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La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga
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En una carta del 21 de febrero de 1961, desde París, Julio Cortázar le decía a su amigo Paul Blackburn:
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Tu poema es muy difícil para mí, pero lo siento MÁGICO, tremendamente mágico. No me gusta que pongas el punto separado de las palabras, no entiendo por qué haces eso. ¿Quieres que el lector haga una larga pausa, o qué? Please explain. I’m so dumb. Explain “Maera. Deino” too. ¡Me gustaría tanto traducir ese poema! Dame todas las explicaciones posibles. The gods will take care of the rest. (Cartas 1937-1963, Madrid, Alfaguara, 2002, p. 433)
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Este fragmento se entiende fácilmente: el escritor se siente cautivado por los versos de su amigo, pero no tanto por su sentido –que no alcanza a comprender enteramente– sino porque es sensible a un influjo que siente desprenderse del poema. La mayúscula de ‘mágico’ es suya: y luego repite otra vez el término, enfatizándolo de nuevo: “tremendamente mágico”. Y la cursiva es igualmente suya cuando dice: “Dame todas las explicaciones posibles”. Cortázar quiere penetrar mayormente en el sentido del poema, y pide algunas claves al otro. Pero ¿por qué subraya esta palabra, posibles? Lo hace, a mi parecer, desde su propia condición de escritor y poeta, para conferirle al término un sentido específico: no se trata de que Blackburn le explique el poema, dándole las claves de su significación última, como se le explica a un niño una cuestión difícil; sino de que este último añada cierta información –la justa– sobre algunos elementos cuyo sentido resulta absolutamente desconocido para Cortázar. Él mismo los señala: “Maera. Deino”. No pretende, pues, que el otro le dé las claves de la magia del poema, al contrario; esas explicaciones posibles que demanda deben preservarla, esa magia, intacta. Como buen poeta que es, Cortázar sabe que la magia no debe explicarse; sino que constituye precisamente ese resto que queda, tal como añade en seguida, en manos de los dioses.
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Al redactar estas líneas, Cortázar estaba escribiendo, a su vez, un libro mágico: “No te escribía antes”, le dice a Blackburn al principio de la carta (pág. 431), “porque me había puesto a trabajar en mi nueva novela (¡que ya tiene 400 páginas !) y los días se me fueron pasando”. Se trata, por supuesto, de Rayuela. Y lo que el escritor le decía a su amigo es algo que nosotros podemos trasladar al ámbito de la recepción de esta otra obra: el lector de Rayuela debe conocer todas las explicaciones posibles, sin que ello perjudique esa magia que se desprende del libro y cuya manifestación debe quedar necesariamente en manos de los dioses. Siguiendo tal premisa, el escritor introdujo en la propia obra (en su mayor parte, a través de Morelli) las explicaciones que él consideraba posibles: y, según sus cálculos, al lector activo y cómplice le hubiera correspondido invocar a los dioses, con su lectura, para llegar al sentido último del texto. Sin embargo, el autor estableció el umbral de acceso para alguien demasiado parecido a él mismo. Calculó mal; las explicaciones de Morelli no bastaron para señalar debidamente a los lectores la dirección correcta hacia la misteriosa magia del texto, y la recepción de Rayuela, a pesar de la inmediata aceptación, del éxito de lectores y crítica, se basó exclusivamente en unos presupuestos reducidos de su alcance y de su sentido. La obra generó magia, efectivamente: pero esa magia no es más que una sombra de la otra magia que todavía se oculta en ese texto.
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Los escritos que he firmado como Jorge Fraga (el Expediente Amarillo, por un lado, y los Elementos para una Teoría del Entusiasmo, por el otro) quieren restablecer lo que serían los auténticos presupuestos de la recepción de Rayuela, tal como los concibiera originalmente su autor. Todo lo dicho en esos escritos viene a ser únicamente una paráfrasis y una glosa de lo que Rayuela dice de un modo más conciso y, a menudo, más oscuro; pero lo que Rayuela no dice, tampoco lo dice Jorge Fraga. He puesto todo el cuidado en no desvelar nada que pueda afectar la magia primigenia de ese libro: sus elementos ocultos permanecen intactos, esperando al lector que logre descubrirlos (con la ayuda de los dioses).
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En este sentido, siento que mi labor ha llegado a su fin. Podría escribir algunos artículos más (he llegado a intentar varias veces una desmitificación de la idea de que Rayuela pueda leerse en el orden que a uno le dé la gana). Pero las fuerzas me han abandonado; los dioses consideran que lo hecho hasta ahora es suficiente, y que seguir sería (¡oh, pecado!) una nueva forma de autocomplacencia.
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Así pues, este escrito es una despedida, y como tal incluye los debidos agradecimientos: En general, a todos los seguidores de este blog, cuya presencia, activa o no, ha sido para mí el estímulo para perseverar.
