Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

11 de enero de 2012

Vía negativa (4): El «estado de gracia» y Rayuela (4). 1994: YURKIEVICH, O LA PASIÓN COPULATIVA

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Según la Teoría del Entusiasmo, el «estado de gracia» constituye el elemento fundamental de Rayuela; por un lado, el autor compuso el libro bajo tal coyuntura; por otro lado, si el lector desea acceder al fondo último de sentido del libro, también él debe entrar en la misma situación cognitiva; y por último, el texto se desdobla en dos libros distintos (la novela Rayuela, el Rayuela insólito) según la vigencia o la ausencia de tal estado de gracia. La cosa atañe, por tanto, tanto al autor, como al lector, como al texto, de tal modo que los tres factores implicados por la comunicación literaria llegan a participar de la aventura de un desplazamiento de la conciencia hacia un territorio distinto al ordinario. La importancia de la mayor obra de Cortázar está cifrada máximamente en esta cuestión; y sin embargo, la crítica no ha penetrado a fondo en ella. Luís Harss y Graciela Maturo le prestaron bastante atención, aunque sin llegar a elucidarla completamente; a su vez, el resto de críticos han prescindido del asunto o han reducido su alcance, despojándolo de su trascendencia.

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En 1994 apareció el libro Julio Cortázar: mundos y modos, de Saúl Yurkievich (primera edición por Anaya y Mario Muchnik; aquí manejaré la edición de 1997 por Minotauro; y hay por lo menos una reedición de 2004, por Edhasa, que no cambia ni en una coma la edición del 97). Yurkievich, poeta y crítico, amigo de Cortázar, había sido nombrado albacea de la obra cortazariana por el propio escritor. Como tal, y en estrecha colaboración con Aurora Bernárdez, primera mujer de Cortázar, publicó material inédito del autor (novelas, obra crítica, correspondencia) desde 1984 hasta su muerte, acaecida en 2005. Según confesaba él mismo, conoció a Cortázar en 1962, en París, cuando Rayuela se hallaba en los compases últimos de su elaboración.

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En Mundos y modos se halla la principal aportación de Yurkievich a la crítica cortazariana. De los 16 apartados del libro, cuatro están exclusivamente consagrados a Rayuela: en número de páginas, una tercera parte del libro. Su visión de la mayor obra de Cortázar es muy particular, acercándose mucho en algunos aspectos a lo que yo sostengo en la Teoría del Entusiasmo. Para Yurkievich, la escritura de Cortázar responde a una afluencia desde una instancia de la realidad distinta a la ordinaria; y la pretensión última es que el lector se abra o acceda a ese mismo flujo, que demanda derecho de ciudad en una cultura que lo ha relegado al olvido. En esto hay plena sintonía, pues, con mi Teoría. En principio, aquí sólo faltaría implicar al propio texto, pues aunque Yurkievich reconoce perfectamente el papel del texto como registro y como inductor de ese flujo, ello no le conduce a postular la existencia de ninguna textualidad escondida; su lectura del texto, al contrario de la mía, es preponderantemente literalista, sin ningún atisbo del libro insólito.

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Pero esto último no constituye la principal diferencia: hay algo mucho más importante, y que finalmente sienta entre su visión y la mía una distancia quizá mayor que la que existe entre la mía y otras visiones críticas que no contemplan el carácter carismático de la escritura de Rayuela. Esa diferencia se basa en la procedencia de ese flujo que motiva la escritura de Cortázar: para la Teoría del Entusiasmo, esa energía psíquica procede de arriba; para Yurkievich, en cambio, proviene de otro origen.

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Al margen de toda gracia

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Las líneas que siguen podrían constituir un perfecto prefacio para la Teoría del Entusiasmo:

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Para Cortázar, la poesía detenta el más alto poder de manifestación y de revelación; constituye por tanto la suprema aspiración de la escritura. Su palabra está atraída y promovida por esa impulsión carismática que corresponde, según Cortázar, más al orden de lo visionario que de lo literario. La poesía enraiza, establece el anclaje del ser, por ella devuelto a su basamento (pp. 167-168)

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La coincidencia es plena en esta imagen de Cortázar como escritor carismático y visionario. La diferencia va a ser igualmente plena en cuanto definamos cuál es concretamente el basamento del ser al cual remite la obra del escritor: en este sentido, la visión yurkievicheana viene a ser una mise en obscur de mi Teoría. Ahora retrocedamos cuarenta páginas, en búsqueda del basamento según Yurkievich, para situarnos al inicio del apartado titulado «Eros ludens (juego, amor, humor, según Rayuela)». La literatura de Cortázar, se nos dice ahí, tiene un doble carácter demoledor y prospectivo. Se trata de usar la escritura para salir de cierto orden del pensamiento, de cierto uso de la psique humana, y entrar en un orden nuevo. Se quiere romper con algo que nos limita, para liberar el acceso a otros territorios; no son unos territorios nuevos, propiamente, sino que siempre han formado parte de la integridad humana («una completud perdida y desvirtuada», dice en la p. 172). Una dirección equivocada del pensamiento humano los ha relegado al olvido; el propósito último de la escritura cortazariana será entonces el des-cubrimiento del ser humano –y también de la realidad– como totalidad:

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El texto Rayuela es una jugada metafísica, un juguete lírico, una juguetería novelesca, una jugarreta contra el raciocinio occidental (…) Enjambre de propósitos y despropósitos en pos de una «antropofanía» (…) Ante la crisis de la noción tradicional de homo sapiens, dado el fracaso de nuestros falaces instrumentos cognoscitivos, Rayuela figura la revuelta de un hombre que busca reactivos o catalizadores para provocar el contacto desnudo y desollado con la realidad no mediatizada por la «interposición de mitos, religiones, sistemas y reticulados» (pp. 125-126)

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La actual percepción de la realidad resulta insatisfactoria; es preciso implementar una visión más abarcante. Para el crítico, ciertos aspectos de la obra –«inconducta, desfasaje, locura»– ejecutarían un primer momento necesario de demolición; mientras que otros tantos –«eros, juego, humor»– se encargarían de la tarea prospectiva; sin embargo, tal como se desarrolla esta distinción en el ensayo, resulta mucho más acertado decir que los seis elementos colaboran tanto en una dirección como en la otra. Si acaso, la distinción habría que establecerla entre eros, por un lado, y los otros cinco elementos por el otro; y es que el amor parece recoger en su seno la orientación principal de la obra:

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El amor con la Maga resulta un encuentro numinoso, un contacto central, axial que transfigura la miserable guarida en edén. Reconocimiento, verdadero conocimiento del ser en sí, permite acceder al nombre, abolida toda distancia entre el signo y la cosa significada. Vía unitiva, triunfo del principio del placer sobre el principio de realidad, anula biografía, cronología y topología horizontales, invalida el entorno mutilador. En el amor, la vida se desnuda y desanuda gozosamente para recobrar la plenitud, la integridad primigenias. La solidaridad amorosa es reconciliación, religamiento libérrimo con la realidad sustancial (…) «Sacramento de ser a ser, danza en torno al arca» indican transfiguración, proyectan a un tiempo y un espacio primordiales, anuncian una epifanía natural, ligada con la desnudez adánica, no mancillada con vestiduras, signos del tiempo histórico, anuncian el reintegro armónico a esa persona mixta, a esa multiplicidad integral y omniforme que es el universo (p. 130)

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En cualquier caso, todo esto no hace sino reformular la cuestión tal como ya estaba planteada más arriba. Ya había quedado claro que el pensamiento occidental actúa como «entorno mutilador» tanto para lo humano como para lo real, menoscabando su carácter de totalidad, privilegiando ciertos aspectos suyos al tiempo que relega otros al olvido; también había quedado claro que ahora se trata de rescatar esos aspectos olvidados y restaurar su vigencia en una nueva composición de lugar. Se habla aquí del ser en sí, de plenitud e integridad primigenias, de desnudez adánica, aparece nuevamente la idea de una epifanía… pero estos términos únicamente establecen un marco abstracto, sin ningún contenido concreto. La cuestión es: ¿cuáles son esos aspectos olvidados? ¿Qué es lo que se re-descubre gracias a la epifanía cortazariana? ¿En qué consiste exactamente la totalidad del ser?

