunfal, esa canción de muerte, ese canto a la patria, el himno nacional de todo un pueblo, no es para que lo cante una soprano o un tenor sin acompañamiento, sino para las miles de gargantes de toda una masa. Sólo el entusiasmo, del que en un principio naciera, concedió a la canción de Rouget ese poder enardecedor. La canción aún no ha prendido.

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Momento 3: La Marsellesa

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Pero a la larga, la energía innata de una obra no se puede ocultar ni desoir. Una obra de arte puede olvidarse con el tiempo, puede ser prohibida o rechazada, pero lo esencial acaba siempre por arrebatar la victoria a lo efímero. Durante un mes o dos no se vuelve a saber nada del canto del ejército del Rin. Los ejemplares impresos o manuscritos caen en manos indiferentes. Pero basta que una obra entusiasme de verdad a un solo hombre, pues todo entusiasmo auténtico es de por sí creador.

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(Yo mismo puedo dar fe de esto último, con respecto a La marsellesa: en la adolescencia era para mí un simple himno nacional –y extranjero, por añadidura- sin ninguna relevancia musical. Pero entonces vi el Napoleón de Abel Gance, y ahí, en la secuencia en la que la película entera se eleva, enérgica y sublime, con la música del himno, descubrí la belleza de esa melodía, la riqueza de su composición y el poder enardecedor de su ritmo. Para quién todavía no haya percibido estas cualidades, le recomiendo que vea esa secuencia del film que, si bien no es fiel históricamente, sí lo es en el espíritu de lo que nos está señalando Zweig: es el entusiasmo plasmado por Gance lo que permite oír la inmensidad de la canción.)

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Y finalmente llega el momento en que el Canto de guerra para el ejército del Rin se convierte definitivamente en La marsellesa. Faltaba ese requisito fundamental; y un tal Mireur será el encargado de aportarlo:

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En el otro extremo de Francia, en Marsella, el Club de los Amigos de la Constitución ofrece un banquete el 22 de junio para los voluntarios que parten al frente. En la larga mesa se sientan enardecidos quinientos jóvenes con su uniforme nuevo de la Guardia Nacional. En ese círculo vibra exactamente el mismo ánimo que el 25 de abril en Estrasburgo, aunque más ferviente, más impetuoso y más apasionado, gracias al temperamento sureño de los marselleses (...)

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De pronto, en medio del festín, un tal Mireur, estudiante de Medicina en la Universidad de Montpelier, hace sonar su vaso y se levanta. (...) el joven levanta el brazo derecho y entona una canción que ninguno de ellos conoce y de la que nadie sabe cómo ha llegado a sus manos. “Allons, enfants de la patrie.” Y ahora es cuando se enciende la chispa, como si hubiera caído en un polvorín. Un sentimiento y otro, los dos polos, se han tocado.

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Las historias de La Marsellesa y de Rayuela confluyen, aquí, definitivamente. El Rouget de Lisle poseído por el genio el 25 de abril encuentra en Mireur a su semblable y frêre, su auténtico lector cómplice. Mireur responde a la obra desde el entusiasmo, como un eco, como ese espejo escondido en su nombre; sintoniza con ese swing bajo cuyo influjo escribió Rouget su obra, y entonces –sólo entonces- surge ante él -de él- la obra maestra en todo su esplendor. Esa pieza era muchas piezas, pero sobre todo era dos piezas, y el intérprete quedaba emplazado a elegir entre una de las dos posibilidades: la primera era el Canto de guerra del Rin, perentoria, y la segunda La marsellesa, inmortal.

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La profecía se cumple: la doble faz de la canción de De Lisle es la prefiguración de los dos libros de Rayuela; Rouget es la representación profética de Julio Cortázar (excepto por la conciencia que tiene de su creación); y Mireur es la representación profética, escrita por Zweig a principios del siglo XX, ¡de Jorge Fraga! Y el gesto que Mireur hace, haciendo sonar su vaso al levantarse entre sus comensales, es mismamente mi Expediente Amarillo sobre Rayuela. ¡Qué visión la de Zweig, o mejor, la de la propia Historia! A partir de la intervención de Mireur, el entusiasta, el público ya no va a dudar:

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Irresistible, el ritmo desata en ellos una exaltación unánime, arrobada. Estrofa tras estrofa, es aclamado con júbilo. (...) Al día siguiente, la melodía está en miles y cientos de miles de labios. Se difunde en una reimpresión, y cuando el 2 de julio parten los quinientos voluntarios, con ellos avanza ese himno. Por la carretera, cuando se sienten fatigados, cuando su paso se vuelve cansino, basta con que uno entone la canción, y el arrollador movimiento les da ya a todos un renovado impulso. (...) Se ha convertido en su canción. Sin saber que estaba destinado al ejército del Rin, han adoptado ese himno, considerándolo el de su batallón, como el credo por el que han de vivir y morir. Les pertenece, como la bandera. Y en su avance apasionado quieren llevarlo por el mundo.

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La primera gran victoria de La marsellesa –que así se llama pronto el himno de Rouget- se produce en París. (...) Miles y cientos de miles aguardan en las calles, para recibirles solemnemente. Y cuando los marselleses se acercan, quinientos hombres cantando el himno como si lo hicieran con una sola garganta y marcando el paso, la multitud escucha con atención. ¿Qué himno espléndido e irresistible es ése que cantan los marselleses? (...)

