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El texto de hoy constituye apenas un esbozo de artículo, unos meros apuntes sobre lo que para mí supone un aspecto fundamental –el principal, de hecho– de la obra cortazariana, y que ha sido tratado por sus críticos de un modo escaso, sesgado e inapropiado: su carácter religioso. Este texto larvario me permitirá acabar el año tal como lo empecé: con una referencia a Fredi Guthmann, cuya personalidad, tan poco contemplada por los cortazarianos, resulta en cambio tan decisiva para la comprensión de buena parte de la obra del autor de Rayuela.
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Empezaré citando a Graciela Maturo, quien supone la principal excepción dentro del panorama crítico con respecto a este asunto, como ya se vio en su momento. En la primera versión de su obra Julio Cortázar y el hombre nuevo, del año 1968, esta autora decía a propósito de la poesía de Cortázar (las cursivas son mías):
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Cada página de su obra ilumina la totalidad de su obra. En cada una de ellas está, tácita o expresamente, volcada en diversas matizaciones o tonos, su concepción de la vida cósmica como un todo del que el hombre asume, lúdicamente, una pequeña parte en el fluir engañoso del tiempo, pero al que es capaz de reintegrarse plenamente, liberado de su limitación espacial y temporal, a través del ex-tasis, del estar-fuera-de-sí, de la entrega al misterio que lo habita y en el cual realmente vive. Conceptualmente aceptada o no, veo en esa actitud una apertura a lo numinoso o sagrado que define un temple auténticamente religioso. (p. 31)
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Aquí están contenidos, sintéticamente, los principales elementos constituyentes de lo religioso cortazariano. Cabe señalar, sin embargo, que el término “religioso” aparece en estas líneas bajo un régimen sintáctico subordinado; y lo mismo sucede en las otras alusiones que el ensayo hace a este mismo ámbito. Lo “religioso” no llega a constituir en El hombre nuevo el sujeto de ninguna frase: del mismo modo, tampoco se le concede un apartado expreso, ni mucho menos un capítulo. Esta situación textual de lo “religioso” no cambia sustancialmente en la versión revisada del libro, de 2004, aunque es cierto que se le confiere un mayor énfasis. El mismo fragmento arriba transcrito, por ejemplo, sufre en 2004 una pequeña modificación: la última frase prescinde momentáneamente de su último período –“que define un temple auténticamente religioso”– para recuperarlo unas páginas más adelante, ampliado con unos comentarios que me interesa destacar (aquí las cursivas son de la autora):
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Desde que inicié mi lectura de Cortázar he afirmado –contra la opinión de otros críticos– que hallaba en él un temple metafísico y religioso, manifiesto en sus primeras obras por su proximidad a la tradición judeo-heleno-cristiana, y luego más alejado de ella, encauzado por una vía mística y cada vez más abocado a esa intemperie poética que Rilke llamó lo abierto. (p. 40)
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“Contra la opinión de otros críticos”: de casi todos, cabe añadir. En efecto: en 2004, treinta y seis años después de la aparición original de El hombre nuevo, y hasta hoy, el enfoque ‘religioso’ de Maturo sobre la obra de Cortázar sigue teniendo carácter excepcional. Esta constatación no es para Maturo motivo para retractarse, al contrario: lejos de replegar sus posiciones a favor del carácter religioso de Cortázar, la autora aprovecha la ocasión para afianzarse en su postura: “Su último poema –dice a continuación– me confirmó en esa apreciación”. Se refiere a “Negro al diez”, el último poema de Cortázar, del que yo selecciono este fragmento para la Teoría del Entusiasmo:
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Todo es más contra el negro; todo es menos cuando falta.
Cedes a estas metamorfosis que una mano enamorada
cumple en ti, te llenas de ritmos, hendeduras, te
vuelves tablero, reloj de luna, muralla de aspilleras
abiertas a lo que acecha siempre del otro lado,
máquina de contar cifras fuera de las cifras, astrolabio
y portulano para tierras nunca abordadas, mar
petrificado en el que resbala el pez de la mirada.