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No obstante, sí hay una cosa aquí que nos de alguna pista acerca de la dirección que va a tomar el discurso de Yurkievich; ello es esa mención al «triunfo del principio del placer sobre el principio de realidad». Un poco más adelante empieza a desplegarse esta idea:

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El arrebato, la embriaguez orgiástica, anula restricciones, separación, delimitaciones; implica la pérdida temporaria de la individualidad constreñida, trabajosamente construida en el mundo de la vigilia, el de las clasificaciones categoriales, mundo cultural e histórico del discurso de arriba, superpuesto sobre la espesa indiferenciación de la especie (…) imperio de la imaginación instintiva, materializante, abolición de la historia biográfica, regreso a la memoria ancestral, tránsito del cosmos al caos, caída a lo informal, a lo protoplasmático anterior a la emergencia, a la diferencia de formas netas, caída al reino de abajo, a la oscura mezcla, a la espesura carnal, a la confusión entrañable (p. 134)

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En este extracto queda por fin definida la concepción yurkievicheana de la poética de Rayuela, asentada firmemente sobre una topología de carácter vertical: se trata de la oposición radical entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. Lo de arriba es aquí lo negativo, y se identifica con ese mundo que se quiere abolir, el «mundo cultural e histórico». Lo de abajo es lo positivo, y se identifica, a su vez, con lo instintivo, con lo carnal, con lo entrañable (término que no se usa aquí en su sentido metafórico, de algo muy querido, sino en su sentido literal de relativo a las tripas).

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Esta distinción fundamental entre lo de arriba y lo de abajo lleva aparejado un cambio de estados de conciencia: frente al estado ordinario, el de la vigilia, aparece un estado otro –«el arrebato, la embriaguez orgiástica»–, que constituye el agente liberador. Cabe señalar que esto no equivale exactamente a las dos conciencias de la Teoría del Entusiasmo: el arrebato yurkievicheano no supone ningún ascenso a la altura de los dioses –no se trata para nada del en-thous-iasmós–, sino más bien todo lo contrario:

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El arrebato regresivo libera catastróficamente de la unidimensión, del pensamiento generalizador, categorial, policíaco, de la ilusoria neutralidad cognoscitiva; es un satori o cataclismo mental que entabla un contacto transido con la materialidad del no yo, con el otro y lo otro por transubstanciación; es un colmo de realidad arrollador que desbarata las defensas del ego, una atroz entrega a la plenitud del comienzo, una devolución agónica a la integridad primordial. Delirante descarte del pensamiento abstracto (…) el frenesí bestial restablece la percepción inmersa, participante, precodificada, precategorial, prelógica: no logos sino neuma, no sema sino soma, semen (pp. 134-135)

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El uso de ciertos conceptos –satori, neuma– podría dar lugar a equívoco; en este extracto se manifiesta una contradicción terminológica que también aflora en otros momentos del discurso de Yurkievich. Aclarémonos: ¿Se trata de un «arrebato regresivo» o de un «satori» iluminador? ¿Se trata de soma –la bebida de los dioses– o de semen? ¿Acaso se trata de ambos a la vez? El gusto de Yurkievich por el lirismo y las aliteraciones le lleva por momentos a aparejar términos inconciliables. Esta ambigüedad vuelve a asomar de vez en cuando: por ejemplo en la página 159, ya en el apartado siguiente, cuando Yurkievich dice que en la literatura cortazariana actúan unos «flujos supra o infra conscientes», y que se apunta a «los poderes excelsos y los tenebrosos». Ello no puede considerarse más que como un lapsus del crítico, pues en realidad ni los flujos supra-conscientes ni los poderes excelsos aparecen por ninguna parte en su análisis, mientras que los flujos infra-conscientes y los poderes tenebrosos colman el panorama entero. Como ríos desembocando en el océano, todos los elementos desplegados por el crítico en su ensayo van a confluir finalmente en lo mismo: «destituyen el discurso apolíneo de arriba y reflotan el báquico de la profundidad visceral» (p. 144):

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El paroxismo sexual entraña la abolición del discurso lineal (…), cancela la distancia entre las palabras y las cosas, entre sujeto y objeto, interioridad y exterioridad, cuerpo mente, causa y efecto, cosa en sí y fenómeno, ser y no ser, deroga los dualismos de la reflexión, del esclarecimiento (esclarecimiento versus oscurecimiento, lucidez versus turbidez, clarividencia versus oscurvidencia). Pasmo, pasión, efusivo descenso (…), descenso al discurso corporal. La palabra carnalizada recupera su dimensión en profundidad, deviene consustancial, capaz de incorporar lo otro, la materia externa, de incorporar al otro, el ser amante y amado al adentro, capaz de adentrar, adentrarse penetrante y penetrada, de intergurgitar, de absorberlo todo a su propia materia. Palabra libidinal, palabra pulsional, pujante pugna entre expulsión e ingestión, entre el instinto de conservación y el de muerte (p. 135)

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Aquí no hay ninguna ambigüedad: se trata clara y explícitamente, para la conciencia, de un descenso. El pasaje hacia la total reconciliación, hacia la solidaridad consigo mismo, con el otro y con el cosmos, se basa en el retorno involutivo hacia una absoluta indiferenciación; en esto consiste definitivamente la interpretación que hace Yurkievich de la literatura cortazariana:

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Cortázar pugna por descender a lo corporal entrañable. A medida que aumenta su rechazo del discurso de arriba, de la abstracción generalizadora, a medida que se distancia de las prepotentes logomaquias, de la ética de la sublimación, de la espiritualidad, de la transparencia, su visión y su verbo se encarnan, se carnalizan, se lubrican, se vuelven más pulsionales, más libidibales, se reintegran a la fluidez, a la inestabilidad, a la mutabilidad sustanciales. El discurso desciende a la bullente riqueza cualitativa del mundo material.

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Las páginas siguientes son una insistente repetición de lo mismo. Entre las páginas 140 y 141 el crítico vuelve a formularlo, otra vez en los mismos términos, aunque con palabras distintas (las cursivas son mías):

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Contra el discurso sublime, el discurso fecal. Contra religiones, sistemas y reticulados, Cortázar opone un contacto directo y desollado con la realidad visceral, contacto grosero, al margen de toda gracia, sin mediaciones mitopoyéticas. Escribir es arrancar la piel al lenguaje, deseducar los sentidos, abrirse a lo nauseabundo, «estar en la mierda hasta el cogote». (…) Escribir: meter la mano en las vísceras, penetrar hacia la entraña deseada y deseante, descender para habitar el cuerpo, reconciliar la palabra con el funcionamiento y la productividad orgánicos (pp. 141-142)

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También el siguiente apartado del ensayo, que lleva por título «La pujanza insumisa», continúa por la misma senda, insistiendo en ella de forma obcecada. Para empezar, muestra cómo todo ello se hace posible merced a la particular y congénita apertura de Cortázar hacia lo otro; es decir, hacia el mundo de lo de abajo:

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Rayuela libera un aflujo psíquico proveniente del trasfondo entrañable, un ahondamiento impulsivo, una tromba íntima, la del «viento primordial que sopla desde abajo» (p. 149)

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Se denota en esto que la distinción vertical sobre la que se edifica la obra cortazariana no proviene de un análisis racional por parte de Cortázar, por más que luego pueda hacer bandera de ello conscientemente, sino que es resultado de la misteriosa fluencia que le afecta como creador. No se trata en Rayuela de sostener ninguna tesis, sino de dejarse llevar por lo que acontece, misteriosamente, en el curso de la tarea escritural:

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Cada vez que Cortázar entra en contacto con axial, vira de lo reflexivo o narrativo a lo propiamente poético, al lenguaje que desvela, poseído por fuerzas inquietantes y dotado de una conformación mántica nada tranquilizadora. (…), cada vez que siente la gravitación de esa fuerza que lo excentra y lo deporta hacia lo indescriptible e inenarrable, cada vez que se evidencia ese numen nebuloso de donde emerge lo manifiesto (…), el acarreo de aquello que viene desde más allá o de lo hondo, cada vez que advierte «el anuncio intraducible», ése que se da como posesión o contagio, que reclama se incognoscible predominio, Cortázar sólo puede dar cuenta balbuciendo con la voz quebrada, sólo puede recurrir a la proferición pítica (p. 154)

