Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

21 de septiembre de 2011

Apócrifas morellianas (12)

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...Brailowsky, que sigue siendo, a mi juicio, un artista incalificable, digno de uno de esos epítetos que sólo Homero sabía encontrar para sus olímpicos. (Eso suena a exageración, pero, ¿no hay algo de divino –en el sentido pagano, y acaso también cristiano– en un hombre como Brailowsky?) Los helenos hablaban de la “manía”, de la comunicación del dios en el hombre a través del acto creador y de la inspiración que determinaba ese acto. Cada vez que yo, inclinándome sobre el antepecho del teatro, he mirado a un pianista o a un director en el acto mismo de recrear la música, he sentido como si algo de sagrado se transmitiera por ellos a mí. Dios no está sólo en las iglesias; y yo me atrevería a afirmar que Él prefiere por ministros a los grandes creadores de belleza...

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Julio Cortázar

Carta a Luis Gagliardi, 15/09/1939

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11 de septiembre de 2011

Vía comparativa (5): El Avicena de Corbin

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La noción de trascendencia en Rayuela

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“No me hago la ilusión de que podré lograr algo trascendental”, le dijo Julio Cortázar a Luís Harss en “La cachetada metafísica” (Mundo nuevo, nº 7, 1967). Harss añadía enseguida, contradiciéndolo: “Y sin embargo no hay duda de que lo ha logrado ya”. ¿Logró o no logró Cortázar “algo trascendental”? ¿Quién tenía más razón, el autor o su crítico? Especulemos un poco sobre los motivos que podía abrigar cada uno.

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Quizá Harss estuviera pensando en el enorme impacto que estaba teniendo la obra en el marco de las letras hispanas e internacionales; en este sentido, Cortázar sí habría logrado una cierta «trascendencia» al escribir, según creían todos, una novela extraordinaria, de una calidad, una novedad y un vigor excepcionales. Pero el propio Cortázar ya era plenamente consciente de ello, sin duda alguna: entonces, ¿para qué negarlo?

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Tal vez el crítico tuviera en mente la búsqueda metafísica de Horacio, sazonada en Rayuela con abundantes referencias de carácter espiritual. Pero el contenido de una obra así no la convierte propiamente en un texto trascendente, sino únicamente en un libro sobre la trascendencia; y no creo que el perspicaz crítico cayera en ese equívoco.

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Cortázar formula su frase en futuro. Acaso el autor estuviera pensando en el fondo en la imposibilidad de crear algo todavía más importante que Rayuela, asumiendo que esta obra únicamente formulaba un anhelo de trascendencia que ella misma, en el fondo, no satisfacía. Pero esto resulta difícil de creer, visto que él mismo, durante el proceso mismo de redacción de su mayor libro, era muy consciente de su gran importancia. Así lo demuestran estas palabras dirigidas a Francisco Porrúa, desde París, el 5 de enero de 1962:

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Yo mismo estoy abrumado por la ambición del libro, y por lo que en algunos momentos llega a conseguir. Es realmente uno de esos despelotes que solamente llega de tiempo en tiempo, no te parece.

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Cortázar no tenía la falsa virtud de la modestia. Así pues, al confesar tres años más tarde su escepticismo ante la posibilidad de lograr algo trascendental, el escritor debía estar pensando, mejor, en otro tipo de trascendencia. Seguramente estuviera pensando en lo que más le importaba: el lector. No por nada se nos dice, en el capítulo 97 de Rayuela:

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Por lo que me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo.

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Tanto en este “me pregunto si alguna vez conseguiré…”, como en la fórmula que luego usará ante Harss, “No me hago la ilusión…”, podemos detectar un mismo pesimismo, un derrotismo que emerge no ante la magnitud de su propia creación, sino sólo ante la posibilidad de generar un efecto trascendente en el lector.

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De hecho, Luís Harss también podría estar pensando en esta misma posibilidad, aunque en positivo; no tenía que ir muy lejos para comprobar la reacción entusiasta de los lectores de Rayuela, dado que él mismo era uno de ellos. Así pues, tal vez fueron sus propias reacciones ante la lectura de la obra lo que le indujo a replicar diciendo “no hay duda de que lo ha logrado ya”.

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Pero Cortázar, a esas alturas, ya había tenido tiempo de calibrar personalmente los efectos del libro entre sus lectores. Aparte del índice de ventas -en progresión imparable- y aparte de las traducciones -que ya empezaban a hacerse-, el escritor estaba plenamente al corriente de las reacciones que provocaba merced a la gran cantidad de cartas recibidas, así como al contenido y al tono de las mismas. “Gente joven, hombres y mujeres de diversas partes del país y de otros países latinoamericanos, me escriben con un fervor que, créeme, acaba con todos los piolines y rulemanes de este mundo”, le decía a Porrúa, en octubre del 63.

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Y a pesar de todo ello dice: “No me hago la ilusión de que podré lograr algo trascendental”.

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En suma; aun suponiendo que Cortázar y Harss estuvieran aplicando el término «trascendente» a este mismo ámbito, uno y otro tienen una visión diametralmente distinta sobre el asunto. Tanto uno como el otro tenían constancia de la sorpresa, la maravilla, la emoción, el placer y la obertura procurados por Rayuela en sus lectores; y si para Harss tales sensaciones podían ser sinónimo de «trascendencia», para Cortázar, en cambio, hacía falta algo más, algo distinto. La palabra trascendente tenía un alcance de sentido distinto para el uno y para el otro.

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Los efectos que Rayuela provoca, tanto para Harss como para la gran mayoría de sus lectores, pueden ser tildados de trascendentes si los comparamos con los que generan la inmensa mayoría de novelas. Pero seguramente Cortázar no comparaba su obra con otras novelas; por el contrario, Cortázar debió comparar tales efectos con una noción de trascendencia mucho más auténtica y profunda. A saber: con la experiencia vivida por su amigo Fredi Guthmann, que tuvo lugar en el marco de un viaje de dos años a la India para convertirse en discípulo del gran maestro espiritual Ramana Maharsi. Esto son palabras mayores; esto es una noción superlativa de trascendencia.