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Por mi parte, sólo presento una enmienda parcial a todo lo dicho hasta aquí por Graciela Maturo: en su apreciación de unos inicios próximos a la tradición “judeo-heleno-cristiana”, me parece mucho más apropiado distinguir el componente judeo-cristiano del heleno, y realzar éste último frente al primero. En su fase primera, la religiosidad de Cortázar resulta mucho más próxima a las de Keats o Hölderlin que a la de san Pablo o de san Agustín. Recupero aquí una cita de Wladimir Weidlé que hace Cortázar al principio de su Imagen de John Keats:
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La Capacidad Negativa es el don de permanecer fiel a una certeza intuitiva que el razonamiento desecha y que el buen sentido no admite; de conservar un modo de pensar que no puede sino parecer insensato e ilógico desde el punto de vista de la razón y de la lógica, pero que desde un punto de vista más profundo podría revelarse como superior a la razón y trascender la lógica del pensamiento conceptual... El artista debe poder contemplar el universo y cada una de sus partes, no en un estado de diferenciación, de desintegración analítica, sino en la unidad primera del ser...
Keats... es uno de los primeros que ha sentido el poder disolvente de la razón pura...
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La figura de Keats constituye, a mi parecer, el modelo que aglutina y cristaliza el sentimiento religioso de Cortázar en una primera fase de su desarrollo; romanticismo, con una religiosidad que se mira mayormente en el espejo de lo pagano.
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El segundo fragmento de El hombre nuevo aducido más arriba consigna la existencia de un cambio: Cortázar pasará más adelante a un territorio religioso distinto, que Maturo denomina únicamente “abierto”. ¿Dónde quedaría el punto de inflexión de este cambio? No estoy seguro de dónde lo sitúa Maturo. Dentro de la obra cortazariana, en mi opinión, la primera manifestación de ese cambio se halla en “El perseguidor”; continúa luego en Los premios; y alcanza la plenitud en la obra cumbre del escritor, Rayuela. Esta nueva fase precisa de textos largos –y narrativos– para desarrollarse; aparece ahí un núcleo temático nuevo –del que no voy a hablar aquí–; y el modelo principal deja de ser Keats, deja de ser un modelo principalmente literario, para centrarse en otra persona... Pero no se trata de un cambio de rumbo; más bien de una vuelta de tuerca, una profundización y una radicalización en los mismos postulados. Cortázar siempre será romántico.
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¿Se trata quizá de ese mismo cambio del que Cortázar dejaba constancia en el capítulo 46 del Manuscrito de Austin, en un pequeño diálogo entre Traveler y Horacio?:
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–A los veinte años éramos distintos.
–Sí, pero usábamos más palabras que vivencias, nos creíamos el centro del mundo y aprovechábamos. Las cosas que escribíamos, unos poemas metafísicos, una elegía... No es que hoy sepamos mucho más, Manolo, pero quizá podríamos hablar metafísica con cierto derecho y llorar [de verdad] algunos amores.
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En el pasado –en una primera fase– las palabras valían más que las vivencias; después –en una segunda fase– el orden se invirtió, de tal modo que resultaba posible entonces “hablar metafísica con cierto derecho”. Es decir: en cierto momento, lo vivencial pasó a ser más importante que lo poético en la concepción religiosa de Cortázar. ¿Por qué razón? ¿Cuál fue el factor desencadenante de ese punto de inflexión? O también: ¿De dónde salieron personajes como Johnny o como Persio? Y por fin: ¿De dónde surgió esa idea radical de generar una vivencia transformadora en el lector de Rayuela?
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Una carta de enero de 1951
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En mi opinión, la respuesta pasa necesariamente por esa figura que no se halla presente en El hombre nuevo, ni en la práctica totalidad de los tratados críticos sobre Cortázar, y que apenas asoma en sus biografías: Fredi Guthmann. Para mí resulta perfectamente plausible situar un punto exacto de inflexión, dentro de la concepción religiosa de Cortázar, en la lectura realizada por éste de una carta enviada desde la India, en la que Guthmann relataba a sus amigos de Buenos Aires lo que le aconteciera en el ashram de Ramana Maharshi. No sabemos exactamente qué le sucedió; ni siquiera sabemos –yo, por lo menos– quién era esa tal Susana a la que fue remitida originalmente la carta. Tan sólo sabemos dos cosas: primero, lo que le respondió Cortázar; y segundo, que solamente ocho años más tarde, el escritor argentino concibió una conversación con un hombre llamado Guthmann, que llevaba por título Rayuela.