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Se trata de un transporte, pues, de una especie de trance: evidentemente, nos estamos acercando a uno de los elementos fundamentales de la Teoría del Entusiasmo: el swing. En el siguiente párrafo vemos cómo Yurkievich, atendiendo como nosotros al capítulo 82 de Rayuela, captó debidamente el carácter mediador del balanceo rítmico cortazariano. Nuevamente, su versión del asunto se perfila como una réplica invertida de nuestra propia concepción:

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la escritura no resulta ya ni oficio ni artificio sino posesión consubstancial, connatural, porque el swing opera la completa encarnación de la palabra, el arraigo en lo carnal; la adentra y la confunde con lo más acérrimo y acendrado. De ahí que, emparejada con otras secreciones o expulsiones orgánicas esta emisión no se comanda; sólo se puede propiciarla para que sobrevenga y cese por necesidad inherente. (…) Cuando se está captado y cautivado por el swing, el poseso no dice: eslabón de la cadena magnética del cosmos, es dicho; el decir corre a cargo de la fuerza que lo imanta; lo dicho se dice por medio de ese sujeto conductor, ese rapsoda. Mediúmnico, el swing porta, transporta, como el viento primordial que sopla desde abajo, permite recuperar vestigios del reino olvidado (pp. 157-158)

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No cabe duda de que el crítico capta adecuadamente el carácter adventicio del swing; el sujeto únicamente puede ponerse a disposición de ello. Pero aquí no se trata de sumisión a una voluntad superior, en absoluto; por el contrario, se lo equipara al aparato excretor, al funcionamiento maquinal del organismo. El mundo del Misterio es el mundo de lo que queda oculto bajo la piel; la línea epistemoclina, la barrera que separa el mundo de lo conocido de lo desconocido, no es aquí otra cosa que el epitelio humano. El trance cortazariano permite superar esta barrera: el swing es el conducto para la libre expresión del reino olvidado de lo visceral. ¡Lo visceral, el reino olvidado! La imaginería romántica está puesta aquí al servicio de lo freudiano. El carácter mediúmnico de Cortázar lo lleva a convertirse, según se desprende de la visión yurkievicheana, en un discípulo aventajado del Marqués de Sade.

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Yurkievich ilustra su discurso con pasajes de Rayuela. Del swing pasamos directamente al jazz, que para Cortázar «constituye un numen inspirador, un modelo estético que procura transferir a la escritura». Cortázar pretende emular con su escritura los efectos que logran los músicos de jazz con su música, a saber: «El jazz cala hondo: afluye de lo subliminal, de lo libidinal, es música en celo que atiza la lubricidad; música lujuriosa, todo lo que toca lo erotiza» (p. 160). Los modelos de Cortázar son entonces Louis Armstrong («la misma pujanza lasciva, la misma fuerza alucinante, el mismo frenesí afrodisíaco»); Earl Hines («quiere dotar a su decir de la capacidad acariciadora y el apoderamiento fundente del fraseo de Hines»); y, sobre todo, Bessie Smith:

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La escritura de Cortázar desea ser como la voz de Bessie Smith: intercesora, pasaje que posibilite el funcionamiento pleno del deseo; ejercer a fondo la potencia pulsional, carnalizarse, meter las manos en las vísceras, hundirse como Heráclito en la montaña de bosta, volverse troglodita, penetrar en la entraña fogosa (p. 162)

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Intercesión es aquí una palabra clave. La escritura de Cortázar está consagrada a ello; el escritor es el shamán que transita entre los dos mundos y que guía a su lector en ese mismo tránsito. Por supuesto, el chamán es usado aquí metáfora: no se trata para nada del «vuelo mágico» de los chamanes descrito por Mircea Eliade, sino de un «vuelo lúbrico» o, mejor dicho –prescindamos de la idea de vuelo–, de una «inmersión lúbrica»:

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La escritura es intercesora, tránsito que descomponiendo la objetividad referencial, desquiciando la cordura gramatical, descalabrándose descabelladamente da paso a las figuraciones fantasmáticas del deseo. Lo real admitido, desmantelado así por el arbitrio impulsivo del sujeto deseante, se vuelve tromba figural, remolino centrípeto de imágenes espontáneas, es decir instintivas, que traslaticiamente rememoran los avatares soterrados, los más avasalladores, del sujeto carnal. Desafuero, barbarie, obscenidad, promiscuidad sexual, inmundicia son sacados por la pujanza que ultraja (p. 163)

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Según Yurkievich, la voz de Bessie “procede del centro vital”: ¿no será ese mismo Centro que busca denodadamente Horacio Oliveira en Rayuela? No es necesario buscar más; Yurkievich sabe dónde está situado ese centro:

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La voz procede del centro vital de los engendramientos. Por eso posee poder epifánico, poder de intercesión (…) Ese centro al que Bessie transporta se sitúa en el vientre. La voz arrobadora hace alianza con la embriaguez alcohólica, se mancomuna en un mismo rapto con lo básico para propiciar el trance revelador (pp. 161-162)

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El texto de Rayuela es el lugar donde se manifiesta «formalmente» esa energía vital transportada desde lo profundo por el swing. Las peculiaridades formales y estructurales de ese libro son el resultado del imposible acomodo, en el marco de una novela, de todo lo que brota –siempre desde abajo– durante el trance de su escritura. Por si todavía no ha quedado claro, un último extracto del ensayo nos repite las claves necesarias para entender adecuadamente este libro, que es novela violentada, violada, ultrajada:

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La significación se embarulla y opaca para dar paso al sentido, para que por las brechas semánticas advenga lo otro, la proliferación reprimida, la exhumación del fondo espeso, aquella que no se deja sublimar y por eso se subsume y se soslaya, aquella que no coincide con lo ético ni con lo estético, la de la cintura para abajo, la del tejo en el esfínter, la de la succión de la verga, la transgresiva por crasa y gruesa, la del antilogos que busca lo epifánico en lo orgásmico, en lo venéreo y excrementicio, el cosmos en el férvido caos de la fermentación ventral. Por la escritura sucia, mancillada, el cuerpo cósmico reclama sus más íntimas satisfacciones, la reconciliación de la palabra con la carnadura que la aventa y expele (p. 164)

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Es de este modo, dice Yurkievich, que Cortázar logra dar plena voz a «la máxima aspiración del hombre» (p. 173): es decir, el regreso feliz a una totalidad indistinta, a la indiferenciación oceánica, «aquella que se identifica con el ser –especifica el crítico– aquella que entabla el verdadero vínculo consigo, con el otro y con lo otro».

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«El lector queda invitado a elegir…»

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Dios le dijo a Adán, según Pico della Mirandola:

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En el centro del mundo te he colocado para que observes, con comodidad, cuanto en él existe. Así, no te he creado ni celeste ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el propósito de que tú mismo, como juez y supremo artífice de ti mismo, te dieses la forma y te plasmases en la obra que eligieras. Tanto podrás degenerar en esas bestias inferiores como regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que, por cierto, son divinas (De dignitate hominis)

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Mirándolo bien, esta disyuntiva vital planteada por el pensador renacentista es, de hecho, la misma que atenaza a Horacio Oliveira al final de Rayuela. Sentado en el antepecho de la ventana, tiene la posibilidad de tirarse al vacío, o de reingresar en el mundo como un sujeto reconciliado. El final de Rayuela queda abierto: la elección entre vacío y reconciliación le pertoca hacerla, en último término, al lector. Y, del mismo modo que Horacio se expone a esa disyuntiva al cabo de un largo recorrido vital que hemos seguido en las páginas del libro, el lector no puede elegir, en rigor, hasta que ha terminado su lectura. Saúl Yurkievich y Jorge Fraga, tras haber cumplido ambos con esta parte –una lectura minuciosa de Rayuela–, eligieron cada uno una opción distinta.

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La opción de Yurkievich es, definitivamente, el salto al vacío. Su tenaz apología de un regreso ab ovo, al mundo de la indiferenciación, al océano fundente y espeso en el que convergen, mezclándose, todos los fluidos de todos los seres, es el resultado de esta decisión radical. La opción de Jorge Fraga es justamente la contraria: la reconciliación, un regreso al mundo de los hombres tras haber rebasado, ni que sea por unos instantes, cierto límite. Para Fraga, Horacio vuelve al mundo tras haber tenido una entrevisión de otro mundo, de un más allá que no es ese magma original e indistinto del que habla Yurkievich, sino que es otro tipo de totalidad, en la que los individuos no pierden la particularidad, su personalidad, al ingresar en ella. El viaje de ida y vuelta de Cortázar al mundo de las Madres es en pos de un aumento de la conciencia, no de su disolución.