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Se extiende como un alud. (...) En uno o dos meses, La marsellesa se ha convertido en la canción del pueblo y de todo el ejército. (...) Y los generales enemigos, que sólo pueden alentar a sus soldados con la vieja receta de la doble ración de aguardiente, ven con horror que no tienen con qué enfrentarse a la fuerza explosiva de ese himno “terrible”.

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Aquí, podríamos pensar que a Zweig se le fue la mano en su previsión profética. Y es que difícilmente el Rayuela ‘marsellés’ llegue a excitar el entusiasmo de toda una masa, de toda una nación. Pero no olvidemos que el régimen alegórico tiene sus trucos; y del mismo modo que los dos meses que median alegóricamente entre El canto de guerra del Rin y La marsellesa se han convertido en los 47 años que median realmente entre las dos lecturas de Rayuela, bien podemos entender que esa nación que va a recibir con júbilo el segundo Rayuela va a ser el despoblado país de los entusiastas.

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¿Fue realmente Zweig un profeta y un visionario? Si así fue, lo fue tanto como la propia Historia, de la que él es cronista. ¿No podría ser, más bien, que Cortázar hubiese leído el quinto de los Momentos estelares de Zweig y quisiera emular lo que en él se cuenta con su propia obra? En mi opinión no se trata ni de lo uno ni de lo otro, pero si hubiera que apostar por una de las dos improbabilidades, prefiero la primera, mucho más poética. De todos modos, lo que realmente nos importa aquí es esto otro: hay un mismo fenómeno y un mismo misterio, relacionados con el entusiasmo, en las historias respectivas de La marsellesa y de Rayuela. Menos controvertible que el de Castaneda, y más ajustado y certero todavía que los tres sacados del libro de Wilkie Collins, el testimonio aportado por Zweig constituye un precedente real para mi hipótesis de que Rayuela conserva en su seno otro libro, un libro latente que espera, para llegar a mostrarse, del entusiasmo del lector. El caso consignado por Zweig en “El genio de una noche” sienta jurisprudencia, a mi parecer, para el ‘caso Rayuela’.

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10 de septiembre de 2010

Apócrifas morellianas (1)

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¡Encanto del amor, quién pudiera pintarte con palabras! Ese convencimiento de que hemos encontrado al ser que la naturaleza nos había reservado, esa aurora súbita que se despliega sobre la vida y que parece desvelarnos su misterio, ese valor desconocido que damos a las menores circunstancias, esas horas rápidas, cuyos detalles escapan a la memoria debido a esa dulzura suya, y que no dejan en nuestra alma sino una leve huella de felicidad, esa alegría juguetona que se mezcla a veces sin razón con el enternecimiento habitual, tanto placer en la presencia, y en la ausencia tanta esperanza, ese desapego de todos los asuntos vulgares, esa superioridad sobre todo lo que nos rodea, esa certeza que de hoy en adelante el mundo no puede llegar donde nosotros vivimos, esa inteligencia mútua que adivina cada pensamiento y que responde a cada emoción, encanto del amor, quien te ha conocido no sabe cómo describirte!

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Benjamin Constant, Adolphe

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11 de agosto de 2010

Casuística (2): La Piedra Lunar

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La Piedra Lunar

(The moonstone, Wilkie Collins, 1868)

Trad. de José C. Vales

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Formulemos, de nuevo, el punto de partida: Cortázar confiesa escribir Rayuela bajo un particular estado de conciencia, que él denomina swing. Ahora, 47 años después de su publicación, descubro una lectura de ese libro que difiere radicalmente de la lectura común (véase el Expediente Amarillo), y me pregunto si ese swing no tendrá algo que ver con la percepción de esa nueva lectura. Ésta es mi hipótesis: hay en Rayuela dos libros distintos, uno común, el otro extraordinario, y para leer este último debemos swinguear, balancearnos, cortazarear. En mis propios términos: debemos entusiasmarnos.

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¿Acaso resulta esto tan extraño? Desde que concebí esta hipótesis he ido recolectando una casuística ilustrativa sobre la cuestión. El primer caso lo expuse ya en el anterior artículo de este blog, titulado Las dos conciencias en Castaneda. El segundo caso me lo proporcionó, casualmente, La Piedra Lunar de Wilkie Collins.

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Antes de entrar en el análisis de este segundo caso quisiera consignar, por curioso, cómo llegué a esa novela. Cortázar remite a ella en una carta que escribe a su amigo Jean Barnabé en 1960; es la carta que yo he bautizado como “la carta delatora”, por cuanto en ella Cortázar alude abierta y directamente, por primera y única vez, a esa otra lectura de Rayuela que yo postulo, y según la cual este libro, al modo de La Piedra Lunar, dice el propio Cortázar, repite y modifica un mismo episodio. Así pues, emprendí la lectura de la novela de Collins con el propósito de contrastarla con el libro de Cortázar y comprender mejor el sentido de esas declaraciones; y ahí encontré, además de lo que ya buscaba (la repetición de un episodio), un regalo inesperado, en la forma de nuevos elementos para aportar a mi incipiente teoría del entusiasmo. Y es que la clave argumental del libro de Collins, fundando lo que llegaría a ser un tópico en las novelas policíacas, es como una paráfrasis de mi propia hipótesis: para llegar a descubrir al criminal, el investigador, a su vez, debe ponerse a su altura; debe criminalizar. Este hallazgo sobre el texto de La Piedra Lunar fue para mí una feliz casualidad; para Cortázar debió tener un alcance mayor, probablemente, con relación a la composición de Rayuela. Pero este otro alcance lo comentaremos en otro artículo, más adelante; por el momento, aquí nos limitaremos a detallar el valor del libro de Collins como caso ilustrativo de la teoría del entusiasmo.

