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La causa formal
de Rayuela
1. La crisis
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«Es posible pensar durante mil años; es posible escribir
bibliotecas enteras, inventar millones de teorías, y todo esto en el sueño, sin
ninguna posibilidad de despertar. Por el contrario, estas teorías y estos
libros escritos o inventados por dormidos simplemente tendrán como efecto
arrastrar a otros hombres al sueño, y así sucesivamente»
Ouspensky, Fragmentos...
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Desde los eleatas hasta la fecha el pensamiento
dialéctico ha tenido tiempo de sobra para darnos sus frutos. Los estamos
comiendo, son deliciosos, hierven de radioactividad. Y al final del banquete,
¿por qué estamos tan tristes, hermanos de mil novecientos cincuenta y pico?
Cortázar, Rayuela
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Hasta finales de 1950, Julio
Florencio Cortázar era un adorador de la diosa Belleza; por algo tenía a Keats
y Mallarmé como principales referentes. Sus 36 años de vida habían transcurrido
mayormente entre los libros que leía (innumerables) y los que escribía (poesía,
teatro, cuento, novela), así como en la intensa fruición de la música, el cine o la
pintura. Sus vivencias más hondas y estimulantes procedían casi
siempre del ámbito artístico. En carta a Luis Gagliardi, en septiembre de 1939,
comenta así las impresiones vividas en un concierto:
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Los helenos hablaban de la “manía”, de la comunicación del dios en el
hombre a través del acto creador y de la inspiración que determinaba ese acto.
Cada vez que yo, inclinándome sobre el antepecho del teatro, he mirado a un
pianista o a un director en el acto mismo de recrear la música, he sentido como
si algo de sagrado se transmitiera por ellos a mí. Dios no está sólo en las iglesias;
y yo me atrevería a afirmar que Él prefiere por ministros a los grandes
creadores de belleza (Cartas 1937-1954, Buenos Aires, Alfaguara, 2012 p. 59)
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Esta devoción suya por lo
estético lo llevó a una concepción aristocrática y elitista de la
existencia, tal como podemos ver en esta otra carta de 1940, dirigida ahora a
Mercedes Arias (la cursiva, en el original):
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el hombre del siglo XX –como masa– sigue siendo exactamente tan
imbécil y miserable como bajo los Césares y los Alejandros. [Pretendo] sostener
que el cristianismo no ha servido para nada, y que nosotros, la minoría culta, alejada del dinero y la ambición, con
fines sublimados (arte, poesía, Dios, qué sé yo) haríamos muy bien en
permanecer alejados de toda milicia, de toda participación (íd., p. 91)
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Pero esta visión de las cosas sufrió
un duro revés cuando un amigo suyo, Alfredo (Fredi) Guthmann, poeta y aventurero, al que nuestro escritor admiraba y respetaba, envió
una carta desde la India.
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Me cuesta encontrar palabras…
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Guthmann acababa de tener
una experiencia de iluminación –tipo samadhi– en el curso de una estadía con su esposa Natacha en el ashram de Ramana Maharshi. No se ha conservado el relato de esa
experiencia, enviado en carta a una tal Susana
Weil y dirigida al grupo de amigos en que se integraba Cortázar; pero sí tenemos la respuesta que éste último le remitió, y que marca el inicio de una
relación muy estrecha entre ambos hombres. En esta misiva, fechada en enero
de 1951, nuestro escritor le confiesa a su amigo la profunda impresión que le
ha causado su relato:
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Me cuesta encontrar palabras para decirle lo
que significó para mí su carta a Susana. Si puede creer algo de mí, es que la
leí con toda la pureza y toda la receptividad posible; con todo el deseo de que
la carta hiciera por mí lo que usted deseaba que hiciera por todos nosotros.