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El texto de la carta con la que Cortázar responde a Guthmann habla por sí solo. Hay algo que se desprende de sus palabras, por encima de todo: conmoción. Una conmoción que rebasa el marco de esta primera carta (fechada el 3 de enero de 1951, desde Buenos Aires) y afecta todavía el texto de otra escrita siete meses más tarde (26 de julio del mismo año, también desde Buenos Aires). A continuación reproduzco, parcialmente, el texto de ambas cartas, tal como se hallan editadas en Aurora Bernárdez en Cartas 1 (1937-1963), Alfaguara, 2000,
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Tras unas primeras palabras sin importancia, la primera de las dos cartas empieza así:
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Me cuesta encontrar palabras para decirle lo que significó para mí su carta a Susana. Si puede creer algo de mí, es que la leí con toda la pureza y toda la receptividad posible; con todo el deseo de que la carta hiciera por mí lo que usted deseaba que hiciera por todos nosotros. Sólo que, Fredi, estoy muy lejos, y no sé todo lo que sabe usted, y no merezco lo que merece usted. No tome esto como meras frases, no creo que entre nosotros las frases sean necesarias.
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¿No está plasmado ya aquí, claramente, el estado anímico de Cortázar? Pocas veces –o ninguna– encontraremos en su correspondencia algo parecido. Ni en la emoción, por un lado, ni tampoco en la posición de tremenda humildad que Cortázar asume ante su interlocutor, por el otro. Esto es nuevo también en el trato postal con Guthmann; el respeto que se observa en anteriores cartas tenía, más bien, un carácter formal. El factor diferencial está cifrado en el contenido de la carta enviada por Guthmann, a saber:
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Su experiencia, esa admirable experiencia que su carta cuenta como solamente un poeta puede hacerlo, es la experiencia que alcanza aquel que agotó plenamente los frutos previos, las etapas previas, los caminos que, finalmente, lo han llevado a su saber de hoy.
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De forma inaudita, Cortázar –que no tiene precisamente una mala opinión de sí mismo– se ve empequeñecido ante lo vivido por su amigo. No sólo en su persona; también su amada literatura sufre una relativización ante lo inmenso de que daba cuenta la carta previa de Guthmann (la cursiva es mía):
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¿Y qué somos nosotros, los que recibimos su carta, los destinatarios de su carta? No puedo hablar ni por Susana ni por los demás; sólo por mí, sólo por este saco de huesos que ama la vida y le sale al encuentro en su pequeña dimensión sudamericana, en su mínima dimensión de literatura y de arte y de amor y de tiempo.
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En este punto exacto, en esta expresión concreta –dimensión mínima de la literatura– , localizo yo el inicio de un nuevo proyecto literario que se verá definitivamente plasmado una década más tarde: me refiero a Rayuela. Este pasaje de la carta constituye para mí el gesto inaugural, la primera delimitación de una conversación privativa entre Cortázar y Fredi Guthmann que dará su principal fruto en la gran obra de nuestro escritor. Rayuela es, para mí, la respuesta final a esa carta enviada por Guthmann a la común amiga Susana; el resultado de intentar dotar a la literatura, tan amada por Cortázar, con una dimensión máxima de carácter tan trascendental como la experiencia vivida por aquél otro en la India. Este preciso pasaje de la carta del 3 de enero de 1951 abre un arco de amplio vuelo, que no se cerrará hasta otra carta de Cortázar a Guthmann, fechada en Viena el 24 de septiembre de 1963, donde podemos leer:
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Fredi, nada podría haberme dado más felicidad que esas líneas tuyas, donde está todo dicho. Valía la pena escribir Rayuela para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño.