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(Último aviso: La piedra lunar es una novela policíaca, y lo que voy a exponer en Casuística (2) a propósito de ese libro desvela aspectos importantes de su trama. Así pues, si no lo han hecho ya, les recomiendo que se lean esa estupenda novela antes de continuar conmigo. Este paréntesis les servirá de punto de lectura de mi artículo para cuando vuelvan.)

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Vamos allá: La cuestión de las alteraciones de la conciencia es precisamente la clave del argumento de La piedra lunar; en particular, las alteraciones derivadas de la ingestión de sustancias químicas. Collins conocía el asunto de primera mano; debido a sus problemas de reumatismo, con fuertes dolores que le postraban en la cama durante días, consumía opio con fines analgésicos. Es probable que su experiencia con esa droga le inspirase el argumento de su novela; en cualquier caso, la clave de los hechos sujetos a investigación en su libro –a saber: el robo y la desaparición de un diamante- está precisamente en el opio, ya que el autor material del robo –el personaje central del libro, el joven Franklin Blake- ha actuado durante la noche de autos bajo los efectos del láudano, tomado por él sin saberlo, de una forma completamente fortuita. Una vez han pasado esos efectos, Blake es absolutamente incapaz de recordar sus actos; su propia sorpresa ante el robo es completamente honesta, y hasta tal punto es así que se convierte en el más ahincado investigador del delito.

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Así pues, el ladrón lo es sin tener él mismo constancia de ello. Y ahora viene lo que más nos interesa aquí: un año más tarde, para llegar a elucidar lo que pasó la noche del robo, Blake acepta someterse a un experimento. Tal experimento consiste en repetir la ingestión de láudano, en unas circunstancias lo más similares posible a las de la noche de autos: la misma dosis, la misma hora, el mismo lugar, los mismos actos previos y las mismas condiciones mentales previas. Reproducido ese contexto, y nuevamente bajo los efectos del láudano, Blake repite de forma casi exacta los mismos gestos y la misma conducta con los que se había manejado para sustraer el diamante, y que, como ya hemos dicho, permanecían totalmente desconocidos para él en el estado de conciencia normal.

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En otros términos: el estado alterado de conciencia creado por el opio en la psique de Blake actuó como un registro cognitivo independiente, inasequible para el estado de conciencia ordinario. Para acceder otra vez a ese registro, Blake debía someterse a las mismas condiciones que permitieron generarlo en su momento: sólo así logra recuperar la memoria depositada ahí. En suma: para llegar a recordar su acto opiáceo, Blake debe opiacear de nuevo.

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Como ya hemos dicho, Wilkie Collins conocía sin duda las alteraciones de la conciencia procuradas por la ingestión de opio. Resulta factible, además, visto el argumento de su libro, que hubiera meditado sobre el hecho de que el opio conduce cada vez a unos mismos paisajes psíquicos, cuya actualización resulta, sin embargo, prácticamente imposible desde el estado de conciencia ordinario. Y también resulta factible, por ende, que previera ciertos reparos críticos a esta comprensión, a la que él había accedido por su propia experiencia, por parte de los lectores que nunca hubieran consumido opio, o que no hubieran profundizado en sus efectos.

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Esto último, lo de que Collins previera ciertos reparos, se deduce por el hecho de que en la propia novela procura aducir algunos testimonios médicos para refrendar el giro inusitado de su argumento. A su vez, esos testimonios que el escritor inglés aduce nos sirven a nosotros para refrendar nuestra hipótesis; el celo de Collins repercute a favor mío, desplegando el ‘caso Collins’ en tres casos distintos.

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Vamos a analizar unos fragmentos de la novela en los que se trasluce todo lo que queremos exponer aquí. Collins divide su novela en dos partes: la Primera Época, que contiene el relato largo y pormenorizado de Gabriel Betteredge, mayordomo de la casa; y la Segunda Época, que recopila ocho narraciones distintas de los hechos según diversos testigos; nuestros fragmentos pertenecen a la Tercera Narración de esta segunda parte, ‘a cargo de Franklin Blake’, y transcriben el diálogo que este joven sostiene con el personaje que descubrió las extrañas circunstancias psico-físicas en que se produjo el robo, el doctor Ezra Jennings.

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Jennings le pregunta a Blake lo siguiente:

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-¿Cree usted, como yo, que actuó bajo los efectos del láudano la noche del cumpleaños de lady Verinder?

-Desconozco absolutamente cuáles son los efectos del láudano, y no me atrevería a dar una opinión al respecto –le respondí-. Sólo puedo aceptar lo que usted me diga y asumir que está en lo cierto.

-Muy bien. La siguiente cuestión es ésta: usted está convencido y y yo también lo estoy, ¿cómo podremos convencer a los demás?

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Ésta es precisamente la cuestión, también para mí: ¿Cómo puedo convencer a los lectores de Rayuela de que ese libro es dos libros, según el estado psíquico en que se lo lea? Parece que Collins, previendo esa dificultad, se propuso ahorrarme el esfuerzo:

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-No crea que voy a cansarlo con una lección de psicología –me dijo-. Pero para ser justo con usted y conmigo mismo, creo que debo demostrarle que no le estoy pidiendo que ensayemos este experimento porque se trate de una teoría de mi propia invención. Hay autoridades reconocidas en la materia y teorías contrastadas que avalan mi posición. Concédame usted cinco minutos de atención y me comprometo a demostrarle que la ciencia acepta lo que yo le propongo, por fantástica que pueda parecerle mi proposición.