Sólo que, Fredi, estoy muy lejos, y no sé todo lo que sabe usted, y no merezco
lo que merece usted. (…) Su experiencia, esa admirable experiencia que su carta
cuenta como solamente un poeta puede hacerlo, es la experiencia que alcanza
aquel que agotó plenamente los frutos previos (…) ¿Y qué somos nosotros, los
que recibimos su carta, los destinatarios de su carta? No puedo hablar ni por
Susana ni por los demás; sólo por mí, sólo por este saco de huesos que ama la
vida y le sale al encuentro en su pequeña dimensión sudamericana, en su mínima
dimensión de literatura y de arte y de amor y de tiempo (ídem, p. 315)
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Las diferencias entre este fragmento y los dos que veíamos más arriba son enormes; de hecho, un abismo las separa. Para
empezar, el tono es completamente distinto: si antes veíamos a un Cortázar
exultante y pagado de sí mismo, ensoberbecido, ahora nos encontramos ante un
individuo discreto y humilde, fuertemente consciente de su pequeñez. De la anterior «minoría culta» se pasa ahora al «no merezco lo que merece usted». Pero no es
solo la persona lo que ha caído de un pedestal; también sus circunstancias
han sufrido el mismo descenso. Lo que antes era la viva expresión de la
divinidad, la Belleza, se ha convertido de repente en una «mínima dimensión de
literatura y de arte». ¿Qué ha ocurrido aquí?
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La clave está en la clase de
experiencia vivida por Guthmann en la India: una experiencia auténticamente
trascendente, por la cual el amigo de Cortázar conoció una dimensión de la realidad –la Realidad con mayúscula– que no sólo se situaba infinitamente por
encima del mundo artístico y estético que para el autor de Presencia constituía la cima del
espíritu humano, sino que además reducía el valor de ese mundo prácticamente
hasta la vacuidad. El Arte y la Belleza idolatrados por Cortázar quedaban relegados al mismo rango de ilusión o irrealidad que podía tener cualquier «milicia» de las que nuestro escritor desdeñaba hasta entonces. La visión del mundo de Cortázar, su escala de valores,
entraba así en crisis.
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Por lo que yo sé, los biógrafos
de nuestro escritor no han valorado debidamente el alcance de esta debacle, si es que le han prestado alguna atención. La
relación de Cortázar con Guthmann, la verdadera amistad que empieza a partir de
enero del 51, nutriéndose primero de cartas y después de largas conversaciones
en las noches de París, constituye una especie de punto muerto en la visión de
los entendidos. Por contra, yo voy a insistirr en ello, repitiendo lo que
ya traté en otra ocasión y ampliándolo, pues considero este asunto como un
momento determinante en la trayectoria del escritor; para mí, aunque nos
hallemos a siete años vista del comienzo de Rayuela,
esta crisis inicia el camino que conduce hasta tal obra. Por consiguiente, se constituye también como el fermento del terreno en el que van a cobrar sentido las
enseñanzas sobre arte de Gurdjieff.
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En conversación con Ernesto
González Bermejo, muchos años después, Cortázar parece confirmar el proceso que
venimos describiendo, incluyendo una fúnebre validación de la hondura de su
crisis:
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–¿Cómo fue ese
choque con Europa, con París?
–Esos tres años
en París, entre 1951 y 1953, son años catalizadores, años en que se da una
especie de coagulación de mi experiencia precedente en Argentina. (…)
–Es Rayuela; un gran exorcismo
–El súper exorcismo;
si yo no hubiera escrito Rayuela, probablemente
me habría tirado al Sena
(E. González Bermejo, Conversaciones
con Cortázar, Barcelona, Edhasa, 1978, p. 12)
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Su realidad sobrepasa infinitamente la mía…
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Las revelaciones de Guthmann no fueron flor de un día; su onda expansiva se prolongó largo tiempo en el espíritu
de Cortázar. En julio del mismo 1951, todavía desde Buenos Aires, le
escribe a su amigo una carta que se
mantiene en los mismos términos que la anterior; «comprendo de sobra –dice al principio– que su realidad de hoy sobrepasa
infinitamente la mía». Nuestro escritor sigue instalado, pues, en el mismo sitio: muy por debajo. Y sus circunstancias, también; unas líneas más adelante vemos cómo palidece el antiguo
ídolo, Keats, ante el fulgor del «plano trascendente» en que ahora habita
Fredi:
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Seguro
estoy, después de seis meses de trabajar noche a noche sobre los textos
keatsianos, sobre mis recuerdos, sobre mis “iluminaciones”, que no tengo de la
realidad más que una idea provisoria y lamentable –como la tenía el mismo Keats (…) No importa, Fredi; mucho
es ya saber que esa realidad está ahí, del otro lado. Quizá un día se rompan
las compuertas, como se han roto en usted, que está andando por el camino largo
(Cartas 1937-1954, ed. cit., p.
