Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

22 de octubre de 2016

«Rayuela» y Gurdjieff (6)

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La causa formal de Rayuela
2. La búsqueda
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A partir de 1950, inducido por su amigo Fredi Guthmann, Julio Cortázar emprende la búsqueda de una literatura con carácter trascendente; la primera señal de ello será una nueva clase de lecturas, y luego vendrá una creación con rasgos distintivos con respecto a su obra anterior.
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En esta segunda fase del proceso el nombre de Gurdjieff no aparece por ninguna parte, y nada hace pensar que Cortázar le tuviera entonces en mente. La nueva orientación, el nuevo léxico y los temas nuevos que aparecen en su obra pueden explicarse perfectamente tanto por el influjo directo de Guthmann como por las fuentes literarias que sí se encuentran documentadas (Suzuki, Eliade,etc.). Por el contrario, las novedades y diferencias plasmadas posteriormente en Rayuela, de un modo decisivo,  señalan al Maestro de Danzas.
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«El perseguidor» y Los premios
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Estoy encarnizado con un cuento que no acabo de escribir y que me está dando un trabajo terrible. Su tema es aparentemente muy sencillo: la vida –y sobre todo la muerte– de un músico de jazz. (…) Quiero presentarlo como un caso extremo de búsqueda, sin que se sepa exactamente en qué consiste esa búsqueda, pues el primero en no saberlo es él mismo. Ni qué decir que en cierto modo estoy haciendo una transferencia personal, y que mucho de lo que a mí me preocupa irá a la cuenta del personaje (Cartas 1955-1964, Buenos Aires, Alfaguara, 2012, pp. 67-68)
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«El perseguidor» fue iniciado en el último trimestre de 1955, tal como queda registrado en esta carta que el autor remitió a Jean Barnabé. Ha pasado más de un lustro desde que Cortázar leyera la carta remitida por Guthmann desde la India, pero el  autor de El examen continúa fuertemente afectado por las mismas inquietudes que su amigo sembrara entonces en su alma. De hecho, podemos pensar que tales inquietudes pasaron a constituir el núcleo principal de su actividad creadora: la relación ficticia entre Bruno (el narrador de la historia) y Johnny Carter (el jazzman carismático) es equivalente y proporcional a la que se había dado entre Julio y Fredi en la realidad. 
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Sin duda, esta «transferencia personal» de la que habla el autor en su carta debió ir más 'a la cuenta' de Bruno que a la de Johnny. El abismo gnoseológico existente entre el primero y el segundo –es decir, entre un ser atrapado en las coordenadas espacio-temporales propias de lo cotidiano, por un lado, y otro ser capaz de superarlas, por el otro– es un trasunto literario de la sima que se había abierto entre los dos amigos a raíz de la experiencia vivida por Guthmann en la India. Para nada es casual la similitud existente entre este primer fragmento, proveniente de una de las cartas a Fredi:
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Sí, cuánto quiero hablar con usted, cómo necesito medir desde mi ignorancia esa experiencia a la cual su alma está entregada. En el centro mismo de lo occidental, en París, su proximidad me será –no es una frase– preciosa. Ojalá nos veamos, lo deseo profundamente (Cartas 1937-1954, ed. cit., p. 336)
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con este otro, ubicado precisamente en París, y perteneciente a «El perseguidor»:
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Soy un crítico de jazz, lo bastante sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar con sus frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos
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Los nuevos derroteros seguidos por la literatura cortazariana se definen, en primer lugar, por un doble desplazamiento, que modifica temas ya presentes en la obra anterior: por un lado, el ambiente fantástico y surrealista se desplaza hacia lo propiamente metafísico; por el otro, la percepción de una realidad multidimensional se centra mayormente en el tema de la salida del tiempo. En segundo lugar surge un nuevo aspecto: la imposibilidad de salirse del propio nivel perceptivo mediante el pensamiento y el lenguaje ordinarios.
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Un año y medio más tarde, en agosto de 1957, Cortázar empieza a escribir Los premios, que termina en abril del año siguiente. Uno de sus personajes, Persio, constituye un segundo caso de «perseguidor» cortazariano, en la misma línea del anterior. Bajo el signo de la continuidad, sus monólogos retoman los mismos temas y perspectivas que animaban el cuento de «El perseguidor»:
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El desarrollo en el tiempo (inevitable punto de vista, aberrante causación) sólo se concibe por obra de un empobrecedor encasillamiento eleático en antes, ahora y después, a veces cubierto de duración gálica o de influencia extratemporal de vaga justificación hipnótica (monólogo B)
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Más allá de esto, la nueva obra presenta también ciertas novedades: frente a la fluidez narrativa del cuento anterior, el relato principal de Los premios se ve repetidamente interrumpido por unos largos monólogos, proferidos precisamente por este tal Persio. El propio autor se siente obligado a justificarlo en la «Nota» con la que se despide el libro:
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Los soliloquios de Persio han perturbado a algunos amigos a quienes les gusta divertirse en línea recta. A su escándalo sólo puedo contestar que me fueron impuestos a lo largo del libro y en el orden en que aparecen, como una suerte de supervisión de lo que se iba urdiendo o desatando a bordo. Su lenguaje insinúa otra dimensión o, menos pedantescamente, apunta a otros blancos
