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En una carta del 21 de febrero de 1961, desde París, Julio Cortázar le decía a su amigo Paul Blackburn:
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Tu poema es muy difícil para mí, pero lo siento MÁGICO, tremendamente mágico. No me gusta que pongas el punto separado de las palabras, no entiendo por qué haces eso. ¿Quieres que el lector haga una larga pausa, o qué? Please explain. I’m so dumb. Explain “Maera. Deino” too. ¡Me gustaría tanto traducir ese poema! Dame todas las explicaciones posibles. The gods will take care of the rest. (Cartas 1937-1963, Madrid, Alfaguara, 2002, p. 433)
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Este fragmento se entiende fácilmente: el escritor se siente cautivado por los versos de su amigo, pero no tanto por su sentido –que no alcanza a comprender enteramente– sino porque es sensible a un influjo que siente desprenderse del poema. La mayúscula de ‘mágico’ es suya: y luego repite otra vez el término, enfatizándolo de nuevo: “tremendamente mágico”. Y la cursiva es igualmente suya cuando dice: “Dame todas las explicaciones posibles”. Cortázar quiere penetrar mayormente en el sentido del poema, y pide algunas claves al otro. Pero ¿por qué subraya esta palabra, posibles? Lo hace, a mi parecer, desde su propia condición de escritor y poeta, para conferirle al término un sentido específico: no se trata de que Blackburn le explique el poema, dándole las claves de su significación última, como se le explica a un niño una cuestión difícil; sino de que este último añada cierta información –la justa– sobre algunos elementos cuyo sentido resulta absolutamente desconocido para Cortázar. Él mismo los señala: “Maera. Deino”. No pretende, pues, que el otro le dé las claves de la magia del poema, al contrario; esas explicaciones posibles que demanda deben preservarla, esa magia, intacta. Como buen poeta que es, Cortázar sabe que la magia no debe explicarse; sino que constituye precisamente ese resto que queda, tal como añade en seguida, en manos de los dioses.
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Al redactar estas líneas, Cortázar estaba escribiendo, a su vez, un libro mágico: “No te escribía antes”, le dice a Blackburn al principio de la carta (pág. 431), “porque me había puesto a trabajar en mi nueva novela (¡que ya tiene 400 páginas !) y los días se me fueron pasando”. Se trata, por supuesto, de Rayuela. Y lo que el escritor le decía a su amigo es algo que nosotros podemos trasladar al ámbito de la recepción de esta otra obra: el lector de Rayuela debe conocer todas las explicaciones posibles, sin que ello perjudique esa magia que se desprende del libro y cuya manifestación debe quedar necesariamente en manos de los dioses. Siguiendo tal premisa, el escritor introdujo en la propia obra (en su mayor parte, a través de Morelli) las explicaciones que él consideraba posibles: y, según sus cálculos, al lector activo y cómplice le hubiera correspondido invocar a los dioses, con su lectura, para llegar al sentido último del texto. Sin embargo, el autor estableció el umbral de acceso para alguien demasiado parecido a él mismo. Calculó mal; las explicaciones de Morelli no bastaron para señalar debidamente a los lectores la dirección correcta hacia la misteriosa magia del texto, y la recepción de Rayuela, a pesar de la inmediata aceptación, del éxito de lectores y crítica, se basó exclusivamente en unos presupuestos reducidos de su alcance y de su sentido. La obra generó magia, efectivamente: pero esa magia no es más que una sombra de la otra magia que todavía se oculta en ese texto.
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Los escritos que he firmado como Jorge Fraga (el Expediente Amarillo, por un lado, y los Elementos para una Teoría del Entusiasmo, por el otro) quieren restablecer lo que serían los auténticos presupuestos de la recepción de Rayuela, tal como los concibiera originalmente su autor. Todo lo dicho en esos escritos viene a ser únicamente una paráfrasis y una glosa de lo que Rayuela dice de un modo más conciso y, a menudo, más oscuro; pero lo que Rayuela no dice, tampoco lo dice Jorge Fraga. He puesto todo el cuidado en no desvelar nada que pueda afectar la magia primigenia de ese libro: sus elementos ocultos permanecen intactos, esperando al lector que logre descubrirlos (con la ayuda de los dioses).
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En este sentido, siento que mi labor ha llegado a su fin. Podría escribir algunos artículos más (he llegado a intentar varias veces una desmitificación de la idea de que Rayuela pueda leerse en el orden que a uno le dé la gana). Pero las fuerzas me han abandonado; los dioses consideran que lo hecho hasta ahora es suficiente, y que seguir sería (¡oh, pecado!) una nueva forma de autocomplacencia.
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Así pues, este escrito es una despedida, y como tal incluye los debidos agradecimientos: En general, a todos los seguidores de este blog, cuya presencia, activa o no, ha sido para mí el estímulo para perseverar.
Particularmente,
A Javier Alejandro Camargo, que fue el primero de todos (al primero siempre se le recuerda especialmente)
A Mario César Ingénito, Ingeneratus, que ha amplificado mi voz trasladando mis trabajos a esos muchos foros en los que participa, y cuyas generosos, informados y apasionados comentarios (y tan escasamente respondidos por mi parte, cargo con ello) tanto han aportado al blog en su conjunto.
A Matheus Dulci, Garra de Águila, que ha hecho resonar mis escritos desde su hermoso PORTAL PINEAL.
A Araceli Otamendi, siempre receptiva a la publicación de mis artículos en sus Archivos del Sur.
A Diego Zeziola, Juan Bautista Morán y al querido amigo “Omar”, cuyas contribuciones han sido para mí muy valiosas.
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Jorge Fraga se retira, pues, a la quinta de su amada Ofelia. Con la tarea cumplida, y con la esperanza de que algún día aparezca otro lector del Rayuela insólito y podamos hablar sobre todas las cosas no dichas, sobre las explicaciones no posibles que atañen a los misterios todavía preservados de Rayuela.
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"Francmasonería delicada, voluptuosidad de ser tan pocos que participan de una aventura..."
ResponderEliminargracias a ti, jorge, por tanto.
abrazo!
d
Cito a Anónimo : "Francmasonería delicada, voluptuosidad de ser tan pocos que participan de una aventura..."
ResponderEliminarLe pareció a algunos la alboroza del esbozo entusiasmado de un monte análogo, una novela de aventuras alpinistas no euclideana; a otros el imperio virtual de los más apócrifos y elevados preceptos órficos...
Un abrazo fraternal sobre el damero que trazó Cortázar sin haber recibido el mandil...