Particularmente,
A Javier Alejandro Camargo, que fue el primero de todos (al primero siempre se le recuerda especialmente)
A Mario César Ingénito, Ingeneratus, que ha amplificado mi voz trasladando mis trabajos a esos muchos foros en los que participa, y cuyas generosos, informados y apasionados comentarios (y tan escasamente respondidos por mi parte, cargo con ello) tanto han aportado al blog en su conjunto.
A Matheus Dulci, Garra de Águila, que ha hecho resonar mis escritos desde su hermoso PORTAL PINEAL.
A Araceli Otamendi, siempre receptiva a la publicación de mis artículos en sus Archivos del Sur.
A Diego Zeziola, Juan Bautista Morán y al querido amigo “Omar”, cuyas contribuciones han sido para mí muy valiosas.
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Jorge Fraga se retira, pues, a la quinta de su amada Ofelia. Con la tarea cumplida, y con la esperanza de que algún día aparezca otro lector del Rayuela insólito y podamos hablar sobre todas las cosas no dichas, sobre las explicaciones no posibles que atañen a los misterios todavía preservados de Rayuela.
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En su estudio sobre el Cuaderno de Bitácora, Ana María Barrenechea decía que resulta necesario elaborar toda una teoría cortazariana del lector a propósito de Rayuela. Tenía razón; pero ella misma, con su mirada estrictamente filológica, no cumplía con las condiciones necesarias para formularla. La Teoría del Entusiasmo viene a llenar ese vacío, y su comparación con el ta’wîl sea quizá la mejor ilustración posible para lograr aprehender el asunto desde un punto de vista argumentativo y dialéctico. Con esta quinta entrega daré por satisfecha la comparativa entre la hermenéutica espiritual islámica, de la que tan sabiamente nos habla Henry Corbin en sus libros, y la hermenéutica poética a la que nos invita Julio Cortázar en su Rayuela.
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Hoy dejaremos atrás La imaginación creadora... –a pesar de que no hemos visto aquí todas las perlas que esa obra alberga sobre el ta’wîl–, para fijarnos en ciertos extractos pertenecientes al ensayo titulado «La iniciación ismailí o el esoterismo y el Verbo», cuyas cien páginas conforman el segundo capítulo de El hombre y su ángel. Iniciación y caballería espiritual (aquí se maneja la traducción de María Tabuyo y Agustín López para la editorial Destino, Barcelona, 1995). De ahí proceden estas explicaciones de Corbin:
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este conocimiento no se improvisa; el ta’wîl, la hermenéutica de los símbolos, al igual que el tanzîl, la revelación literal, no se inventan ni se reconstruyen a golpe de asociaciones de ideas, de razonamientos eruditos o de silogismos. Es preciso el hombre inspirado, el que te pone en la vía única por la que reencontrarás la Palabra perdida. Éste es todo el sentido de la iniciación, que implica como postulado que el tiempo de los profetas no está todavía acabado (p. 102)
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«El tiempo de los profetas no ha terminado todavía»; este es uno de los lemas del ismailismo y del chiísmo duodecimano, que provoca la incomprensión y el escándalo para los sunnitas ortodoxos. Ello significa que la comunicación entre lo divino y lo humano no es algo definitivamente sellado, por más que no vaya a aparecer ya un profeta más alto que Mahoma; los Imames, investidos del carisma de una hermenéutica espiritual, son los iniciadores de un nuevo ciclo profético (la walâyat), posterior al Profeta y basado en el ta’wîl. Sin ellos, sin la hermandad de los «Amigos de Dios», la Palabra dada por Él a los hombres estaría «perdida», es decir, vacía espiritualmente, al quedar reducida únicamente a su dimensión literal.
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Algo parecido podemos postular para Rayuela, sustituyendo al Islam espiritual por los lectores entusiastas, y al Islam legalista, a su vez, por aquellos lectores y críticos que reducen el sentido del libro al restringirlo a su dimensión literal. Se trata de la misma contraposición que enfrentaba a mi epónimo Jorge Fraga, de un lado, y a los «jovellanistas», del otro, en el relato titulado «Los pasos en las huellas», escrito precisamente por Cortázar como una alegoría sobre la recepción de Rayuela (véanse las tres entregas de mi estudio sobre «El cuento más aburrido de Julio Cortázar»). Como sabemos, el protagonista del cuento, hermeneuta de la poesía de Claudio Romero, sólo accede al sentido final de esa poesía tras experimentar por sí mismo ciertos fenómenos ya previstos por el poeta; unos misteriosos fenómenos que –parafraseando a Corbin– no pueden improvisarse de ningún modo, y que nada tienen que ver con asociaciones de ideas, ni razonamientos eruditos, ni silogismos. Jorge Fraga es el analogon del verdadero lector activo y cómplice de Rayuela, del verdadero lector entusiasta; esos fenómenos que le afectan en el cuento no son sino la experiencia que Cortázar buscaba generar en el lector de su mayor obra.