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El autor parece haber llegado a la conclusión de que su literatura, si realmente aspira a adquirir alguna validez metafísica, debe ir más allá de la incorporación de una nueva temática, para romper además con los moldes formales preestablecidos. En consonancia con ello, en otro momento de la obra aparece un rechazo del arte consagrado por Occidente, a través de las siguientes confesiones de Paula, en las que probablemente tengamos otro eco de las antiguas conversaciones entre Cortázar y Guthmann:
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–Me está sucediendo algo bastante siniestro, Raulito, y es que cuanto mejor es el libro que leo, más me repugna. Quiero decir que su excelencia literaria me repugna, o sea que me repugna la literatura.
–Eso se arregla dejando de leer.
–No. Porque aquí y allá doy con algún libro que no se puede calificar de gran literatura, y que sin embargo no me da asco. Empiezo a sospechar por qué: porque el autor ha renunciado a los efectos, a la belleza formal (…) Creo que hay que poder marchar hacia un nuevo estilo, que si querés podemos seguir llamando literatura aunque sería más justo cambiarle el nombre por cualquier otro. Ese nuevo estilo sólo podría resultar de una nueva visión del mundo. Pero si un día se alcanza, qué estúpidas nos van a parecer estas novelas que hoy admiramos, llenas de trucos infames, de capítulos y subcapítulos con entradas y salidas bien calculadas...
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Aquí, la búsqueda de una visión más alta está ya indisolublemente asociada a la búsqueda, fuera de los paradigmas occidentales, de una escritura con mayor calidad de real. Nuestro escritor sigue teniendo en mente la enorme distancia que continúa separándole, como una herida abierta, de su amigo Fredi. Y las dos obras metafísicas que ha escrito hasta el momento, por lo visto, no han servido para superarlo.
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Rayuela: una nueva estrategia textual
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En cambio, ese abismo habrá desaparecido o, mejor dicho, Cortázar  habrá saltado al otro lado de la brecha en septiembre de 1963. El día 24 de ese mes le escribe estas líneas a Fredi (la cursiva es mía):
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Valía la pena escribir Rayuela para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño
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La etapa de búsqueda de nuestro escritor culmina con Rayuela. Con esta obra, por efecto de un salto inaudito, nuestro escritor cree haber alcanzado la misma altura de miras que desde mucho antes detentaba su amigo. Ni «El perseguidor» ni Los premios tuvieron esa misma virtud; pero ¿cuál es el factor diferencial de la nueva obra, frente a las otras dos? Dicho de otro modo: ¿Qué es lo que faculta a Rayuela para superar los paradigmas literarios de su época, hasta adquirir un valor realmente trascendente?
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La respuesta habrá que buscarla en aquellos aspectos que la nueva obra presenta de un modo original. Los principales, según la visión común de la obra, serían la doble posibilidad de lectura, la teoría de los dos lectores, y, también, las características propias de la lectura salteada, a saber, fragmentariedad y discontinuidad. Pero si estos elementos llegan a tener algún valor metafisico es por su dependencia de otro rasgo, uno que solamente ha sido contemplado por la Teoría del Entusiasmo: una estrategia textual basada en la ocultación
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Aunque no se trata de una ocultación sin más, como si de un simple juego se tratase. Esta ocultación pretende convertir al lector en un auténtico perseguidor, e investir al autor como guía o chamán. En otras palabras, se trata de una ocultación con propósito iniciático: el lector debe buscar lo oculto para llegar a revivir cierto estado no ordinario de conciencia, previamente visitado por el autor. Para ilustrar esta cuestión, habida cuenta de los múltiples argumentos ya contemplados en este blog desde su inicio, bastarán ahora unos breves extractos de Rayuela
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[el autor, al lector,] le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá buscar (de ahí la complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copadecimiento) (cap. 79)
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Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá  (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice (cap. 79)
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Pero ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse? (cap. 97)
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¿De dónde provino esta idea, insólita en la producción cortazariana, y ajena a las fuentes, ya fuesen metafísicas o literarias, de las que había bebido el autor hasta el momento? Tal como ya anunciamos anteriormente, Cortázar debió hallarla en el doble manantial de las obras de Gurdjieff y de Corbin, que a su vez describen cierta concepción del arte propia de antiguas religiones del continente asiático. Ambos autores aparecen mentados por primera vez, dentro de todo lo escrito por nuestro escritor, en el texto de su principal obra. Antes de Rayuela, Cortázar no trabajó en ningún momento con la idea de ocultación, ni mencionó tampoco en ningún momento a ninguno de esos dos autores; cabe deducir de ello que nuestro autor sacó de los mismos la idea de escribir un libro oculto e iniciático. Dicho de otro modo: ellos son la causa formal de Rayuela.
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11 de octubre de 2016