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Cabe advertir que Collins va a usar aquí su habilidad de escritor para apoyar su argumentación. Para empezar, hay una ligera manipulación en la valoración de las fuentes y en las conclusiones que de ellas se derivan: por ejemplo, esa afirmación de que ‘la ciencia lo acepta’, a la luz de los testimonios que se van a mostrar, resulta demasiado fuerte.

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-En este libro, en primer lugar, se expone el principio filosófico en el cual me baso, descrito nada menos que por el doctor Carpenter. Léalo usted mismo.

Y me entregó el trozo de papel que servía de señalador en el libro. Allí estaban escritas las siguientes palabras: “Parece que hay fundamentos para creer que toda impresión sensorial que ha sido alguna vez recogida por la conciencia queda registrada, por así decirlo, en el cerebro y es susceptible de ser reproducida cierto tiempo después, aunque la mente no tenga conciencia de ella”.

-¿Lo ha comprendido?

-Perfectamente.

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Esa pregunta directa de Jennings (‘¿Lo ha comprendido?’) es en realidad un disimulado apóstrofe al lector, con el doble propósito de envolverlo en la respuesta (‘Perfectamente’) y de conducirlo a una aceptación implícita de las tesis sugeridas por el primero. Este mismo recurso, tanto a través de preguntas como de formas imperativas de los verbos, se repite a lo largo de todo el diálogo entre Blake y Jennings: allí donde Jennings dice ‘usted’, y donde Blake dice ‘yo’, podemos leer perfectamente ‘señor lector’, o sea, nosotros. (Cabe señalar que Cortázar utiliza un recurso equivalente en muchos diálogos de Rayuela, dirigiéndose implicitamente al lector con el estilo directo con que unos personajes se dirigen a otros: quizá lo tomase de Collins.) El propósito persuasivo de Collins continúa, por tanto, a caballo de las palabras y los gestos de Ezra Jennings:

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Empujó entonces el libro abierto sobre la mesa, hacia mí, y me señaló un pasaje subrayado con lápiz.

-Ahora –me dijo- lea el relato de un caso que guarda, en mi opinión, una estrecha relación con el suyo y con el experimento que le estoy proponiendo. Tenga en cuenta, señor Blake, antes de comenzar, que estamos hablando ahora de uno de los fisiólogos ingleses más importantes. El libro que tiene usted en las manos es la Fisiología humana del doctor Elliotson y el caso que cita el doctor viene avalado por la autoridad del famoso señor Combe

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Las encarecidas autoridades citadas por Jennings (los doctores Carpenter y Elliotson, el señor Combe) no son ficticias; las oportunas notas del traductor nos ayudan a situarlas:

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William Benjamin Carpenter (1813-1885) fue uno de los fundadores de la neurología comparativa y la psicología moderna. Su principal trabajo son los Principles of General and Comparative Phsysiology (1839).

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El médico inglés John Elliotson (1791-1868) estudió la hipnosis, el mesmerismo y la frenología.

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El fisiólogo y frenólogo Andrew Combe (1797-1847) adquirió notoriedad con sus Observations in Mental Derangement (1831) (...) La frenología fue una doctrina muy popular a finales del siglo XVIII y durante la primera mitad del XIX: explicaba la psicología y la conducta humana humanas de acuerdo con los abultamientos y formas del cráneo.

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Si el anterior pasaje de Carpenter leído por Blake contenía los fundamentos teóricos del asunto, el nuevo pasaje del libro de Elliotson que Jennings le señala al protagonista constituye ahora un caso particular, un ejemplo concreto, con pretendido valor probatorio:

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“El doctor Abel me contó el caso de cierto mozo de almacén, un irlandés que era incapaz de recordar, cuando estaba sobrio, lo que había hecho cuando estaba borracho; sin embargo, al volver a emborracharse, recordaba perfectamente lo que había hecho durante su período de embriaguez anterior. En cierta ocasión, estando borracho, perdió un paquete de cierto valor y en el período posterior de sobriedad no supo dar cuenta del mismo. Cuando se emborrachó otra vez recordó que había dejado el paquete en cierta casa; como el paquete no llevaba dirección, había permanecido a salvo y pudo recuperarlo cuando fue a buscarlo”.

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Y aquí el novelista repite el recurso que ya hemos analizado antes:

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-¿Lo entiende? –me preguntó Ezra Jennings.

-Está muy claro.

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Sin embargo, pese a estar ‘muy claro’, Jennings hace el amago de aquilatar su hipótesis con más pruebas:

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-Como puede ver, no he hablado sin un aval científico solvente –advirtió-Pero si aún no está convencido, no tengo más que ir a esa estantería y así podrá leer todos los pasajes sobre el asunto...

-Estoy plenamente convencido –le dije-, sin necesidad de leer una palabra más.

-En ese caso, podemos ahora volver a la cuestión de su interés personal por este asunto.