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No nos engañemos: el problema no se plantea en términos morales. Esta polaridad vertical no se plantea en ningún momento, ni para Yurkievich ni para mí, en términos de «bien» y «mal»; el dilema es de evolución espiritual, de involución o de progreso. Yurkievich elige, evidentemente, el camino descendente: Jorge Fraga, el ascendente. El primero apuesta por los «poderes tenebrosos», en cierto modo equivalente a la «degeneración bestial» señalada por Pico della Mirandola. El segundo apuesta por los «poderes excelsos», por la «regeneración en las realidades superiores que, por cierto, son divinas».

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En todo caso, ¿cuál de los dos críticos es mejor discípulo de Cortázar? En mi opinión, Yurkievich comete dos errores graves en su interpretación de Rayuela. El primero consiste en no prestar atención a la ambigüedad radical que conforma el texto, por lo menos en ciertos niveles de su estructura. En este sentido, el crítico no realiza una lectura aberrante del texto; pero sí, definitivamente, parcial. ¡Y es que el libro empieza justamente por ahí! «Este libro», dice el Tablero de Dirección, «sobre todo es dos libros»; y continúa diciendo, con cursiva en el original: «el lector queda invitado a elegir…» Pero Yurkievich no habla en ningún momento de esa dualidad textual ni de esa posible elección. Y luego está ese pasaje del capítulo 141:

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Era duro creer que una flor podía ser hermosa para la nada; era amargo pensar que se puede bailar en la oscuridad. Las alusiones de Morelli a la inversión de los signos, a un mundo visto con otras y desde otras dimensiones, como preparación inevitable a una visión más pura (…) los exasperaba al tenderles la percha de una casi esperanza, de una justificación, pero negándoles a la vez la seguridad total, manteniéndolos en una ambigüedad insoportable. Si algún consuelo les quedaba era pensar que también Morelli se movía en esa misma ambigüedad, orquestando una obra cuya legítima primera audición debía quizá ser el más absoluto de los silencios

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Excepto en algunos lapsus, como los que he señalado anteriormente, Yurkievich prescinde de toda esta ambigüedad. Por el contrario, presenta su opción como la única posibilidad, como el resultado necesario de una compenetración íntima con el sentido último de Rayuela.

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Y en esa presunción radica el segundo de sus errores: en realidad, y a pesar de llevarla –felizmente, cabe señalar– hasta sus últimas consecuencias, la suya es, por literal, una lectura superficial del libro. Su literalismo sí es una lectura aberrante del texto. Las escasas ocasiones en las que se refiere a un componente metafórico en Rayuela son, como sucedía con el tema de la ambigüedad, otros tantos lapsus. ¿Metáforas? «De haberlas, haylas», llega a decirnos apenas; pero nunca sabremos, por él, hacia dónde apuntan tales metáforas. Toda su argumentación está estrictamente basada en una interpretación literal del texto de Rayuela. Seleccionando cuidadosamente, por supuesto, los pasajes: como por ejemplo las alusiones a la inmersión de Heráclito en la bosta, tal como se dan en el capítulo 36 de Rayuela. Esta mención a Heráclito y la bosta aparece dos o tres veces en el ensayo de Yurkievich: en cambio, no hay ninguna referencia a esta otra referencia heraclítea, presente en el mismo capítulo de la clocharde:

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tal vez el mensaje más penetrante del Oscuro era el que no había escrito, dejando que la anécdota, la voz de los discípulos la transmitiera para que quizá algún oído fino entendiese alguna vez

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Por lo visto, el oído de Yurkievich no debía ser muy fino, por lo menos para lo que demanda específicamente el texto de Rayuela. Ello fue lo que le impidió acceder al trasfondo metafórico del libro, es decir, al Rayuela insólito; todas las reflexiones del crítico están hechas sobre el plano novelístico de Rayuela, que es únicamente su sentido literal, y que él no problematiza en ningún momento. De este modo, fue como si hubiese acudido a los Misterios de Eleusis para verlos únicamente como espectador, para hacer luego un reporte puramente conceptual de lo que habían visto sus ojos. Pero ya sabemos que lo que realmente contaba en Eleusis era la transformación interior, el despertar espiritual…

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El caso de Mundos y modos es muy revelador acerca de las dimensiones metafísicas de la obra de Cortázar: esto hay que agradecérselo a su autor. En la diferencia entre las dos opciones, la elegida y transitada por él y la mía propia, está justamente cifrado el alcance metafísico de la gran obra de Cortázar. El ensayo de Yurkievich muestra de forma fiel cuál es el horizonte metafísico de la novela moderna –y, por extrapolación, de la Modernidad occidental en su conjunto– tal como lo ve Cortázar: un horizonte necesariamente regresivo, al que se llega, como al océano, dejándose llevar dócil y pasivamente por la corriente. A su vez, la Teoría del Entusiasmo plantea cuál es el horizonte metafísico de la «nueva» (por ancestral) concepción de la literatura formulada, como alternativa a la Modernidad, por el Rayuela insólito: un horizonte etéreo, evolutivo, al que se únicamente se llega contra la corriente, remontando el río hasta sus verdaderas fuentes.

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1 de enero de 2012

Apócrifas morellianas (17)

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No es voluntad de Dios que permanezca oculto lo que Él ha creado para beneficio del hombre y le ha dado... Y aún si hubiera ocultado ciertas cosas, nada ha dejado sin signos exteriores y visibles por marcas especiales, del mismo modo que un hombre que ha enterrado un tesoro señala el lugar a fin de poder volver a encontrarlo

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Paracelso

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Teoría del Entusiasmo y Biblioteca Cortázar (1): «Comme une trame mystérieuse...»

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«SI TU N’ESPÉRES PAS, TU NE RENCONTRERAS PAS L’INESPÉRÉ»

Señales y anotaciones manuscritas realizadas por JC en sus libros de lectura

apuntan a los temas y presupuestos desplegados por la TdelE.

Seguimos ese rastro tras las paredes de la Fundación March en Madrid

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Comme une trame mystérieuse...

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El siguiente pasaje fue subrayado por Julio Cortázar en su ejemplar de Trois contemporains: Héraclite, Parménide, Empédocle, trad. avec notices par Yves Battistini, París, Gallimard, 1955, pág. 16. En la breve espesura del texto se descubre a nuestro escritor, mimetizado tras una de sus máscaras favoritas:

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Nous pensons que cette disposition a le mérite de présenter le texte d’Héraclite comme une trame mystérieuse, où les mots se font écho à distance, en écheveaux mêlés, en réponses et questions qui, d’énigme à énigme, finissent par s’accorder et s’éclairer; ainsi dans le ciel, les étoiles à la fois confondues et distinctes, composant, au hasard désordonné de leur lace, une harmonie fixe

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El oscuro autor de Rayuela muestra aquí sus dotes premonitorias al reseñar, con medio siglo de antelación, la urdimbre, la trama y el propósito de la Teoría del Entusiasmo de Jorge Fraga.

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31 de diciembre de 2011

Cortázar carismático

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los “Tres movimientos discontinuos”

(…) partían de la reacción provocada en el espíritu de la artista

por el golpe de una puerta al cerrarse violentamente,

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y los treinta y dos acordes que formaban el primer movimiento eran

otras tantas repercusiones de ese golpe

en el plano estético;

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el orador no creía violar un secreto si confiaba a su culto auditorio

que la técnica de composición de la “Síntesis Délibes-Saint-Saëns”

entroncaba con las fuerzas

más primitivas y

esotéricas de la

creación

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Rayuela, cap. 23

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25 de diciembre de 2011

When wedded...

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Paradise, and groves

Elysian, Fortunate Fields –like those of old

Sought in the Atlantic Main –why should they be

A history only of departed things,

Or a mere fiction of what never was?

For the discerning intellect of Man,

When wedded to this goodly universe

In love and holy passion, shall find these

A simple produce of the common day

·

(El paraíso, y los huertos elíseos,

los afortunados campos –como aquellos que antaño se buscaron

por el principal Atlántico– ¿por qué habrían

de pertenecer a la historia de lo que se ha ido

o de lo que nunca fue?