Intercesores (1ª recapitulación)

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Entre lo visible de Rayuela (la novela) y su parte oculta (el Rayuela insólito) Cortázar dispuso multitud de pasajes, puentes, puertas y ventanas que permitiesen el tránsito del uno al otro. El autor los denominó «intercesores», y en la Teoría se agrupan bajo el rótulo «Vector de Transfiguración Textual». En ellos se puede observar, siempre en modo metafórico, o bien una contraposición entre lo oculto y lo manifiesto, o bien una negación de lo visible, o bien una vindicación de lo oculto. ¿Cuántas veces lo dijo? ¿Cuántas metáforas distintas utilizó? Vamos a establecer un cómputo exhaustivo de tales intercesores, incluyendo fragmentos pertenecientes a otros textos del autor (avant-textes de Rayuela, correspondencia, otras obras)
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(1-6)
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Hasta hoy hemos visto cinco intercesores distintos, todos ellos pertenecientes al capítulo 79 de Rayuela, a los que debemos sumar un sexto caso, también del mismo capítulo, pero del Manuscrito de Austin. Este capítulo 79 ocupa apenas dos páginas y media; tenemos ahí, por lo tanto, una gran densidad de casos. Todos ellos (siempre con palabras distintas, y siempre de un modo más o menos oscuro, siguiendo una norma propia) repiten cada vez la misma idea, a saber: en Rayuela, detrás de lo aparente, hay algo oculto. Uno de ellos la formula de un modo especialmente diáfano, hablando de «una fachada» tras la cual hay «un misterio» que el lector debe buscar. En este caso en particular, la ambigüedad es mínima (de hecho, quizá sea el intercesor más claro de todos), aunque el término «esotérico» o la oposición «demótico/hierático» también pueden considerarse muy transparentes. También cabe señalar que estos seis intercesores proceden de Morelli (no siempre será así), por lo cual se les debe atribuir carácter programático, es decir, aplicable a la totalidad de Rayuela.
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Todas estas características (alta densidad, repetición múltiple, claridad relativa, carácter programático) permiten situar el capítulo 79 como el principal centro neurálgico del concepto rayuelístico de intercesión. Como si Cortázar hubiera querido establecer una referencia a la cual remitirse para desambiguar cualquier otro intercesor, dondequiera que aparezca. Y de ahí podemos extraer un esquema básico, una matriz: primero tenemos un término relativo a lo literal, a la novela Rayuela, a lo manifiesto; en segundo lugar aparece la idea de intercesión o pasaje; y finalmente se nos ofrece un término que alude a lo metaforizado, al Rayuela insólito, a lo oculto. Veámoslo aplicado a los seis casos del capítulo:

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lo manifiesto


el pasaje


lo oculto


texto desconcertante


insinuar


otros valores más altos


desarrollo convencional


murmurar


rumbos más esotéricos


escritura demótica


vago reverso


escritura hierática

acaecer trivial


 presentir

 carga más grave

fachada


puertas y ventanas

misterio

flaca anécdota


saltar

aguas primordiales

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La terminología elegida por Cortázar es altamente significativa. Salta a la vista que lo manifiesto adquiere siempre un valor negativo con respecto a lo oculto. En tres ocasiones, incluso, lo segundo es directamente «más» que lo primero. En última instancia, esto apunta a la calidad de real de uno y otro elementos: para el texto dual de Rayuela, en obvia correspondencia con la estructura de la realidad según las fuentes metafísicas de las que bebe Cortázar, lo manifiesto constituye una mera apariencia, una ilusión, mientras que lo oculto es la verdadera sustancia, la auténtica Realidad.
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Los verbos «insinuar», «murmurar» y «presentir», así como el adjetivo «vago», nos muestran la sutileza de las indicaciones suministradas por el autor: en efecto, no vamos a encontrar prácticamente en ningún momento declaraciones fuertes (directas, explícitas) sobre la existencia del texto oculto, sino siempre meras alusiones, simples indicios caracterizados por su sutileza. Su aprehensión se convierte así en un requisito que sólo llegará a cumplimentar el lector ideal –activo y cómplice– imaginado por Cortázar.
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A su vez, la alusión a unas «puertas y ventanas» apunta tanto a la existencia real de ese pasaje (en efecto, las indicaciones son numerosas y ubicuas) como a su carácter angosto y estrecho, es decir, difícil. Y el verbo «saltar», por último, define el modo de acceso de un nivel a otro del texto, en correspondencia con la operación mental que se nos exige: una «ruptura de nivel», como diría Mircea Eliade, o, en otras palabras, una salida del nivel ordinario de la conciencia. 
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7 de octubre de 2016

Intercesores (...6...)

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Entre lo visible de Rayuela (la novela) y su parte oculta (el Rayuela insólito) Cortázar dispuso multitud de pasajes, puentes, puertas y ventanas que permitiesen el tránsito del uno al otro. El autor los denominó «intercesores», y en la Teoría se agrupan bajo el rótulo «Vector de Transfiguración Textual». En ellos se puede observar, siempre en modo metafórico, o bien una contraposición entre lo oculto y lo manifiesto, o bien una negación de lo visible, o bien una vindicación de lo oculto. ¿Cuántas veces lo dijo? ¿Cuántas metáforas distintas utilizó? Vamos a establecer un cómputo exhaustivo de tales intercesores, incluyendo fragmentos pertenecientes a otros textos del autor (avant-textes de Rayuela, correspondencia, otras obras)
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(6)
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Manuscrito de Austin, capítulo 79
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Escribir las antinovelas que empiecen por iluminar a quien escribe, y después al lector capaz de saltar de la flaca anécdota a las aguas primordiales donde lo esperan nuevos ojos, nuevas manos y nuevos amores
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4 de octubre de 2016

Intercesores (...5...)

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Entre lo visible de Rayuela (la novela) y su parte oculta (el Rayuela insólito) Cortázar dispuso multitud de pasajes, puentes, puertas y ventanas que permitiesen el tránsito del uno al otro. El autor los denominó «intercesores», y en la Teoría se agrupan bajo el rótulo «Vector de Transfiguración Textual». En ellos se puede observar, siempre en modo metafórico, o bien una contraposición entre lo oculto y lo manifiesto, o bien una negación de lo visible, o bien una vindicación de lo oculto. ¿Cuántas veces lo dijo? ¿Cuántas metáforas distintas utilizó? Vamos a establecer un cómputo exhaustivo de tales intercesores, incluyendo fragmentos pertenecientes a otros textos del autor (avant-textes de Rayuela, correspondencia, otras obras)
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(5)
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Manuscrito de Austin, capítulo 79
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Intentar /la antinovela,/ el «roman comique» en el sentido en que un texto desconcertante para el lector de novelas,/ alcance a insinuar [otros] valores / más altos
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22 de septiembre de 2016

«Rayuela» y Gurdjieff (5)