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Es cierto que las autoridades citadas por Jennings son reales, y que los pasajes aportados constituyen argumentos a favor de las tesis propuestas: pero resulta a todas luces exagerado hablar de ‘aval científico solvente’. Por un lado, el doctor Carpenter inicia su pasaje diciendo ‘Parece que hay fundamentos para creer...”, lo cual no resulta un dato muy científico, que digamos. Por el otro lado, el pasaje sobre el anónimo irlandés borracho está mediado por tres narradores distintos: Elliotson dice que Combe dice que el doctor Abel conoció el caso de... Finalmente: si realmente hay otros testimonios ‘solventes’ depositados en la estantería de Ezra Jennings, el raudo convencimiento de Franklin Blake nos veda el acceso a ellos; aquí, definitivamente, el autor nos la está jugando. Nos ha mostrado unos testimonios reales pero más bien débiles, discutibles, y es que no dispone de otros, aunque quiera dar la impresión de lo contrario: los que muestra son los más fuertes, sino los únicos, con los que cuenta. En definitiva: no, no hay certeza científica alguna, sino apenas unas pocas especulaciones, y unos escasos testimonios, por más que provengan de reputados investigadores. Franklin Blake se deja convencer en seguida; sin embargo, tan sólo el experimento al que se va a exponer dará la firmeza definitiva a ese convencimiento.

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Dirá usted que lanzo piedras sobre mi propio tejado; tanto el cuestionamiento de la solidez científica de los testimonios aportados por Collins –que, por añadidura, son decimonónicos-, como la delación de sus manipulaciones retóricas, van en detrimento de mi propia hipótesis sobre la doble lectura de Rayuela. En efecto: hasta aquí, a juzgar por lo dicho, podríamos quedarnos únicamente en que en La Piedra Lunar no hay certeza científica, y sí propósito persuasivo vinculado a la economía narrativa de la novela. Pero eso, en mi opinión, no es todo lo que hay, y no es lo principal; también está, en el fondo, la experiencia personal vivida por Wilkie Collins con el opio, y su voluntad de trasladarla al argumento de la novela, avalándola con los pocos comentarios científicos disponibles, y disimulando la escasez de los mismos con su saber hacer literario.

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Efectivamente, Ezra Jennings no va a dar ninguna ‘lección de psicología’, pero no para ahorrársela a su interlocutor, como pretende, sino porque simplemente no puede; sólo hay unas débiles ramas a las que cogerse, por ningún lado se ve el tronco del árbol. Collins lo sabe, y por eso insiste con sus triquiñuelas para persuadir a un lector que probablemente ‘desconoce absolutamente cuáles son los efectos del láudano’, que por tanto no debería ‘atreverse a dar una opinión al respecto’, y al que en suma no le quedaría más remedio que ‘aceptar lo que Collins le diga y asumir que está en lo cierto’, por más ‘fantástico’ que le parezca. Con sus artimañas, no es que Collins quiera hacernos comulgar con ruedas de molino: sino que intenta superar lo que prevé como dificultades derivadas de un asunto complicado. En realidad, por más que se intente racinalizar, argumentar y ejemplificar, la única forma de hacerse cargo plenamente de ese asunto es pasando por la misma experiencia.

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A favor de esta idea podemos aducir el siguiente fragmento del Prefacio a la obra, del propio autor, de 1868:

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Respecto al experimento psicológico que ocupa un lugar destacado en las últimas escenas de La Piedra Lunar, me he dejado guiar una vez más por lo principios citados [antes: señalar la influencia que el carácter de los individuos ejerce sobre las circunstancias]. De acuerdo con la documentación previa –extraída no sólo de los libros, sino también de labios de personas vivas que pueden considerarse verdaderas autoridades en la materia- y respecto al probable desenlace que dicho experimento habría tenido en la realidad, he preferido declinar el privilegio de todo novelista para imaginar lo que podría haber ocurrido y he estructurado mi relato de manera que las acciones fluyan como una consecuencia de lo que en verdad habría ocurrido... cosa que, me permito declarar ante el lector, es lo que realmente ocurre en estas páginas.

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Así pues, Collins confiesa que la principal fuente del experimento es el testimonio de personas vivas; aunque, en mi opinión, aquí está ocultando algo que quizá le acarrease problemas, a saber, que ese testimoniaje proviene en gran parte de sí mismo (¿cómo puede tener tanta seguridad, si no, en lo que ‘habría ocurrido’ realmente?).

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¿Y qué es lo que Collins dice, en definitiva, a partir de su experiencia? El diálogo entre el doctor Ezra Jennings y el joven Franklin Blake muestra las claves. En primer lugar, después de todo el despliegue persuasivo dirigido a convencer a Blake, Jennings expone sucintamente la cuestión:

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En ese estado de intoxicación mental debida al opio, usted podría haber hecho todo eso. (...) Al llegar la mañana, cuando los efectos del opio hubieran desaparecido con el sueño, se despertaría con tanta conciencia de lo que había hecho durante la noche como si hubiera estado en las antípodas.

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Y ahora llegamos a lo que es el núcleo del asunto, tanto para el argumento de La Piedra Lunar como para el caso que nos ocupa en el fondo:

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Si pudiéramos reproducir exactamente las circunstancias que se produjeron hace un año, sería fisiológicamente cierto que llegaríamos a un resultado exactamente igual al de entonces.

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Ésa es, justamente, la tesis: el estado psíquico procurado por una alteración de la conciencia constituye para la conciencia normal un compartimiento cognitivo prácticamente estanco, inaccesible. Parafraseando las palabras de Collins, aplicadas al caso de Rayuela, diríamos: si pudiéramos reproducir en nosotros el estado psíquico en que Cortázar escribió su libro, sería palpablemente cierto que llegaríamos a leerlo como la repetición de un episodio. Mientras no entremos en ese estado (el swing), o alguno aproximado (el entusiasmo, digo yo), el libro de Rayuela se nos muestra con la faz conocida hasta ahora: o sea, como un relato continuo. Me interesa subrayar dos diferencias importantes entre el libro de Cortázar y lo descrito en La Piedra Lunar: por un lado, lo que para el libro de Collins incumbe a un solo individuo –Franklin Blake-, en el caso de Rayuela implica a dos individuos distintos –el autor y su lector-; así pues, el mismo fenómeno está situado en niveles estructurales distintos, con alcances distintos. Por el otro lado, a diferencia del personaje de Collins, que es incapaz de recordar por sí mismo, Cortázar maneja la cuestión a plena conciencia y la incorpora con toda la intención y todo el cálculo a la composición de su libro.