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Y así lo supo entender, quizá mejor que nadie, el propio escritor. Guthmann comunicó su experiencia a través de una carta dirigida a un grupo de amigos suyos en Buenos Aires, entre los cuales se contaba Cortázar. Y éste le respondió, a su vez, en una de las misivas más emotivas que se le conocen:

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Me cuesta encontrar palabras para decirle lo que significó para mí su carta a Susana. Si puede creer algo de mí, es que la leí con toda la pureza y toda la receptividad posible; con todo el deseo de que la carta hiciera por mí lo que usted deseaba que hiciera por todos nosotros. Sólo que, Fredi, estoy muy lejos, y no sé todo lo que sabe usted, y no merezco lo que merece usted. No tome esto como meras frases, no creo que entre nosotros las frases sean necesarias. Su experiencia, esa admirable experiencia que su carta cuenta como solamente un poeta puede hacerlo, es la experiencia que alcanza aquel que agotó plenamente los frutos previos, las etapas previas, los caminos que, finalmente, lo han llevado a su saber de hoy. ¿Y qué somos nosotros, los que recibimos su carta, los destinatarios de su carta? No puedo hablar ni por Susana ni por los demás; sólo por mí, sólo por este saco de huesos que ama la vida y le sale al encuentro en su pequeña dimensión sudamericana, en su mínima dimensión de literatura y de arte y de amor y de tiempo. Entonces, Fredi, su revelación me llega como la luz de la luna; usted es la luna, recibiendo directamente la luz; y lo que me toca a mí es su carta con sus palabras, la luz de la luna para leer su carta. (Buenos Aires, 3 de Enero de 1951, en Cartas, Alfaguara, vol I, p. 251)

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¿En qué otra ocasión podemos encontrar a nuestro escritor diciendo “me cuesta encontrar palabras”? Posteriormente, habiendo regresado Fredi de la India, y en los lapsos de tiempo en que coincidieron en París, los dos amigos sostuvieron largas conversaciones; y en ellas, Fredi consolidó y aumentó un influjo espiritual sobre Cortázar que había empezado, varios años atrás, en Buenos Aires. Fue sin duda a través de este maestrazgo que el escritor pudo concebir una noción de lo trascendente basada fundamentalmente en lo que Mircea Eliade denominó «ruptura de nivel»; es decir, en una salida de las coordenadas espaciotemporales propias de la conciencia normal, para entrar en un régimen distinto de la realidad, en un tiempo no cronológico y un espacio no euclidiano, y donde lo humano pierde sus señas de identidad para entrar en contacto con algo superior. Ésta es la misma noción de lo trascendente que vemos reflejada en el Persio de Los premios. Ésta es la acepción más profunda y genuina de lo trascendente.

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Así pues, cuando el escritor le dice a Harss “No me hago la ilusión de que podré lograr algo trascendental”, está pensando en las escasas posibilidades de generar una «ruptura de nivel», mediante el libro, en sus lectores. Esto es lo que él hubiera deseado. Pero si hasta entonces no se había dado, vistas las reacciones que el libro despertaba, lo más probable es que tampoco sucediera ya en el futuro. En cambio, cuando Harss replica “Y sin embargo no hay duda de que lo ha logrado ya”, está pensando en la reacción que sí han tenido los lectores de la obra; una reacción de fuerte conmoción, aunque sin salidas de uno mismo, sin accesos a una realidad superior, manteniéndose en todo momento dentro de los límites de un único nivel de conciencia.

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En definitiva: Entre la noción de trascendencia usada por Harss y la noción homónima usada por Cortázar hay más que una simple diferencia semántica. Lo que hay es un verdadero abismo; un insondable agujero abierto entre la unidimensionalidad propia de la cultura moderna, completamente secularizada, y la multidimensionalidad característica de una cultura de carácter tradicional –en el sentido que se da a este concepto desde la Filosofía Perenne-, donde resulta plenamente operativa la distinción entre lo profano y lo sagrado, entre lo histórico y lo mítico, entre el nivel ordinario de la conciencia y los niveles superiores. Hay la enorme diferencia, pues, entre una concepción débil de lo trascendente, propia del mundo desangelado de la modernidad occidental, y la noción fuerte, propia de una cosmovisión de carácter espiritual y religioso, la que Cortázar pudo conocer a través del testimonio directo de su amigo y maestro Fredi Guthmann.

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¿Qué consecuencias puede tener esto para la lectura de Rayuela? De la frase de Cortázar, tal como la interpretamos aquí, parece desprenderse que habría otro modo de leer el libro. ¿Cómo sería este otro modo, distinto al que se había implementado hasta entonces –y hasta ahora-? Para descubrirlo, habría que entender cuál es el factor diferencial de este texto, que lo distingue de las otras obras pertenecientes a la literatura occidental moderna. La mejor pregunta, entonces, sería: ¿Qué es, concretamente, lo que permitía abrigar al autor de Rayuela la endeble pero cierta esperanza, finalmente truncada, de que “alguna vez” lograría «mutar» a su lector?

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En otras palabras: En la medida en que aparece en el contexto de la Modernidad occidental, Rayuela tiene algo único. Ese «algo» no lo vamos a encontrar en ninguna otra novela, por más importante que sea; aunque ya sabemos –o por lo menos yo lo sé- que Rayuela no es una novela. Sí podemos encontrar algo parecido en la obra de Rimbaud; aunque entonces, en primer lugar, habría que replantearse hasta qué punto podemos considerar «moderno» a ese poeta; y en segundo lugar, deberíamos tener en cuenta que si bien Rayuela no es una novela, menos todavía es un poema. El mayor libro de Cortázar es, indudablemente, un relato.

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Pero ¿qué clase de relato? Un relato trascendente, en el sentido fuerte: o sea, nada que nos resulte familiar a nosotros, los modernos. Entonces, para encontrar algo comparable debemos superar las fronteras de nuestra cultura, y dirigirnos a algún lugar, a alguna época, en la que la noción de «relato trascendente» adquiera su pleno sentido, real y efectivo. ¿Dónde podemos ir para hallarlo? La respuesta es, naturalmente, hacia el Oriente. Sobre todo hacia el Oriente metafórico; pero también, en este caso en particular, hacia el Oriente geográfico.