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La causa formal de Rayuela
1. La crisis
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«Es posible pensar durante mil años; es posible escribir bibliotecas enteras, inventar millones de teorías, y todo esto en el sueño, sin ninguna posibilidad de despertar. Por el contrario, estas teorías y estos libros escritos o inventados por dormidos simplemente tendrán como efecto arrastrar a otros hombres al sueño, y así sucesivamente»
Ouspensky, Fragmentos...
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Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento dialéctico ha tenido tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos comiendo, son deliciosos, hierven de radioactividad. Y al final del banquete, ¿por qué estamos tan tristes, hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?
Cortázar, Rayuela
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Hasta finales de 1950, Julio Florencio Cortázar era un adorador de la diosa Belleza; por algo tenía a Keats y Mallarmé como principales referentes. Sus 36 años de vida habían transcurrido mayormente entre los libros que leía (innumerables) y los que escribía (poesía, teatro, cuento, novela), así como en la intensa fruición de la música, el cine o la pintura. Sus vivencias más hondas y estimulantes procedían casi siempre del ámbito artístico. En carta a Luis Gagliardi, en septiembre de 1939, comenta así las impresiones vividas en un concierto:
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Los helenos hablaban de la “manía”, de la comunicación del dios en el hombre a través del acto creador y de la inspiración que determinaba ese acto. Cada vez que yo, inclinándome sobre el antepecho del teatro, he mirado a un pianista o a un director en el acto mismo de recrear la música, he sentido como si algo de sagrado se transmitiera por ellos a mí. Dios no está sólo en las iglesias; y yo me atrevería a afirmar que Él prefiere por ministros a los grandes creadores de belleza (Cartas 1937-1954, Buenos Aires, Alfaguara, 2012 p. 59)
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Esta devoción suya por lo estético lo llevó a una concepción aristocrática y elitista de la existencia, tal como podemos ver en esta otra carta de 1940, dirigida ahora a Mercedes Arias (la cursiva, en el original):
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el hombre del siglo XX –como masa– sigue siendo exactamente tan imbécil y miserable como bajo los Césares y los Alejandros. [Pretendo] sostener que el cristianismo no ha servido para nada, y que nosotros, la minoría culta, alejada del dinero y la ambición, con fines sublimados (arte, poesía, Dios, qué sé yo) haríamos muy bien en permanecer alejados de toda milicia, de toda participación (íd., p. 91)
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Pero esta visión de las cosas sufrió un duro revés cuando un amigo suyo, Alfredo (Fredi) Guthmann, poeta y aventurero, al que nuestro escritor admiraba y respetaba, envió una carta desde la India.
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Me cuesta encontrar palabras…
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Guthmann acababa de tener una experiencia de iluminación tipo samadhi en el curso de una estadía con su esposa Natacha en el ashram de Ramana Maharshi. No se ha conservado el relato de esa experiencia, enviado en carta a una tal Susana Weil y dirigida al grupo de amigos en que se integraba Cortázar; pero sí tenemos la respuesta que éste último le remitió, y que marca el inicio de una relación muy estrecha entre ambos hombres. En esta misiva, fechada en enero de 1951, nuestro escritor le confiesa a su amigo la profunda impresión que le ha causado su relato:
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Me cuesta encontrar palabras para decirle lo que significó para mí su carta a Susana. Si puede creer algo de mí, es que la leí con toda la pureza y toda la receptividad posible; con todo el deseo de que la carta hiciera por mí lo que usted deseaba que hiciera por todos nosotros. Sólo que, Fredi, estoy muy lejos, y no sé todo lo que sabe usted, y no merezco lo que merece usted. (…) Su experiencia, esa admirable experiencia que su carta cuenta como solamente un poeta puede hacerlo, es la experiencia que alcanza aquel que agotó plenamente los frutos previos (…) ¿Y qué somos nosotros, los que recibimos su carta, los destinatarios de su carta? No puedo hablar ni por Susana ni por los demás; sólo por mí, sólo por este saco de huesos que ama la vida y le sale al encuentro en su pequeña dimensión sudamericana, en su mínima dimensión de literatura y de arte y de amor y de tiempo (ídem, p. 315)
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Las diferencias entre este fragmento y los dos que veíamos más arriba son enormes; de hecho, un abismo las separa. Para empezar, el tono es completamente distinto: si antes veíamos a un Cortázar exultante y pagado de sí mismo, ensoberbecido, ahora nos encontramos ante un individuo discreto y humilde, fuertemente consciente de su pequeñez. De la anterior «minoría culta» se pasa ahora al «no merezco lo que merece usted». Pero no es solo la persona lo que ha caído de un pedestal; también sus circunstancias han sufrido el mismo descenso. Lo que antes era la viva expresión de la divinidad, la Belleza, se ha convertido de repente en una «mínima dimensión de literatura y de arte». ¿Qué ha ocurrido aquí?