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Pero ambas obras coinciden en algo muy importante: en el fondo, para hacerse cargo cabal del asunto, uno debe pasar por la misma experiencia. Las argucias retóricas de Collins están justificadas: en realidad, se trata de asumir que nos encontramos ante un oscuro misterio de la conciencia que la ciencia todavía no ha llegado a iluminar, pero al que han tenido acceso directo ciertas personas a lo largo de la historia. Esa es la cuestión para Collins, y también para mí. El doble aprendizaje de Carlos Castaneda; el argumento concebido por Wilkie Collins; la reflexión elaborada por el dr. Carpenter; el testimonio aducido por el sr. Combe; el libro doble concebido por Julio Cortázar: no estamos hablando de argumentos científicos, sino de testimonios. Y la única manera de refrendar personalmente esos testimonios, por lo que parece, es experimentando uno mismo.

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Estos, los enumerados, son los casos con los que contamos hasta ahora: un pseudo-antropólogo no reconocido; una novela fantasiosa; unos científicos desfasados; un irlandés borracho; y finalmente un servidor, un piantado desconocido que lee Rayuela en una forma enigmática y exclusiva. No es para tirar cohetes, que digamos. Pero no se vayan todavía: yo sí guardo en mi estantería un nuevo testimonio que puede, quizás, convencerles. En la jornada próxima de este blog contemplaremos este nuevo caso, ahora indiscutiblemente histórico: se trata de uno entre los catorce Momentos estelares de la humanidad consignados por Stefan Zweig en el que algunos consideran su mejor libro. No les diré de cuál de esos momentos estelares se trata, en concreto, hasta que llegue el momento de exponerlo (el próximo 11 de septiembre); a ver si ustedes mismos lo descubren. ¡Hasta entonces!