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El Avicena de Corbin

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Henry Corbin (1903-1978) fue un eminente islamólogo francés y un ilustre colaborador del Círculo Eranos. En 1954 publicó en Teherán su ensayo Avicenne et le récit visionnaire (aquí manejo la traducción de Agustín López Tobajas, publicada por Paidós en 1995)., en el que daba a conocer para Occidente la dimensión más profundamente espiritual de la obra del filósofo persa Avicena (Ibn Sînâ, circa 980-1037). Esta dimensión espiritual no estaba plasmada en la forma de un discurso expositivo, sino a través de tres·textos narrativos conformadores de un ciclo: el «Relato de Hayy ibn Yaqzân», el «Relato del pájaro» y el «Relato de Salâmân y Absâl». En ellos se da cuenta del despertar del alma a su original naturaleza divina, y del camino que debe recorrer para retornar a ese origen.

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Voy a poner Rayuela en relación con ciertos pasajes de este Avicena corbiniano; pero no tanto con el contenido de los relatos, sino más bien con las explicaciones que da Corbin sobre su funcionamiento como textos iniciáticos. Ello informará un expediente de «vía comparativa», dentro del marco de mi Teoría del Entusiasmo: no se trata, por lo tanto, de conocer cuál fue la relación de Cortázar con el Avicena o con cualquier otra obra del erudito francés, si es que la hubo; ni se trata tampoco de averiguar si el autor de Rayuela pudo tener algún conocimiento, por alguna otra vía, de esos mismos relatos avicenianos tratados por Corbin, cosa todavía más improbable que la anterior. De lo único que se trata aquí es de iluminar ciertos aspectos insólitos de la mayor obra del escritor argentino, poniéndola en relación analógica con otras obras y otros contextos que presentan circunstancias parecidas a las que ahora nos interesan.

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Esto es lo mismo que hicimos, en otro momento, con el “ciclo de las enseñanzas de don Juan” de Carlos Castaneda. En ese otro caso, resultaba evidente que el autor de Rayuela no podía haber leído los libros castanedianos, cuyo primer volumen se publicó cinco años después del libro de Cortázar. Pero esos libros nos servían perfectamente a nosotros para ilustrar la idea de Cortázar como chamán, tal como él mismo se tilda en el cap. 82 de Rayuela (“pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon”); y también, en consecuencia, la del lector activo como su aprendiz.

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Del mismo modo, ciertos pasajes del Avicena nos van a servir ahora para ilustrar otro aspecto insólito de la obra de Cortázar; otro aspecto que ha permanecido desatendido desde siempre por sus críticos, y que ha sido tratado sólo de pasada, hasta ahora, en mis propios escritos. Se trata, concretamente, de la relación que se puede establecer entre un texto con diversos niveles de sentido (como es Rayuela, y como son los relatos visionarios de Avicena) y el efecto de trascendencia que tal texto llega a generar en el lector.

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Estas dos nociones en liza tienen un sentido muy concreto en el contexto en que vamos a movernos. Por un lado: la noción de texto con diversos niveles de sentido implica distinguir entre la superficie y las honduras de ese texto; o, dicho sea de otro modo, entre su letra y su espíritu. Y no me estoy refiriendo a una cuestión de lectura subjetiva, sino de algo que pertenece a la misma estructura de un texto que despliega más o menos conscientemente sus posibilidades de generar un doble sentido, aprovechando para ello unas virtualidades presentes en el lenguaje narrativo. Por otro lado: el efecto de trascendencia en el lector deberá contemplarse como esa «ruptura de nivel» eliadiana que he señalado más arriba.

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1. Homologías

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Para entrar en situación, transcribo aquí la advertencia que el propio Corbin lanzaba en el Prefacio a la Segunda Edición Francesa de su obra, en 1972:

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Una vez más, ponemos igualmente en guardia al lector en relación al término «esotérico», con el que se incurre en tantos contrasentidos derivados de su uso trivial y abusivo. Conforme a su etimología, «esotérico» designa lo que es interior, lo que está oculto bajo la apariencia exterior o literal; nada más. El sentido «esotérico» de los relatos avicenianos es el sentido oculto bajo la trama del relato. (p. 11)

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Con esto, el filósofo francés está acotando la distinción esotérico/exotérico dentro del marco de la textualidad de unos relatos; nos conviene retener esta visión de lo textual. Pero no se hagan ilusiones los escépticos de que esta primera apreciación vaya a rebajar los presupuestos espirituales del trabajo de Corbin, que en realidad son de lo más amplios. Sólo una línea más abajo, por ejemplo, encontramos una auténtica declaración de principios, que alguien ha querido ver incluso como una formulación sintética de mi Teoría del Entusiasmo:

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Es un axioma, ciertamente, que lo semejante no es conocido más que por lo semejante: todo modo de comprender corresponde al modo de ser del intérprete.

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Ciertamente, Corbin no va a escatimar esfuerzos para traer a su discurso una espiritualidad semejante a la que animaba originalmente los relatos de Avicena: una espiritualidad, por tanto, para la que resulta plenamente operativa y necesaria la distinción entre lo manifiesto y lo oculto.