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Aquí Cortázar ya no está situado en un plano inferior ante la enorme magnitud de su amigo; aquí los dos están a la misma altura. Y no porque el otro haya descendido: al escribir Rayuela, Cortázar ha elevado su posición, equilibrando el diferencial existente desde 1951 con respecto a Guthmann. Y también se ha elevado, con él, la altura de la literatura narrativa, que ha pasado de la dimensión mínima de lo novelístico a la alta categoría de un relato trascendente, capaz de mutar con su texto al lector. Poco más tarde, en La vuelta al día…, Cortázar reconocerá abiertamente el maestrazgo ejercido sobre él por su amigo.
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Pero esto será más adelante. Volvamos a 1951; Cortázar continúa su carta con los mismos términos ya planteados (las cursivas son mías):
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Entonces, Fredi, su revelación me llega como la luz de la luna; usted es la luna, recibiendo directamente la luz; y lo que me toca a mí es su carta con sus palabras, la luz de la luna para leer su carta.
He tenido con todo una enorme alegría. Por usted, por saberlo tan en paz y tan sereno. Su carta transmite una impresión de serenidad como sólo lo dan los textos místicos extremos, ésos donde el lenguaje es como el suyo, ya casi no es lenguaje sino voz en estado de pureza, transmisión directa del balbuceo. Qué literario suena todo esto, Fredi. Perdóneme esta retórica que oculta lo que en verdad me gustaría poder decir.
(…) Esta geografía inmensa que nos separa tiene un valor de símbolo, parece mostrar la otra geografía interior que también nos distancia. ¿Estuvimos realmente cerca alguna vez? Sí, por el cariño y por los gustos comunes; estuvimos juntos en una misma página de Pierre-Jean Jouve, en un mismo verso de César Vallejo. ¿Pero tendrán estos nombres algún sentido para quien puede ahora prescindir de todo nombre?
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Siguen después algunos comentarios sobre la labor creativa de Cortázar (está preparando, justamente, su Imagen de John Keats), y luego algunas referencias a amigos comunes. Aquí parece haber disminuido la conmoción de Cortázar. Pero es sólo por un momento; antes de despedirse, un último párrafo nos devuelve al mismo terreno que estábamos analizando. Y aquí aparece un término que me parece definitivo (la cursiva, aquí, es de Cortázar):
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No quiero comentar el sentido y los alcances de su carta; creo que en ella lo que menos importaba era, digamos, la metafísica, sobre todo la dialéctica; (el) sentido era de experiencia viva, de participación. Y creo, se lo repito, no alcanzar esa participación más que como un reflejo –que no basta. Tal vez me llegue el día en que acuda, con una muchedumbre, a sufrir la mirada de un iluminado; tal vez mi camino termine en un encuentro, en una oneness, como veía Keats el acto poético. Por ahora soy un hombre que vive de sus impulsos más que de sus ideas, y que cree en la autenticidad de una vida conectada con todas las fuentes, con todas las aguas profundas. Su carta me ha hecho mucho bien, me ha mostrado que siempre hay esperanza. La luna, al fin y al cabo, muestra el camino del sol. Vivo como un gran temblor, como un salto sin bailarín.