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11 de julio de 2010

Vía comparativa (1): Las dos conciencias en Castaneda


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Rayuela es sobre todo dos libros, dice el Tablero de Dirección. Ahora yo propongo entender eso mismo, tan familiar para los lectores del libro, de un modo insólito, a saber: el primero de esos libros se lee bajo el estado ordinario de conciencia; el segundo, bajo un estado alterado. Según esta idea, al ‘balanceo rítmico’ que anima la creación de Cortázar (cf. cap. 82) le correspondería, en el plano del lector, y para llevar a cabo una comunicación totalmente efectiva, otro estado no ordinario de conciencia: por ejemplo, el entusiasmo. El verdadero ‘lector cómplice’ de Rayuela, el deseado semblabe y frère de Cortázar, capaz de acceder a las insólitas profundidades de sentido de la obra, tiene que ser un lector entusiasta. En abstracto, la idea de fondo sería ésta: los distintos estados de conciencia funcionan como registros cognitivos diferenciados.
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Antes de analizar en profundidad esta cuestión en el seno de Rayuela y de la producción cortazariana, voy a aportar en este blog algunos testimonios para sostener esa idea, y voy a exponerlos en el mismo orden en que se me fueron presentando. Empezaré, por tanto, por el único caso que conocía antes de formularme esa hipótesis: se trata de los libros de Carlos Castaneda, o sea, la docena de volúmenes que forman el ciclo de “las enseñanzas de don Juan”, y que relatan cómo Castaneda se formó como brujo o chamán bajo la directriz de un indio yaqui.
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En esos libros se describe una cuestión que guarda cierto parecido con nuestro asunto, y que aquí llamaremos “las dos conciencias”. Nos centraremos en esa cuestión, dejando aparte toda controversia sobre el carácter real o ficticio de esas crónicas; aún en el caso de que fueran pura ficción, el mero hecho de haber sido concebida en ellas la posibilidad de “las dos conciencias” ya constituye para nosotros un precedente interesante.
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El fenómeno de “las dos conciencias” empieza propiamente en el quinto libro de la serie, El segundo anillo de poder, publicado originalmente en 1977: aquí descubrimos que el largo proceso aprendizaje de Castaneda con su maestro, don Juan, aparentemente ya relatado de forma completa en los cuatro primeros libros, y que ha abarcado un periodo de 13 años, se ha realizado en realidad en distintos estados de conciencia del aprendiz. A partir de que tiene conocimiento de ello, al aprendiz se le plantea un reto ineludible: el de recordar el desconocido conocimiento adquirido en esos otros estados de conciencia. Ese reto constituye en buena parte el argumento de los siguientes libros del ciclo.
El mejor modo de hacerse cargo de ello en estas páginas es acudir a los resúmenes del aprendizaje que el propio Castaneda dispone como prefacio de sus sucesivos libros. De este modo, para empezar, podemos leer el Exordium de El fuego interno, séptimo libro del ciclo, publicado en 1984 (edición en español de Swan, Avantos & Hakeldama, 1987, 3ª):
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En los últimos quince años, he escrito extensos relatos sobre mis relaciones de aprendiz con un brujo indio, don Juan Matus. (...)
La organización total de las enseñanzas de don Juan se basaba en la idea de que el hombre tiene dos tipos de conciencia. Él los nombró el lado derecho y el lado izquierdo, y de acuerdo a ello, dividió su instrucción en enseñanzas para el lado derecho y enseñanzas para el lado izquierdo.
Describió el primero como lo normal de todos nosotros, o el estado de conciencia necesario para desempeñarse en el mundo cotidiano. Dijo que el segundo era algo que no es normal, el lado misterioso del hombre, el estado de conciencia requerido para funcionar como brujo y vidente.
Las enseñanzas para el lado derecho las llevó a cabo en mi estado de conciencia normal. He descrito esas enseñanzas, a detalle, en todos mis relatos. (...)
Me ha tomado casi diez años recordar exactamente lo que ocurrió en las enseñanzas para el lado izquierdo.
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En ese mismo libro, el resumen continúa así (la cursiva es mía):
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Las enseñanzas para el lado izquierdo me fueron dadas cada vez que yo entraba en un estado único de claridad perceptual que él llamaba conciencia acrecentada. A lo largo de mis años de asociación con don Juan, repetidamente me hizo entrar en tales estados mediante un golpe que me daba con la palma de la mano, en la parte superior de la espalda.
Don Juan me explicó que, en un estado de conciencia acrecentada, la conducta de los aprendices es tan natural como en la vida diaria. Su gran ventaja es que pueden enfocar sus mentes en cualquier cosa con fuerza y claridad descomunales; pero su desventaja está en la imposibilidad de traer al campo de la memoria normal lo que les sucede. Lo que les acontece en tales estados se convierte en parte de sus recuerdos cotidianos sólo a través de un asombroso esfuerzo.
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Esta extrema dificultad de recordar lo acaecido en un régimen de conciencia acrecentada parece algo característico de estas fluctuaciones de la conciencia; podríamos compararlo, en un plano de cosas conocidas para nosotros, con lo difícil que resulta recuperar los sueños desde el estado de vigilia. Unos sueños en los cuales, no lo olvidemos, la conciencia tiene una libertad inusitada, pues no está sometida a las limitaciones espacio-temporales del estado de vigilia. Abundando en esa misma idea, Castaneda refiere lo siguiente en la introducción de El conocimiento silencioso, octavo libro del ciclo, de 1987 (en español por Swan, 1988):
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-A fin de recordar lo que estás percibiendo y entendiendo en estos momentos, necesitarás una vida entera –dijo- porque todo esto forma parte del conocimiento silencioso. En unos breves instantes habrás olvidado todo. Ése es uno de los insondables misterios de la conciencia de ser.
De inmediato, don Juan me hizo cambiar de niveles de conciencia con una fuerte palmada en mi costado izquierdo, en el borde de las costillas. Al instante mi mente volvió a su estado normal. Perdí a tal extremo mi claridad mental que ni siquiera pude recordar el haberla tenido.
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En este mismo texto, un poco más adelante, Castaneda introduce un nuevo elemento de gran importancia para nosotros; los argumentos racionales que la conciencia normal opone, como estrategias de resistencia, a la realidad de esos otros estados de conciencia:
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Me llevó años el poder hacer la conversión crucial de mi memoria de la conciencia acrecentada a la memoria normal. Mi razón y mi sentido común retrasaron esta conversión al estrellarse contra la realidad absurda e inimaginable de la conciencia acrecentada y del conocimiento directo. Por años enteros, el tremendo desajuste cognoscitivo resultante me forzó a buscar desahogo en el no pensar al respecto.