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La lectura entusiasta de Rayuela queda de este modo dibujada –y no solamente por «Los pasos en las huellas», sino sobre todo por el propio texto de Rayuela: no hay más que recordar el capítulo 84–como algo que precisa de carisma, ya sea poético o espiritual. El admirado Henry Corbin repite esta misma idea en otro momento de su ensayo:
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el ta’wîl es promovido aquí al rango de conocimiento inspirado. En efecto; si el ta’wîl no es una interpretación alegórica y arbitraria es porque postula, al igual que el tânzil [recordemos: la revelación literal], una inspiración divina. Sólo para aquellos que rechazan el ta’wîl, la hermenéutica espiritual de los símbolos, la vía anagógica del sentido esotérico, está perdida la Palabra. (p. 164)
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Aplicado a Rayuela: para el lector pasivo (es decir, el que rechaza, de un modo u otro, la existencia de un sentido oculto) está perdido el contenido verdadero de esa obra. Y sin el carisma del entusiasmo, el lector del gran libro de Cortázar –escrito bajo el mandato de un misterioso swing–, como mucho puede lamentar la pérdida del sentido que se halla oculto tras el argumento manifestado por la novela.
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¿Cuál es ese sentido oculto? Es lo que yo designo como «Rayuela insólito», y que Cortázar denominaba a su vez, en el Cuaderno de Bitácora, con el significativo nombre de «Disculibro»: el libro por descubrir. En este des-cubrimiento radica toda la efectividad poético-espiritual del texto. En su estudio, Ana María Barrenechea da una interpretación completamente deficitaria de este disculibro mencionado en el Cuaderno, aplicándolo al conjunto de las morellianas; los demás críticos, por su parte, ni siquiera lo han mencionado, a pesar de la existencia de declaraciones como la que sigue (el subrayado es del propio Cortázar):
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¡ojo!
Propongo: Todo el Discu-libro, sin remisión. Pero en un solo bloque. El que no lo vea será meritoriamente ciego.
(Cuaderno de Bitácora, p. 93)
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Formulándolo a la inversa: aquel que lo vea será un voyant. Y sin ningún mérito por su parte, pues es la Gracia la que dispensa el carisma, la inspiración, el entusiasmo o como quieran ustedes llamarlo, a aquel que haya emprendido decididamente la búsqueda.
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El propio Cortázar reconocía que es casi un imposible: en el capítulo 112 de Rayuela sugiere que «hay solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector». Se rebaja al mínimo la llama de la vela de esa esperanza: un cierto diálogo, y un cierto lector, para postre remoto. Sólo eso hay. Pero aun así se trataba de una esperanza; ese diálogo no debe ser entonces un imposible absoluto: sólo casi. Y en efecto, el ta’wîl de Rayuela es posible: los dos Jorge Fraga (el ficticio y el real; el verdadero y el impostado) son testigos perplejos de ello.
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El mismo Henry Corbin, tan sensible a las cosas del espíritu, acude en auxilio de esa llama, alimentándola con un poco de aire cristiano:
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pienso particularmente en Cola di Rienzo argumentando que la efusión del Espíritu Santo no puede ser un acontecimiento cumplido de una vez por todas en el tiempo de los apóstoles, sino que el Espíritu no deja de soplar a través del mundo y de suscitar en él Viri spirituales. «¿A qué rogar por la venida del Espíritu Santo si negamos la posibilidad de que pueda venir? ... Sin duda ninguna, no fue sólo en un momento de la antigüedad cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, sino que desciende cada día, nos inspira y habita en nosotros, a condición de que queramos permanecer humilde y silenciosamente con él.» (El hombre y su ángel, pp. 182-183)
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Estudiosos del pensamiento judío consideran que las modalidades de la revelación y de la interpretación se excluyen mútuamente. El hecho de recurrir a la exégesis surge así, específicamente, en una situación en la que se ha suspendido el acceso a la revelación divina, pues si dicha revelación estuviera por suceder, no habría necesidad de derivar verdades fuera del dogma establecido. (...) Sin embargo, puede demostrarse que, dentro de la tradición judaica, particularmente en la literatura apocalíptica y mística, hay una relación intrínseca entre el estudio de un texto y la experiencia visionaria. Lejos de excluirse mútuamente, la experiencia visionaria en sí misma puede ser de naturaleza interpretativa, mientras que la tarea exegética puede originarse y desembocar en un estado revelador de la conciencia.