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La idea de que Cortázar -el Cortázar que escribió Rayuela- pueda participar en esa misma semejanza es algo que empieza a percibirse a partir del siguiente extracto. Con ello entramos ya en el primer capítulo del libro de Corbin, “Cosmos aviceniano y relato visionario”, cuyos primeros tres apartados contienen las claves que vamos a analizar aquí. Este párrafo pertenece al primer apartado, que lleva por título “Avicenismo y situación filosófica”:

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Esos relatos (…) son ciertamente el lugar de una aventura personalmente vivida. (…) Esta tradición [el avicenismo] debe decidir su propia razón de ser decidiendo su propio futuro. Y no podrá decidir sobre ese futuro en un sentido positivo más que con una condición; que la filosofía tradicional alimentada por motivos avicenianos no se adormezca en el ronroneo de las viejas fórmulas, sino que sea capaz de afrontar de nuevo, por sus propios medios y en nuestro mundo actual, la aventura espiritual afrontada en su momento por el propio Avicena: esa aventura cuyo relato, o, más bien, cuyos relatos nos ha dejado, y sin los cuales su obra correría el riesgo de no ser más que papel manchado de tinta. (p. 18)

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Este pasaje lo considero yo perfectamente transportable al caso de Rayuela: este libro es también el lugar de una aventura personalmente vivida por Cortázar; y los lectores del libro también se ven constreñidos -desde el mismo texto- a no adormecerse en el ronroneo de las viejas fórmulas literarias (¡la Gran Costumbre!), sino a afrontar nuevamente la misma aventura espiritual (Corbin usa aquí las mismas palabras que años después usará Graciela Maturo para hablar de Rayuela) por la que previamente había pasado su autor.

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Si Rayuela, en este sentido, es homologable a los relatos de Avicena, mi función en este asunto, en cuanto exégeta de la obra de Cortázar, es igualmente homologable a la de Corbin. Esta función compartida consiste en llamar la atención sobre unas latencias de sentido que habrían sido obviadas en una recepción desviada del texto, alejada de sus presupuestos originales. Con ello se plantea el rescate del espíritu de los relatos, su carácter de texto vivo, frente una recepción que corre el riesgo de ‘matarlo’ al quedarse únicamente con la letra. A la sazón, el siguiente extracto desvela un tipo de problemática parecido al que yo mismo planteé en otro lugar (véase la Introducción a “El «estado de gracia» y Rayuela) con respecto a las oscilaciones del Zeitgeist y la recepción de Rayuela (las cursivas en el original):

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Puede ocurrir que la letra de su sistema cosmológico esté cerrada a la conciencia inmediata de nuestro tiempo. Pero la experiencia personal recogida en sus relatos revela una situación que tiene quizás algo en común con la nuestra. Desde ese momento, todo su sistema se convierte en la «cifra» de tal situación. «Descifrarlo» no consistirá en acumular una vana erudición sobre las cosas, sino en abrirnos a nosotros mismos nuestro propio posible. (24)

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Esta distinción entre dos clases de aproximación a los textos avicenianos -una vanamente erudita, y la otra por apertura- vendría a expresar de otro modo la distinción cortazariana entre una aproximación dialéctica y una aproximación participativa a su propia obra. De llevar estas homologías a su término lógico, debería concluir que mientras no abramos nuestro propio posible ante Rayuela, es decir, mientras se insista en leer esta obra en términos distintos a los de una aventura espiritual propia, simétricamente equivalente a la vivida por su autor, el libro de Cortázar corre el riesgo, como dice Corbin, de no ser más que papel manchado de tinta.

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A mi parecer, decir esto equivale a arremeter contra una concepción meramente «estética» de lo literario, tal como hizo Cortázar en distintos momentos de su obra. Equivale también a comparar la novela moderna con unas hojas muertas caídas sobre un muelle del Sena, tal como sucede en el cap. 84. Y equivale también a mi ataque contra la estrecha visión de Rayuela como novela. Para muchos de sus lectores, Rayuela es una novela, y quizá para ellos no sea una contradicción verla como una novela trascendente: pero aquí es donde se manifiesta ese abismo del que yo hablaba antes, el abismo existente entre las distintas acepciones de «trascendencia» usadas por Cortázar y por Luís Harss.

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Estas primeras homologías permiten captar el aire de familia existente entre el Avicena de Corbin y el Rayuela insólito de Jorge Fraga. Pero ello supone tan sólo una introducción al tema, unos pasos dados sobre el terreno firme de lo ya conocido, antes de penetrar en las arenas movedizas de lo verdaderamente insólito. Dejemos atrás el primer apartado, “Avicenismo y situación filosófica”, y vayamos ahora al encuentro definitivo con los auténticos protagonistas de nuestro estudio.

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2. El paradigma oriental de la escritura

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En “La Cripta cósmica: el Extranjero y el Guía”, segundo apartado del capítulo primero, Corbin introduce el patrón de un dualismo ontognoseológico que nos remite a la visión platónica del mundo; la diferencia entre lo verdadero (haqîqat) y lo aparente (majâz):

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«Venir a este mundo» es pasar del mundo de la Realidad en el verdadero sentido (haqîqat), al mundo que es sin duda real para las conciencia común pero que, en sentido verdadero, no es más que figura y metáfora (majâz); esta venida al mundo quiere decir que las Realidades en el sentido verdadero se convierten en dudosas e improbables, sospechosas y ambiguas. (p. 40)

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Lo descrito hasta aquí coincide plenamente con el concepto platónico de anamnesis, así como con la concepción gnóstica de la existencia. Desde esta perspectiva, el mundo de la conciencia ordinaria (el mundo común de la vigilia: la Cripta cósmica) constituye en realidad un espejismo; una ilusión cuyo carácter totalizante deja relegado al olvido lo auténticamente Real. Pero esta condición es reversible, tal como se plantea en la continuación:

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«Salir de este mundo», acceder al mundo verdadero, significará que la Tiniebla y las dudas serán arrancadas de la conciencia que, del estado de infancia pasa al estado de madurez. Llegar a esta conciencia verdadera de lo Verdadero Real es, eo ipso, hacerse extranjero al mundo de la metáfora con el que la conciencia común se satisface como si fuera un mundo verdadero. (…) Para salir realmente de ella es necesario convertirse, reconvertirse más bien, en la Extranjera, es decir, en un alma regenerada en la Fuente de la Vida que ha efectuado el paso que supone el retorno de «Majâz» a «Haqîqat». (pp. 40-41)

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Según el texto, el actor de estos desplazamientos es, primeramente, la conciencia; se contempla así una distinción entre la conciencia común que se deja engañar por lo ilusorio -y que se equipara a la etapa infantil- y una conciencia superior que percibe lo Verdadero -que se equipara a la madurez del ser humano-. No situamos, por lo tanto, en un terreno caro a mi Teoría del Entusiasmo: la radical heterogeneidad de la conciencia humana. Pero Corbin no se detiene aquí, e incorpora después un término esencial que yo no había querido usar hasta ahora; en última instancia, lo que retorna efectivamente a lo Verdadero es el alma. El Alma es la auténtica protagonista de ese viaje de retorno desde su exilio en Occidente (el lugar donde muere la luz; el mundo de lo humano) hasta su patria original, el Oriente (el lugar donde la luz nace; el mundo de lo divino).