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Ocho meses después
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La cosa no acabó ahí. Como veremos a continuación, la siguiente carta de Cortázar a Fredi, fechada el 26 de julio de ese mismo año, gira todavía en torno a los mismos temas, y se plantea prácticamente en los mismos términos. ¡Casi ocho meses después! No puede caber duda alguna: la conmoción que la experiencia de Fredi provocó en Cortázar fue de hondo calado. Únicamente reproduzco aquí lo que me parece más significativo (creo innecesario ya, a estas alturas, el subrayado):
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Hay una razón especial para que no quiera correr el riesgo de que se pierda esta carta, pero antes de hablarle de eso le voy a decir toda la emoción que encontré en su mensaje. Me pregunto, incluso, si este lenguaje mío no le llega a usted como un eco del pasado, una desconexión con algo que fue su realidad de antes. Usted me parece tan profundamente adentrado en esa verdad que le llegó en su hora, después de una vida previa llena de experiencias y de altas horas. Usted ya tiene le lieu et la formule. Pero el hecho de que encuentre palabras tan próximas a mi sensibilidad para escribirme, me prueba por otro lado que la distancia no es insalvable, que todavía nos tocamos –al menos en el afecto y el recuerdo. Y pienso que usted, en cierto modo, no se aleja de su antigua vida, sino que entra en un plano total de realidad, donde cada cosa se sitúa en su justa medida y vale en su justo valor. Esa oneness que tan desesperadamente buscó Keats en el panteísmo, en el animismo, la estará usted alcanzando en un plano trascendente. Sólo así se pueden decir las cosas que usted me dice, y el hecho de que sea yo quien provoca esas palabras me confirma que seguimos próximos en la distancia. Sin falsa modestia, comprendo de sobra que su realidad de hoy sobrepasa infinitamente la mía, pero que como hemos partido de un mismo centro –Occidente, nuestros poetas, nuestros valores–, hay una zona donde continuamos en contacto. Le confieso que cuando escribió usted su larga carta a todos nosotros, contándonos su revelación, me aterró pensar que ese ingreso a una realidad espiritual para mí inalcanzada, me separaría para siempre de usted. Ahora comprendo que el avance de su espíritu es menos un desasimiento que un asimiento, una comprensión final y profunda de esta realidad que yo comprendo sin finalidad y sin profundidad. Le repito que no es falsa modestia. Todo lo que he trabajado en este año pasado y lo que va del ’51, sobre todo la tarea abrumadora de escribir el libro sobre Keats, me ha mostrado claramente cómo me sostengo precariamente en lo real, cómo las palabras me engañan y me dan una provisoria seguridad, cómo una buena dosis de lecturas me ayuda como si fuera morfina a sobrevivir y a creer –no siempre, por suerte– que tengo lo que la gente llama una “cultura” –eso que en la mayoría de los casos es un buen sistema de defensas, de límites, de nociones– es decir una barricada contra lo que empieza más allá, que es lo Real. Seguro estoy, después de seis meses de trabajar noche a noche sobre los textos keatsianos, sobre mis recuerdos, sobre mis “iluminaciones”, que no tengo de la realidad más que una idea provisoria y lamentable –como la tenía el mismo Keats, que se salvaba por su prodigioso don lírico, que iba más allá de él–. A veces, con lo que pueda tener yo de poeta, entreveo fulgurantemente una instancia de esa Realidad: es como un grito, un relámpago de luz cegadora, una pureza que duele. Pero instantáneamente se cierra el sistema de las compuertas; mis bien educados sentidos se reajustan a la dimensión del lunes o del jueves, mi bien entrenada inteligencia se ovilla como un gato en su cama cartesiana o kantiana. Y el noúmeno vuelve a ser una palabra, una bonita palabra para decirla entre dos pitadas al cigarrillo.
No importa, Fredi; mucho es ya saber que esa realidad está ahí, del otro lado. Quizá un día se rompan las compuertas, como se han roto en usted, que está andando por el camino largo. Le agradezco sus deseos de que me informe de la literatura del budismo a través de Suzuki, y también de la obra de Chuang Tzu. Aparte de pedir los libros, voy a preguntarle a Vicente Fatone si tiene el libro de Suzuki (...) Sólo por pereza, por esa fidelidad ciega a lo occidental, me he abstenido de leer las obras de los místicos y los pensadores orientales; sé de sobra que hago mal. Precisamente, esa “dislocación de todo el sistema psíquico” que usted menciona, es lo que uno resiste atávicamente con ese miedo casi orgánico que tiene el occidental de perderse en algo que no sabe si será una realidad más esencial, o simplemente la locura o la aniquilación. Entre nosotros, el long dérèglement de tous les sens no pasa de un programa literario o una excusa de las borracheras o la pederastia de los veinte años. (Cf. L’Enfance d’un Chef, de Sartre) Es terrible cómo nos atrincheramos en las categorías lógicas. Sólo en la poesía cedemos a esa posibilidad-de-que-las-cosas-sean-de-otra-manera, y es por eso que las entrevisiones de la realidad suprasensible sólo se nos dan a nosotros en la poesía, ya sea leyéndola o sintiéndola nacer en lo hondo. ¿Y qué queda de todo eso? Un poema, un montoncito de ceniza en el sitio donde habíamos visto arder el Ojo del ser.
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