Pues la penetrante inteligencia del hombre,

cuando se haya unido a este apreciable universo

mediante el amor y la pasión sagrada,

pensará que estos son el simple producto

de un día ordinario)

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William Wordsworth, “Home at Grasmere”

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21 de diciembre de 2011

Entusiasmosofía (V)

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«Los entusiastas –dice Hans Urs von Balthasar en Gloria, de 1961– han de aparecer al mundo como insensatos» (Gloria. Una estética teológica, Madrid, Encuentro, 1985, vol I, p. 35)

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El término insensato, aplicado a la cuestión del entusiasmo, tiene su enjundia. Según María Moliner, proviene del latín «insensatus», negativo de «sensatus», derivado de «sensus», y éste de «sentire»: percibir por los sentidos, sentir –y, también, opinar. En función de esta etimología, y más allá de su primera acepción como alguien irreflexivo y perjudicial, insensato podría también ser «aquél que no percibe por los sentidos», y también «aquél que no tiene opinión». Todo lo cual encaja perfectamente con nuestra cuestión: porque el entusiasta adquiere su condición merced a algo que queda más allá de los sentidos –que los trasciende–; y, en efecto, no se trata de formarse una opinión, sino de algo –poseer una certeza o un firme propósito– que está por encima de toda opinión.

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Entre las expresiones equivalentes a insensato se cita «alocado» y «tener la cabeza llena de pájaros» o «llena de viento»; lo cual, según por donde lo miremos, puede resultar de lo más ventajoso. Y lo mismo puede decirse de «estar fuera de sus cabales», «estar fuera de quicio», o de «perder la razón»: estados que, de vez en cuando, no deben resultar tan inconvenientes (ya lo decía Nerval en la anterior entrega de esta Entusiasmosofía). También figura un término –«disparatado»– que alguien aplicó una vez, felizmente, a mi percepción del Rayuela insólito. Y otro más: «descabellado», que más adelante veremos aplicado en un contexto que nos viene al pelo.

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No obstante, por más que se pretenda darle vuelta, está claro que el término «insensato» es peyorativo, y así funciona en la frase de von Balthasar. Los entusiastas son vistos desde «el mundo» como algo insano y también peligroso. Pero ¿a quién se está refiriendo el autor con el término entusiastas? ¿Se trata de unos locos exaltados? ¿De una horda lanzada ciegamente a sembrar el caos? No: el erudito alemán está hablando particularmente de Platón (quien conoció un «entusiasmo loco») y de san Pablo (como uno de los «extasiados por la belleza cristiana»); y también, equiparándolo a los dos primeros, de «todo aquel que, gustosa y despreocupadamente, está dispuesto a enloquecer por amor a la belleza». Evidentemente, se trata aquí del entusiasmo poético, no del fanático, siguiendo esa distinción que estableciera Shaftesbury en 1709 (en The Moralists: a Philosophical Rhapsody).

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Siguiendo precisamente a Shaftesbury, Diderot escribía de esta guisa en la entrada «Teosofía» de la Encyclopédie (citado en el Euforión de Antoni Marí):

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Los teósofos han sido considerados locos en comparación con aquellos hombres tranquilos y fríos cuya alma, pesada y mortecina, no es capaz de emocionarse, ni de entusiasmarse, ni de sentirse poseída hasta el punto de no ver ni sentir nada, de no poder juzgar ni hablar tal y como lo haría en su estado habitual

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Hasta el punto de no ver ni sentir nada: esto encajaría con esa etimología forzada un poco más arriba: el entusiasta como insensato y, a la postre, como insensitivo. Y este es precisamente el retrato que de sí mismo daba Cortázar en sus Conversaciones con Ernesto González Bermejo:

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-¡No se imagina en qué estado escribí yo ese diálogo! Ese [se refiere al diálogo entre Oliveira y Traveler], la muerte de Rocamadour, el concierto de Berthe Trépat, los capítulos patéticos del libro

La que me vio fue mi mujer porque me venía a agarrar del cuello y me llevaba a tomar un poco de sopa. Yo había perdido completamente la noción del tiempo. Y no se debía a la influencia del alcohol o algo parecido; no bebía, tomaba mate y fumaba menos que ahora.

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Ciertamente, no comer nada durante días puede resultar insensato; pero ¿no llevamos cincuenta años inclinándonos ante los frutos resultantes de esa pasajera locura? Dice Cortázar que no estaba ebrio en esos momentos de creación: como tampoco había bebido ese otro insensato, Jorge Fraga, contrariamente a lo que maliciosamente sugerían los periodistas de «Los pasos en las huellas» (2º relato de Octaedro, 1974; las cursivas son mías):

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Cualquiera puede leer en los archivos de los diarios porteños los comentarios suscitados por la ceremonia de recepción del Premio Nacional, en la que Jorge Fraga provocó deliberadamente el desconcierto y la ira de las cabezas bien pensantes al presentar desde la tribuna una versión absolutamente descabellada de la vida del poeta Claudio Romero. Un cronista señaló que Fraga había dado la impresión de estar indispuesto (pero el eufemismo era claro)

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«…y el mundo –continúa la frase de von Balthasar citada al principio– intentará explicar su estado –es decir, el entusiasmo– apelando a leyes psicológicas, cuando no fisiológicas»; y, para ilustrar estas leyes fisiológicas, el autor de Gloria remite al versículo 13, capítulo 2, de los Hechos de los apóstoles: «Pero otros, riéndose de ellos, decían: ‘¡Les ha subido el vino a la cabeza!’» Lo cual sucede precisamente en Pentecostés, después de que los discípulos de Cristo hayan recibido los dones del Espíritu Santo –el carisma– como lenguas de fuego bajando sobre sus cabezas.

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El entusiasta es por tanto el inspirado, el carismático, el sujeto investido por una luz superior, ya sea en el contexto de lo creativo como en el de lo religioso:

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...en el fenómeno de la inspiración existe un momento (…) en el que la inspiración del propio yo se transforma misteriosamente en la inspiración emanante del genio, del daimon, del Dios que lo inhabita, y en el que el espíritu que alberga en sí a Dios (en-thous-iasmós) obedece a una instancia superior que, en cuanto tal, supone una forma y es capaz de realizarla (Gloria, p. 37)

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Este tipo de insensatez, de carácter místico, alimentaba el espíritu humano en una cultura, la griega antigua, cuyos frutos de arte y pensamiento siguen maravillándonos hoy, miles de años después. Dice Erwin Rohde en su Psyché:

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Nos hallamos, pues, ante una conmoción del ser entero en la cual parecen abolidas todas las leyes de la vida normal. Estas manifestaciones que rebasaban el horizonte conocido se explicaban entonces suponiendo que el alma de estos «posesos» no estaba «dentro de ellos», había «emigrado» de su cuerpo. Así se interpretó el fenómeno al principio, y no se quería decir otra cosa cuando se hablaba de «ekstasis» de las almas que se han sumido en ese estado orgiástico de excitación. El éxtasis es una «locura pasajera», así como la locura es un éxtasis permanente. Pero el éxtasis, la alienatio mentis momentánea del culto de Dionisos, no es una divagación ligera y ondulante del alma por las regiones de la pura ilusión, es una hieromanía, una santa locura en la que las almas, fuera ya del cuerpo, comunican y se unen con la divinidad. Ahora están cerca, dentro del dios, en estado de «entusiasmo»; los que se encuentran en tal estado son ένθοι, viven y están en el interior del dios; en su yo limitado sienten y gozan la plenitud de una fuerza vital infinita.

En el éxtasis, liberación del alma de las ataduras del cuerpo y comunicación con la divinidad, al alma le nacen impulsos de los que nada sabe en su existencia cotidiana, cohibida como está en la envoltura de su cuerpo. Pero ahora que vive en libertad como un espíritu entre los demás espíritus, alzada sobre el tiempo y sus limitaciones, el alma se encuentra en condiciones de lanzar su visión a las cosas lejanas en el tiempo y en el espacio, adonde sólo pueden mirar los ojos del espíritu.

(Psiche: El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos, Summa, Madrid, 1942, p. 46)

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Los ojos del espíritu… También von Balthasar habla de «ojos capaces de percibir la forma espiritual». «Es preciso –dice, en la página 27– poseer un ojo espiritual capaz de percibir las formas de la existencia en una actitud de profundo respeto».