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Pero todo esto, ¿qué tiene que ver con los relatos? Para responder a esta pregunta, fijémonos primero en que Corbin utiliza los términos literarios figura y metáfora para describir la naturaleza propia del mundo de lo ilusorio: eso nos pone ya sobre la pista de que existe una correspondencia entre esa dualidad manifestada en la Existencia y una dualidad análoga que se manifiesta en lo textual. Efectivamente; a la distinción ontognoseológica entre «Majâz» (ilusorio) y «Haqîqat» (verdadero) le corresponde una distinción intratextual, equivalente y proporcional a la anterior, entre «Zâhir» y «Bâtin»:

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Sucede lo mismo con el par de términos «zâhir» y «bâtin». «Zâhir» es lo exotérico, lo aparente, la evidencia literal, la Ley, el texto del Qorán. Zâhir está con bâtin (lo oculto, lo interior, lo esotérico) en la misma relación que Majâz con Haqîqat (pp. 42-43)

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Volvemos así, pues, a la noción de «esotérico» sobre la que Corbin nos advertía en el Prefacio; y aquí podemos comprobar, más allá de esa definición inocua que se nos daba al principio, cómo este concepto pretendidamente “literario” o “textual” se relaciona, indefectiblemente, con lo espiritual. Por otro lado; el filósofo francés menciona aquí el Corán, debido a que la Revelación concedida por Alá al Profeta es precisamente el modelo original y sagrado, para la gnosis islámica, de este tipo de textualidad dual.

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Y es que el texto revelado es claramente un caso superlativo de lo que constituye un texto inspirado: sus «autores», el profeta y el escritor visionario, coinciden en ejercer de mediadores entre el plano de la conciencia común de los hombres y un plano superior, ya sea el de una divinidad única, ya sea el de una multiplicidad de dioses, ya sea el de los Dáimones, los Ángeles o los jinn. Tanto Avicena como Cortázar entran en esa misma dinámica, cada uno a su modo, cada uno en su propia medida, y sus textos son el resultado visible de esa mediación.

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Con respecto a esto, Corbin nos ofrece en la p. 34 lo que podría constituir una versión avant la lettre del capítulo 82 de Rayuela:

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Hace falta una fuente de energía psíquica potente para que la actividad imaginadora (esa Imaginación que (…) puede ser ángel o demonio) cree, fuera de las expresiones comunes y de simbolismos periclitados o intercambiables, un campo de libertad interior suficiente (…) El acontecimiento se producirá en una visión mental, en un estado intermedio «entre la vigilia y el sueño».

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La analogía se percibe claramente: por un lado, la noción de “una fuente de energía psíquica potente” se corresponde con la “fuerza” que según Cortázar generaba la escritura de Rayuela; por otro lado, ese “estado intermedio entre la vigilia y el sueño” al que alude Corbin resulta equivalente al swing cortazariano; y finalmente, se obtiene como resultado, en un caso y el otro, una creación fuera de las expresiones comunes y de los simbolismos periclitados, un texto narrativo que se presenta como un campo de libertad interior.

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Así pues, nos hallamos aquí ante un paradigma de comprensión de la escritura narrativa radicalmente distinto al que se mantiene vigente en el contexto de la modernidad occidental. Los elementos que entran en juego aquí (la heterogeneidad de la conciencia, la existencia efectiva de los planos superiores, la capacidad visionaria y mediadora del escritor, etcétera) resultan absolutamente ajenos a las ideas modernas tanto de novela como de relato. Sólo en el paradigma oriental se hace posible concebir un relato auténticamente trascendente, cuyo texto dual constituya el objeto mediante el cual se opera la iniciación de un discípulo por parte de su maestro.

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Ante ello, el lector de esta clase de texto no puede sostener de ningún modo la actitud pasiva propia de un diletante o un esteta; por el contrario, se ve constreñido a una actitud plenamente activa y cómplice. Es decir, la misma que preconiza Cortázar para su Rayuela. Pero ello no significa para nada combinar arbitrariamente las partes de la obra, ni fabricarse una versión personalizada del libro, tal como se ha entendido, empobreciéndola tremendamente, la propuesta contenida en la doble textualidad de Rayuela. ¿Se imaginan a un lector de Avicena deconstruyendo de esa forma los relatos de su maestro? Esto, que constituye propiamente el paradigma posmoderno de lectura, no tiene en el fondo ninguna «trascendencia», en el sentido fuerte del término; más bien al contrario, pues el lector, al seguir únicamente su propio criterio, se mantiene en todo momento dentro de los límites del mismo, perdiendo buena parte de sus oportunidades para llegar siquiera a vislumbrar una ordenación superior.

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Desde el paradigma oriental, por el contrario, lo que realmente se precisa es que el lector logre acceder a los planos superiores de la realidad, tal como lo hizo en su momento el autor del texto. Y para ello, resulta totalmente conveniente seguir el orden del relato, como si fuesen huellas en las que uno pone sus pasos. Ese orden señala un camino; una misma senda, pero con dos sentidos de la marcha, pues lo que en el escritor se ha producido en un sentido descendente, y que ha tenido como resultado el texto, el lector debe revivirlo en sentido inverso, ascendente, a través de la lectura.