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La tesis de este ensayo, formulada de manera simple, es que en el Zohar los dos modos, revelación e interpretación, se identifican y se funden. El que ocurra esta convergencia se debe al hecho de que la estructura teosófica subyacente proporciona una base fenomenológica común a ambos. En la relación hermenéutica que el exégeta místico mantiene con el texto, él ve nuevamente a Dios como Dios fue visto en el acontecimiento histórico de la revelación. En suma, desde la perspectiva del Zohar, la experiencia visionaria es un vehículo para la hermenéutica, así como la hermenéutica es un vehículo para la experiencia visionaria. La combinación de estas modalidades constituyó una enorme fuerza que ejerció una influencia profunda en las siguientes generaciones de exégetas judíos. Establecidos los nexos entre el estudio textual y la experiencia visionaria, la interpretación de la Escritura ya no fue considerada como una simple ejecución del mandato fundamental de Dios: estudiar la Torá (talmud Torá), sino que dicha interpretación era más bien entendida como un acto de participación en el drama mismo de la vida divina. La interpretatio misma se convirtió en un momento de revelatio, la cual, en el lenguaje del Zohar, comprende además el proceso de devequt, es decir, la unión del individuo con Dios.
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Elliot R. Wolfson,
«La hermenéutica de la experiencia visionaria»
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Gloria a Dios que mediante su luz ha apartado las tinieblas de los corazones; en su equidad ha abierto lo que en el objeto de la búsqueda había quedado cerrado (...) Es un carisma dispensado a las inteligencias el consagrarse a la búsqueda; el desenlace de la búsqueda es el acto de encontrar. El signo que marca el acto de encontrar es la dulzura que se saborea en lo que se encuentra. De cualquier agua dulce lo aparente es lo que se bebe; pero lo oculto está velado. Quien lo busca no se cansa nunca de meditar, mientras que el común de las gentes no comprenden nada de lo que aquél busca.
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El libro del sabio y del discípulo
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El «falso ta’wîl»
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Hacia el final del cap. II de la segunda parte de La imaginación creadora…, Henry Corbin habla de la cuestión del «falso ta’wîl». El ta’wîl, como sabemos, consiste en «una hermenéutica de los símbolos (…), un modo de comprender que transmuta en símbolos (mazâhir) los datos sensibles y los conceptos racionales, suscitando el tránsito» hacia un estado superior del ser y de la conciencia (p. 221); en consecuencia, un ta’wîl falso será todo aquel que, aún generando una interpretación, no propugne ni implique ninguna «ruptura de nivel», ningún pasaje entre los diferentes mundos de los que se compone la Realidad.
El escritor francés pone dos ejemplos del asunto, que lo ilustran a la perfección. El primero, está extraído directamente de la obra de Ibn ‘Arabî:
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Un día, el niño [José] dice a su padre: «He visto [en mi sueño] once estrellas, el sol y la luna. Las he visto postrarse ante mí» (Corán 12/4). Mucho tiempo después, al final de la historia, cuando José recibe a sus hermanos en Egipto, dice: «Ésta es la interpretación (ta’wîl) del sueño que tuve hace tiempo. Mi Señor lo ha hecho realidad» (12/101). Ahora bien, lo que Ibn ‘Arabî considera más importante en este ta’wîl es que, en realidad, no es tal. Pues es en el orden de los acontecimientos y de las cosas sensibles donde José cree encontrar el ta’wîl, el sentido oculto del sueño que había tenido lugar en el mundo de las visiones imaginativas. Ahora bien, el ta’wîl no consiste en hacer descender a un plano inferior, sino en reconducir y elevar a un plano superior. Es preciso reconducir las formas sensibles a las formas imaginativas para pasar así a significaciones más elevadas: proceder inversamente (llevar las formas imaginativas a las sensibles que tienen su origen en aquéllas) es aniquilar las virtualidades de la Imaginación (…) Por esta razón, el ta’wîl que cree descubrir José es todavía la obra de alguien que continúa dormido, sueña que se despierta de un sueño y se pone a interpretarlo, cuando en realidad se encuentra todavía en estado de sueño. (p. 278)
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Apenas tres páginas más adelante, nos ofrece este segundo ejemplo, preludiado por una breve y nueva explicación sobre el ta’wîl:
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La exégesis simbólica, al instaurar las tipificaciones, es creadora puesto que transmuta las cosas en símbolos, en Imágenes-tipo, y las hace existir en otro plano del ser. Ignorar esta tipología significa destruir el sentido de la visión como tal; es aceptar los datos tal como se presentan, en estado bruto, sin más. Y así fue como actuó un personaje llamado Taqî ibn Mokhallad. Taqî ve en sueños al Profeta que le da un vaso de leche, pero en lugar de interpretar el sentido oculto de su sueño, quiere una verificación material. Para ello, se fuerza a vomitar y obtiene la prueba que desea: vomita un vaso entero de leche. Quería una certeza y obtuvo lo que deseaba, aquello de lo que están ávidos todos los que no admiten más «realidad» que la del mundo físico, mientras que para el profeta, que realiza el ta’wîl, lo material se convierte en alimento espiritual. (…) No se busca al Ángel en el plano de las evidencias materiales; la transubstanciación no es un fenómeno de química realizado en un laboratorio. Ésta es la razón por la que Taqî ibn Mokhallad se privó totalmente del alimento espiritual al exigir un control material, forzándose a vomitar lo que había bebido en sueños, para demostrarse a sí mismo que aquello era materialmente verdadero (pp. 281-282)
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En el contexto de la Teoría del Entusiasmo, la hermenéutica espiritual islámica descrita por Corbin constituye un modelo analógico para la lectura activa de Rayuela. El lector activo y cómplice –el lector entusiasta– está llamado a interpretar el texto desde una altura cognitiva distinta a la de la conciencia ordinaria; desde ahí, el libro entero se transmuta y ofrece a la mirada un contenido completamente insólito. Pero hay un problema: y es que la gran mayoría de los críticos y lectores no han captado el simple hecho de que Rayuela sea un texto que demanda una interpretación. Por el contrario, el literalismo se ha instituido como el paradigma dominante de su lectura.