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En las antípodas de ese respeto, «el mundo» tilda a los entusiastas de insensatos, locos, borrachos… En el fondo, estos juicios peyorativos no son sino formas por las cuales ese mundo se protege del carisma de otros, de su entusiasmo. Pero, ¿cuál es ese «mundo»? ¿Quiénes lo conforman? Se trata, obviamente, del homogéneo conjunto de los seres sensatos. Diderot los ha descrito antes como «aquellos hombres tranquilos y fríos cuya alma, pesada y mortecina, no es capaz de emocionarse, ni de entusiasmarse, ni de sentirse poseída». Y Cortázar los describe sumariamente, a su vez, mediante la sinécdoque y el sarcasmo de «Los pasos en las huellas»: las cabezas bien pensantes. Hoy en día, «el mundo» lo constituyen unos individuos fragmentados, que tienen por valor principal cierta concepción de la razón. A saber: los sujetos modernos, los sensatos habitantes de un mundo desencantado.

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La Modernidad occidental, una vez consolidada la hegemonía de la raíz ilustrada sobre la romántica, ha logrado reducir el espectro de lo perceptible al estrecho horizonte aportado por el estado habitual de la conciencia. Se trata de la misma coyuntura que vivió internamente Carlos Castaneda, cuando intentaba conciliar sus vivencias en la segunda atención con los parámetros de la conciencia habitual:

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Una vez le preguntamos a don Juan al unísono que nos sacara de dudas. Dijo que tenía dos posibilidades explicativas. Una era aplacar a nuestra malherida racionalidad diciendo que la segunda atención es un estado de conciencia tan ilusorio como elefantes volando en el cielo, y que todo lo que creíamos haber experimentado en ese estado era simplemente un producto de sugestiones hipnóticas. La otra posibilidad era no explicar pero sí describir la segunda atención de la manera como se les presenta a los brujos ensoñadores: como una incomprensible configuración energética de la conciencia.

(El arte de ensoñar, “Nota del autor”)

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La conciencia razonante, tal como se halla configurada en nuestra cultura, ve las irrupciones de una conciencia superior como una amenaza contra su hegemonía. En el fondo, es el miedo –lo contrario al Amor– lo que genera su reacción ante los brotes de un entusiasmo daimónico, divino. De ahí que, cuando no consigue ignorarlos, los descalifique. Todo vale; incluso considerar Rayuela como una novela. Y sin embargo,

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ellos saben lo que han visto y no se preocupan lo más mínimo por lo que dicen los hombres (…) dado que para comprenderlos es necesario contemplar lo que ellos han visto, ahí comienza lo esotérico, y las pruebas para demostrar su verdad –como aparece ya en el Banquete de Platón– tienen necesariamente carácter de iniciación (Gloria, p. 35)

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11 de diciembre de 2011

Dos cartas a Fredi Guthmann: apuntes para una nueva consideración de lo religioso en Cortázar

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El texto de hoy constituye apenas un esbozo de artículo, unos meros apuntes sobre lo que para mí supone un aspecto fundamental –el principal, de hecho– de la obra cortazariana, y que ha sido tratado por sus críticos de un modo escaso, sesgado e inapropiado: su carácter religioso. Este texto larvario me permitirá acabar el año tal como lo empecé: con una referencia a Fredi Guthmann, cuya personalidad, tan poco contemplada por los cortazarianos, resulta en cambio tan decisiva para la comprensión de buena parte de la obra del autor de Rayuela.

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Empezaré citando a Graciela Maturo, quien supone la principal excepción dentro del panorama crítico con respecto a este asunto, como ya se vio en su momento. En la primera versión de su obra Julio Cortázar y el hombre nuevo, del año 1968, esta autora decía a propósito de la poesía de Cortázar (las cursivas son mías):

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Cada página de su obra ilumina la totalidad de su obra. En cada una de ellas está, tácita o expresamente, volcada en diversas matizaciones o tonos, su concepción de la vida cósmica como un todo del que el hombre asume, lúdicamente, una pequeña parte en el fluir engañoso del tiempo, pero al que es capaz de reintegrarse plenamente, liberado de su limitación espacial y temporal, a través del ex-tasis, del estar-fuera-de-sí, de la entrega al misterio que lo habita y en el cual realmente vive. Conceptualmente aceptada o no, veo en esa actitud una apertura a lo numinoso o sagrado que define un temple auténticamente religioso. (p. 31)

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Aquí están contenidos, sintéticamente, los principales elementos constituyentes de lo religioso cortazariano. Cabe señalar, sin embargo, que el término “religioso” aparece en estas líneas bajo un régimen sintáctico subordinado; y lo mismo sucede en las otras alusiones que el ensayo hace a este mismo ámbito. Lo “religioso” no llega a constituir en El hombre nuevo el sujeto de ninguna frase: del mismo modo, tampoco se le concede un apartado expreso, ni mucho menos un capítulo. Esta situación textual de lo “religioso” no cambia sustancialmente en la versión revisada del libro, de 2004, aunque es cierto que se le confiere un mayor énfasis. El mismo fragmento arriba transcrito, por ejemplo, sufre en 2004 una pequeña modificación: la última frase prescinde momentáneamente de su último período –“que define un temple auténticamente religioso”– para recuperarlo unas páginas más adelante, ampliado con unos comentarios que me interesa destacar (aquí las cursivas son de la autora):

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Desde que inicié mi lectura de Cortázar he afirmado –contra la opinión de otros críticos– que hallaba en él un temple metafísico y religioso, manifiesto en sus primeras obras por su proximidad a la tradición judeo-heleno-cristiana, y luego más alejado de ella, encauzado por una vía mística y cada vez más abocado a esa intemperie poética que Rilke llamó lo abierto. (p. 40)

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“Contra la opinión de otros críticos”: de casi todos, cabe añadir. En efecto: en 2004, treinta y seis años después de la aparición original de El hombre nuevo, y hasta hoy, el enfoque ‘religioso’ de Maturo sobre la obra de Cortázar sigue teniendo carácter excepcional. Esta constatación no es para Maturo motivo para retractarse, al contrario: lejos de replegar sus posiciones a favor del carácter religioso de Cortázar, la autora aprovecha la ocasión para afianzarse en su postura: “Su último poema –dice a continuación– me confirmó en esa apreciación”. Se refiere a “Negro al diez”, el último poema de Cortázar, del que yo selecciono este fragmento para la Teoría del Entusiasmo:

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Todo es más contra el negro; todo es menos cuando falta.

Cedes a estas metamorfosis que una mano enamorada

cumple en ti, te llenas de ritmos, hendeduras, te

vuelves tablero, reloj de luna, muralla de aspilleras

abiertas a lo que acecha siempre del otro lado,

máquina de contar cifras fuera de las cifras, astrolabio

y portulano para tierras nunca abordadas, mar

petrificado en el que resbala el pez de la mirada.

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Por mi parte, sólo presento una enmienda parcial a todo lo dicho hasta aquí por Graciela Maturo: en su apreciación de unos inicios próximos a la tradición “judeo-heleno-cristiana”, me parece mucho más apropiado distinguir el componente judeo-cristiano del heleno, y realzar éste último frente al primero. En su fase primera, la religiosidad de Cortázar resulta mucho más próxima a las de Keats o Hölderlin que a la de san Pablo o de san Agustín. Recupero aquí una cita de Wladimir Weidlé que hace Cortázar al principio de su Imagen de John Keats:

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La Capacidad Negativa es el don de permanecer fiel a una certeza intuitiva que el razonamiento desecha y que el buen sentido no admite; de conservar un modo de pensar que no puede sino parecer insensato e ilógico desde el punto de vista de la razón y de la lógica, pero que desde un punto de vista más profundo podría revelarse como superior a la razón y trascender la lógica del pensamiento conceptual... El artista debe poder contemplar el universo y cada una de sus partes, no en un estado de diferenciación, de desintegración analítica, sino en la unidad primera del ser...

Keats... es uno de los primeros que ha sentido el poder disolvente de la razón pura...

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La figura de Keats constituye, a mi parecer, el modelo que aglutina y cristaliza el sentimiento religioso de Cortázar en una primera fase de su desarrollo; romanticismo, con una religiosidad que se mira mayormente en el espejo de lo pagano.