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Para el lector moderno –y sobre todo para el lector de Cortázar- este «camino descendente» realizado primeramente por el autor no debería resultar del todo extraño, en la medida en que todavía nos es familiar el concepto de inspiración (familiar, aunque inoperante). El caso del lector es distinto: no existe actualmente para nosotros un término para designar el «camino ascendente» que debe recorrer, en segunda instancia, el lector. Y no obstante, este ascenso debería constituir precisamente la tarea definitoria del “lector activo y cómplice” cortazariano. No existe un término moderno para ello; sí lo recibe, en cambio, en el antiguo contexto espiritual analizado por Corbin: se trata del Ta’wil.

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3. El ta’wil o exégesis espiritual

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«Ta’wil» forma habitualmente con «tanzîl» un par de términos y conceptos a la vez complementarios y contrastantes. «Tanzîl» designa propiamente la religión positiva, la letra de la Revelación dictada por el Ángel al Profeta: consiste, pues, en hacer descender esa Revelación del mundo superior. «Ta’wil» es, etimológicamente, hacer volver a, reconducir, llevar al origen y al lugar al que se vuelve; en consecuencia, volver al sentido verdadero y original de un escrito. «Es hacer llegar una cosa a su origen… Aquel que practica el ta’wil es, pues, alguien que aparta el enunciado de su apariencia externa (exotérica, zâhir) y lo hace retornar a su verdad (haqîqat)» (pp. 41-42)

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Debemos comprender que Ta’wil no es sólo interpretación, tal como se entiende este concepto en el paradigma occidental de lo textual. No es un simple movimiento racional del entendimiento. Tampoco se puede comparar con la noción actual de catarsis, en el sentido de una conmoción de carácter emocional; aunque quizá sería distinto si consiguiéramos situar este último concepto en un contexto espiritual semejante al del Oriente aviceniano. Para encontrar en Occidente algo parecido a la noción de Ta’wil, deberíamos salirnos de la Modernidad y remontarnos hasta la anagogía medieval, en el marco de la teoría de los cuatro sentidos de las Escrituras. Para nuestras modernas mentes occidentales, el concepto de Ta’wil es, definitivamente, algo absolutamente novedoso e insólito.

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En este sentido, el título que da Corbin al tercer apartado de su libro, en el que acabamos de entrar, es de lo más significativo: “El «Ta’wil» como exégesis del alma”. Y es que el Ta’wil es “un proceso que compromete a toda el alma, pues pone en juego sus más secretas fuentes de energía” (p. 41). Debemos recuperar aquí la analogía vista más arriba, según la cual la dualidad que afecta al alma (Occidente y Oriente, lo humano y lo divino) se equipara con la dualidad de la conciencia (Majâz y Haqîqat, lo ilusorio y lo verdadero) y con la dualidad del texto (Zâhir y Bâtin, lo literal y lo oculto). Sólo en virtud de estas correspondencias, equivalentes y proporcionales, podemos comprender la trascendencia que tiene el Ta’wil:

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la verdad del ta’wil reposa sobre la realidad simultánea de la operación mental en que consiste y del Acontecimiento psíquico que le da origen. El ta’wil de los textos supone el ta’wil del alma: el alma no puede reconducir, llevar de nuevo el texto a su verdad, hacerlo volver a ella, sino a condición de que la propia alma vuelva a su verdad (haqîqat), lo que implica para ella la salida de las evidencias impuestas, fuera del mundo de las apariencias y las metáforas, del exilio y del «Occidente». Recíprocamente, el alma inicia la salida, realiza el ta’wil de su ser verdadero, apoyándose en un texto –texto de un libro o texto cósmico- que su esfuerzo conducirá a una transmutación, promoviéndolo al rango de Acontecimiento real, pero interior y psíquico (p. 44)

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Dadas estas correspondencias, los distintos términos son intercambiables entre sí: “Su sincronismo y su codependencia –dice Corbin- definen aquí el «círculo hermenéutico» donde aflora una visión simbólica y por donde debe pasar toda interpretación verdadera de sus símbolos” (p. 42). Antes hemos visto que el islamólogo francés utilizaba un léxico literario –“figura”, “metáfora”- para señalar una distinción ontognoseológica entre lo Verdadero (Haqîqat) y lo Ilusorio (Majâz); ahora hace lo mismo, pero a la inversa (las cursivas en el original):

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«Majâz» es la figura, la metáfora, mientras que «haqîqat» es la verdad que es real, la realidad que es verdadera, la esencia, la Idea. «Majâz» implica la idea de superar, pasar más allá de, ir hacia… y de ahí meta-phora. Advirtamos, sin embargo, que no es el sentido espiritual separable de la letra lo que sería el sentido metafórico: es la letra misma la que es la metáfora, es el enunciado el que es una trans-gresión de la Idea inefable. Es, pues, lo contrario de las evidencias de la conciencia común, para la cual sería la apelación a las realidades verdaderas, a los seres espirituales, lo que sería una transgresión de la letra. El ta’wil hace regresar la letra a su sentido verdadero y original (haqîqat) «con el cual simbolizan» las figuras de la letra exotérica (42)

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El concepto de símbolo resulta aquí fundamental. En el sentido espiritual usado por Corbin, símbolo constituye precisamente el signo o la cifra textual sobre la que se hace posible operar la deseada ruptura de nivel:

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Transmutación de lo sensible y de lo imaginal en símbolo, retorno del símbolo a la situación que lo hizo nacer: estos dos movimientos abren y cierran el círculo hermenéutico. Es por ello que, si la exégesis de los símbolos abre en altura y en profundidad una perspectiva quizá sin límites, ello no supone en absoluto una regressio ad infinitum en el mismo plano del ser, tal como el pensamiento racional podría objetar. (…) No se trata de sustituir el símbolo por una explicación racional (…) Se trata de alcanzar aquello que fue la experiencia del Alma en un alma, de presentir a qué tiende –no de deducir causalmente de dónde viene- el Acontecimiento que se denomina «wilâdat-e rûhânî», nacimiento espiritual.