321)
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Poco después de esto, Cortázar
viaja a París para establecerse ahí definitivamente. En la capital francesa va
a coincidir con Guthmann, y durante unos meses seguirá recibiendo su poderoso influjo,
ahora presencialmente. No sabemos el contenido concreto de las conversaciones que sostuvieron,
pero nuevamente tenemos testimonio del efecto que produjeron en Cortázar. El 3
de marzo de 1952, exactamente un año y dos meses después de la primera carta,
nuestro escritor muestra hasta qué punto sigue perturbándole lo que su
amigo le transmite:
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Creo que estarás contento por mí si te digo que acabo de pasar una mala
noche. Una de esas noches de revisión, de bilan,
de preguntarse cosas, de ver qué pequeñas y mezquinas son las respuestas. No he
ido más allá de eso, pero me da la medida de lo que fue nuestra conversación de
anoche. No había palabras para decírtelo, pero a cada cosa que tú decías o me
leías, yo notaba fríamente en mí la resistencia casi demoníaca de un orden ya
cerrado, construido, que teme perder su comodidad y su rutina, y se subleva
ante la palabra nueva, ante la Noticia. Ahora sé por qué esa hora y media de
charla me ha fatigado tan terriblemente. La noche que acabo de pasar (con los
sueños más increíbles) me da la justa medida del combate que lo Viejo y lo
Nuevo han librado en mí. Hoy me siento como podría sentirse un campo de
batalla: sucio, pisoteado, lleno de muertos y lamentaciones. Pero también sé
que uno de mis dos ejércitos ha vencido. Sólo que no sé cuál. Realmente no lo
sé, Fredi (ídem, pp. 355-356)
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A la vista del largo recorrido
creativo que Cortázar desplegará a partir de este momento, resulta posible
para nosotros solventar esas dudas que expresa en la carta. Por un lado, si
bien Fredi, por efecto de su experiencia, abandonó definitivamente la
escritura, Cortázar, por su parte, continuó entregándose plenamente y sin
fisuras a su vocación. Quizá sea precisamente eso a lo que alude en su carta: lo viejo sería aquí, invirtiendo el
orden propio de una mirada objetiva, tanto su vocación escritural como las formas
modernas de arte, mientras que lo nuevo
sería ese sistema de creencias con miles de años de antigüedad que él había
conocido ahora con cierta profundidad por mediación de su amigo. Cortázar
siguió escribiendo literatura, en
efecto; pero ¿significa esto que finalmente venció «lo Viejo»?
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No necesariamente. Viendo cómo se
transformó la escritura de Cortázar, los rumbos
nuevos que siguió, más bien cabe deducir que «lo Nuevo» se convirtió para él en un
nuevo horizonte al que dirigirse y que le impelía a transformar «lo Viejo» de
un modo decisivo. Los primeros síntomas de esta nueva orientación se dieron muy
pronto, en el mismo 1951, con la adquisición de lecturas con carácter
metafísico. Ya en la misma carta de julio del 51 –aquella donde Cortázar
hablaba de sus pálidas ‘iluminaciones’– podemos ver cómo es el mismo influjo de
Guthmann lo que estimula inicialmente esas lecturas:
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Le agradezco sus deseos de que me informe de la literatura del budismo a
través de Suzuki, y también de la obra de Chuang Tzu. (...) Sólo por pereza,
por esa fidelidad ciega a lo occidental, me he abstenido de leer las obras de
los místicos y los pensadores orientales; sé de sobra que hago mal.