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La clave está en la clase de experiencia vivida por Guthmann en la India: una experiencia auténticamente trascendente, por la cual el amigo de Cortázar conoció una dimensión de la realidad –la Realidad con mayúscula– que no sólo se situaba infinitamente por encima del mundo artístico y estético que para el autor de Presencia constituía la cima del espíritu humano, sino que además reducía el valor de ese mundo prácticamente hasta la vacuidad. El Arte y la Belleza idolatrados por Cortázar quedaban relegados al mismo rango de ilusión o irrealidad que podía tener cualquier «milicia» de las que nuestro escritor desdeñaba hasta entonces. La visión del mundo de Cortázar, su escala de valores, entraba así en crisis.
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Por lo que yo sé, los biógrafos de nuestro escritor no han valorado debidamente el alcance de esta debacle, si es que le han prestado alguna atención. La relación de Cortázar con Guthmann, la verdadera amistad que empieza a partir de enero del 51, nutriéndose primero de cartas y después de largas conversaciones en las noches de París, constituye una especie de punto muerto en la visión de los entendidos. Por contra, yo voy a insistirr en ello, repitiendo lo que ya traté en otra ocasión y ampliándolo, pues considero este asunto como un momento determinante en la trayectoria del escritor; para mí, aunque nos hallemos a siete años vista del comienzo de Rayuela, esta crisis inicia el camino que conduce hasta tal obra. Por consiguiente, se constituye también como el fermento del terreno en el que van a cobrar sentido las enseñanzas sobre arte de Gurdjieff. 
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En conversación con Ernesto González Bermejo, muchos años después, Cortázar parece confirmar el proceso que venimos describiendo, incluyendo una fúnebre validación de la hondura de su crisis:
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¿Cómo fue ese choque con Europa, con París?
Esos tres años en París, entre 1951 y 1953, son años catalizadores, años en que se da una especie de coagulación de mi experiencia precedente en Argentina. (…)
Es Rayuela; un gran exorcismo
El súper exorcismo; si yo no hubiera escrito Rayuela, probablemente me habría tirado al Sena
(E. González Bermejo, Conversaciones con Cortázar, Barcelona, Edhasa, 1978, p. 12)
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Su realidad sobrepasa infinitamente la mía…
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Las revelaciones de Guthmann no fueron flor de un día; su onda expansiva se prolongó largo tiempo en el espíritu de Cortázar. En julio del mismo 1951, todavía desde Buenos Aires, le escribe a su amigo una carta que se mantiene en los mismos términos que la anterior; «comprendo de sobra –dice al principio– que su realidad de hoy sobrepasa infinitamente la mía». Nuestro escritor sigue instalado, pues, en el mismo sitio: muy por debajo. Y sus circunstancias, también; unas líneas más adelante vemos cómo palidece el antiguo ídolo, Keats, ante el fulgor del «plano trascendente» en que ahora habita Fredi:
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Seguro estoy, después de seis meses de trabajar noche a noche sobre los textos keatsianos, sobre mis recuerdos, sobre mis “iluminaciones”, que no tengo de la realidad más que una idea provisoria y lamentable como la tenía el mismo Keats (…) No importa, Fredi; mucho es ya saber que esa realidad está ahí, del otro lado. Quizá un día se rompan las compuertas, como se han roto en usted, que está andando por el camino largo (Cartas 1937-1954, ed. cit., p. 321)
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Poco después de esto, Cortázar viaja a París para establecerse ahí definitivamente. En la capital francesa va a coincidir con Guthmann, y durante unos meses seguirá recibiendo su poderoso influjo, ahora presencialmente. No sabemos el contenido concreto de las conversaciones que sostuvieron, pero nuevamente tenemos testimonio del efecto que produjeron en Cortázar. El 3 de marzo de 1952, exactamente un año y dos meses después de la primera carta, nuestro escritor muestra hasta qué punto sigue perturbándole lo que su amigo le transmite:
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Creo que estarás contento por mí si te digo que acabo de pasar una mala noche. Una de esas noches de revisión, de bilan, de preguntarse cosas, de ver qué pequeñas y mezquinas son las respuestas. No he ido más allá de eso, pero me da la medida de lo que fue nuestra conversación de anoche. No había palabras para decírtelo, pero a cada cosa que tú decías o me leías, yo notaba fríamente en mí la resistencia casi demoníaca de un orden ya cerrado, construido, que teme perder su comodidad y su rutina, y se subleva ante la palabra nueva, ante la Noticia. Ahora sé por qué esa hora y media de charla me ha fatigado tan terriblemente. La noche que acabo de pasar (con los sueños más increíbles) me da la justa medida del combate que lo Viejo y lo Nuevo han librado en mí. Hoy me siento como podría sentirse un campo de batalla: sucio, pisoteado, lleno de muertos y lamentaciones. Pero también sé que uno de mis dos ejércitos ha vencido. Sólo que no sé cuál. Realmente no lo sé, Fredi (ídem, pp. 355-356)