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El segundo fragmento de El hombre nuevo aducido más arriba consigna la existencia de un cambio: Cortázar pasará más adelante a un territorio religioso distinto, que Maturo denomina únicamente “abierto”. ¿Dónde quedaría el punto de inflexión de este cambio? No estoy seguro de dónde lo sitúa Maturo. Dentro de la obra cortazariana, en mi opinión, la primera manifestación de ese cambio se halla en “El perseguidor”; continúa luego en Los premios; y alcanza la plenitud en la obra cumbre del escritor, Rayuela. Esta nueva fase precisa de textos largos –y narrativos– para desarrollarse; aparece ahí un núcleo temático nuevo –del que no voy a hablar aquí–; y el modelo principal deja de ser Keats, deja de ser un modelo principalmente literario, para centrarse en otra persona... Pero no se trata de un cambio de rumbo; más bien de una vuelta de tuerca, una profundización y una radicalización en los mismos postulados. Cortázar siempre será romántico.

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¿Se trata quizá de ese mismo cambio del que Cortázar dejaba constancia en el capítulo 46 del Manuscrito de Austin, en un pequeño diálogo entre Traveler y Horacio?:

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A los veinte años éramos distintos.

Sí, pero usábamos más palabras que vivencias, nos creíamos el centro del mundo y aprovechábamos. Las cosas que escribíamos, unos poemas metafísicos, una elegía... No es que hoy sepamos mucho más, Manolo, pero quizá podríamos hablar metafísica con cierto derecho y llorar [de verdad] algunos amores.

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En el pasado –en una primera fase– las palabras valían más que las vivencias; después –en una segunda fase– el orden se invirtió, de tal modo que resultaba posible entonces “hablar metafísica con cierto derecho”. Es decir: en cierto momento, lo vivencial pasó a ser más importante que lo poético en la concepción religiosa de Cortázar. ¿Por qué razón? ¿Cuál fue el factor desencadenante de ese punto de inflexión? O también: ¿De dónde salieron personajes como Johnny o como Persio? Y por fin: ¿De dónde surgió esa idea radical de generar una vivencia transformadora en el lector de Rayuela?

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Una carta de enero de 1951

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En mi opinión, la respuesta pasa necesariamente por esa figura que no se halla presente en El hombre nuevo, ni en la práctica totalidad de los tratados críticos sobre Cortázar, y que apenas asoma en sus biografías: Fredi Guthmann. Para mí resulta perfectamente plausible situar un punto exacto de inflexión, dentro de la concepción religiosa de Cortázar, en la lectura realizada por éste de una carta enviada desde la India, en la que Guthmann relataba a sus amigos de Buenos Aires lo que le aconteciera en el ashram de Ramana Maharshi. No sabemos exactamente qué le sucedió; ni siquiera sabemos –yo, por lo menos quién era esa tal Susana a la que fue remitida originalmente la carta. Tan sólo sabemos dos cosas: primero, lo que le respondió Cortázar; y segundo, que solamente ocho años más tarde, el escritor argentino concibió una conversación con un hombre llamado Guthmann, que llevaba por título Rayuela.

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El texto de la carta con la que Cortázar responde a Guthmann habla por sí solo. Hay algo que se desprende de sus palabras, por encima de todo: conmoción. Una conmoción que rebasa el marco de esta primera carta (fechada el 3 de enero de 1951, desde Buenos Aires) y afecta todavía el texto de otra escrita siete meses más tarde (26 de julio del mismo año, también desde Buenos Aires). A continuación reproduzco, parcialmente, el texto de ambas cartas, tal como se hallan editadas en Aurora Bernárdez en Cartas 1 (1937-1963), Alfaguara, 2000,

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Tras unas primeras palabras sin importancia, la primera de las dos cartas empieza así:

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Me cuesta encontrar palabras para decirle lo que significó para mí su carta a Susana. Si puede creer algo de mí, es que la leí con toda la pureza y toda la receptividad posible; con todo el deseo de que la carta hiciera por mí lo que usted deseaba que hiciera por todos nosotros. Sólo que, Fredi, estoy muy lejos, y no sé todo lo que sabe usted, y no merezco lo que merece usted. No tome esto como meras frases, no creo que entre nosotros las frases sean necesarias.

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¿No está plasmado ya aquí, claramente, el estado anímico de Cortázar? Pocas veces –o ninguna– encontraremos en su correspondencia algo parecido. Ni en la emoción, por un lado, ni tampoco en la posición de tremenda humildad que Cortázar asume ante su interlocutor, por el otro. Esto es nuevo también en el trato postal con Guthmann; el respeto que se observa en anteriores cartas tenía, más bien, un carácter formal. El factor diferencial está cifrado en el contenido de la carta enviada por Guthmann, a saber:

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Su experiencia, esa admirable experiencia que su carta cuenta como solamente un poeta puede hacerlo, es la experiencia que alcanza aquel que agotó plenamente los frutos previos, las etapas previas, los caminos que, finalmente, lo han llevado a su saber de hoy.

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De forma inaudita, Cortázar –que no tiene precisamente una mala opinión de sí mismo– se ve empequeñecido ante lo vivido por su amigo. No sólo en su persona; también su amada literatura sufre una relativización ante lo inmenso de que daba cuenta la carta previa de Guthmann (la cursiva es mía):

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¿Y qué somos nosotros, los que recibimos su carta, los destinatarios de su carta? No puedo hablar ni por Susana ni por los demás; sólo por mí, sólo por este saco de huesos que ama la vida y le sale al encuentro en su pequeña dimensión sudamericana, en su mínima dimensión de literatura y de arte y de amor y de tiempo.

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En este punto exacto, en esta expresión concreta –dimensión mínima de la literatura– , localizo yo el inicio de un nuevo proyecto literario que se verá definitivamente plasmado una década más tarde: me refiero a Rayuela. Este pasaje de la carta constituye para mí el gesto inaugural, la primera delimitación de una conversación privativa entre Cortázar y Fredi Guthmann que dará su principal fruto en la gran obra de nuestro escritor. Rayuela es, para mí, la respuesta final a esa carta enviada por Guthmann a la común amiga Susana; el resultado de intentar dotar a la literatura, tan amada por Cortázar, con una dimensión máxima de carácter tan trascendental como la experiencia vivida por aquél otro en la India. Este preciso pasaje de la carta del 3 de enero de 1951 abre un arco de amplio vuelo, que no se cerrará hasta otra carta de Cortázar a Guthmann, fechada en Viena el 24 de septiembre de 1963, donde podemos leer:

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Fredi, nada podría haberme dado más felicidad que esas líneas tuyas, donde está todo dicho. Valía la pena escribir Rayuela para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño.

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Aquí Cortázar ya no está situado en un plano inferior ante la enorme magnitud de su amigo; aquí los dos están a la misma altura. Y no porque el otro haya descendido: al escribir Rayuela, Cortázar ha elevado su posición, equilibrando el diferencial existente desde 1951 con respecto a Guthmann. Y también se ha elevado, con él, la altura de la literatura narrativa, que ha pasado de la dimensión mínima de lo novelístico a la alta categoría de un relato trascendente, capaz de mutar con su texto al lector. Poco más tarde, en La vuelta al día…, Cortázar reconocerá abiertamente el maestrazgo ejercido sobre él por su amigo.

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Pero esto será más adelante. Volvamos a 1951; Cortázar continúa su carta con los mismos términos ya planteados (las cursivas son mías):

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Entonces, Fredi, su revelación me llega como la luz de la luna; usted es la luna, recibiendo directamente la luz; y lo que me toca a mí es su carta con sus palabras, la luz de la luna para leer su carta.

He tenido con todo una enorme alegría. Por usted, por saberlo tan en paz y tan sereno. Su carta transmite una impresión de serenidad como sólo lo dan los textos místicos extremos, ésos donde el lenguaje es como el suyo, ya casi no es lenguaje sino voz en estado de pureza, transmisión directa del balbuceo. Qué literario suena todo esto, Fredi. Perdóneme esta retórica que oculta lo que en verdad me gustaría poder decir.