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Quizá quien más se haya acercado nunca a otro paradigma sea Graciela Maturo, como ya vimos en su momento, cuando en El hombre nuevo decía de Rayuela: «El argumento va por debajo; hay, sin lugar a dudas, un desarrollo interior al que apuntan las instancias, los diálogos, las situaciones». Pero esto, evidentemente, no constituye ninguna interpretación, puesto que faltaría exponer cuál es concretamente ese desarrollo interior al que se alude. Por otro lado, la propia Maturo y también otros autores han sugerido que ciertos capítulos de Rayuela podrían estar poniendo en escena algún mito clásico: y esto sí se aproxima mayormente al concepto de «falso ta’wîl», en la medida en que tal correspondencia se plantea siempre en términos que se ajustan antes a una figuración alegórica que a la lógica simbólica en la que insiste siempre Corbin. En todo caso, tales sugerencias sólo se aplican a ciertos pasajes de Rayuela, y no llegan a constituir una interpretación que abarque la globalidad del texto.
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En síntesis, pues, podemos decir que el literalismo, que parte de un nivel de la realidad para terminar en el mismo, y que como mucho realiza cambios de plano (de lo concreto a lo abstracto, por ejemplo), constituye el «falso ta’wîl», ampliamente extendido, de Rayuela, El propio texto acude en apoyo de esta afirmación: si alguien previó la posibilidad de tal situación hermenéutica, ese fue el propio Cortázar. La cuestión del «falso ta’wîl» aparece no una, sino diversas veces en el libro; y todas ellas deben verse como apóstrofes disimulados al lector (more Wilkie Collins), o sea, como instrucciones para corregir lo que, según Cortázar, serían previsibles desviaciones de una interpretación que en realidad nunca llegó a darse efectivamente.
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Vamos a transcribir algunos ejemplos, que de ningún modo pretenden agotar la concurrencia del asunto. En primer lugar, veamos este breve diálogo del cap. 9:
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–Fíjate un poco en Mondrian –decía Etienne–. Frente a él se acaban los signos mágicos de un Klee. (...) para Klee hace falta un fárrago de otras cosas. Un refinado para refinados. (...) En cambio Mondrian pinta absoluto. Te ponés delante, bien desnudo, y entonces una de dos: ves o no ves. El placer, las cosquillas, las alusiones, los terrores o las delicias están completamente de más.
–¿Vos entendés lo que dice? –preguntó la Maga–. A mí me parece que es injusto con Klee.
–La justicia o la injusticia no tienen nada que ver con esto –dijo Oliveira, aburrido–. Lo que están tratando de decir es otra cosa. No hagas en seguida una cuestión personal.
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«Lo que están tratando de decir es otra cosa»: la Maga, representando a la perfección aquí su papel de ‘tercero excluido’ en una conversación privativa, comete el error de tomarse al pie de la letra lo que se está diciendo. Horacio la corrige, señalándole la naturaleza figurada de la conversación: Klee y Mondrian están ahí para hablar, metafóricamente, de otra cosa. Las diferencias entre Klee y Mondrian son el sentido aparente, lo manifiesto; para captar lo oculto, el sentido profundo, «sería necesario que otras máquinas que las usuales se pusieran a funcionar en el cerebro», tal como reza el cap. 86.
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El siguiente ejemplo toma como pretexto, precisamente, la misma conversación que acabamos de ver. En el cap. 19, la situación se ha invertido, y ahora es la Maga quien está por encima, en cuanto a comprensión se refiere, de Horacio:
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–Ah –dijo Oliveira–. Así que yo soy un Mondrian.
–Sí, Horacio.
–Querés decir un espíritu lleno de rigor.
–Yo digo un Mondrian.
–¿Y no se te ha ocurrido sospechar que detrás de ese Mondrian puede empezar una realidad Vieira da Silva?
–Oh, sí –dijo la Maga–. Pero vos hasta ahora no te has salido de la realidad Mondrian. Tenés miedo, querés estar seguro. No sé de qué... Sos como un médico, no como un poeta.