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A la vista del largo recorrido creativo que Cortázar desplegará a partir de este momento, resulta posible para nosotros solventar esas dudas que expresa en la carta. Por un lado, si bien Fredi, por efecto de su experiencia, abandonó definitivamente la escritura, Cortázar, por su parte, continuó entregándose plenamente y sin fisuras a su vocación. Quizá sea precisamente eso a lo que alude en su carta: lo viejo sería aquí, invirtiendo el orden propio de una mirada objetiva, tanto su vocación escritural como las formas modernas de arte, mientras que lo nuevo sería ese sistema de creencias con miles de años de antigüedad que él había conocido ahora con cierta profundidad por mediación de su amigo. Cortázar siguió escribiendo literatura, en efecto; pero ¿significa esto que finalmente venció «lo Viejo»?
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No necesariamente. Viendo cómo se transformó la escritura de Cortázar, los rumbos nuevos que siguió, más bien cabe deducir que «lo Nuevo» se convirtió para él en un nuevo horizonte al que dirigirse y que le impelía a transformar «lo Viejo» de un modo decisivo. Los primeros síntomas de esta nueva orientación se dieron muy pronto, en el mismo 1951, con la adquisición de lecturas con carácter metafísico. Ya en la misma carta de julio del 51 –aquella donde Cortázar hablaba de sus pálidas ‘iluminaciones’– podemos ver cómo es el mismo influjo de Guthmann lo que estimula inicialmente esas lecturas:
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Le agradezco sus deseos de que me informe de la literatura del budismo a través de Suzuki, y también de la obra de Chuang Tzu. (...) Sólo por pereza, por esa fidelidad ciega a lo occidental, me he abstenido de leer las obras de los místicos y los pensadores orientales; sé de sobra que hago mal.
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A la figura de Suzuki (que luego encontraremos mentada en Rayuela) se van a añadir otras del mismo estilo: Mircea Eliade, Roger Godel, Carl Gustav Jung… Unas lecturas que van a participar en ese cambio de rumbo que veremos primero plasmado en «El perseguidor», después en Los premios, y finalmente en la mayor obra de nuestro escritor.
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Pequeño manual del futuro neófito
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¿Cabría sumar aquí también las lecturas de Gurdjieff y de su discípulo Ouspensky? No hay ninguna constancia de ello. Suzuki, Eliade y Jung aparecen mencionados en la correspondencia del escritor, siempre en los años posteriores al 51; a su vez, el libro de Godel, adquirido por Cortázar en 1952, está conservado en la Biblioteca; otro autor de suma importancia para nosotros, Henry Corbin, también se halla representado en la Biblioteca, aunque con una obra adquirida bastante más tarde, en 1961. Por el contrario, ya sabemos que tanto Gurdjieff como Ouspensky no aparecen ni en la correspondencia, ni en la Biblioteca, ni en las obras publicadas. Su figura no aparece hasta 1963, con la mención del capítulo 65 de Rayuela.
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Así pues, Gurdjieff aparecerá mucho más tarde. No obstante, sin saberlo ni quererlo, anticipándose a esa lectura, Cortázar satisfacía con su crisis un importante requisito para acceder a las enseñanzas del maestro armenio. Fijémonos en lo que dice el Maestro de Danzas, en el capítulo 12 de los Fragmentos de Ouspensky, cuando le preguntan «¿Cómo se puede reconocer a las personas capaces de venir al trabajo?»:
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Para acercarse a esta enseñanza de forma seria es necesario haber estado anteriormente desilusionado, es necesario haber perdido toda confianza, ante todo en uno mismo, es decir, en las propias posibilidades, y, por otra parte, en todos los caminos conocidos. Un hombre no puede sentir lo más valioso de nuestras ideas si no ha sido desilusionado por todo lo que hacía y todo lo que buscaba. Si era un hombre de ciencia, es necesario que la ciencia lo haya desilusionado. Si era devoto, es necesario que la religión lo haya desilusionado. (...) Y así sucesivamente. Pero comprendan bien; digo, por ejemplo, que un devoto debe haber sido desilusionado por la religión. Esto no quiere decir que haya perdido la fe. Al contrario. Esto significa que ha debido ser “desilusionado” solamente por la enseñanza religiosa ordinaria y sus métodos. Entonces él comprende que la religión, tal como nos es dada ordinariamente, no basta para alimentar su fe y no lo puede llevar a ninguna parte (Fragmentos de una enseñanza desconocida, Madrid/Caracas, Gaia/Ganesha, 2012, p. 354)
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¿Acaso no encaja esto con la etapa cortazariana de crisis que hemos descrito más arriba y sus consecuencias? Una paráfrasis del parlamento de Gurdjieff nos ayudará a verlo de ese modo: antes de 1951 Cortázar era un literato, un convencido escritor, y la literatura le desilusionó; pero no perdió su fe, al contrario, sino que comprendió que la literatura, tal como se entendía en aquellos tiempos, no bastaba para saciar la sed de su espíritu. Podemos decir entonces que la crisis motivada por el influjo de Fredi Guthmann convirtió a Cortázar en una persona capaz de «ir al trabajo» que propugnaba el fundador del Cuarto Camino.
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21 de septiembre de 2016