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Así pues, no se trata tan sólo de la dificultad de recordar; ahí interviene, además, la valoración y el juicio que la conciencia normal dispensa hacia esos otros estados: “absurdo”, “inimaginable”, “impensable”. De esta manera, la mente normal llega a liquidar la validez cognoscitiva de esos otros estados: su juicio es implacable. Más arriba, para traer el asunto a un terreno conocido, hablábamos de los sueños; en la misma línea, ahora podríamos hablar, por ejemplo, de cómo la conciencia normal tiende a despreciar sistemáticamente otro tipo de estado no ordinario de conciencia: el enamoramiento. ¿No hay en nosotros una propensión a sonreírse con condescendencia –o sea, con superioridad y escepticismo- ante alguien arrebatado por el amor? Y sin embargo, el enamoramiento provoca cambios valiosos en la conciencia: de repente, uno se vuelve audaz, ocurrente, entra en sintonía con la vida, se llena de luz... Esa sonrisa condescendiente, entonces, ¿no será una mezquina estrategia de la mente ordinaria para defenderse ante un estado superior de la conciencia?
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Volvamos ahora, sobre las enseñanzas de Don Juan, a una cuestión crucial para nuestra hipótesis pre-teórica: en un estado normal de la conciencia, desde el “lado derecho”, resulta extremadamente difícil para Castaneda recordar lo acaecido en el “lado izquierdo”. Sin embargo, no sucede lo mismo al revés: desde el ‘lado izquierdo’, con sus capacidades cognitivas aumentadas, el sujeto es capaz de recordar sus anteriores experiencias, ya sean de un estado de conciencia o del otro. Así pues, cada nivel de conciencia parece tener su propio régimen cognitivo y su propio registro de memoria; pero los recursos de la conciencia normal son limitados, están disminuidos, frente a los de la conciencia acrecentada.
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En la ‘Nota del autor’ que introduce El arte de ensoñar (noveno libro del ciclo, publicado en 1993, edición en español de Seix Barral, 1997, 5ª), Castaneda nuevamente recupera todas estas cuestiones. A efectos prácticos, podemos considerar la “segunda atención” de que se nos habla ahora como equivalente a la “conciencia acrecentada” que ya hemos visto antes:
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El segundo grupo de aprendices era extremadamente compacto. Consistía únicamente de tres miembros (...).
Estas tres personas interactuaban entre ellas y conmigo exclusivamente en la segunda atención. En el mundo de la vida cotidiana no teníamos la menor idea los unos de los otros. (...) Hacia el final, cuando don Juan estaba a punto de dejar el mundo, la presión psicológica de su partida empezó a menoscabar, en nosotros cuatro, los rígidos parámetros de la segunda atención. El resultado fue que nuestra interacción irrumpió en el mundo de los asuntos cotidianos y todos nos conocimos, aparentemente, por primera vez.
Ninguno de nosotros estaba consciente de nuestra profunda y ardua interacción en la segunda atención. Puesto que los cuatro estábamos involucrados en estudios académicos, terminamos más que conmocionados al descubrir que ya nos habíamos conocido antes. Por supuesto que esto era, y todavía es, intelectualmente inadmisible para nosotros. Sin embargo sabemos que fue totalmente parte de nuestra experiencia. Al final, nos quedamos con la inquietante certeza de que la psique humana es infinitamente más compleja de lo que nuestro razonamiento académico o mundano nos lo ha hecho creer.
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Una vez le preguntamos a don Juan al unísono que nos sacara de dudas. Dijo que tenía dos posibilidades explicativas. Una era aplacar a nuestra malherida racionalidad diciendo que la segunda atención es un estado de conciencia tan ilusorio como elefantes volando en el cielo, y que todo lo que creíamos haber experimentado en ese estado era simplemente un producto de sugestiones hipnóticas. La otra posibilidad era no explicar pero sí describir la segunda atención de la manera como se les presenta a los brujos ensoñadores: como una incomprensible configuración energética de la conciencia.
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Al comparar esos extraordinarios fenómenos que Castaneda describe en sus crónicas con otros fenómenos conocidos por nosotros (los sueños, el enamoramiento; podríamos añadir, también, los efectos de sustancias enteógenas) tan sólo pretendo poner de manifiesto unos comunes denominadores. Puede decirse que esos estados de conciencia acrecentada que Castaneda describe están en una relación análoga con respecto a la conciencia ordinaria como lo están los otros estados de conciencia que yo he sacado a colación: los sueños, el enamoramiento, los estados inducidos por los enteógenos. Postulo una analogía, una semblanza en las relaciones, que no una identidad de los términos; por un lado, en todos ellos, el ‘segundo estado’ tiene siempre características cognitivas distintas a las del estado de conciencia normal, con unas leyes aparentemente menos restrictivas que las de este último: o sea, mayor libertad. Por el otro lado, siempre resulta difícil ‘recuperar’–ya sea cuantitativa o cualitativamente- la información vigente en el ‘segundo estado’ una vez se ha vuelto a la conciencia ordinaria. Esa irreductibilidad parece indicar que el ‘continente’ de la conciencia ordinaria pueda ser más reducido con respecto a los de los ‘segundos estados’. Castaneda habla de ello, en El don del águila (sexto libro del ciclo, de 1984 -1986 por Swan-) en términos de una diferencia de intensidad, mayor en el segundo estado, y también de una diferencia entre pensamiento lineal y no lineal. Sea como sea, ese segundo estado parece estar preñado de nuevas posibilidades cognitivas.
En síntesis: lo descrito por Castaneda constituye un caso paradigmático de ‘segunda conciencia’. Bajo esta premisa, podríamos trasladar la analogía al caso de Rayuela, reformulando lo dicho al principio del artículo: el estado creativo de Cortázar (que él denomina swing o “balanceo”) sería un estado de ‘conciencia segunda’, y para recuperar la información dispuesta bajo su régimen particular de conciencia (o sea: el segundo libro consignado por el Tablero de Dirección), el lector debería situarse en un nivel de conciencia parecido: el entusiasmo, por decirlo de algún modo.
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Con ese requisito, el segundo libro de Rayuela se muestra como la repetición de un episodio (véase La carta delatora); sin ese requisito, el lector asiste a un texto desaliñado e incongruente, “absurdo”: pero estos atributos del texto, que deberían servir como piedra de escándalo para sugerir la necesidad de ese otro estado de conciencia en el lector, han sido reducidos por la crítica y por los lectores a meros componentes de una novela experimental. La bofetada zen de Cortázar, concebida como mecanismo propiciatorio de una “ruptura de nivel”, se ha quedado en mera agresión a las normas. Y así lo desconocido, la luz nueva que Cortázar quería traer al mundo literario, ha resultado neutralizada en favor de lo conocido.
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Sin embargo, todo esto permanece hasta ahora en un régimen hipotético; no tan sólo la nueva visión de la doble lectura de Rayuela, sino también la propia consideración abstracta del tema. El caso de Castaneda difícilmente tendrá valor probatorio alguno para los escépticos. Próximamente veremos con detenimiento dos nuevos casos en los que se manifiesta la misma cuestión, a cuál más interesante; el de Rayuela será luego considerado como un ‘cuarto caso’ en la serie. Les emplazo a encontrarnos de nuevo, con el siguiente caso, extraído, curiosamente, de La Piedra Lunar de Wilkie Collins, el próximo día 11 de agosto (les recomiendo que entretanto se lean esa estupenda y divertida novela, si es que no lo han hecho ya). ¡Hasta entonces!
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