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Aquí Horacio intenta discutir la condición que la Maga le atribuye, argumentando que tal vez sea una mera apariencia. Pero la Maga conoce el fondo del asunto, y replica a su vez, acertadamente, que Horacio se mantiene en todo momento en un mismo nivel de conciencia («hasta ahora no te has salido de la realidad Mondrian»). La Maga sabe que para lograr la «ruptura de nivel» no basta con el análisis racional ni con ningún procedimiento dialéctico, sino que es preciso tener las condiciones de un poeta o de un místico, de las que ella dispone, y a las que Horacio aspira sin conseguirlas.
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El último ejemplo que propongo, del cap. 44, cuenta con los mismos actantes que el primero, aunque con los personajes cambiados: el papel de la Maga, interpretando literalmente los hechos, lo ejerce ahora Talita; y el de Horacio, desmintiendo esa interpretación y apelando a otra, que se mantiene en secreto, lo cumple esta vez Traveler:
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–¿Pero es que vos creés realmente que él me busca, y que yo...?
–Él no te busca en absoluto –dijo Traveler, soltándola–. A Horacio vos le importás un pito. No te ofendas, sé muy bien lo que valés (...) Es otra cosa –dijo Traveler subiendo la voz– ¡Es malditamente otra cosa, carajo!
–Ah (...) De manera que es otra cosa. No entiendo nada, pero a lo mejor tenés razón.
–Y si él estuviera aquí –dijo Traveler en voz baja, mirando su cigarrillo– tampoco entendería nada. Pero sabría muy bien que es otra cosa. Increíble, parecería que cuando él se junta con nosotros hay paredes que se caen, montones de cosas que se van al quinto demonio, y de golpe el cielo se pone fabulosamente hermoso, las estrellas se meten en esa panera, uno podría pelarlas y comérselas, ese pato es propiamente el cisne de Lohengrin, y detrás, detrás...
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Estos puntos suspensivos que cierran el parlamento de Traveler están cargados de intencionalidad. Tal como se ve, aquí o en cualquier otro lugar, Cortázar no dice nunca qué es, exactamente, lo que hay detrás. Para prevenir la posibilidad de un falso ta’wîl, se limita a señalar que en esa conversación llamada Rayuela, lo aparente no es el sentido verdadero (¡es malditamente otra cosa!).
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Una conversación privativa, Rayuela, para la que Cortázar albergó «solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector» (cap. 112). El tiempo le ha dado la razón: pasado prácticamente medio siglo desde la publicación del libro, lo que se ha constatado es justo lo contrario, o sea, lo que ya quedó formulado, proféticamente, en el cap. 79:
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En cuanto al lector hembra, se quedará con la fachada y ya se sabe que las hay muy bonitas, muy trompe-l’oeil, y que delante de ellas se pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las tragedias del honnête homme. Con lo cual todo el mundo sale contento, y a los que protesten que los agarre el beriberi.
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«El ta’wîl», nos dice Henry Corbin, «es esencialmente comprensión simbólica, transmutación de todo lo visible en símbolos, intuición de una esencia o de una persona en una Imagen que no es ni el universal lógico, ni la especie sensible» (La imaginación creadora…, ed. cit., pp. 25-26 ).
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Comprensión simbólica; transmutación de lo visible en símbolo: resulta difícil hacerse cargo de las palabras de Corbin si no somos capaces de discernir claramente en qué consiste un símbolo. Para una cultura secularizada como la nuestra, en la que el Cerco del Misterio –para usar la feliz terminología de Eugenio Trias– ha quedado relegado al olvido, el concepto «símbolo» difícilmente preservará su genuino carácter trascendente, en función del cual la Imagen simbólica deviene propiamente un pasaje entre los mundos; la irrupción, en el mundo de lo cotidiano, de una misteriofanía.
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El islamólogo francés, plenamente consciente de estas dificultades, procura preservar desde el principio esta especifidad del símbolo:
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Debemos volver aquí a la distinción, que consideramos fundamental, entre alegoría y símbolo: la primera es una operación racional que no implica el paso a otro plano del ser ni a otro nivel de conciencia; es la figuración, en un mismo nivel de conciencia, de lo que muy bien podría ser conocido de otra forma. El símbolo propone un plano de conciencia que no es el de la evidencia racional; es la «cifra» de un misterio, el único medio de expresar lo que no puede ser aprehendido de otra forma; nunca es «explicado» de una vez por todas, sino que debe ser continuamente descifrado, lo mismo que una partitura musical nunca es descifrada para siempre, sino que sugiere una ejecución siempre nueva.
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Así pues el símbolo, entendido en estos términos, implica necesariamente una multiplicidad de niveles, tanto de realidad como de conciencia; ello constituye la base para el ta’wîl, al que Corbin llama también exégesis simbólica, y que consiste precisamente en realizar, a partir de un texto revelado, el paso de un nivel a otro.