(…) Esta geografía inmensa que nos separa tiene un valor de símbolo, parece mostrar la otra geografía interior que también nos distancia. ¿Estuvimos realmente cerca alguna vez? Sí, por el cariño y por los gustos comunes; estuvimos juntos en una misma página de Pierre-Jean Jouve, en un mismo verso de César Vallejo. ¿Pero tendrán estos nombres algún sentido para quien puede ahora prescindir de todo nombre?

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Siguen después algunos comentarios sobre la labor creativa de Cortázar (está preparando, justamente, su Imagen de John Keats), y luego algunas referencias a amigos comunes. Aquí parece haber disminuido la conmoción de Cortázar. Pero es sólo por un momento; antes de despedirse, un último párrafo nos devuelve al mismo terreno que estábamos analizando. Y aquí aparece un término que me parece definitivo (la cursiva, aquí, es de Cortázar):

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No quiero comentar el sentido y los alcances de su carta; creo que en ella lo que menos importaba era, digamos, la metafísica, sobre todo la dialéctica; (el) sentido era de experiencia viva, de participación. Y creo, se lo repito, no alcanzar esa participación más que como un reflejo –que no basta. Tal vez me llegue el día en que acuda, con una muchedumbre, a sufrir la mirada de un iluminado; tal vez mi camino termine en un encuentro, en una oneness, como veía Keats el acto poético. Por ahora soy un hombre que vive de sus impulsos más que de sus ideas, y que cree en la autenticidad de una vida conectada con todas las fuentes, con todas las aguas profundas. Su carta me ha hecho mucho bien, me ha mostrado que siempre hay esperanza. La luna, al fin y al cabo, muestra el camino del sol. Vivo como un gran temblor, como un salto sin bailarín.

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Ocho meses después

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La cosa no acabó ahí. Como veremos a continuación, la siguiente carta de Cortázar a Fredi, fechada el 26 de julio de ese mismo año, gira todavía en torno a los mismos temas, y se plantea prácticamente en los mismos términos. ¡Casi ocho meses después! No puede caber duda alguna: la conmoción que la experiencia de Fredi provocó en Cortázar fue de hondo calado. Únicamente reproduzco aquí lo que me parece más significativo (creo innecesario ya, a estas alturas, el subrayado):

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Hay una razón especial para que no quiera correr el riesgo de que se pierda esta carta, pero antes de hablarle de eso le voy a decir toda la emoción que encontré en su mensaje. Me pregunto, incluso, si este lenguaje mío no le llega a usted como un eco del pasado, una desconexión con algo que fue su realidad de antes. Usted me parece tan profundamente adentrado en esa verdad que le llegó en su hora, después de una vida previa llena de experiencias y de altas horas. Usted ya tiene le lieu et la formule. Pero el hecho de que encuentre palabras tan próximas a mi sensibilidad para escribirme, me prueba por otro lado que la distancia no es insalvable, que todavía nos tocamos –al menos en el afecto y el recuerdo. Y pienso que usted, en cierto modo, no se aleja de su antigua vida, sino que entra en un plano total de realidad, donde cada cosa se sitúa en su justa medida y vale en su justo valor. Esa oneness que tan desesperadamente buscó Keats en el panteísmo, en el animismo, la estará usted alcanzando en un plano trascendente. Sólo así se pueden decir las cosas que usted me dice, y el hecho de que sea yo quien provoca esas palabras me confirma que seguimos próximos en la distancia. Sin falsa modestia, comprendo de sobra que su realidad de hoy sobrepasa infinitamente la mía, pero que como hemos partido de un mismo centro –Occidente, nuestros poetas, nuestros valores–, hay una zona donde continuamos en contacto. Le confieso que cuando escribió usted su larga carta a todos nosotros, contándonos su revelación, me aterró pensar que ese ingreso a una realidad espiritual para mí inalcanzada, me separaría para siempre de usted. Ahora comprendo que el avance de su espíritu es menos un desasimiento que un asimiento, una comprensión final y profunda de esta realidad que yo comprendo sin finalidad y sin profundidad. Le repito que no es falsa modestia. Todo lo que he trabajado en este año pasado y lo que va del ’51, sobre todo la tarea abrumadora de escribir el libro sobre Keats, me ha mostrado claramente cómo me sostengo precariamente en lo real, cómo las palabras me engañan y me dan una provisoria seguridad, cómo una buena dosis de lecturas me ayuda como si fuera morfina a sobrevivir y a creer –no siempre, por suerte– que tengo lo que la gente llama una “cultura” –eso que en la mayoría de los casos es un buen sistema de defensas, de límites, de nociones– es decir una barricada contra lo que empieza más allá, que es lo Real. Seguro estoy, después de seis meses de trabajar noche a noche sobre los textos keatsianos, sobre mis recuerdos, sobre mis “iluminaciones”, que no tengo de la realidad más que una idea provisoria y lamentable –como la tenía el mismo Keats, que se salvaba por su prodigioso don lírico, que iba más allá de él–. A veces, con lo que pueda tener yo de poeta, entreveo fulgurantemente una instancia de esa Realidad: es como un grito, un relámpago de luz cegadora, una pureza que duele. Pero instantáneamente se cierra el sistema de las compuertas; mis bien educados sentidos se reajustan a la dimensión del lunes o del jueves, mi bien entrenada inteligencia se ovilla como un gato en su cama cartesiana o kantiana. Y el noúmeno vuelve a ser una palabra, una bonita palabra para decirla entre dos pitadas al cigarrillo.

No importa, Fredi; mucho es ya saber que esa realidad está ahí, del otro lado. Quizá un día se rompan las compuertas, como se han roto en usted, que está andando por el camino largo. Le agradezco sus deseos de que me informe de la literatura del budismo a través de Suzuki, y también de la obra de Chuang Tzu. Aparte de pedir los libros, voy a preguntarle a Vicente Fatone si tiene el libro de Suzuki (...) Sólo por pereza, por esa fidelidad ciega a lo occidental, me he abstenido de leer las obras de los místicos y los pensadores orientales; sé de sobra que hago mal. Precisamente, esa “dislocación de todo el sistema psíquico” que usted menciona, es lo que uno resiste atávicamente con ese miedo casi orgánico que tiene el occidental de perderse en algo que no sabe si será una realidad más esencial, o simplemente la locura o la aniquilación. Entre nosotros, el long dérèglement de tous les sens no pasa de un programa literario o una excusa de las borracheras o la pederastia de los veinte años. (Cf. L’Enfance d’un Chef, de Sartre) Es terrible cómo nos atrincheramos en las categorías lógicas. Sólo en la poesía cedemos a esa posibilidad-de-que-las-cosas-sean-de-otra-manera, y es por eso que las entrevisiones de la realidad suprasensible sólo se nos dan a nosotros en la poesía, ya sea leyéndola o sintiéndola nacer en lo hondo. ¿Y qué queda de todo eso? Un poema, un montoncito de ceniza en el sitio donde habíamos visto arder el Ojo del ser.

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1 de diciembre de 2011

Apócrifas morellianas (16)

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“...lo que los hombres llaman misterios se cumple de manera totalmente profana. La protesta heraclítea es así fácil de comprender: parte de una exigencia de autenticidad y de interioridad. No basta haber sentido o aprehendido, ni ser capaces de repetir; es preciso también haberse cambiado. No basta asistir a la ceremonia, es preciso también estar presentes.” Por esta exigencia de interioridad auténtica, opuesta a las prácticas exteriores tanto del culto popular como de los ritos mistéricos, Heráclito “habría rechazado la función que se le quería hacer cumplir en una comedia de iniciación, y habría transportado su exigencia a un drama de la enseñanza”. (...) en la nueva misión que asume se encuentra frente a una especie de tragedia: la imposibilidad de comunicar con los άξύνετοι (incapaces del ξυνόν, o sea, de comunión) que incluso oyendo el logos común siguen siendo sordos como antes –presentes están ausentes

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Rodolfo Mondolfo,

Heráclito: textos y problemas de su interpretación

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Cortázar carismático

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Carisma:

don abundante concedido por una entidad incognosférica a una criatura humana

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Pero yo te estaba hablando del métro, y no sé por qué cambiamos de tema. El métro es un gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en el métro, después me olvidé... Y entonces se repitió, dos o tres días después. Y al final me di cuenta. Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar. Tendrías que tomar el métro y esperar a que te ocurra, aunque me parece que eso solamente me ocurre a mí.

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Julio Cortázar, El perseguidor

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