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Así pues, la esencia del Ta’wil, de la exégesis espiritual de un relato visionario, es conducir el alma del lector a la misma situación que hizo nacer el texto. Glosando a Corbin, no se trata de deducir ni de pensar racionalmente, pues ello nos mantiene siempre en un mismo plano del ser. Ya se había anunciado esta misma esencia del Ta’wil al final del apartado segundo (p. 41), y yo lo repito aquí para conferirle el énfasis que le conviene (las cursivas son mías):

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Su método es el más adecuado para desvelarnos a la vez el secreto del nacimiento de nuestros relatos visionarios, puesto que provoca la situación que les da origen, y el secreto de su desciframiento. (…) Ponerlo así «en presente» sería realizar nuestro propio «ta’wil» (p. 41)

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Esta noción de «exégesis espiritual» es la especial clase de lectura que precisan los relatos visionarios. Mientras nos movamos en el interior de un contexto plenamente espiritual, a la escritura de un texto obtenido por inspiración le pertoca una lectura de carácter iniciático. Es decir; una lectura que conduzca efectivamente al lector a una salida de sí mismo, a un salto hasta los niveles superiores del ser, experiencia trascendente semejante a la vivida previamente por el autor del texto. Sólo así se cumple el axioma formulado por Corbin en el Prefacio de su libro: “Lo semejante no es conocido más que por lo semejante”.Y ello sólo puede producirse cuando el texto que sirve de mediación contiene en sí la cifra de ese salto, simbolizado en su propia dualidad interna. Si el autor puede generar la vivencia de ese salto, en el lector, a través del texto, es porque los tres participan de una misma estructura dual propia de la existencia; porque en cada uno de ellos se encuentra operativa una misma diferencia entre lo ilusorio superficial y lo auténtico profundo:

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bajo la idea de la exégesis se transparenta la de un éxodo, una «salida de Egipto», que es un éxodo más allá de la metáfora y de la servidumbre de la letra, más allá del exilio y del Occidente de la apariencia exotérica hacia el Oriente de la Idea original y oculta (p. 42)

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Una nueva Eleusis: la «novela sagrada»

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Hacer volver el texto a su origen, y, con ello, generar en el lector una ruptura de nivel, un despertar espiritual: éstos son la esencia y el propósito del Ta’wil. ¿Acaso está diciendo algo muy distinto este pasaje del cap. 97 de Rayuela?

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Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?

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El dibujo en la pared, la caña de pescar, el trío para mandolinas son el Occidente del texto de Rayuela, su Majâz, su Zâhir; lo literal, lo derivado, lo exotérico, lo superficial. La despedida, el grito y la muerte son su Oriente, su Haqîqat, su Bâtin; lo profundo, lo original, lo esotérico, lo oculto.

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En otras palabras; esos “despedida, grito y muerte” son el alma de Rayuela. El gran libro de Cortázar es un libro vivo porque tiene alma. Pero en un sentido fuerte, nada de vaguedades: no se trata del punto de fuga abstracto hacia el que tienden unos valores o principios plasmados en el relato. Se trata en realidad de un texto otro, de un relato en concreto; aquí radica ese «algo único» que tiene Rayuela. Esa alma tiene contenido -“la crónica de una locura”- y estructura -“la repetición de un episodio”-, tal como Cortázar le confesó a Jean Barnabé en una carta –la “Carta Delatora”- de 1960. Esa alma es perceptible y corroborable; yo mismo doy testimonio de ella, y la llamo el «Rayuela insólito». El hecho de que ningún otro lector la haya advertido hasta hoy no descarta su existencia. La novela Rayuela, el texto que todos conocen, no es más que una metáfora, una fachada, que muestra y al mismo tiempo esconde el verdadero contenido del libro.

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Para captar esa alma textual hay que desplazarse, desaforarse, descentrarse, descubrirse. El lector no puede hacerse cargo del Rayuela insólito mientras permanezca en su estado de conciencia habitual. Es invisible a los ojos del cuerpo, que no a los ojos del alma; pero el alma debe abrirlos, pues está durmiendo: y a eso es a lo que apunta el texto de Cortázar. Lo semejante no es conocido más que por lo semejante: para acceder a la crónica de una locura, el lector también debe volverse loco; para ver el texto como repetición de un episodio, el lector debe revivir por sí mismo ese episodio. Para llegar hasta el alma de Rayuela, el lector debe retornar el texto a su origen y, simultáneamente, en relación reversible de causa-efecto, dejarse llevar por el texto a un estado superior de la conciencia. Sólo de este modo la lectura de Rayuela se convierte en un despertar espiritual. Rayuela no es una novela: es un artilugio textual concebido para hacer despertar la conciencia del lector en un nivel más elevado de la conciencia. Es una maquinaria textual concebida para despertar el alma durmiente de sus lectores.

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¿Resulta esto fantasioso? Esta nueva concepción del libro de Cortázar, visto a través del Avicena de Corbin, ¿deviene meramente un ingenioso trabajo de crítica-ficción? ¿Es entonces mi «Vía comparativa (5)» nada más que un hábil ejercicio de analogismo desaforado? Por supuesto; pero ése es, precisamente, el camino. Y si no me creen a mí, crean a Cortázar; léanse de nuevo Rayuela. Ahí tenemos, entre otros, el capítulo 95:

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En alguna que otra nota, Morelli se había mostrado curiosamente explícito acerca de sus intenciones. (…) Una de las notas aludía suzukianamente al lenguaje como una especie de exclamación o grito surgido directamente de la experiencia interior. Seguían varios ejemplos de diálogos entre maestros y discípulos, por completo ininteligibles para el oído racional y para toda lógica dualista y binaria, así como de respuestas de los maestros a las preguntas de los discípulos, consistentes por lo común en descargarles un bastón en la cabeza, echarles un jarro de agua, expulsarlos a empellones de la casa o, en el mejor de los casos, repetirles la pregunta en la cara. Morelli parecía moverse a gusto en ese universo aparentemente demencial, y dar por supuesto que esas conductas magistrales constituían la verdadera lección, el único modo de abrir el ojo espiritual al discípulo y revelarle la verdad. Esa violenta irracionalidad le parecía natural, en el sentido de que abolía las estructuras que constituyen la especialidad del Occidente, los ejes donde pivota el entendimiento histórico del hombre y que tienen en el pensamiento discursivo (e incluso en el sentimiento estético y hasta poético) su instrumento de elección.