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La doble textualidad de Rayuela, su dualidad entre la novela Rayuela, por un lado, y el Rayuela insólito, por el otro, se corresponde perfectamente con la dinámica simbólica descrita por Corbin. La novela Rayuela pertenece al mundo de lo cotidiano; el Rayuela insólito, a su vez, pertenece al mundo del misterio. De acuerdo con ello, para llegar a ver el Rayuela insólito es necesario poner en funcionamiento esa «intuición» simbólica de la que habla el autor francés, y que implica el salto hacia un nuevo nivel de conciencia, distinto al habitual.
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No soy yo, Jorge Fraga, quien lo dice: el propio texto de Rayuela habla de esto mismo. Y lo hace en numerosas ocasiones, en el momento más inesperado, aunque siempre de un modo más o menos disimulado; dando la impresión, por ejemplo, de que se está hablando de otra cosa. En cualquier caso, es prerrogativa del lector activo, su deber y su privilegio, el saber identificar esos momentos, pues forman parte integrante del dispositivo de una lectura abocada al entusiasmo. Siendo así, a este lector activo no le hace ningún favor la Teoría del Entusiasmo al señalarle alguna de esas ocasiones, como ya ha sucedido anteriormente –con las exégesis del cap. 84 y del cap. 97–, y como sucede ahora con este nuevo ejemplo extraído del cap. 54 de Rayuela. Las cursivas son mías:
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Y tampoco su beso era para ella, no ocurría allí grotescamente al lado de una heladera llena de muertos, a tan poca distancia de Manú durmiendo. Se estaban como alcanzando desde otra parte, con otra parte de sí mismos, y no era de ellos que se trataba, como si estuvieran pagando o cobrando algo por otros, como si fueran los gólems de un encuentro imposible entre sus dueños. Y los Campos Flegreos, y lo que Horacio había murmurado sobre el descenso, una insensatez tan absoluta que Manú y todo lo que era Manú y estaba en el nivel de Manú no podía participar de la ceremonia, porque lo que empezaba ahí era como la caricia a la paloma (...) De alguna manera habían ingresado en otra cosa, en ese algo donde se podía estar de gris y ser de rosa, donde se podía haber muerto ahogada en un río (y eso ya no lo estaba pensando ella) y asomar en una noche de Buenos Aires para repetir en la rayuela la imagen misma de lo que acababan de alcanzar, la última casilla, el centro del mandala, el Ygdrassil vertiginoso por donde se salía a una playa abierta, a una extensión sin límites, al mundo debajo de los párpados que los ojos vueltos hacia adentro reconocían y acataban.
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La exégesis corre de cuenta de cada uno.
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En su libro sobre Ibn ‘Arabî, Henry Corbin dedica un capítulo entero a la oración teofánica, que presenta como el principal método del místico sufí para establecer una comunicación efectiva entre el hombre y Dios. Esta oración «no es petición de nada», nos aclara el islamólogo francés, sino que «es la forma más elevada, el acto culminante de la Imaginación creadora» (La imaginación creadora…, ed. cit., p. 287), y se establece sobre la forma de un diálogo entre las dos formas existenciales (la persona humana y la persona divina) en que se diferencia la esencia del Ser único.
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Esta «oración creadora» de Ibn Arabî, tal como la describe Corbin, nos suministra un nuevo perfil para la comparación entre el Ta’wîl y la lectura de Rayuela. En efecto, el concepto de una «hermenéutica espiritual» forma parte de esa oración teofánica, tal como queda recogido en las siguientes palabras de Corbin:
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He aquí, pues, la manera en que Ibn ‘Arabî comenta las fases de un servicio divino que es diálogo, conversación íntima, y que toma como «salmo» y como soporte la recitación de la Fâtiha. [la sura «que abre» el Libro santo] (…) Es preciso, en primer lugar, que el fiel entre en contacto con su Dios y «converse» con él. En un momento intermedio, el orante, el fiel en oración, debe imaginar (takhayyol) a su Dios presente en su qibla, es decir, frente a él, en la dirección en que orienta su oración. (…) Aquí encontramos el significado práctico de la tradición que afirma: «Todo el Corán es una historia simbólica, alusiva (ramz), entre el Amante y el Amado, y nadie, aparte de ellos dos, comprende la verdad ni la realidad de su intención». Y sin duda es necesaria toda la «ciencia del corazón», toda la creatividad del corazón, para poner en práctica el ta’wîl, la interpretación mística que permite leer y practicar el Corán como si fuera una variante del Cantar de los Cantares. (La imaginación creadora…, pp. 290-291)
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Para quien venga siguiendo desde antiguo el hilo de la Teoría del Entusiasmo, estas líneas de Corbin sobre la oración dialógica de Ibn ‘Arabî deberían recordarle el concepto de «conversación privativa» cortazariana que en su día analicé pormenorizadamente en este blog, partiendo desde unos comentarios biográficos vertidos por Mario Vargas Llosa, para aplicarlo luego, concretamente, al caso de Rayuela (véase «Una conversación llamada Rayuela», 11 de marzo del 2011). Ambos fenómenos –la oración teofánica de Ibn ‘Arabî y la «conversación privativa» de Cortázar– presentan analogías muy interesantes.