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A la figura de Suzuki (que luego encontraremos mentada en Rayuela) se van a añadir otras del mismo estilo: Mircea Eliade, Roger Godel, Carl
Gustav Jung… Unas lecturas que van a participar en ese cambio de rumbo que veremos
primero plasmado en «El perseguidor», después en Los
premios, y finalmente en la mayor obra de nuestro escritor.
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Pequeño manual del futuro neófito
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¿Cabría sumar aquí también las lecturas de Gurdjieff y de su discípulo
Ouspensky? No hay ninguna constancia de ello. Suzuki, Eliade y Jung aparecen
mencionados en la correspondencia del escritor, siempre en los años posteriores
al 51; a su vez, el libro de Godel, adquirido por Cortázar en 1952, está conservado en la
Biblioteca; otro autor de suma importancia para nosotros, Henry Corbin, también
se halla representado en la Biblioteca, aunque con una obra adquirida bastante más tarde, en 1961. Por el contrario, ya sabemos que tanto Gurdjieff como Ouspensky no aparecen ni en
la correspondencia, ni en la Biblioteca, ni en las obras publicadas. Su figura no aparece hasta 1963,
con la mención del capítulo 65 de Rayuela.
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Así pues, Gurdjieff aparecerá mucho más tarde. No obstante, sin saberlo ni quererlo, anticipándose a esa lectura, Cortázar satisfacía con su crisis un importante requisito para acceder a las enseñanzas del maestro armenio. Fijémonos en lo que dice el Maestro de Danzas, en el capítulo 12 de los Fragmentos de Ouspensky, cuando le
preguntan «¿Cómo se puede reconocer a las personas capaces de venir al
trabajo?»:
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Para acercarse a esta enseñanza de forma seria es necesario haber estado
anteriormente desilusionado, es necesario haber perdido toda confianza, ante todo
en uno mismo, es decir, en las propias posibilidades, y, por otra parte, en
todos los caminos conocidos. Un hombre no puede sentir lo más valioso de
nuestras ideas si no ha sido desilusionado por todo lo que hacía y todo lo que
buscaba. Si era un hombre de ciencia, es necesario que la ciencia lo haya
desilusionado. Si era devoto, es necesario que la religión lo haya
desilusionado. (...) Y así
sucesivamente. Pero comprendan bien; digo, por ejemplo, que un devoto debe
haber sido desilusionado por la religión. Esto no quiere decir que haya perdido
la fe. Al contrario. Esto significa que ha debido ser “desilusionado” solamente
por la enseñanza religiosa ordinaria y sus métodos. Entonces él comprende que
la religión, tal como nos es dada ordinariamente, no basta para alimentar su fe
y no lo puede llevar a ninguna parte (Fragmentos
de una enseñanza desconocida, Madrid/Caracas, Gaia/Ganesha, 2012, p. 354)
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¿Acaso no encaja esto con la etapa cortazariana de crisis que hemos descrito más arriba y sus consecuencias? Una paráfrasis del parlamento de
Gurdjieff nos ayudará a verlo de ese modo: antes de 1951 Cortázar era un
literato, un convencido escritor, y la literatura le desilusionó; pero no
perdió su fe, al contrario, sino que comprendió que la literatura, tal como se
entendía en aquellos tiempos, no bastaba para saciar la sed de su espíritu. Podemos decir entonces
que la crisis motivada por el influjo de Fredi Guthmann convirtió a Cortázar en una persona capaz de «ir al trabajo» que propugnaba el fundador
del Cuarto Camino.
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