(…)

¿Por qué no? (…) Los profetas, los místicos, la noche oscura del alma: utilización frecuente del relato en forma de apólogo o visión. Claro que una novela... Pero ese escándalo nacía más de la manía genérica y clasificatoria del mono occidental que de una verdadera contradicción interna.

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En mi opinión, la lectura del primer capítulo del Avicena de Corbin, con la noción central de Ta’wil o exégesis espiritual, tan bella y extraordinaria, ilumina más sobre Rayuela que todo lo que hayan escrito los críticos de Cortázar hasta ahora. Pero no confundamos las cosas; el escritor argentino no es el fundador de ninguna religión, ni un salvador de almas. No se trata de equiparar a Cortázar con un profeta, ni con el iniciador de una nueva vía espiritual. De lo que se trata es de captar la magnitud justa de su trascendencia, sin maximizarla ni minimizarla; y en este sentido, Cortázar sí puede verse como alguien que vuelve a traer, en el marco de una cultura desangelada, la posibilidad de una experiencia trascendente en el sentido fuerte.

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Cortázar deviene entonces algo así como un nuevo mistagogo, un iniciador en unos Misterios de la Realidad que se han olvidado en el contexto de nuestra sociedad profundamente secularizada, profana e unidimensional. Del mismo modo, el lector activo y cómplice de Rayuela –el lector total- será aquél que acabe por gritar ¡Evohé, evohé!, inducido por su lectura entusiasta del texto. Y ese libro insólito deviene entonces un nuevo Centro, una nueva Eleusis en edición de bolsillo, plantada como un desafío en medio de la Modernidad, y consagrada a generar un efecto de trascendencia desconocido hasta ahora para el individuo moderno.

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“No me hago la ilusión de lograr algo trascendental”, dijo Cortázar en 1968.: “Y sin embargo, no hay duda de que lo ha logrado ya” le respondía Luís Harss. “Ambos se equivocaban” dice Jorge Fraga, a su vez, en 2011. “No podía lograrse mientras uno se sentara a leer Rayuela como si fuera una novela”, le digo hoy a Luís Harss. “Pero más tarde o más temprano -le respondo también a Julio Cortázar- alguien iba a poner los pasos en las huellas, levantándose para leer Rayuela en su propio espíritu, como si fuera un texto sagrado”. Rayuela, en su versión para lectores activos –y por tanto, al completo- no es una novela: es un relato iniciático. Y si fuera novela deberíamos, para dar cuenta de su trascendencia, caer en el oxymoron: habría que hablar, entonces, de Rayuela como una novela sagrada.

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1 de septiembre de 2011

Apócrifas morellianas (11)

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Con nuestros cálculos –sin pensar en ninguna otra cosa-, con nuestros deseos –dejando de lado cualquier otra esperanza-, con nuestros esfuerzos –renunciando a cualquier comodidad-, forzamos la entrada de ese nuevo mundo. Eso nos parecía. Pero supimos más adelante que, si habíamos conseguido desembarcar al pie del Monte Análogo, fue porque nos abrieron las puertas invisibles de esa invisible comarca quienes tienen a su cargo su custodia. El gallo que lanza su retumbante canto en la lechosa claridad del alba cree que con ese canto engendra el sol; el niño que llora desesperadamente en un cuarto cerrado cree que sus gritos consiguen que se abra la puerta; pero el sol y la madre van por su propio camino, que trazan las leyes de su ser. Nos abrieron la puerta quienes nos ven incluso aunque no podamos verlos, respondiendo con una generosa acogida a nuestros cálculos pueriles, a nuestros deseos inestables, a nuestros esfuerzos mínimos y torpes.

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René Daumal, El monte análogo.

Novela de aventuras alpinas no euclidianas

y simbólicamente auténticas

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PIANTOGRAMAS (3): El Rayuela análogo


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“Se trata de un anillo de curvatura más o menos ancho, impenetrable, que rodea el libro, a cierta distancia, como un baluarte inexpugnable, intangible, merced al cual, en resumidas cuentas, todo sucede como si el Rayuela insólito no existiera.”

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31 de agosto de 2011

Apócrifas morellianas (10)

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Leo en Muy interesante, nº 340, septiembre 2009:

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…investigaciones realizadas en la Universidad de Duke, (EEUU) han abierto la vía para que la capa de la invisibilidad de Harry Potter pueda hacerse realidad. Dicha capa funcionaría desviando las microondas alrededor del objeto y luego restaurándolas detrás del mismo, como si hubieran atravesado un espacio vacío.

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¿Cómo no pensar, inmediatamente, en la isla donde se alza el Monte Análogo? Daumal y su perspicaz profesor Sogol les llevan prácticamente 70 años de ventaja a Potter y a los afanosos científicos de Duke (EEUU):

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Estas son, pues, las conclusiones a las que he llegado por el simple procedimiento de eliminar todas las hipótesis indefendibles. En algún lugar de la Tierra existe un territorio de, al menos, miles de kilómetros de perímetro en el que se alza el Monte Análogo. Ese territorio se asienta en materiales que tienen la propiedad de curvar el espacio alrededor, de forma tal que toda la comarca se halla encerrada en una cáscara de espacio curvo. (…) Se trata de un anillo de curvatura más o menos ancho, impenetrable, que rodea la región, a cierta distancia, como un baluarte inexpugnable, intangible, merced al cual, en resumidas cuentas, todo sucede como si el Monte Análogo no existiera. (…) Dibujo aquí los itinerarios de un barco que vaya de A a B. Vamos a bordo de ese barco. En B hay un faro. Desde el punto A enfoco con un catalejo en la dirección en que avanza el barco; veo el faro B, cuya luz ha rodeado el Monte Análogo, y nunca sospecharé que entre el faro y yo se extiende una isla cubierta de elevadas montañas.

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René Daumal, El Monte Análogo (1939-44)

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