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En primer lugar tenemos a los dos interlocutores. En el caso de la oración teofánica, se trata de Ibn ‘Arabî y de Dios, que se hace presente gracias al poder de la Imaginación creadora. En el caso de Rayuela, se trata de Cortázar y del «lector activo», un personaje imaginario que en una primera instancia fue el místico Fredi Guthmann (cf. «Una conversación llamada Rayuela»), pero que en última instancia es cualquier lector capaz de conectar con el estado de conciencia necesario (el entusiasmo, ‘Dios-dentro-de-uno’) para participar en ese particular diálogo. Se trata de una conversación que es íntima, tal como se la define en el texto de Corbin, y también –resulta importante subrayarlo– amorosa.
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En ambos casos, tanto para Ibn ‘Arabî como para Cortázar, los dos interlocutores se sitúan en un plano distinto al de la realidad cotidiana, que es donde permanecen los demás. Se trata de un estado otro de la conciencia, en el que interviene de un modo decisivo la Imaginación con su poder para generar una nueva realidad. Así pues, a los dos interlocutores deben sumársele, para completar el retrato, los otros: «Nadie, aparte de ellos dos, comprende la verdad ni la realidad de su intención»; esta frase citada por Corbin describe gráficamente el ‘tercero excluído’ de las conversaciónes privativas de Cortázar, tal como lo encarna la Maga en un ejemplo –altamente significativo, por la cita de San Juan de la Cruz– del capítulo 12 de Rayuela:
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y mientras la Maga los miraba con una especie de humilde desesperación, ya el otro estaba en el volé tan alto, tan alto que a la caza le di alcance
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En segundo lugar tenemos el texto. «Todo el Corán es una historia simbólica», dice Corbin, apoyándose en la tradición; y ello es así hasta el punto que en el contexto de la oración teofánica se puede leer el Libro Sagrado del Islam como «una variante del Cantar de los Cantares». De acuerdo con esto, el Corán ofrece para el gnóstico una característica dualidad de sentido, una división entre su dimensión aparente (el sentido literal: zâhir) y su dimensión profunda (el sentido oculto: bâtin). Una división que constituye precisamente el camino por el que va a transitar la exégesis espiritual, el Ta’wîl realizado por el creyente.
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Exactamente lo mismo sucede, analógicamente, con el texto de Rayuela, que se presenta al lector pasivo, por un lado, como una novela, y al lector activo (al entusiasta), por el otro lado, como la repetición de un episodio. Una dualidad rayuelística a la que se alude desde el mismo principio de la obra («Este libro», reza el Tablero de Dirección, «es sobre todo dos libros»), y que queda recogida sintéticamente en la famosa frase de Gregorovius –«París es una enorme metáfora»–, cuyo sentido debe proyectarse, propiamente, al ámbito del libro entero. De acuerdo con ello podemos decir, parafraseando el texto citado por Corbin: «Toda Rayuela es una historia simbólica».
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Toda esta comparación debería ilustrarnos sobre el modo de leer el Rayuela insólito. No puede leerse este libro del mismo modo en que se emprende la lectura de una novela occidental. Por supuesto, no se trata de aplicarse a la lectura con la misma devoción e intensidad místicas propias de la lectura coránica que propugna Ibn ‘Arabî; si la lectura entusiasta de Rayuela guarda alguna analogía con la «oración teofánica» de Ibn ‘Arabî, es sobre la base del Ta’wîl. Aunque lo que se oculte tras la dimensión aparente del libro sagrado del Islam no tenga parangón con la rudimentaria metafísica que se oculta en el libro de Cortázar, la lectura de este último debe realizarse con el mismo propósito de alcanzar, usando la terminología de Mircea Eliade, una «ruptura de nivel».
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Una ruptura espiritual en el caso de la oración teofánica; una ruptura poética en el caso de Rayuela. Pero siempre una ruptura, un salto hacia una superior dimensión de manifestación del Ser. He aquí un propósito análogo que emparenta el Ta’wîl sufí con la lectura entusiasta de Rayuela.
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El autor que escribe al dictado de la inspiración divina consigna a veces cosas que no tienen relación con la materia de aquel capítulo que está tratando y que a los oídos del lector vulgar suena como interpolación de tema incoherente, si bien para nosotros pertenecen al alma misma de aquel capítulo, aunque sea bajo un aspecto que los demás ignoran. Sabe que la elaboración de los capítulos de las Fotûhât no es el resultado de una libre elección por mi parte ni de una deliberación reflexiva. En verdad, Dios me ha dictado por el órgano del Ángel de la inspiración todo lo que he escrito, y es por eso por lo que entre dos ideas inserto otra que no tiene conexión con la que le precede ni con la que le sigue.
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Ibn ‘Arabî, Las revelaciones de la Meca
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