Borrados (4)

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Para la Teoría del Entusiasmo, Cortázar escribió Rayuela en una doble contabilidad textual: como texto A, en la fachada, para los «lectores pasivos», tenemos una novela; como texto B, en lo profundo, para los «lectores activos y cómplices», se esconde el libro oculto. La existencia de éste último –el «Disculibro» para Cortázar, el «Rayuela insólito» para nosotros– está anunciada por toda la obra en forma de alusiones e indicios, siempre más o menos ambiguos, siempre más o menos oscuros. Algunas pistas del mismo estilo figuran en los avant-textes de la obra (Manuscrito de Austin, Cuaderno de Bitácora, Capítulos Desestimados), pero luego no se incluyeron en el libro. Al leerlos, fácilmente puede deducirse que su ambigüedad era demasiado tenue para el umbral de dificultad que Cortázar se había autoimpuesto. Aquí los denominamos «borrados».
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Las aguas primordiales
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En el capítulo 79 de Rayuela (que Cortázar subtitula como «Nota pedantísima de Morelli»), cierto período termina así:
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Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento dialéctico ha tenido tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos comiendo, son deliciosos, hierven de radioactividad. Y al final del banquete, ¿por qué estamos tan tristes, hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?
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En el Manuscrito, en cambio, el mismo período prosigue todavía unas líneas más, con el siguiente párrafo:
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/Con esa tristeza entrar en la antinovela, negarse a las materias ordenadas, avanzar o retroceder pero en otros planos que los [criterios entre piso y piso] de la literatura. //imitar al poeta //. El poeta sabe todo esto, el místico sabe todo esto, pero siempre hay otra cosa. Escribir las antinovelas que empiecen por iluminar a quien escribe, y después al lector capaz de saltar de la flaca anécdota a las aguas primordiales donde lo esperan nuevos ojos, nuevas manos y nuevos amores./
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La exégesis, a estas alturas, resulta para nosotros bien fácil: ese «lector capaz de saltar» es, por supuesto, el lector activo y cómplice; con la «flaca anécdota», a su vez, Cortázar se refiere a la trama novelesca de su libro, es decir, al periplo de Horacio Oliveira por París y Buenos Aires; y finalmente, con las «aguas primordiales» el autor sólo puede referirse a ese trasfondo oculto del cual las aventuras de Horacio son metáfora, es decir, el Rayuela insólito. En suma; nuevamente, una declaración demasiado transparente sobre la verdadera estructura de la obra. Su destino, en consecuencia: el borrado.
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¿Y qué relación puede tener este asunto con esa «tristeza» de la que habla el capítulo? Aquí, Cortázar está denunciando el corto alcance espiritual de la novelística y el arte modernos, incapaces en el fondo de alegrar el espíritu del hombre. Frente a ello, su nueva obra –con su dualidad textual exotérica/esotérica, concebida para cambiar el estado de conciencia del lector– se propone como una nueva forma literaria con carácter trascendente, capaz de procurarnos «nuevos ojos, nuevas manos y nuevos amores».
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